Switch

Switch


Habla Pablo Ballesta

Página 44 de 67




Habla Pablo Ballesta

Valls me sonrió con una media sonrisa.

- Gracias, Pablo. Tu mensaje nos ha dado nuevas razones para acusar a los del KOs. La última etapa de la Operación Recortable ya está en marcha. Esta misma tarde los capturaremos. El capullo que anidaba en los sistemas de JD y Vialis ya ha sido anulado.

Zhao también estaba en el despacho de nuestro jefe, con uno de esos trajes de escotes tentadores que se ponía últimamente. Ella también sonreía de lado.

Yo estaba hundido en la vieja butaca. Me sentía un Judas traidor.

«Hay que mojarse un poco», me había dicho Present hacía unas horas. Y yo, más que mojarme, me había dado todo un chapuzón, y no precisamente de un líquido que me hiciese sentir limpio o bien conmigo mismo.

Nada más llegar al trabajo había hecho lo que Present me sugirió: lo primero era encontrar a Ricard.

Había llamado a Toni, un antiguo compañero que ahora estaba en Recursos Humanos. Le había explicado casi toda la verdad; que Ricard no aparecía por el curro, que no podía localizarlo y que estaba preocupado por él. Él me había proporcionado el número de su hijo.

Nadie me había contestado. Ni siquiera saltó un contestador.

Después lo había buscado en la Red, por si los archivos de Toni estuviesen desfasados. Pero no. Aquél seguía siendo su número. Simplemente estaba ilocalizable.

Y justamente cuando contemplaba absorto la pantalla, preguntándome por centésima vez dónde andaría Ricard, entonces Valls me llamó a su despacho.

Habían escuchado la información que le había dejado grabada y la cosa estaba dando sus frutos.

- Hemos podido encontrar rastros de otras plazas crackeadas en las que insertaron mensajes de reclutamiento. El número 92 no fue contratado en efectivo, sino con una tarjeta.

- No tomaron precauciones. ¡Idiotas! -intervino Lili.

Yo pensé que más que idiotas, eran lo que me parecían: una pandilla de gamberros, y no unos profesionales del crimen.

- La tarjeta está a nombre de… -Valls tuvo que consultar su PDA- Pascual Ferrán. Pascual, alias, Papa. Una simple prueba más contra él -continuó como si hablase consigo mismo.

- Los circuitos digitales ya están liberados. El capullo que anidaba en ellos escondía un programa que descargaría una serie de imágenes de los candidatos justamente en el momento de proclamar los resultados de las elecciones -fue Zhao quien tomó la palabra.

- Gracias, Pablo -repitió Valls, y yo me hundí aún más en el asiento-. Últimamente tu trabajo está siendo muy destacado -continuó mi jefe-. Lo tendremos en cuenta.

Zhao mostró una falsa sonrisa.

Yo también sonreí. Mecánicamente, como un robot.

Valls dio por terminada la entrevista y me despedí murmurando un «Gracias» y un «Hasta luego».

Lo había conseguido. Me habían felicitado. Más puntos para mí. Más posibilidades de salir de los Servicios Generales. Llevaba siglos esperándolo… y ahora me sentía como un traidor. En vez de sentirme feliz y satisfecho, todo alrededor me parecía teñido de amargura.

Hay que mojarse, me había dicho Present. «¿Qué quieres que te diga? Haz lo que tengas que hacer», añadió cuando nos despedimos.

Así que mientras bajaba las escaleras tomé la decisión.

- Bueno -murmuré-, ¡al pozo! Esto puede acabar con mi carrera, pero si hay que ir al infierno, ¡iremos al infierno de cabeza!

Busqué el número del Halcón, aquel que había encontrado en el foro de The Loop y que nunca me había atrevido a usar.

34@28044.

Me recorrió la sombra de una duda. Pronuncié los números con las manos sudorosas. Al otro lado de la línea sonaron dos pitidos… Y luego dos más… Nadie atendía la llamada.

El tono siguió sonando cada vez más lejano. No saltó ningún contestador ni buzón de voz.

Me quedé vacío. Como si toda la tensión y los reparos que sentía se hubiesen materializado en una gris decepción.

Contemplé de nuevo la mesa de Ricard. Y comencé a dar vueltas como una fiera enjaulada en aquel sótano que ese día me parecía más nublado que nunca.

Apenas pasaron dos minutos, cuando mi PDA vibró con un tono que retumbó entre esas cuatro paredes desnudas.

Miré a mi alrededor, como si alguien estuviese observando mi expresión de perplejidad.

Corrí hacia la pantalla que anunciaba un «núm. desconocido» y no mostraba ninguna imagen. Y sin saber dónde me metía, sencillamente abrí la comunicación.

- ¿Pablo? -era una voz masculina y ronca que no conocía-. Pensé que me llamarías antes.

Permanecí en silencio un segundo.

- ¿Halcón? -me atreví a preguntar por fin-. ¿Cómo sabes quién soy?

Imaginé que el del otro lado sonreía.

- Sabemos muchas cosas. Probablemente más de las que te imaginas…

El aire de autosuficiencia sonó más amigable de lo que podría figurarme.

- Tengo que avisaros de…

- No. No así -me interrumpió-. Prefiero verte en persona. Puedo estar allí en media hora. Estás en tu trabajo, ¿no?…

- ¿Sabes dónde trabajo?

- Te espero en media hora en la calle Aribau con Provenza.

Y colgó.

La última frase la había expresado como si se tratase de alguien acostumbrado a ser obedecido. No fue una orden. Era la simple seguridad de quien se sabe respetado.

Ese cruce de calles estaba a apenas cinco minutos de la comisaría, así que tuve tiempo de sobra para ponerme tan nervioso como un adolescente en su primera cita.

Estaba convencido de que me encontraría con un mod, uno de esos jovencitos habituales del Fareplay, con pelos de punta azulados o púrpuras, o quizás uno de aquellos tatuados hasta el punto de no poder distinguir sus rasgos.

Pero allí, justo cuando pasaban treinta minutos, apareció un tipo que resultó ser el retrato perfecto de un joven ejecutivo cargado de pasta. Un dorado embutido en un traje gris hecho a medida con toda la pinta de trabajar en una mega. Muy probablemente disfrutaría de un sueldo que, haciendo un cálculo optimista, como mínimo, quintuplicaría el mío.

Debía de rondar los treinta años y olía a dinero y a poder. Irradiaba esa especie de elegancia heredada a la que tipos como yo jamás podrían aspirar. Era alto, su estatura era casi como la mía, y eso en el antiguo sistema decimal eran casi 195 centímetros. Tenía el cabello negro, abundante y ondulado, diabólicamente ensortijado.

A diferencia de mí, bajo su traje a medida de lana y algodón naturales -mezclados en la proporción justa-, se encontraba un cuerpo musculado que el corte perfecto se encargaba de destacar. Una camisa ligeramente irisada asomaba entre las amplias solapas. Y en una de ellas, una insignia, un pin, con un símbolo que me recordó al de un tridente infernal, brillaba con unos reflejos dorados que me hicieron dudar de si se trataría de una joya de oro auténtico. Aunque lo más destacable de él no era esa ropa de calidad superior, sino el gesto natural con el que se dirigió hacia mí. Era su porte garboso, la sonrisa y su belleza. Porque el tipo era atractivo, de una belleza masculina hiriente, con una educada sonrisa pintada en los labios.

- Pablo -me saludó al mismo tiempo que me extendía la mano-, ¿o prefieres que te llame Calícatres?

Era la suya una sonrisa exquisita de dientes blancos y colmillos afilados, posiblemente producto de la moda que nos había invadido hacía unos pocos años. Esto le confería un aire de moderno vampiro, de ésos que algunas viejas películas aún se encargaban de rescatar del imaginario colectivo.

Asentí a su pregunta con la mirada perdida en la suya, como la de una presa caída en las redes de un depredador tan viejo como el mundo.

Ni le pregunté cómo sabía que Calícatres era mi nick.

- ¿Halcón? -le pregunté.

Mi saludo fue apenas un hilillo de voz.

- Me llamo Eduard -me dijo con un deje oscuro y profundo.

El desvelar lo que se suponía era su auténtica personalidad me sorprendió tanto como lo había hecho su aspecto.

- Te invito a un «lo que quieras» -echó un vistazo alrededor como preguntándose hacia dónde dirigirse.

Yo conocía casi todos los garitos de los alrededores y no tenía ninguna intención de encontrarme con algún compañero del trabajo.

- Prefiero caminar.

- As you wish -me contestó con un acento de nativo angloparlante.

- Esta tarde os van a detener. A los del KOs, quiero decir -le espeté.

Eduard me observó fijamente sin decir ni una sola palabra.

Sostuve su mirada y sentí como si sus pupilas me taladrasen y atravesasen por entero. Y entonces, sorprendentemente, fue él quien desvió ligeramente la vista. Sus ojos dejaron de ser afilados y, como si lo más profundo de él se relajase, me mostró una sonrisa perfecta de comediante.

- Lo sé.

Su tranquilidad me dejó desconcertado.

- Ya lo sé -repitió-. La Operación Recortable. Está en vuestros sistemas… Y si está en la Red, lo sé.

En un segundo me pasaron por la mente todos los protocolos de seguridad que ese tipo estaba cargándose con una frase que podía sonar tan simple e inocente.

- Entonces… -comencé dubitativo para después preguntarle atropelladamente-: ¿Ya lo sabéis? ¿Haréis algo?

- Yo lo sé. Ellos no. No soy uno de ellos, Pablo -se encogió de hombros.

- Pero… los conoces, son tus colegas. Avísalos…

Se volvió desconcertado como si me viese por primera vez.

- Ya es tarde.

Tan sólo eran las diez de la mañana. Tarde, lo que se dice tarde, no era… Había tiempo de sobra para avisarlos.

Al mirarlo, comprendí que no se refería a eso.

- Me temo que te has equivocado conmigo -y, encantador, como siempre, me sonrió de nuevo.

- Pensaba que erais un grupo sólido, que eran tus amigos…

Negó con un gesto. Y después se quedó contemplándome como si esperase algo más de mí.

- ¿No me vas a decir nada más, Pablo?… ¿Únicamente querías avisarme de lo de esta tarde?

Asentí. Me estaba empezando a cabrear.

- Ya veo… -él pareció decepcionado-. En fin, ha sido un placer conocerte. Tenía curiosidad por saber cómo eras en vivo. Ahora entiendo algunas cosas…

Me tendió la mano, a modo de despedida, en un gesto de caballero trasnochado.

Se la estreché automáticamente.

Y entonces me di cuenta de que me había entregado alguna cosa.

En mi palma relucía una tarjeta.

- ¡Espera! ¿Qué es esto? Se volvió.

- Tu entrada al Loop. Al menos te has ganado eso.

The Loop. El foro oculto en el Ars Plaza.

- Bienvenido al Loop, Pablo. Es tu última oportunidad.

Volvió a observarme como si quisiera penetrar en mi alma, o quizás como si acabase de decidir que tenía derecho a saber algo más.

- ¡Ah! Tengo un recado para ti… De parte de Ricard.

- ¡Ricard! ¿Dónde está?

Eduard sonrió y esta vez su sonrisa fue tan abierta y divertida como la de un crío de diez años.

- Lejos, Pablo. Far, far away. ¿Sabías que su familia procedía de un pueblecillo de Zamora?

Zamora. Algo me sonaba. Quizás mi compañero lo había comentado alguna vez.

- Viñas de Aliste, creo que se llama -pareció recuperar la información de lo más profundo de su memoria-. No volverá.

- ¿Estás de coña? Si se hubiese ido para siempre, me lo hubiera dicho.

- Lo dudo, Pablo… Ricard me pidió que, si te veía, te contase algo -volvió a exhibir su sonrisa de comediante-: Lo que tenía pensado hacer tras su jubilación…

Me quedé a cuadros.

¿Ese guaperas dorado me iba a explicar lo que yo no había conseguido sonsacar a mi compañero?

- Verás, me dijo que conocía flecos sueltos de algunos casos del pasado. Algunos tipos que campaban libres, a sus anchas por el mundo, y que no merecían la libertad de la que disfrutaban. Él pensaba cargárselos.

- ¡Venga ya! ¿Qué me dices? ¡No es posible!

Eduard me mostró sus dientes afilados.

- ¿Seguro que no? -se puso serio de repente-. ¿Conocías bien a tu compañero?

Reflexioné un momento. Cuántas veces me había hablado Ricard de casos sin resolver, de asesinos que él sabía a ciencia cierta que lo eran y que estaban libres. Se sulfuraba cuando me contaba que conocía a un puñado de psicópatas que habían presumido ante sus narices de haberse cargado a un montón de gente, y de cómo sus abogados los habían defendido con unas u otras artimañas legales. Con rabia contenida mi compañero me explicaba que se habían recreado en describirle los detalles más sádicos y sangrientos…

Sí, Ricard era muy capaz de hacerlo.

Y ese tío me estaba diciendo la verdad.

- ¡Joder, Ricard! -murmuré.

Eduard hizo un gesto de despedida que hasta me pareció simpático y yo me quedé allí, parado en medio de la calle. Estupefacto. Como si un exceso de información me hubiese saturado y hubiera tostado el cableado de mi cerebro.

Regresé al trabajo. Solamente después de tomarme un par de cafés, empecé a salir del estado de embotamiento en el que parecía haber entrado. Mil preguntas me vinieron a la cabeza entonces: ¿por qué Ricard le había contado aquello a él?, ¿y por qué se había largado así a un pueblo perdido?, ¿cuándo se había entrevistado con Eduard?, ¿fue cuando yo lo sospechaba o en otra ocasión?, ¿podía creer todo lo que Halcón me había dicho?, ¿y de verdad no formaba él parte de los del KOs?…

Me faltó tiempo para conectarme a la Red, al Ars Plaza, e introducir la tarjeta que me había pasado. Cuando su página principal se descargó, además de los foros públicos que ya conocía y en los que había participado como Calícatres, apareció un nuevo icono con la forma de un símbolo matemático del infinito: The Loop.

Entré en él y la pantalla me mostró lo que ya conocía:

THE LOOP

Depredadores y presas

Shiva

Manual para cucarachas

El Arte para el Cambio

Contra

La selección artificial vs. la natural

El tiempo

La vida como imperativo cósmico

Echaba algo en falta.

Recuperé los archivos del Loop que me había pasado Ricard. Los que tenía grabados desde hacía casi un mes en mis Silicon.

Los comparé y descubrí que sí, en efecto faltaba algo: Mensaje de un amigo.

No. No soy un hacha. Tardé un poco en darme cuenta.

La última entrada del Loop real, al que había podido acceder con la tarjeta que Halcón me acababa entregar, era de hacía dos días.

El Mensaje de un amigo tendría que estar allí. Ricard lo había introducido hacía semanas.

Y no estaba.

Eso sólo podía ser porque alguien lo había borrado. Con mis conocimientos no tenía manera de saber cuándo lo habían eliminado. Pero lo que sí sabía era que el aviso de Ricard no estaba allí. Y que quizás, sólo quizás, lo hubiesen borrado enseguida, en cuanto él lo introdujo, aquel lejano día en el que mi compañero hizo la copia que después dejó en mis equipos. Y en ese caso… nadie estaría avisado.

Bueno, nadie excepto Raven y Halcón. Porque esos dos eran los que lo habían leído y le habían contestado enseguida. Esos dos sabían que «la policía estaba tras ellos». Los demás… Los demás no tendrían ni idea, y así seguirían: esperando en la ignorancia hasta que esa misma tarde los detuviesen.

Recordé que Valls había comentado que contaban con un topo en el grupo,

En mi opinión sólo podía ser Raven o Halcón. Uno de ellos había borrado el aviso. Uno de ellos era el traidor.

Y yo había visto al Halcón. Y, joder, sinceramente, tenía todos los números para serlo. Sabía que los iban a pillar y le daba igual. Menudo elemento.

Y sin embargo… Sin embargo, mi jefe había mencionado que el topo era «ella». Una chica. Y el Halcón era un tío.

Todavía estaba un poco cocido.

Me costó darme cuenta de la otra posibilidad: que Raven fuera el topo, y que, por lo tanto, Raven fuera una chica. Y Halcón… Bueno, el Halcón era un simple tiburón que pasaba de sus colegas.

Releí por encima el auténtico Loop, el actual, el que continuaba vivo en la Red. No la vieja copia de mis equipos.

De nuevo recorrí con la vista aquellas disertaciones sobre depredadores y presas, sobre PNL… Y entonces empecé a verlo todo con otros ojos. Porque ahora me daba cuenta de que Halcón no era del grupo… No. Él era quien, de alguna manera, mandaba. Era el líder de esa pandilla: de XIII, Papa, Alberto Magno, Piojo, Sierra… Era él quien los había introducido en la Programación Neurolingüística aquella, era él quien los guiaba hacia uno u otro tema. Bueno, y Raven… Raven parecía ser el siguiente en la cadena de mando.

El Halcón era el líder que los había guiado hacia algún sitio que yo no acababa de ver claro y que ahora los iba a abandonar a su suerte.

Suspiré delante de las pantallas.

Eché un vistazo a las entradas más recientes. Las que habían introducido en estas últimas semanas y por lo tanto no aparecían en mi vieja copia.

En el Arte para el Cambio explicaban que necesitaban voluntarios para la acción «Empieza el espectáculo».

Papa había colgado el mapa de Barcelona con todas las vallas de la campaña electoral señaladas en él. Las había contabilizado. Lo había organizado por barrios y distritos. Y allí estaba, delante de mis narices, cómo se habían repartido los grupos que realizaron todo el trabajo de aquella noche en la que pintarrajearon las narices de todos los candidatos al sabroso puesto de alcalde de Barcelona.

En Shiva, también había un puñado de entradas nuevas.

Halcón: Hay que destruir, para después volver a reconstruir.

Papa: Bueno, mira tú la Revolución Francesa. Eso sí que representó el inicio de una nueva era. El poder, la jerarquía, las clases sociales… Nunca, nunca nada volvió a ser lo mismo. ¿Y valieron la pena todos aquellos muertos?, ¿la Etapa del Terror? ¡¡Claro que valió la pena!! El mundo cambió desde entonces

Tuve que leerlo dos veces: «Una nueva era… muertos…».

Se me pusieron los pelos de punta. ¿Qué demonios tenía eso que ver con los del KOs y sus pintadas, sus recortables y sus gamberradas?

Raven: Sí, hacen falta valientes para cambiar el mundo.

Halcón: ¿Somos valientes?

Papa: Sí, supongo que sí. ¡Somos valientes! Es la gente normal la que cambia el mundo. Quiero decir que no son los políticos, ni los intelectuales, sino los que quieren y pueden. Yo quiero. Yo puedo.

Halcón: Te adoro, Papa.

El zumbido de los equipos pareció haberse introducido entre mis neuronas y acoplado al ritmo abotargado de mi cerebro.

Salí de The Loop y del Ars Plaza. Saqué la tarjeta que me había dado Eduard y la guardé en mi PDA. Apagué todos los equipos y llamé a Present.

Le conté todo. Hasta el último detalle.

Quedé con ella.

Lo único que tenía claro es que me apetecía verla.

Ir a la siguiente página

Report Page