Sylvie

Sylvie


VIII. El baile de Loisy

Página 10 de 18

VIII

EL BAILE DE LOISY

Hice mi entrada en el baile de Loisy a esa hora melancólica y todavía dulce en que, ante la proximidad del día, las luces titilan y palidecen. Las copas de los tilos adquirían tonalidades azuladas mientras las sombras iban ya cubriendo los troncos. La bucólica flauta ya no competía tan vigorosamente con los trinos del ruiseñor. Todo el mundo estaba pálido, y me costó encontrar algún rostro conocido entre los grupos dispersos. Por fin, descubrí a Lise, una amiga de Sylvie. Me besó.

—¡Cuánto tiempo sin verte, parisino! —exclamó.

—¡Oh, sí, mucho tiempo!

—¿Llegas en este momento, a estas horas?

—Por el camino de la posta.

—Sin prisas, ¿eh?

—Quería ver a Sylvie, ¿está todavía en el baile?

—No se va hasta que luce la luz del día. ¡Le gusta tanto bailar!

Al cabo de un momento me hallaba a su lado. Su semblante reflejaba cansancio; sin embargo, sus ojos negros seguían brillando con la sonrisa ateniense de antaño. Un joven permanecía cerca de ella. Con un gesto, Sylvie le indicó que renunciaba a la siguiente contradanza. Saludó y se retiró.

Amanecía. Salíamos del baile, cogidos de la mano. Las flores que Sylvie lucía en la cabeza caían entre su cabello suelto; el ramillete del corpiño se deshojaba también entre los encajes arrugados, sabia labor de sus manos. Me brindé a acompañarla a casa. Era completamente de día, pero el tiempo estaba sombrío. El Théve murmuraba a nuestra izquierda, dejando en sus recodos remansos de agua estancada donde se abrían los nenúfares amarillos y blancos, y donde el frágil bordado de las estrellas de agua brillaban como margaritas. Los llanos aparecían cubiertos de gavillas y de montones de heno, cuyo olor se me subía a la cabeza sin embriagarme, como me ocurría antaño con el fresco aroma de los bosques y de los matorrales de espinos floridos.

No se nos ocurrió volver a atravesarlos.

—¡Sylvie! —le dije—. ¡Ya no me ama! Ella suspiró.

—Amigo mío —me dijo—, hay que ser razonable. En la vida las cosas no son como nosotros desearíamos. En cierta ocasión, me habló usted de La Nouvelle Héloïse; la leí y me estremecí al dar, ya de entrada, con esta frase: «La muchacha que lea este libro está perdida». Sin embargo, confiando en mi raciocinio, seguí leyendo. ¿Recuerda el día en que nos pusimos los trajes de boda de mis tíos?… Los grabados del libro también mostraban a los enamorados vestidos con trajes antiguos, de otra época, de modo que, para mí, usted era Saint Preux y yo me reconocía en Julie. ¡Ah, si hubiera regresado entonces! Pero, según decían, estaba en Italia. Allí las habrá conocido mucho más guapas que yo.

—Ninguna tenía su mirada, Sylvie, ni los puros rasgos de su rostro. Es usted una ninfa antigua, aunque lo ignore. Por otra parte, los bosques de esta región son tan hermosos como los de la campiña romana. Hay allí masas de granito no menos sublimes, y una cascada que cae desde lo alto de las rocas, como la de Terni. No vi nada en Italia que pueda echar de menos aquí.

—¿Y en París? —preguntó.

—París…

Sacudí la cabeza, sin responder.

De repente, pensé en la vaga imagen que me trastornaba desde hacía tanto tiempo.

—Sylvie —dije—, detengámonos aquí, ¿quiere?

Me arrodillé a sus pies. Llorando abrasadoras lágrimas, confesé mis vacilaciones, mis caprichos. Mencioné al funesto espectro que se cruzaba en mi vida.

—¡Sálveme! —añadí—. ¡Seré suyo para siempre!

Posó en mí su tierna mirada…

En aquel momento, nuestra conversación se vio interrumpida por violentas carcajadas. Era el hermano de Sylvie que venía a buscarnos con esa bonachona alegría campesina, obligada a continuación de una noche de fiesta y que numerosas libaciones habían estimulado más de la cuenta. Llamaba al galán del baile, perdido a lo lejos entre los arbustos de espinos y que no tardó en reunirse con nosotros. Aquel muchacho no se sostenía sobre los pies con más equilibrio que su compañero, y parecía más azorado por la presencia de un parisino que por la de Sylvie. Su semblante cándido, su cortesía mezclada a la turbación, me impedían estar resentido con él por haber sido el bailarín por el que Sylvie se había quedado en la fiesta hasta hora tan avanzada. Lo consideraba poco peligroso.

—Hay que volver a casa —dijo Sylvie a su hermano—. ¡Hasta luego! —me dijo ofreciéndome la mejilla.

El pretendiente no se ofendió.

Ir a la siguiente página

Report Page