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Habla Pablo Ballesta

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Habla Pablo Ballesta

Mariposas. Aquella chica llevaba unas mariposas en el pelo.

Al llegar a la comisaría no pude dejar de observarla. Ella salía en ese momento. Era una mod, de ésas que llevan unas rastas largas y grasientas. Y adornaba su pelo con mariposas brillantes; no de esas bastas de plástico, sino con otras que yo no sé de qué estaban hechas pero que parecían de verdad. Revoloteaban alrededor de su cabeza con la misma ligereza que podrían hacerlo unas auténticas. Los finos zarcillos que las unían al cuero cabelludo resultaban prácticamente invisibles.

Ella vestía de colores muy vivos, en una composición en la que destacaban los azules. Y azules y lilas eran también las mariposas… No obstante, todos esos colores que componían la gama totalmente estudiada no eran más que un marco difuso para realzar unos ojos violetas tan llamativos que era prácticamente imposible no fijarse en ellos.

Fui incapaz de distinguir si eran lentillas, implantes o tinturas, pero ante el resultado sólo quedaba admirarse.

Me volví para disfrutar del espectáculo de esa estela azulada que se alejaba traspasando el umbral y contemplar un cuerpo que se adivinaba jugoso bajo esas ropas anchas que tan de moda estaban.

La chica me dejó con un ánimo filosófico que me duró hasta llegar al sótano.

«Me estoy haciendo viejo», iba a decirle a Ricard. Quería explicarle que, cada vez que me cruzaba con chiquillas atractivas, me sentía un poco más viejo. Porque las chicas me parecían cada vez más jóvenes, y yo me empezaba a sentir un sátiro verde acechando de reojo a las ninfas aquellas. Pero no pude hacer a Ricard partícipe de tan profundos pensamientos, porque sencillamente no estaba en su sitio.

Era extraño, porque Arnau era muy puntual y empezaba a trabajar un cuarto de hora antes de lo que tocaba. Cuando yo llegaba, él ya se había tomado su café, repasado las noticias, y estaba currando a todo trapo, de manera que me hacía sentir culpable simplemente por llegar a mi hora.

Conecté los equipos y mientras se encendían fui a por un café.

Regresé a mi mesa.

Ricard seguía sin aparecer.

No le di mayor importancia y me senté frente a la pantalla.

Tengo dos tipos de equipos: los Silicon, con los que hago las recreaciones, y mi ordenador habitual conectado a la Red.

Los Silicon están, estaban, casi siempre conectados. Normalmente rendeando una u otra cosa. Valls me ha dado tanto la paliza con eso del dinero invertido del departamento que me siento culpable si no los uso. Si en algún momento no trabajamos con un nuevo caso, dejo los equipos trabajando con los más antiguos; rendeando a mayor definición, con la esperanza de encontrar algo distinto, o al menos, para mejorar mi trabajo. Así, cuando se archiven definitivamente, al menos contarán con grabaciones de gran calidad. Intentaba hacer más fácil un hipotético trabajo a los compañeros del futuro que pudieran necesitarlas.

Aquella mañana, como era habitual, los Silicon estaban conectados y funcionando. Pero alguien había tocado algo. Y había una micronota en la pantalla lateral, junto a la botonera con los mandos y el mini teclado.

Soy un tipo ordenado. Me gusta tener cada cosa en su sitio. Sé dónde tengo mis cosas. Sé lo que es la confidencialidad. Sé que no debemos dejar los informes por las mesas, ni micronotas. Cada día dejo en mi book, bien cerrado, todos los documentos con los que trabajo.

Las pantallas no estaban colocadas tal y como yo las dejo: con un ángulo de cuarenta y cinco grados. Las tres estaban casi en línea recta, como si constituyesen un solo paisaje. La micronota permanecía en la central, como una incómoda cagadilla de mosca que atraía mi atención.

«^Pablo, ve al sist. op. R.»

Era de Ricard. Siempre que me dejaba notas, lo hacía firmando con esa «R» sencilla y cuadradota que parecía retratar su propia personalidad.

Esta vez el contenido era algo críptico. Por otra parte, no tan extraño. Estábamos acostumbrados a dejarnos notas y usábamos, en ellas o en los borradores de los informes, abreviaturas a las que nos habíamos acostumbrado a lo largo de los años.

«Sist.» era «sistema». Y «op», «operativo».

Ricard me decía que fuese al sistema operativo. Aunque normalmente usábamos esas palabras en otros contextos, ahora el asunto me resultaba bastante claro: ¿el sistema operativo de los Silicon?

Salí de la aplicación con la que automáticamente se abrían los equipos, busqué el terminal y llegué a pablo@Sil:~›.

Los carísimos programas de Silicon corren en Linux-x, un sistema heredado de principios de siglo que casi ningún usuario conoce. Pero está ahí, debajo, durmiendo. Dispuesto a aceptar órdenes y, como iba a descubrir muy pronto, a ocultar las informaciones que Ricard no quería dejar encima de la mesa, ni grabadas en cualquier tipo de mensajería.

pablo@Sil:~›

Los caracteres parpadeaban esperando de mí algún tipo de mandato.

Ordené un simple listado y la pantalla me mostró el resultado de su búsqueda:

.

Y a continuación, toda la serie de ficheros que en efecto deberían estar allí. Me quedé pensativo.

Ricard me había hablado muchas veces de la época en la que estudió en la universidad. Él era uno de los últimos que había podido disfrutar del sistema de becas. Las becas, como tantas otras cosas, habían terminado desapareciendo. La Administración había decidido hacía lustros que había cosas más importantes que apostar por la educación y por el futuro de los jóvenes.

Mi compañero me contó entonces, cuando la Red aún no había invadido cada terminal, que algunos estudiantes pirateaban las máquinas de la universidad y en el directorio raíz creaban otro directorio al que solamente podía acceder aquel que sabía cómo se llamaba. Y eso era posible porque lo ocultaban con los caracteres que los terminales interpretan como control (^).

Sólo quedaba un simple detalle que indicaba lo que habían hecho: el directorio padre duplicado. Es decir, dos veces esos dos puntos que simbolizaban el directorio. Algo en lo que casi nadie repararía, aun suponiendo que supiese algo de Linux-x. Y ahí tenía yo delante de mis narices el directorio padre duplicado. Tal y como me lo había contado tantas veces:

.

Únicamente me quedaba averiguar el nombre oculto del fichero invisible.

Volví a echar un vistazo a su micronota, con esa «^» que parecía no venir a cuento.

^Pablo, ve al sist. op. R.

«^Pablo»…

Bueno, habría que probarlo. Intenté:

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