Taiko

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Libro Cinco » El ocaso de Kai

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El ocaso de Kai

Takeda Katsuyori había visto la llegada de treinta primaveras. Era más alto y fornido que su padre, Takeda Shingen, y decían de él que era apuesto.

Corría el tercer año tras la muerte de Shingen. El cuarto mes sería el final del periodo oficial de duelo.

La última orden de Shingen, «Ocultad vuestro duelo durante tres años», había sido seguida al pie de la letra. Pero cada año, el día del aniversario de su muerte, las lámparas de todos los templos de Kai, y en particular las del templo Eirin, eran encendidas para celebrar servicios fúnebres. Durante tres días Katsuyori había abandonado todos los asuntos militares y, encerrado en el templo Bishamon, se había entregado a profundas meditaciones.

El tercer día Katsuyori ordenó que se abrieran las puertas del templo para que saliera el humo del incienso quemado durante el servicio fúnebre en memoria de Shingen. En cuanto Katsuyori se hubo cambiado de ropa, Atobe Oinosuke solicitó una audiencia privada y urgente.

—Mi señor —le dijo Oinosuke—, os ruego que leáis esta carta en seguida y me deis vuestra respuesta. Bastará con que sea verbal, yo escribiré la réplica por vos.

Katsuyori se apresuró a abrir la carta.

—Veamos…, de Okazaki.

Era evidente que llevaba algún tiempo esperando la carta, y la expresión de su semblante al leerla no era ordinaria. Por un momento pareció incapaz de tomar una decisión.

Entre la vegetación joven de la primavera tardía se alzaba el canto de una curruca. Katsuyori contempló el cielo a través de la ventana.

—Comprendo. Ésa es mi respuesta.

Oinosuke miró a su patrono.

—¿Será suficiente, mi señor? —le preguntó, sólo para asegurarse.

—Lo será —respondió Katsuyori—. No deberíamos perder esta oportunidad enviada por el cielo. El mensajero tiene que ser un hombre digno de confianza.

—Éste es un asunto de extrema importancia. No tenéis necesidad de preocuparos por eso.

Poco después de que Oinosuke hubiera abandonado el templo, la Oficina de Asuntos de Estado efectuó una llamada a las armas. Hubo movimiento de soldados durante toda la noche y una actividad constante tanto dentro como fuera del castillo. Cuando amaneció, entre catorce y quince mil soldados, humedecidos por el rocío de la mañana, aguardaban ya silenciosamente en la explanada de formación fuera del castillo, y seguían acudiendo más soldados. El sonido de la concha que indicaba la partida de las tropas sonó sobre las casas dormidas de Kofu varias veces antes de que saliera el sol.

Katsuyori sólo había dormido un poco durante la noche, pero ahora vestía armadura completa. No parecía soñoliento y su cuerpo exudaba una salud extraordinaria y sueños de grandeza, como el rocío sobre las hojas nuevas.

No había permanecido ocioso un solo día durante los tres años transcurridos desde la muerte de su padre. Montañas y ríos de fuerte corriente formaban poderosas defensas naturales alrededor de Kai, pero él no se contentaba con la provincia que había heredado. Al fin y al cabo, estaba dotado de más valor y recursos que su padre. De Katsuyori, al contrario que de los vástagos de tantos grandes clanes samurais, no podía decirse que fuese un hijo indigno. En cambio, sí podría afirmarse que su orgullo, su sentido del deber y su destreza militar eran excesivos.

Por muy secreta que el clan hubiera intentado mantenerla, la noticia de la muerte de Shingen se había filtrado a las provincias enemigas, y muchos la habían considerado una oportunidad demasiado buena para perderla. Los Uesugi habían efectuado un ataque repentino, los Hojo también habían cambiado de actitud. Y era evidente que, si se presentaba la ocasión, los Oda y los Tokugawa llevarían a cabo incursiones desde sus respectivos territorios.

Como todo hijo de un gran hombre, Katsuyori se encontraba en una difícil posición. Sin embargo, jamás había deshonrado el nombre de su padre y en casi todos los combates que libraba se hacía con la victoria. Por este motivo se había extendido el rumor de que la muerte de Shingen no era más que una invención, pues parecía actuar cada vez que se presentaba una oportunidad.

—Los generales Baba y Yamagata han solicitado una audiencia antes de que comience la campaña —le anunció un servidor.

Cuando dieron este mensaje a Katsuyori el ejército estaba a punto de partir. Baba Nobufusa y Yamagata Masakage habían sido servidores de alto rango en la época de Shingen.

—¿Están los dos preparados para marchar? —preguntó Katsuyori.

—Sí, mi señor —replicó el mensajero.

Katsuyori hizo un gesto de asentimiento.

—Entonces hazles pasar.

Poco después los dos generales se presentaron ante Katsuyori, el cual ya sabía lo que iban a decirle. Baba fue el primero en hablar.

—Como veis, hemos venido rápidamente al castillo sin la menor dilación tras la llamada a las armas de anoche. Pero esto es extraordinario. No ha habido ningún consejo de guerra y nos gustaría saber cuáles son las perspectivas de esta campaña. Nuestra situación actual no nos permite el lujo de movimientos de tropas frívolos.

Yamagata tomó entonces la palabra.

—Vuestro difunto padre, el señor Shingen, saboreó la amarga copa de la derrota demasiadas veces cuando atacó al oeste. Mikawa es pequeña, pero sus guerreros son valientes, y a estas alturas los Oda han tenido tiempo de proponer una serie de contramedidas. Si nos internamos demasiado, es posible que no seamos capaces de salir.

Hablando por turno, los dos hombres plantearon sus objeciones. Eran veteranos experimentados, adiestrados por el mismo Shingen, y no tenían en gran estima ni los recursos ni el valor de Katsuyori. Por el contrario, los consideraban como un peligro. Katsuyori se había dado cuenta de ello hacía algún tiempo, y su carácter no le permitía aceptar el consejo conservador de aquellos hombres, a saber, que lo mejor sería proteger las fronteras de Kai durante varios años.

—Sabéis bien que no emprendería una campaña temeraria. Pedid los detalles a Oinosuke. Pero esta vez vamos a tomar con toda certeza los castillos de Okazaki y Hamamatsu. Les enseñaré cómo hacer realidad un sueño largamente acariciado. Tenemos que mantener en secreto nuestra estrategia. No tengo intención de decir a nuestros hombres lo que estamos haciendo hasta que estemos encima del enemigo.

Katsuyori evitó diestramente las reconvenciones de sus dos generales, los cuales parecían desventurados.

El consejo de que pidieran detalles a Oinosuke no les había hecho gracia. No estaban acostumbrados a que les hablaran de aquella manera. Los dos compartían el mismo criterio, e intercambiaron miradas de profundo asombro. Las tropas se estaban moviendo sin que nadie les hubiera consultado, a ellos, los generales veteranos de Shingen, y quienes tomaban las decisiones eran los del jaez de Atobe Oinosuke.

Baba intentó hablar con Katsuyori una vez más.

—Más adelante escucharemos todo cuanto el señor Oinosuke tenga que decir, pero si primero nos dijerais una o dos palabras sobre este plan secreto, los viejos generales como nosotros estaríamos en condiciones de elegir el lugar donde vamos a morir.

—No voy a decir nada más —replicó Katsuyori, mirando a los hombres que le rodeaban. Entonces añadió severamente—: Me satisface vuestra preocupación, pero sé muy bien lo importante que es este asunto. Además, ahora no puedo abandonar el plan. Esta mañana he prestado juramento sobre las Mihata Tatenashi.

Cuando oyeron los nombres sagrados, los dos generales se postraron y rezaron en silencio. Las Mihata Tatenashi eran reliquias sagradas veneradas durante generaciones por el clan Takeda. La Mihata era la bandera del dios de la guerra, Hachiman, y la Tatenashi, la armadura del fundador del clan. El clan Takeda tenía la regla inquebrantable de que un juramento efectuado sobre esos objetos no podía romperse.

Al afirmar que actuaba bajo ese juramento sagrado, Katsuyori quería decir que los dos generales no tenían más motivos para presentar objeciones. En aquel momento el sonido de la concha indicó a las tropas que debían formar, obligando a los viejos generales a marcharse. Sin embargo, preocupados todavía por el sino del clan, cabalgaron hasta la posición de Oinosuke en las filas para hablar con él.

Oinosuke desalojó la zona y les informó orgullosamente del plan. En Okazaki, gobernada ahora por Nobuyasu, el hijo de Ieyasu, había un hombre encargado de las finanzas que se llamaba Oga Yashiro. Algún tiempo atrás Oga había cambiado su lealtad al clan Takeda y ahora era un aliado leal de Katsuyori.

El mensajero que llegó a Tsutsujigasaki dos días antes trajo consigo una carta secreta de Oga, informándole de que la ocasión estaba madura. Nobunaga se hallaba en la capital desde comienzos del año. Incluso antes, cuando Nobunaga intentó destruir a los monjes guerreros de Nagashima, Ieyasu no envió refuerzos, y se había producido cierta tensión en la alianza entre las dos provincias.

Cuando el ejército de Takeda atacara Mikawa con su celeridad legendaria, Oga encontraría el medio de sembrar la confusión en el castillo de Okazaki, abrir las puertas y dejar que entraran las fuerzas de Kai. Entonces Katsuyori mataría a Nobuyasu y retendría a la familia Tokugawa como rehenes. El castillo de Hamamatsu sería obligado a rendirse y su guarnición se uniría al ejército de Takeda, dejando a Ieyasu sin otra alternativa que la de huir a Ise o Mino.

—¿Qué os parece? ¿No creéis que son buenas noticias del cielo?

Oinosuke habló orgullosamente, como si él hubiera sido el autor del plan. Los dos generales no deseaban escuchar nada más. Dejaron a Oinosuke y regresaron a sus regimientos, mirándose en silencio.

—Baba, se dice que una provincia puede caer pero que las montañas y los ríos permanecen —dijo Yamagata con profunda emoción—. Ninguno de nosotros quiere vivir para ver las montañas y ríos de una provincia en ruinas.

Baba hizo un gesto de asentimiento y replicó entristecido:

—El fin de nuestras vidas se acerca rápidamente. Lo único que podemos hacer es encontrar un buen lugar donde morir, seguir a nuestro antiguo señor y expiar el delito de ser consejeros indignos.

Las reputaciones de Baba y Yamagata como los generales más valientes de Shingen habían llegado mucho más allá de las fronteras de Kai. Ambos hombres tenían el cabello gris cuando Shingen vivía, pero después de su muerte habían encanecido rápidamente.

Las hojas en las montañas de Kai eran de un verde joven y tierno antes de que llegara el tórrido verano de aquel año, y las aguas del río Fuefuki murmuraban la canción de la vida eterna. Pero ¿cuántos soldados se preguntaban si volverían a ver de nuevo aquellas montañas?

El ejército ya no era lo que había sido en vida de Shingen. En el sonido de los estandartes que ondeaban al viento y de los pies en marcha había una nota quejumbrosa que afirmaba la incertidumbre de la vida. Pero los quince mil soldados tocaban sus tambores de guerra, desplegaban sus banderas y cruzaban la frontera de Kai, y su esplendor se reflejaba en los ojos de la gente con tanta brillantez como en la época de Shingen.

De la misma manera que el color carmesí del sol poniente era similar al sol del amanecer, adondequiera que uno mirase, ya a los pintorescos estandartes y banderas de cada regimiento, ya a la nutrida caballería protegida con armadura que avanzaba apretadamente alrededor de Katsuyori, no veía señal alguna de declive. Katsuyori tenía una confianza suprema en sí mismo e imaginaba el castillo enemigo de Okazaki ya en sus manos. Con la taracea dorada de su visera reflejándose en sus mejillas, el futuro de aquel joven general parecía brillante. Y lo cierto era que ya había obtenido victorias capaces de fomentar el espíritu de lucha de Kai, incluso después de la muerte del gran Shingen.

Partieron de Kai el primer día del quinto mes y finalmente cruzaron el monte Hira desde Totomi y entraron en Mikawa. Por la noche vivaquearon en la orilla de un río.

Desde la orilla contraria dos samurais enemigos nadaron hacia ellos. Los guardianes los capturaron. Los dos hombres eran samurais de Tokugawa que habían sido expulsados de su propia provincia. Pidieron que les llevaran a presencia de Katsuyori.

—¿Qué? ¿Por qué han venido aquí en su huida?

Katsuyori sabía que eso sólo podía significar una cosa: la traición de Oga había sido descubierta.

El poderoso ejército de Katsuyori ya había entrado en Mikawa, y el dirigente se preguntaba una y otra vez si debía atacar o retirarse. Estaba muy confuso y desalentado. Su estrategia había dependido de la traición de Oga y la confusión que causaría en el castillo de Okazaki. El descubrimiento y la detención de Oga era un revés desastroso. Pero ya que había llegado hasta allí, no sería muy gallardo retroceder sin haber conseguido nada. Por otro lado, un avance imprudente sería un error. El carácter viril de Katsuyori estaba seriamente afectado por la angustia, su naturaleza obstinada sufría al recordar que, cuando el ejército salía de Kai, Baba y Yamagata le habían advertido que no hiciera nada temerario.

—Que tres mil soldados se dirijan a Nagashino —ordenó—. Yo mismo atacaré el castillo de Yoshida y ocuparé toda la zona.

Katsuyori levantó el campamento antes del alba y se puso en marcha hacia Yoshida. Falto de confianza en el éxito, prendió fuego a varias aldeas en una demostración de fuerza. No atacó el castillo de Yoshida, posiblemente porque Ieyasu y su hijo, Nobuyasu, habían eliminado por completo a los traidores y trasladado rápidamente sus tropas hasta Hajikamigahara.

Mientras que el ejército de Katsuyori, incapaz de avanzar o retirarse, sólo podía tratar de preservar su dignidad, las fuerzas de Tokugawa habían destrozado a los rebeldes y avanzado rápidamente con gran ímpetu.

—¿Somos una provincia moribunda o en ascenso?

Tal era su grito de guerra. Su número era pequeño, pero su moral era totalmente distinta de la que tenían las tropas de Katsuyori.

Las vanguardias de los dos ejércitos tuvieron pequeños choques dos o tres veces en Hajikamigahara. Pero las fuerzas de Kai tampoco actuaban a la ligera y, comprendiendo que les sería difícil igualar el espíritu marcial del enemigo, se retiraron súbitamente.

—¡A Nagashino! ¡A Nagashino! —gritaron.

Invirtieron con rapidez la dirección de su marcha, dieron la espalda a las fuerzas de Tokugawa y se alejaron como si tuvieran asuntos importantes que resolver en otra parte.

Nagashino era un antiguo campo de batalla y se decía de su castillo que era inexpugnable. En la primera mitad del siglo había sido controlado por el clan Imagawa, y más tarde el clan Takeda lo reclamó como parte de Kai. Pero entonces, en el primer año de Tensho, Ieyasu tomó posesión de él y ahora lo gobernaba Okudaira Sadamasa, del clan Tokugawa, con una guarnición de quinientos hombres.

Debido a su valor estratégico, Nagashino era el centro de toda clase de intrigas, traiciones y efusiones de sangre, incluso en tiempo de paz.

Al atardecer del octavo día del quinto mes, el ejército de Kai había sitiado a la reducida guarnición del castillo.

El castillo de Nagashino se alzaba en la confluencia de los ríos Taki y Ono, en la región montañosa de Mikawa oriental. Detrás de él, al nordeste, no había más que montañas. Su foso, que obtenía el agua de las rápidas corrientes de ambos ríos, tenía una anchura que oscilaba entre ciento ochenta y trescientos pies. El talud tenía noventa pies de altura en el punto más bajo, mientras que el más alto era un precipicio de ciento cincuenta pies. La profundidad del agua no superaba los cinco o seis pies, pero la corriente era rápida, y había algunos lugares de respetable profundidad donde el agua se alzaba espumeante o se arremolinaba en furiosos rápidos.

—¡Qué ostentación! —dijo el gobernador del castillo de Nagashino mientras examinaba la meticulosa disposición de las tropas de Katsuyori desde la torre vigía.

Más o menos desde el décimo día, Ieyasu había empezado a enviar mensajeros a Nobunaga varias veces cada jornada, informando sobre la situación en Nagashino. Cualquier emergencia para los Tokugawa se consideraba una emergencia para los Oda, y en la atmósfera del castillo de Gifu había ya una tensión desacostumbrada.

Nobunaga respondió afirmativamente pero no parecía proceder a una movilización repentina. El consejo de guerra duró dos días.

—No hay ninguna esperanza de victoria —le previno Mori Kawachi—. Movilizar al ejército sería inútil.

—¡No! ¡Eso sería dar la espalda a nuestro deber! —arguyó alguien.

Otros, entre ellos Nobumori, adoptaron una posición intermedia.

—Como dice el general Mori, es evidente que las posibilidades de victoria contra Kai son mínimas, pero si no movilizamos nuestras tropas los Tokugawa pueden acusarnos de mala fe y, si no nos andamos con cuidado, no es imposible que cambien de bando, llegando a un acuerdo con el ejército de Kai, y se vuelvan contra nosotros. Creo que lo mejor será efectuar un despliegue pasivo de las tropas.

Entonces, de entre los asistentes al consejo de guerra se alzó una voz recia:

—¡No! ¡No!

Era Hideyoshi, quien había regresado apresuradamente de Nagahama, trayendo las tropas bajo su mando.

—Supongo que el castillo de Nagashino no parece muy importante en estos momentos —siguió diciendo—, pero después de que se convierta en un asidero para una invasión de Kai, las defensas de Tokugawa serán como un dique roto, y si eso sucede es evidente que los Tokugawa no retendrán Kai durante mucho tiempo. Si ahora damos esa clase de ventaja a Kai, ¿qué seguridad tendrá nuestro castillo de Gifu? —Hablaba a gritos y su voz vibraba de emoción. Cuantos le rodeaban no podían hacer otra cosa más que mirarle—. No existe, que yo sepa, ninguna estrategia militar que defienda un despliegue pasivo de tropas una vez se han movilizado. En vez de eso, ¿no deberíamos avanzar de inmediato y confiadamente? ¿Caerán los Oda? ¿Ganarán los Takeda?

Todos los generales pensaron que Nobunaga enviaría seis o siete mil hombres, en todo caso no más de diez mil, pero al día siguiente dio la orden de efectuar los preparativos para un enorme ejército de treinta mil hombres.

Aunque Nobunaga no se había mostrado de acuerdo con Hideyoshi durante el consejo, ahora lo estaba demostrando con sus acciones. Su decisión iba en serio y él mismo se pondría al frente de sus tropas.

—Podemos considerar a estos hombres como refuerzos —dijo—, pero lo que pende de un hilo es el destino del clan Oda.

El ejército abandonó Gifu el décimo tercer día y llegó a Okazaki al día siguiente. Descansaron un solo día y, en la mañana del dieciséis de aquel mes, llegaron al frente.

Los caballos de todo el pueblo empezaron a relinchar cuando las nubes del amanecer se hicieron visibles. Los estandartes ondeaban en la brisa y la concha sonaba por todas partes. El número de soldados que partieron aquella mañana de la población fortificada de Okazaki era realmente enorme, y los habitantes de la pequeña provincia los contemplaban con un temor respetuoso. Al ver el volumen de las tropas y el equipo reunido por la poderosa provincia con la que estaban aliados, sentían una mezcla de alivio y envidia. Cuando los treinta mil soldados de Oda pasaron con sus diversas banderas, insignias y estandartes de mando, era difícil determinar el número de cuerpos en que estaban divididos.

—¡Mirad cuántas armas de fuego tienen! —exclamaba con sorpresa la gente alineada en el margen de la carretera.

Los soldados de Tokugawa no podían ocultar su envidia, pues de los treinta mil soldados de Nobunaga, cerca de diez mil eran mosqueteros y artilleros, y arrastraban enormes cañones de hierro colado. Pero lo más extraño de todo era que casi todos los soldados de infantería que no llevaban un arma de fuego al hombro estaban provistos de una estaca como las usadas para levantar una empalizada y un trozo de cuerda.

—¿Qué creéis que van a hacer con todas esas estacas? —preguntaban los espectadores.

El ejército de Tokugawa que había partido al frente aquella mañana estaba formado por menos de ocho mil hombres, y ése era el grueso del ejército. Lo único que no les faltaba era moral.

Para los Oda, aquél era un territorio ajeno, una zona a la que acudían como tropas de refuerzo, mas para los guerreros del clan Tokugawa era la tierra de sus antepasados, una tierra en la que el enemigo no debía dar un solo paso y en la que no había ningún lugar donde retirarse. Incluso los soldados de infantería tenían esa firme creencia desde que se pusieron en marcha y compartían cierto sentimiento trágico. Al comparar su equipo con el del ejército de Oda se daban cuenta de su inferioridad, de que incluso no era posible la comparación. Pero ellos no se sentían inferiores. Cuando se hubieron distanciado varias leguas del pueblo fortificado, las tropas de Tokugawa apretaron el paso. Al acercarse al pueblo de Ushikubo cambiaron de dirección, alejándose apresuradamente de las tropas de Oda y encaminándose a Shidaragahara como nubes de tormenta.

El monte Gokurakuji se alzaba frente a la planicie de Shidaragahara, y desde su cima podían divisarse las posiciones de Takeda en Tobigasu, Kiyoida y Arumigahara.

Nobunaga estableció su cuartel general en el monte Gokurakuji, mientras que Ieyasu eligió el monte Danjo. Los treinta y ocho mil soldados que Tokugawa y Oda desplegaron en esas dos montañas ya habían terminado sus preparativos para la batalla inminente.

El cielo estaba cubierto de nubes, pero no había indicios de relámpagos ni viento.

Los generales de los dos clanes se reunieron en la cima del monte Gokurakuji para celebrar una conferencia militar conjunta. En medio de la conferencia, anunciaron a Ieyasu que los exploradores acababan de regresar. Al oír esto, Nobunaga dijo:

—Llegan en buen momento. Traedlos aquí para que todos escuchemos los informes sobre los movimientos del enemigo.

Los dos exploradores presentaron sus informes de una manera bastante pomposa. El primero empezó así:

—El señor Katsuyori ha instalado su cuartel general al oeste de Arumigahara. Sus servidores y caballeros son realmente robustos. Las tropas parecen llegar a cuatro mil hombres, cuyo aspecto es de total serenidad y seguridad en sí mismos.

—Obata Nobusada y su unidad de ataque están inspeccionando la batalla desde una colina baja un poco al sur de Kiyoida —siguió diciendo el otro—. He visto que el ejército principal de unos tres mil hombres al mando de Naito Shuri está acampado desde Kiyoida a Asai. El ala izquierda, que también consta de unos tres mil, está bajo las banderas de Yamagata Masakage y Oyamada Nobushige. Finalmente, el ala derecha se encuentra a las órdenes de Anayama Baisetsu y Baba Nobufusa. Parecen impresionantes en extremo.

—¿Qué nos decís de las tropas que sitian el castillo de Nagashino? —preguntó Ieyasu.

—Unos dos mil soldados han permanecido alrededor del castillo y lo controlan. También parece haber un cuerpo de vigilancia en una colina al oeste del castillo, y es posible que cerca de un millar de soldados estén ocultos en las fortalezas alrededor de Tobigasu.

Los informes de los dos hombres fueron, en general, bastante incompletos. Pero los generales de las unidades que habían mencionado eran famosos a más no poder por su valor y ferocidad, mientras que Baba y Obata eran estrategas de reputación inmensa.

Los generales de Oda y Tokugawa palidecieron al escuchar el informe que daban los exploradores sobre las posiciones del enemigo, la vehemencia de su voluntad de lucha, su serenidad y confianza en sí mismos.

Permanecieron en silencio, como hombres embargados por el temor poco antes de una batalla. De repente Sakai Tadatsugu habló alzando tanto la voz que sorprendió a cuantos le rodeaban.

—El resultado ya está claro. No hay necesidad de más discusión. ¿Cómo un enemigo en número tan escaso podría resistir a nuestro enorme ejército?

—¡Ya hemos conferenciado bastante! —convino Nobunaga, dándose una palmada en la rodilla—. Tadatsugu ha hablado admirablemente. A los ojos de un cobarde, la grulla que vuela sobre los arrozales parece un estandarte enemigo y le hace temblar de miedo. —Se echó a reír—. Me siento muy aliviado por los informes de estos dos hombres. ¡Tenemos que celebrarlo, señor Ieyasu!

La alabanza que acababa de recibir hizo que Sakai Tadatsugu se entusiasmara demasiado.

—En mi opinión, la mayor debilidad del enemigo está en Tobigasu —afirmó—. Si seguimos una ruta indirecta y golpeamos su punto débil desde la retaguardia con algunos soldados armados ligeramente, la moral de todo su ejército será presa de la confusión y nuestros hombres…

—¡Tadatsugu! —dijo severamente Nobunaga—. ¿De qué sirve semejante táctica en esta gran batalla? No seas presuntuoso. ¡Creo que será mejor que se retire todo el mundo!

Utilizando la reprimenda como excusa, Nobunaga suspendió la conferencia. El avergonzado Tadatsugu se marchó con los demás.

Sin embargo, cuando todos hubieron salido, Nobunaga se dirigió a Ieyasu.

—Perdonadme por reprender tan severamente al valiente Tadatsugu delante de los demás. Creo que su plan es excelente, pero temía que pudiera filtrarse al enemigo. ¿Le consolaréis más tarde?

—No, es evidente que Tadatsugu ha cometido una indiscreción al revelar nuestros planes, aun cuando estuviera entre aliados. Ha sido una buena lección para él. Y también yo he aprendido algo.

—Le he reprendido con tal severidad que dudo de que nuestros propios hombres esperen que utilicemos el plan. Llamad a Tadatsugu y dadle permiso para lanzar un ataque por sorpresa sobre Tobigasu.

—Estoy seguro de que está deseando oír eso.

Ieyasu llamó a Tadatsugu y le puso al corriente de los deseos de Nobunaga.

—Partiré cuando se ponga el sol, mi señor —fueron las únicas palabras de Tadatsugu.

También Nobunaga habló muy poco. Sin embargo, asignó quinientos de sus mosqueteros a Tadatsugu. El total de la fuerza comprendía más de tres mil hombres.

Abandonaron el campamento al anochecer, en la oscuridad absoluta del quinto mes. Más o menos cuando se pusieron en marcha, una cortina de blanca lluvia cruzó en diagonal la oscuridad. El aguacero les empapó mientras avanzaban en silencio.

Antes de ascender al monte Matsu, la compañía se ocultó en el recinto de un templo al pie de la montaña. Los soldados se quitaron las armaduras, dejaron atrás los caballos y se echaron al hombro el equipo que podían llevar consigo.

La cuesta era demasiado empinada y estaba embarrada a causa de la lluvia torrencial. Cada vez que los hombres daban un paso, resbalaban hacia atrás. Aferrándose a las astas de las lanzas y las manos de sus camaradas que iban delante, escalaron las trescientas cincuenta varas hasta la cima.

Una pálida blancura empezaba a aparecer en el cielo nocturno, anunciando la inminencia del alba. Las nubes comenzaron a separarse, y el esplendor del sol matinal atravesó el espeso mar de niebla.

—¡Está aclarando!

—¡El cielo nos da suerte!

—¡Las condiciones son perfectas!

En lo alto de la montaña, los hombres se pusieron las armaduras y se dividieron en dos grupos. El primero lanzaría un ataque al amanecer contra la fortaleza del enemigo en la montaña, y el otro atacaría Tobigasu.

Los Takeda habían subestimado el peligro, y ahora despertaban gritando llenos de confusión. Los incendios provocados por las fuerzas de Tadatsugu hicieron elevarse una negra humareda desde la fortaleza en la montaña. Los Takeda emprendieron una fuga desordenada hacia Tobigasu, pero por entonces la segunda división de Tadatsugu ya había abierto una brecha en los muros del castillo.

La noche anterior, poco después de la partida de Tadatsugu, todo el ejército de Nobunaga había recibido la orden de avanzar, pero no sería aquél el comienzo de la batalla.

El ejército desafió a la intensa lluvia y avanzó hacia las proximidades del monte Chausu. Desde ese momento hasta el amanecer, los soldados clavaron en el suelo las estacas que llevaban y las unieron con cuerdas para formar una empalizada que parecía un ciempiés serpenteante.

Cuando faltaba poco para el amanecer, Nobunaga inspeccionó las defensas a lomo de caballo. La lluvia había cesado y el tendido de la empalizada estaba completo.

Nobunaga se volvió hacia los generales de Tokugawa y, riendo, les gritó:

—¡Vais a ver! Hoy dejaremos que el ejército de Kai se aproxime y entonces los trataremos como alondras que mudan de pluma.

Los generales lo dudaban e imaginaban que sólo trataba de tranquilizarles. Pero lo que podían ver claramente era que los soldados de Gifu, las tropas que habían acarreado las estacas y cuerdas desde Okazaki, estaban ahora en el campo de batalla, y las treinta mil estacas se habían convertido en una larga y serpenteante empalizada.

—¡Dejemos que vengan las tropas selectas de Kai!

Sin embargo, la misma construcción no podía utilizarse para atacar al enemigo, y a fin de aniquilarlo como Nobunaga había descrito, tendrían que atraerlo hacia la empalizada. Para tentarle, enviaron fuera de la empalizada una de las unidades de Sakuma Nobumori y los mosqueteros de Okubo Tadayo que esperarían al enemigo.

De repente un coro de voces se alzó hacia el cielo. Los Takeda no se habían precavido lo suficiente y lanzaban gritos de consternación al ver la negra humareda que se alzaba por la dirección de Tobigasu a su espalda.

—¡El enemigo también está detrás de nosotros!

—¡Intentan presionar por la retaguardia!

Cuando su agitación empezaba a transformarse en pánico, Katsuyori dio la orden de atacar.

—¡No os retraséis ni un momento! ¡Esperar al enemigo sólo servirá para darle la ventaja!

Su confianza en sí mismo, y la fe de las tropas basada en esa confianza, equivalían a su credo: «¡No me preguntéis siquiera! ¡Tened fe en un valor marcial que jamás ha conocido la derrota desde los tiempos del señor Shingen!».

Pero la civilización avanza como un caballo a todo galope. Los bárbaros del sur, los portugueses, habían revolucionado la guerra con la introducción de las armas de fuego. Era una lástima que Takeda Shingen no hubiera tenido la sagacidad de preverlo. Kai, protegida por sus montañas, barrancos y ríos, estaba separada del centro de la acción, donde los avances del progreso tenían una aplicación inmediata, y aislada de las influencias extranjeras. Además, sus samurais adolecían de una obstinación y un engreimiento propios de los naturales de una provincia montañosa. Sus deficiencias apenas les causaban temor y no deseaban estudiar los procedimientos de otras tierras. El resultado era que confiaban por entero en su caballería y sus tropas de élite. Las fuerzas al mando de Yamagata atacaron con ferocidad a las tropas de Sakuma Nobumori fuera de la empalizada. En cambio, Nobunaga había planeado una estrategia plenamente científica, utilizando técnicas y armas modernas.

La lluvia había cesado y el terreno estaba lleno de barro.

El ala izquierda del ejército de Kai, es decir, los dos mil hombres al mando de Yamagata, recibieron la orden de éste de no atacar la empalizada y siguieron una ruta tortuosa para pasarla por alto. Pero el cenagal era horrible. El aguacero de la noche anterior había causado el desbordamiento del arroyo. Ni siquiera Yamagata, que había examinado detenidamente el terreno de antemano, había previsto esa calamidad natural. Los soldados se hundían en el barro hasta las espinillas. Los caballos eran incapaces de moverse.

Su penosa situación empeoró cuando los mosqueteros de Oda al mando de Okubo empezaron a disparar contra el flanco de Yamagata.

—¡Dad la vuelta!

Esta orden hizo que el ejército cubierto de barro volviera a cambiar de dirección y se abalanzara hacia los mosqueteros de Okubo. Pequeñas rociadas de barro parecían salpicar a los dos mil hombres enfundados en armaduras. Alcanzados por los proyectiles, caían dando alaridos y sangrando. Pisoteados por sus propios caballos, gritaban en patética confusión.

Finalmente los ejércitos chocaron. La guerra estaba cambiando desde hacía décadas. El antiguo estilo de lucha en el que cada samurai decía su nombre y declaraba que era descendiente de Fulano y su patrono era el señor de tal o cual provincia estaba desapareciendo con rapidez.

Así pues, una vez que empezó el combate cuerpo a cuerpo y los aceros se trabaron, el horror fue indescriptible.

Las mejores armas eran las de fuego seguidas por la lanza. Ésta no se utilizaba para clavarla, sino que se blandía y golpeaba con ella, y ésos eran los métodos enseñados para el campo de batalla. Por ello se creía que la principal ventaja estribaba en la longitud, y había lanzas con astas entre doce y dieciocho pies de largo.

Los soldados rasos carecían del adiestramiento y el valor que exigía la situación, y sólo eran realmente capaces de golpear con sus lanzas. Por ello en muchas ocasiones un guerrero hábil se abalanzaba entre ellos con una lanza corta, acometía en todas las direcciones y, casi con facilidad, conseguía la fama otorgada a un solo guerrero que había derribado a docenas de hombres.

Atacadas por enjambres de tales hombres, tanto las fuerzas de Tokugawa como las de Oda eran impotentes. La unidad de Okubo fue aniquilada casi al instante. Sin embargo, si la unidad de Okubo y las fuerzas de Sakuma estaban fuera de la empalizada era para atraer al enemigo al interior de ésta, no para vencer. Por esta razón habrían hecho bien en dar la vuelta y huir. Pero en cuanto vieron las caras de los soldados de Kai ante ellos, no pudieron evitar que los años de animosidad inflamaran sus corazones.

—¡Venid a por nosotros! —gritaron.

Tampoco iban a tolerar las burlas e insultos de los guerreros de Kai. Inevitablemente, los hombres de Oda dejaron la cautela de lado en medio de la sangría y sólo pensaron en su provincia y sus reputaciones.

Mientras ocurría todo esto, Katsuyori y sus generales debieron de pensar que era el momento adecuado, pues los batallones centrales del ejército de quince mil hombres de Kai iniciaron su avance como una nube gigantesca. Sus formaciones ordenadas se dividieron como una inmensa bandada de aves que emprendiera el vuelo, y cuando por fin se aproximaron a la empalizada, cada unidad lanzaba simultáneamente sus gritos de guerra.

A los ojos de los Takeda, la empalizada de madera no parecía gran cosa. Creyeron que se abrirían paso con una sola carga, avanzando hacia el centro del ejército de Oda como un taladro.

Lanzando un grito de guerra, las fuerzas de Kai atacaron la empalizada. Estaban decididos…, algunos trataron de encaramarse, otros de derribar la valla con enormes mazos y barras de hierro, otros de serrar las estacas, y hubo quienes las rociaron de aceite y prendieron fuego.

Hasta entonces Nobunaga había dejado la lucha en manos de las unidades de Sakuma y Okubo fuera de la empalizada, y las tropas en el monte Chausu permanecían en silencio. Pero de repente…

—¡Ahora!

El dorado abanico de guerra de Nobunaga cortó el aire y los comandantes de los regimientos con armas de fuego compitieron entre ellos gritando la orden.

—¡Fuego!

—¡Fuego!

Las andanadas hicieron temblar el suelo. La montaña se hendió y las nubes se desgarraron. La humareda de la pólvora envolvía la empalizada, y los hombres y caballos del ejército de Kai cayeron como mosquitos y formaron montones de cadáveres.

—¡No os retiréis! —les ordenaron sus comandantes—. ¡Seguidme!

Los soldados atacaron temerariamente la empalizada, saltando sobre los cuerpos de sus camaradas, pero fueron incapaces de evitar la siguiente lluvia de balas. Lanzando gritos patéticos, acabaron también muertos.

Al final el ejército de Kai no pudo seguir manteniéndose firme.

—¡Retirada! —gritaron cuatro o cinco comandantes montados, haciendo retroceder sus caballos.

A pesar del pánico que sentían, de alguna manera lograron dar la orden. Uno de ellos cayó cubierto de sangre, mientras otro salió despedido de su caballo, que se derrumbó alcanzado por las balas.

Pero a pesar de la derrota que habían sufrido, su espíritu seguía incólume. Habían perdido casi un tercio de sus hombres en la primera carga, pero en el mismo instante que se retiraron, una nueva fuerza se apresuró hacia la empalizada. La sangre que había salpicado las treinta mil estacas aún no se había secado.

El fuego procedente de la empalizada respondió directamente a su carga, como si dijera: «Os estábamos esperando».

Lanzando iracundas miradas a la empalizada teñida de rojo por la sangre de sus camaradas, los fieros soldados de Kai atacaron gritando, alentándose unos a otros y jurando que jamás retrocederían una sola vara.

—¡Es hora de morir!

—¡A nuestra muerte!

—¡Hagamos un escudo de la muerte para que los otros puedan saltar por encima de nosotros!

El «escudo de la muerte» era una táctica desesperada en la que los soldados del frente se sacrificaban para proteger el avance de la fila siguiente. Entonces esa fila actuaba a su vez como un escudo para las tropas que les seguían, y de esta manera los soldados adelantaban paso a paso. Se trataba de una manera terrible de avanzar.

Eran, desde luego, unos hombres valientes, pero sin duda aquella carga no era más que una inútil exhibición de fuerza bruta. Y no obstante, entre los generales que dirigían el asalto había tácticos capacitados.

Por supuesto, Katsuyori estaba en la retaguardia, instando a sus hombres a que avanzaran, pero si sus comandantes hubieran sabido que la victoria era del todo imposible, no habría habido razón alguna para pedir un sacrificio tan inmenso y empujar repetidamente a las tropas demasiado lejos.

—¡Hay que derribar esa pared!

Debían de creer que podrían hacerlo. Una vez disparadas las armas de fuego de aquella época, cargar otro proyectil y añadir la pólvora requería tiempo. Así pues, tras el disparo de una andanada, los estampidos cesaban durante un rato. Los generales de Kai consideraban ese intervalo como una ventana de la que debían aprovecharse. Por eso no les repugnó emplear el «escudo de la muerte».

Sin embargo, Nobunaga había considerado ese punto débil e ideado nuevas tácticas para las nuevas armas. En este caso dividió sus tres mil mosqueteros en tres grupos. Cuando los primeros mil hombres hubieran disparado sus armas, cada uno se haría rápidamente a un lado y el segundo grupo avanzaría entre sus filas, disparando de inmediato su andanada. Entonces también ellos abrirían sus filas y serían sustituidos en seguida por el tercer grupo. De esta manera, el intervalo que el enemigo tanto esperaba no se le dio en toda la batalla.

Una vez más hubo aberturas en diversos lugares de la empalizada. Midiendo los intervalos entre uno y otro ataque, las unidades de lanceros de Oda y Tokugawa podían salir corriendo desde el interior de la empalizada y golpear rápidamente ambas alas del ejército de Kai.

Obstruidos por la empalizada protectora y las andanadas de disparos, los soldados de Kai eran incapaces de avanzar. Cuando intentaban retirarse, fueron hostigados por la persecución del enemigo y el ataque en pinza. Ahora los guerreros de Kai, que tanto se enorgullecían de su disciplina y adiestramiento, no tenían un solo momento para exhibir su valor.

La unidad de Yamagata se había retirado por completo, dejando detrás un gran número de hombres que habían sacrificado sus vidas. El único que no había caído en la trampa era Baba Nobufusa.

Baba se había enfrentado a las tropas de Sakuma Nobumori, pero como éste no había sido inicialmente más que un señuelo, las tropas de Oda fingieron una retirada. La unidad de Baba fue tras ellos y se apoderó del campamento en Maruyama, pero Baba había dado órdenes de no adentrarse más y no envió un solo soldado más allá de Maruyama.

—¿Por qué no avanzáis? —preguntaban repetidamente a Baba tanto el cuartel general de Katsuyori como sus propios oficiales.

Pero Baba no se movía.

—Tengo mis propias razones para meditar un momento, y peñero quedarme aquí y observar lo que está ocurriendo. Los demás podéis avanzar y conseguir la gloria.

Cada comandante que se acercaba lo suficiente para atacar la empalizada se encontraba con la misma derrota abrumadora. Entonces Katsuie y Hideyoshi condujeron sus batallones a una distancia considerable alrededor de los pueblos, hacia el norte, y empezaron a aislar de la línea del frente al cuartel general del ejército de Kai.

Era casi mediodía y el sol estaba alto en un cielo que prometía el final de la estación lluviosa. Ahora abrasaba la tierra con un calor abrupto y un color que anunciaba un verano ardiente.

Las hostilidades se habían iniciado al amanecer, en la segunda mitad de la hora del tigre. Con el cambio continuo de nuevas tropas, los hombres del ejército de Kai estaban bañados en sudor y respiraban con dificultad. La sangre derramada por la mañana se había secado como cola sobre el cuero de las armaduras, los cabellos y la piel. Y ahora había sangre fresca dondequiera que uno mirase.

Detrás del ejército central, Katsuyori aullaba como un demonio. Finalmente había enviado a todos los batallones, incluida la unidad de reserva que solía retenerse para emergencias. Si Katsuyori hubiera comprendido la situación con mayor rapidez, podría haber zanjado el asunto sólo con una fracción de los daños sufridos por su ejército. Lo que hizo, en cambio, fue convertir a cada momento un pequeño error en uno monstruoso. En una palabra, lo que importaba en aquella batalla no era simplemente el espíritu marcial y el valor. Era lo mismo que si las fuerzas de Nobunaga e Ieyasu hubieran tendido trampas en los cazaderos y esperado a que acudieran patos silvestres o jabalíes. Los regimientos de Kai que atacaban con tal fiereza no hicieron más que perder sus valiosos soldados en un insensato «escudo de la muerte».

Se dijo que, desafortunadamente, incluso Yamagata Masakage, quien tan bien había luchado con el ala izquierda desde la mañana, había caído en combate. Otros generales famosos, hombres de gran valor, cayeron uno tras otro, hasta que muertos y heridos abarcaban más de la mitad de todo el ejército.

—Es evidente que el enemigo va a ser derrotado. ¿No es éste el momento apropiado?

El general que así decía era Sassa Narimasa, el cual había estado observando la batalla con Nobunaga.

Nobunaga encargó de inmediato a Narimasa que transmitiera sus órdenes a las tropas dentro de la empalizada.

—Abandonad la empalizada y atacad. ¡Destruidlos a todos!

Incluso el cuartel general de Katsuyori se vino abajo en el ataque. Las fuerzas de Tokugawa avanzaron por la izquierda. Las de Oda irrumpieron en la vanguardia de los Takeda y llevaron a cabo un feroz asalto del ejército central. Atrapados en el medio, las numerosas banderas de las unidades, estandartes de mando, banderas de señales, caballos que relinchaban despavoridos, relucientes armaduras, lanzas y espadas que centelleaban como constelaciones alrededor de Katsuyori estaban ahora envueltos en sangre y pánico.

Sólo las fuerzas de Baba Nobufusa, que habían permanecido en Maruyama, seguían intactas. Baba envió un samurai a Katsuyori con un mensaje solicitando la retirada.

Katsuyori, lleno de irritación, golpeó el suelo con un pie, pero no podía oponerse tercamente a la realidad. El cuerpo central del ejército se había retirado, derrotado y cubierto de sangre.

—Deberíamos retirarnos temporalmente, mi señor.

—Olvidad vuestra cólera y pensad en cuáles son nuestras perspectivas.

Dirigiendo desesperadamente a los hombres del campamento principal, los generales de Katsuyori lograron de alguna manera sacarle de la trampa en que había caído. El enemigo vio claramente que el ejército central de Kai se retiraba en desorden.

Tras acompañar a Katsuyori a un puente cercano, los generales volvieron atrás, formando una retaguardia para luchar con las tropas que les perseguían. Fueron heroicamente abatidos en combate. Baba también acompañó a Katsuyori y los patéticos restos de su ejército en huida hasta Miyawaki, pero finalmente el viejo general hizo girar su caballo hacia el oeste. Innumerables pensamientos cruzaban por su mente.

«He vivido una larga vida, aunque también podría decir que ha sido corta. Sea verdaderamente larga o corta, supongo que sólo este momento es eterno. El momento de la muerte… ¿Puede la vida eterna ser algo más que eso?»

Entonces, poco antes de internarse al galope entre el enemigo, juró: «Presentaré mis excusas al señor de Shingen en el otro mundo. He sido un consejero y general incompetente. ¡Adiós, montañas y ríos de Kai!».

Dio media vuelta, vertió una sola lágrima por su provincia y, de repente, espoleó a su caballo.

—¡Muerte! ¡No deshonraré el nombre del señor Shingen!

Su voz se hundió en el mar del gran ejército enemigo. Ni que decir tiene, todos y cada uno de sus servidores le siguieron para morir gloriosamente.

Desde el mismo principio nadie había sido capaz de ver por anticipado el desenlace de aquella batalla como lo había hecho Baba.

Sin duda había percibido que a partir de entonces el clan Takeda caería e incluso sería destruido, y que ése era su destino. No obstante, ni siquiera con su previsión y lealtad pudo salvar al clan del desastre. Las enormes fuerzas del cambio eran completamente abrumadoras.

Junto con una docena más o menos de ayudantes montados, Katsuyori cruzó los bajíos de Komatsugase y finalmente buscó refugio en el castillo de Busetsu. Era un hombre valiente, pero estaba tan silencioso como un sordomudo.

Cuando el sol empezó a ponerse, toda la superficie de Shidaragahara se tiñó de un rojo intenso. La gran batalla de aquel día había comenzado alrededor del alba y terminado al caer la tarde. Ningún caballo relinchaba, ningún soldado gritaba. La amplia llanura quedó en seguida envuelta por la oscuridad, en una completa desolación.

El rocío de la noche se posó antes de que los cadáveres hubieran podido ser retirados. Se decía que sólo los muertos de Takeda se elevaban a más de diez mil.

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