Sushi

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En la estación de Shinjuku, Robynne Green tomó el Romance Car hacia Odawara. El conductor del silencioso tren estaba sentado en lo alto en una cúpula, por encima de la locomotora, cuyo morro esférico era enteramente de cristal. Mochizuki le había aconsejado a Robynne que reservara uno de los asientos entre el número 1 y e 10. Ella se sentó en el número 4, en el morro transparente, que raudo como una flecha iba abriéndose camino por el paisaje montañoso. Cuando se apeó en la estación de Odawara el aire era sorprendentemente fresco y límpido. Agradecida por haber dejado atrás la ciudad efervescente y bulliciosa, inspiró un par de bocanadas de aire. La estación y las casas bajas con los tejados de color azul cobalto que se recortaban contra las laderas rocosas eran de una sencillez entrañable y provinciana. En un quiosco que había en el andén Robynne compró una caja de madera de balsa con arroz y pescado y una lata de té de oelong frío y fue a sentarse en un banco. El arroz estaba muy apelmazado, el pescado era fresco y sabroso. Mientras una mecánica voz femenina iba anunciando a intervalos regulares la llegada de los trenes, Robynne fue picoteando con los palillos la comida blanca y anaranjada. Sonrió por los muchos consejos y deseos que daban a los viajeros que entraban y salían del tren: «Manténgase detrás de la línea amarilla hasta que el tren se haya detenido por completo. Vigile los escalones y el hueco entre la escalera y el andén. No se olvide de coger del estante su equipaje, el paraguas o la chaqueta. Le deseamos que tenga un buen día y un feliz viaje de regreso. Gracias por utilizar el Romance Car de la línea de Yurakucho y esperamos verlo muy pronto utilizando de nuevo nuestro servicio».

Robynne tiró la caja vacía a una papelera y se entregó a respirar profundamente el vivificante aire de la montaña. «Por fin, trabajo de campo al aire libre», pensó. Los taxis relucientes formaban una larga fila delante de la estación. Se encaminó hacia el primero.

El conductor cruzó los brazos delante del rostro.

—Que te zurzan, gilipollas —espetó Robynne en voz alta, y se dirigió a la segunda fila de taxis. Se inclinó junto a la ventanilla. El conductor la miró, con curiosidad y temor a la vez.

Havarudo Interunasuyonaru Komyunikeishion Akademi Kaiwa Kakuin wo shiteimasuka? —preguntó Robynne.

Nono, no english —dijo el hombre a modo de respuesta.

Demo watashi wa nihongo ga dekimasu yo.

Nono, no english —repitió el hombre, presa del pánico.

—¡Pero si ahora le estoy hablando en japonés! —replicó Robynne.

El conductor meneó la cabeza.

Furiosa, Robynne le propinó una patada a la puerta del coche y miró alrededor, desorientada. Un tercer taxista se bajó del coche y fue hasta ella.

—¿Puedo ayudarla en algo? —le preguntó en inglés.

—Por favor. ¿Sabría usted decirme dónde está la Academia Harvard para la Comunicación Internacional?

—Esa escuela ha sido cerrada —le comunicó el taxista—. Se produjo una desgracia.

—Sí, estoy enterada; pero igualmente quiero ir.

—¿Está segura? —le preguntó el taxista con cara de preocupación—. ¿Sabe realmente lo que sucedió? Hay espíritus malignos rondando por ahí.

—Quiero ir —repitió Robynne—. ¿Podría usted llevarme?

—Si no hay más remedio. Los que vivimos en Odawara evitamos el lugar. ¿Sabe usted lo que le sucedió al director?

Robynne asintió con la cabeza.

—¿Es usted de la policía? —El taxista la miró con curiosidad.

—¿Va a llevarme o no? —replicó Robynne en tono cortante.

—Sí, señora, como desee, sólo quería advertirle. Mis excusas.

—Gracias.

Había un trayecto de unos diez minutos hacia el interior por una carretera de montaña que ascendía cada vez más. Detrás de ellos el mar resplandecía. El taxista le iba lanzando una pregunta tras otra: de dónde venía (Estados Unidos), qué le parecía Japón (muy bien), qué opinión tenía de los japoneses (simpáticos), si sabía comer con palillos (sí), si le gustaba el pescado crudo (delicioso), si le gustaba el nafto (no).

—Ah, esa papilla de granos de soja nuestra no le gusta a ningún extranjero. —El taxista se echó a reír—. Es el queso de los japoneses, porque, desde luego, el occidental nos parece apestoso. ¿Qué piensan los norteamericanos al respecto? ¿Les gusta el queso francés?

—A algunos sí y a otros no —respondió Robynne, paciente.

—Hummm —musitó el taxista, pensativo y animado—. ¿Seguro que no habla usted japonés?

—Pues sí, pero no me sirve de mucho en Japón —respondió ella en tono mordaz.

—Su pronunciación debe de ser mala, seguro. Dígame algo en japonés.

—No —se negó Robynne, y soltó un suspiro cuando el coche se detuvo delante de un edificio bajo de hormigón.

—La escuela —anunció el taxista—. Tiene que arrojar un poco de sal por encima del hombro cuando salga. No debe desafiar a la desgracia.

Robynne asintió.

—¿Tiene usted sal?

—Claro —mintió al taxista—. ¿Puedo llamarle para el viaje de vuelta? ¿Tiene usted una meishi? —preguntó ella en su mejor japonés.

—¡Muuuy bien! —exclamó el hombre con júbilo y, guiñándole el ojo, le dio su tarjeta.

Robynne avanzó por el suelo embaldosado hasta la entrada de la academia. Un hombre extraordinariamente bajito le abrió la puerta vestido con un terno a rayas de color castaño.

—Pase, señora Green. Soy Joshua Popenoe —se presentó, tendiéndole la mano. A continuación le entregó su tarjeta de visita y ella hizo otro tanto. Ambos estudiaron sus respectivas tarjetas educadamente por un breve instante.

—Es un placer —dijeron al unísono.

Popenoe se echó a reír.

—Todos me llaman JoshPop —dijo.

—Le sienta bien el nombre. —Robynne correspondió con otra sonrisa al norteamericano bajito y simpático—. ¿De dónde es, JoshPop?

—De Boston.

—Usted era el asistente del señor Parker ¿verdad? Lamento mucho la muerte de su jefe, JoshPop —dijo Robynne en tono más formal mientras ambos iban a sentarse a un extremo de una mesa de acero.

Popenoe inclinó la cabeza.

—Gracias.

—Le agradecería que me contara todo lo que supiera de su jefe.

—Sí, por supuesto. Bien, vamos a dejamos de historias, Jacob Parker no era una persona agradable, señora Green. Nuestra relación se reducía a lo estrictamente profesional. Para serle sincero, yo ya llevaba un tiempo buscando otro trabajo sin que él estuviese al corriente. De su vida privada no sé nada.

—¿Qué quiere decir con que Parker no era una persona agradable?

—Era muy deshonesto en los negocios, trataba mal a su personal y engañaba a los clientes. Mentía. Mire usted esas fotos. —Popenoe señaló un tablero—. Son las fotos de los profesores y profesoras que han trabajado aquí. Todos llevan un diploma de la Universidad de Harvard en la mano, ¿lo ve? Y ahí están las fotos del campus de Harvard. Parker hacía creer a sus clientes que toda su plantilla procedía de Harvard. Los diplomas los hacía imprimir él mismo. Nuestro personal no venía de Harvard ni mucho menos; todos ellos eran viajeros de paso que necesitaban un trabajillo. Aquí podían encontrarlo siempre y cuando estuviesen dispuestos a dejarse hacer una foto como ésta. En algunos casos el inglés no era ni siquiera su lengua materna. Las instantáneas del campus las sacó el propio Parker en un viaje que hizo. A mí también me obligaba a mentir y estafar. En una ocasión una de las profesoras no se presentó, entonces él llamó a otra profesora que vivía por aquí cerca y que tenía el día libre. Le dijo gritando que la otra había faltado y tenía que venir de inmediato. Sin perder la calma, la mujer le dijo que era imposible, porque estaba tiñéndose el pelo. Parker decidía el horario de los profesores. Hacía que el profesor firmara al pie y luego sacaba una copia para él. Después de la conversación telefónica con la profesora, se puso a confeccionar un nuevo horario delante de mis narices. Falsificó la firma de la segunda profesora y fotocopió el nuevo horario en el que constaba que ella debería haberse presentado aquel día a trabajar. Cuando al día siguiente ella llegó con su horario a la oficina para demostrar que aquel día lo tenía libre, Parker la culpó de haberlo falsificado.

La profesora presentó su dimisión de inmediato y no quiso marcharse sin que Parker le pagara hasta el último centavo. Se quedó sentada ahí mismo, donde está usted ahora, hasta que él, enfadado, le arrojó el sobre con el dinero al regazo. Lo más absurdo es que Parker estaba convencido que quien se había comportado como un estafador era ella, no él. Estaba furioso.

—¿Sabe usted el nombre de la profesora en cuestión?

—Sí, era una alemana, Leonore Schmitt.

—¿Sabe su dirección?

—Vivía aquí, en Odawara, cerca de la estación, pero no sé si sigue por aquí. Le indicaré dónde está su casa.

—¿Después podrá acompañarme en el taxi? ¿Han aparecido más documentos desde el registro que hizo la policía?

—No, no que yo sepa —respondió Popenoe. Se puso en pie enérgicamente—. ¿Quiere que llame un taxi?

—Oh, no por favor. Ya lo haré yo misma más tarde. Tengo la tarjeta de un taxista bastante soportable, aunque roza el límite. Siga contándome cosas de Parker.

—Hay poco que contar. Era un granuja que siempre intentaba escurrir el bulto. Bebía a todas horas y se lo pasaba hablando por teléfono.

—¿Hablando por teléfono? ¿A quién llamaba?

—Ni idea. A sus amiguitas, seguramente. Solía encerrarse en su despacho con el teléfono.

—¿Dónde estaba su despacho? ¿Sigue intacto?

—Más o menos. Venga conmigo.

Encima de una lúgubre mesa de escritorio de melamina de color marrón había un teléfono de color rosa desproporcionadamente grande con un disco de llamada.

—¡Vaya! —exclamó Robynne—. Es muy anticuado; ya no se ven muchos de ésos. ¿No se trata de uno de esos viejos pay phone?

—Sí —corroboró Popenoe—. Los estudiantes podían llamar desde aquí. Parker sacaba tajada de todo.

—¿Cuál es el número de este teléfono?

—No lo sé, no se utilizaba para recibir llamadas, sólo para llamar al exterior.

—Tengo que conseguir el número —murmuró Robynne para sí—. ¿Podría prestarme un par de monedas de diez yenes, JoshPop?

Popenoe hurgó en el bolsillo y le tendió una.

—Gracias.

Popenoe se inclinó de forma poco usual para un norteamericano.

Impaciente, Robynne marcó el número de Mochizuki, colgó y volvió a llamar.

—¡Mierda! —Furiosa sacudió las cortinas anaranjadas. De la tela emanó un olor rancio. «Vamos, Mochizuki, responda», pensó—. ¿Podría dejarme un momento a solas? —le pidió a Popenoe en tono autoritario. Él abandonó la habitación apresuradamente y ella volvió a marcar el número de Mochizuki. Impaciente, colgó el auricular y miró alrededor. Había un armario metálico contra la pared. Abrió una de las puertas. Los estantes estaban vacíos y cubiertos de polvo. En el fondo del armario había una caja de cartón. La sacó a medias. Estaba llena de calcetines enrollados. Extrajo un par: eran calcetines de niña, cortos, anchos y en colores pastel. Se dirigió al pasillo con la caja llena de calcetines y gritó:

—¡JoshPop!

Popenoe se apresuró a acudir, servicial.

—En el armario del despacho de Parker había una caja llena de calcetines.

Popenoe asintió.

—Parker quería que los niños se quitasen los zapatos en la sala de juegos. Les hacía poner calcetines, incluso sobre los que ya llevaban.

—¿Sólo a las niñas? Todos son calcetines de niña.

—No, los niños también, aunque se avergonzaban de esos colorines. Parker siempre les prometía que compraría una caja de calcetines para chicos, pero nunca llegó a hacerlo.

—¿Iba él mismo a comprar los calcetines? —inquirió Robynne—. ¿No le encargaba a usted que lo hiciera? Al fin y al cabo era su asistente, ¿no?

—Sí…, bueno no; él iba a comprar los calcetines personalmente —señaló Popenoe, estupefacto—. ¿Le parece raro?

—Eso debería preguntárselo a usted. ¿Le parece raro, JoshPop?

—Sí, sí es raro —repuso JoshPop—. El señor director que va a comprar calcetines…

—¿Lo ve?

—¿Qué quiere decir?

—Que es raro, sencillamente eso.

Popenoe asintió.

—¿Puedo llamar ahora el taxi?

—Por supuesto.

Robynne se dirigió a la oficina de Parker, volvió a poner los calcetines en la caja y, con ella bajo el brazo, se encaminó hacia la salida.

—¿Quiere llevársela? —preguntó él mientras la tomaba en sus manos.

El taxista se apeó y le abrió el maletero. Popenoe metió la caja en él.

—A casa de la maestra —le indicó Robynne a Popenoe, que se deslizó en el asiento trasero, a su lado, y de inmediato se puso a hablar con el taxista. Robynne intentó no prestar atención a la cháchara de los dos hombres.

Cuando llegaron a la casa de Leonore Schmitt, Popenoe le hizo una seña a Robynne indicándole que debía permanecer en el taxi. Después de que llamara al timbre, ella lo vio gesticular con vehemencia mientras hablaba con quienquiera que estuviese más allá del quicio de la puerta. La puerta casi se cerró. Popenoe la abrió de nuevo y señaló hacia el taxi. Una mujer delgada y ligeramente encorvada, con el pelo rojizo de henna, lanzó una mirada hostil en dirección de Robynne.

Robynne se apeó del taxi y fue rápidamente hacia ella.

—Me llamo Green, soy de la policía —se presentó, tendiendo la mano hacia la mujer.

—No quiero tener nada que ver con esa historia —dijo la mujer con voz temerosa.

—No tiene alternativa, señora Schmitt. ¿Puedo pasar?

—Pues no. ¿Tiene una orden de registro?

—¿Por qué no me facilita las cosas señora Schmitt? Puedo obtener una de esas órdenes de registro o obligarla a acompañarme a la comisaría. Si decide colaborar será mucho más rápido y fácil para las dos.

Leonore Schmitt abrió la puerta.

—Es acerca de Parker —explicó Robynne.

—Desde luego.

—JoshPop me ha explicado lo que Parker le hizo.

—Sí, él lo vio todo —se quejó Leonore Schmitt, mirando enfadada a Popenoe.

—Lo lamento —se excusó él.

—Así que no guardo muy buenos recuerdos de ese tipo, señora Green —prosiguió Leonore Schmitt—. Era un hombre horrible y repulsivo, un bruto. Lo odié desde el primer día en que trabajé ahí. Espiaba por las ventanas del aula mientras yo daba clases. Se molestaba por todo, hasta por cómo iba vestida o maquillada; nada le parecía bien. Incluso llegó a obligarme a posar con un diploma de Harvard y luego colgó la foto en la escuela.

—Sí, Popenoe ya me ha hablado de ello.

—También se ponía paranoico cuando se trataba de las clases particulares con los estudiantes. Temía que yo fuese a hacer tratos a escondidas con ellos. Debo admitir que en eso llevaba razón. Cuatro de mis alumnos me preguntaron si me interesaba darles clases particulares en casa sin que Parker se enterase. Esas personas siguen viniendo aquí semanalmente. ¿Quiere un té, señora Green?

—Sí, muchas gracias.

—Será mejor que regrese a la academia —anunció JoshPop.

Robynne asintió.

—Ya me pondré en contacto con usted, JoshPop —dijo—. Muchas gracias por su ayuda y su información.

—No hay de qué. Aquí tiene mi tarjeta personal; si me necesita, también podrá localizarme en casa —informó Popenoe, y se marchó a toda prisa.

—¿Se ha ido? —preguntó Leonore Schmitt cuando regresó a la sala con una bandeja con el té y las tazas.

Robynne asintió.

—El muy cobarde… —masculló Schmitt, y puso la bandeja sobre la mesa—. Parker no sólo era desagradable —añadió mientras se inclinaba sobre la bandeja de té—, también daba pena. Hacía la pelota a sus superiores y maltrataba a sus subordinados; pero se le veía el plumero muy pronto. La gente se burlaba de él. Él se apercibía de ello y hacía cuanto estaba en su mano para agradar a sus jefes y clientes. Así, una vez, por Navidad, dio una fiesta para los niños. Primero se ocupó personalmente de que todos los niños se pusieran los calcetines, luego comenzó a bailar con ellos. Los críos llevaban máscaras de personajes de Disney. Él, de Freddy Kruger. Ponía una y otra vez esa estúpida canción, Rudolph el reno de la nariz roja, y se pasó toda la tarde incitando a los niños a que bailasen. Ellos se lo pasaron bomba. A mí me pareció escalofriante. Parker corría como un poseso repartiendo golpes con una especie de porra policial. Me extrañó que fuese él quien acabase víctima de un asesino en serie. En mi opinión, bien podría haber sido él el asesino. ¡Cuando pienso que lo ayudé a poner en marcha el instituto! La primera línea de teléfono que solicitó aún está a mi nombre.

»Por entonces él ni siquiera tenía permiso de residencia y yo sí podía solicitar una línea en la NTT, porque disponía de un visado de estudiante. De modo que fui a la oficina de la NTT por él, contraté la línea a mi nombre y pagué por ella. Parker jamás me devolvió ese dinero. Aún conservo los papeles.

—¿Podría verlos? —preguntó Robynne, conteniendo el aliento.

—Sí, si quiere puede quedárselos, si se encarga de que me devuelvan el dinero. Una línea costaba, ya por entonces, sesenta mil yenes. —Fue a una habitación lateral, volvió con unos papeles y se los entregó a Robynne.

—Gracias. ¿Podría facilitarme las direcciones y los números de teléfono de los cuatro alumnos a los que les da usted clases particulares?

Leonore Schmitt se la quedó mirando.

—Eso va a perjudicarme, señora Green.

—No, señora Schmitt, eso no va a perjudicarla en absoluto, porque Parker está muerto.

Robynne regresó de Odawara justo a tiempo para la evaluación de la tarde. Acababa de contarles a sus compañeros las incidencias de su expedición a la Academia Harvard para la Comunicación Internacional y ahora les estaba hablando de su visita a la señora Schmitt.

—Leonore Schmitt poseía documentos de la compra de la primera línea telefónica que Parker solicitó. El número de teléfono no estaba en las listas que la policía japonesa había reunido simplemente porque no estaba a nombre de Parker sino de la señora Schmitt. Todos los restantes teléfonos del edificio estaban a nombre de él. A las doce y media llamé a Mochizuki-san desde la estación de Odawara para comentarle sobre esta cuestión, y para cuando regresé al hotel los alumnos de Schmittya habían sido interrogados (sí, el equipo de Mochizuki-san es extraordinariamente rápido); uno de ellos, una chica, resultó vivir al lado de la academia y declaró que Jacob Parker solía permanecer en su despacho hasta bien entrada la noche. Ella podía verlo con claridad desde su casa. Se pasaba horas enteras hablando por teléfono, con una botella de licor encima del escritorio —concluyó Robynne.

Se produjo un silencio tenso en la sala de reuniones.

Mochizuki-san, con la colaboración de la NTT, acababa de buscar los números que habían sido marcados desde el despacho de Parker durante los meses previos a la muerte de éste. Había un número que aparecía con mucha frecuencia. Era el teléfono de La Fundación Help, una línea informativa de ayuda para los extranjeros residentes en Tokio.

—Eso no nos lleva a ninguna parte —señaló Bertus Hogenelst—; pero ¿por qué Parker no tenía ese número anotado en su libreta de direcciones?

—Porque el número es 030303030303. Todo el mundo puede recordarlo.

—Eso significa que quizá las otras víctimas supieran de memoria ese teléfono —apuntó Bertus.

—Exacto.

—Muy bien, Green-san —la felicitó Mochizuki—. ¿Tiene usted alguna idea de lo que significan los calcetines? —Se agachó y puso sobre la mesa la caja de cartón llena de calcetines que Robynne había encontrado en el armario de Parker.

—No, pero ya lo averiguaré, Mochizuki-san.

Mochizuki hizo un gesto de asentimiento.

—Estoy convencido de ello, Green-san. Ahora quiero contarles más sobre la aventura de Croo-san —anunció con expresión grave—. Querría mostrarles el contenido de una de las cintas halladas en el sótano de Hughes De Keuninck. La grabación fue hecha en Japón. No es lo que podría llamarse material divertido. Croo-san tuvo que visionar decenas de estas cintas. Prepárense.

Mochizuki puso el vídeo. Un pecho femenino apareció en la pantalla. Era muy blanco, y el pezón se erguía bajo un chorro de cera caliente. La escena estaba acompañada por una música ambiental insulsa.

—¡Dios mío! —exclamó Lucia Valenti. La música fue in crescendo y la cámara retrocedió. Ahora aparecían en la pantalla dos pechos y la punta destellante de un cuchillo largo y afilado. La punta se hundió en la carne suave y blanca junto al pezón; a continuación los movimientos se hicieron más urgentes y con un rápido ademán el pezón fue seccionado. La imagen se tiñó de sangre. Lucia soltó un grito y tiró la silla hacia atrás abruptamente. Puso la cabeza entre las rodillas y gimió.

Mochizuki detuvo el aparato.

Silva se acercó a Lucia y comenzó a acariciarle la espalda.

—Lo siento —balbuceó ella—. No soporto la sangre.

Yukiko le acercó un vaso de agua.

—Ya hemos visto bastante —anunció Mochizuki—. Pueden imaginarse el resto. Probablemente recordarán ese caso en Inglaterra en el que dos muchachos asesinaron a un niño pequeño. Croo-san estudió el caso. Le interesaba todo lo que tuviese que ver con la relación entre medios de comunicación y crimen. En la prensa se debatió una vez más sobre la influencia del material visual violento en la sociedad. Por ejemplo, se creyó que la película Juego de niños, en la que aparecen escenas muy violentas cometidas por una muñeca, ejerció una gran influencia en aquellos muchachos ingleses.

»Hay un hecho interesante, y es que, aparte de las cintas de vídeo, Croo-san también recibió una lista de miembros de un videoclub en la que figuraban los nombres pero no aparecían las direcciones. Con todo, mi equipo ha conseguido localizar a todos los miembros salvo uno. Algunos de ellos no tienen ninguna coartada para la noche en que Hughes De Keuninck fue asesinado. Leo los nombres de estas personas; todos corresponden a hombres:

Min Doi: profesor de la facultad de Economía de Tokio, japonés.

Jiro Tsunoi: fotógrafo, japonés.

Johnathan Whitaker: psiquiatra, estadounidense.

Kunikaze Komamoto: empresario, japonés.

—Y finalmente —prosiguió Mochizuki—, el desconocido: un tal Jeromy Wanderfogel. Se ha investigado a los primeros cuatro hombres. Aún no disponemos de información sobre Jeromy Wanderfogel. Su apellido aparecía también en los créditos de la película cuyo fragmento acaban ustedes de ver y de otras cintas. Como habrán podido leer en los informes de Croo-san, éste fue a una agencia de casting. Había encontrado el teléfono de dicha agencia en las revistas de porno que había investigado y fue atendido por un tal Curbain, director de películas porno normales.

Se oyeron risas sofocadas. Mochizuki se aclaró la garganta y continuó:

—Croo-san tenía la esperanza de contactar de ese modo con los actores de las películas de Wanderfogel. No salió bien, pero Curbain resultó ser amigo de la víctima Larry Maxwell y el asistente de Curbain, Polly, conocía superficialmente a la víctima Irina Skoynich. Era ese Polly el que aparecía en las cartas de Irina a Katharina de Poznan. Polly suponía que Irina Skoynich había trabajado con Wanderfogel.

»Cuando Curbain se enteró por Croo-san de que Hughes De Keuninck, de QueBook, también había sido asesinado, se llevó un susto tremendo. Dijo que al día siguiente iría a la policía. No lo hizo, de modo que la policía fue en su busca. También los dos australianos, Pollo y Seta, y la norteamericana Jessie fueron interrogados. Como consecuencia de ello la relación de confianza que Croo-san había entablado con ellos durante el día de rodaje de la película no pudo seguir explotándose. Aún no sabían quién era Croo-san en realidad, pero se guardarían muy bien de ayudarlo a conseguir el número de Wanderfogel. En vista de que nosotros fuimos a interrogar a Curbain al día siguiente de que Croo-san le hubiese preguntado por Wanderfogel, Croo-san sospechó que Curbain pensaría que había sido él quien lo había delatado a la policía. Croo-san se puso hecho una furia. Su expulsión no sólo se debió al hecho de que había participado en un vídeo porno y encima había cobrado por ello, ambas razones más que suficientes para echarlo, sino también a que se enfadara conmigo por haber ido personalmente a interrogar a Curbain. Estaba demasiado metido en su pista y por consiguiente no podía pensar con claridad y cometió errores. Eso no es posible en un equipo que se encuentra bajo una observación tan estricta como el nuestro. Si la prensa se enterase de esto…

Bertus Hogenelst tosió ruidosamente. Robynne Green le puso la mano en el hombro con gesto apaciguador.

—¿Qué se supone que debería haber hecho, Mochizuki-san? ¿Decirles que lo hacía gratis? —preguntó Bettina Welt.

—Me entregó el dinero a mí —confesó Mochizuki—. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Guardármelo?

—Darlo para una buena causa —sugirió Bertus.

—La prensa… No podemos permitírnoslo. Eso no excluye que por el momento Wanderfogel sea nuestro principal sospechoso, y no tenemos la menor pista sobre él. En los últimos veinte años no ha entrado en el país ningún Jeromy Wanderfogel. Su nombre es conocido en el mundillo de los vídeos porno, pero al parecer no opera dentro de ese circuito.

—Jeromy Wanderfogel… Es una pena que el nombre no empiece con una I —dijo Gerardo Silva, y soltó un suspiro.

—Muchos asesinos operan bajo nombres falsos. Bien podría ser que éste también lo hiciese —intervino Zhiqiang Li—. Incluso me parece bastante probable que así sea.

—Sí —convino Mochizuki—. No hemos conseguido sacar más información de Seta, Polly y Curbain de la que ya teníamos: Irina Skoynich y Larry Maxwell estaban deprimidos. También puede hablarse de una relación superficial. Polly había conocido a Irina en una taberna y Curbain había trabado amistad con Maxwell en un pequeño café que suelen frecuentar muchos cineastas.

»Todos los psiquiatras y psicólogos de Tokio, tanto japoneses como de otras nacionalidades han sido interrogados por segunda vez, en esta ocasión en relación con las víctimas Irina Skoynich, Hendrik Mechanicus, Larry Maxwell y Hughes de Keuninck. Ninguno habló con sus respectivos psiquiatras del teléfono de colaboración ciudadana. Welt-san nos resumirá ahora lo que sucedió después de nuestra visita al Instituto Goethe.

—El autobús que iba hasta el pueblo de Daigo ya había partido de la estación de Hachioji cuando nosotros llegamos —empezó a explicar Bettina—. Daigo está muy lejos, y aquél era el último autobús que iba en esa dirección, de modo que cogimos un taxi. Después de un trayecto de más de una hora, llegamos al pueblo, donde le pedimos a Saburo que nos llevase en su Land Rover a las montañas. Cuando la carretera se convirtió en un camino de carros, Saburo se detuvo ante una granja de madera pintada de negro con techo de cañas. En ella había unos diez jóvenes japoneses y dos alemanes, quienes nos dijeron que Wackwitz se había alojado a menudo en esa casa. También Mechanicus se había hospedado allí en ocasiones, acompañado de Tim Smith, durante sus excursiones por esas montañas.

»Tanto Wackwitz como Mechanicus realizaban algunas tareas a cambio de un techo bajo el que dormir. En la casa hay treinta juegos de ropa de cama. Se cocina en un gran fuego que se enciende en un hoyo en mitad del patio. Es una forma de vida comunal en la que las personas van y vienen. Pueden seguir las enseñanzas de Yamaguchi de forma gratuita, y éste, a su vez, cuenta con actores aficionados para sus representaciones. Se considera un gran honor poder participar en ellas. Sin embargo, los actores que constituyen el núcleo del grupo los explotan y desprecian. Yamaguchi es una especie de gurú para ellos. Los actores no reciben ningún sueldo, aunque sí se les da comida y cobijo.

»Un equipo de Mochizuki-san registrará hoy la casa de Daigo en busca de pruebas. También se ha interrogado a los vecinos. Esta noche, con la ayuda de Watanabe haré una evaluación de los resultados.

—La gente del grupo principal de Yamaguchi —intervino Mochizuki, tomando el relevo, describió a Wackwitz como un chico servil y diligente pero de escaso talento. Yamaguchi prefería que no participase en las representaciones, pero Wackwitz le estuvo dando la lata hasta que consiguió que lo incluyesen en el elenco principal. Sus compañeros lo toleraban porque también se encargaba de hacer algunos trabajillos para el grupo. Y ahora viene lo bueno: a menudo se pasaba horas hablando por el teléfono de pago que había en el estudio. Por lo tanto, tenemos ante nosotros otro conversador telefónico asiduo. Esta tarde hemos estado comparando la lista de las llamadas efectuadas desde los tres teléfonos de Jacob Parker, que estaba a nombre de Schmitt, de la cabina de teléfonos cercana al estudio de Irina Skoynich y el del grupo teatral. Hay un número en común: el 030303030303, el de la Fundación Help.

En la sala de reuniones se desató un murmullo incontrolado.

We konen dichterbij —le dijo Bertus a Robynne, exultante.

—¿Qué dices?

We konen dichterbij.

—Oye, que estás hablándome en neerlandés.

—¡Ah! —exclamó Bertus, sorprendido, y le repitió la frase, esta vez en inglés—: Nos estamos acercando.

—Sí —convino Robynne.

—Es ridículo —comentó Fowell dirigiéndose a Bertus—. La policía japonesa ni siquiera estaba al corriente de que hubiese un teléfono de cooperación ciudadana para extranjeros.

—Y que a nosotros tampoco se nos haya ocurrido… —apuntó Bertus.

—Eso mismo digo yo —admitió Bettina tamborileando con fuerza con los nudillos sobre la mesa.

—Habrá que volver a distribuir las tareas —dijo Mochizuki a voz en cuello para hacerse oír por encima del ruido—. Los próximos días tendremos que seguir trabajando duramente, no hay tiempo para tomarse horas libres.

»Ahora, por favor, hagan silencio —añadió en tono autoritario—. Para que quede claro: hay tres sospechosos, y éstos son: el amigo del desayuno, la persona «I» y Wanderfogel, y los tres son hombres.

6 DE SEPTIEMBRE

Esta noche he ido a ver una de las representaciones del grupo de Yamaguchi. Tienen una pequeña sala en un sótano de Nakano Fujimitsu, llamada Plan Z. Las perfomances (palabra que en japonés se pronuncia paafoomansu) están presentadas por un farragoso relator debuto. Habló, al principio con bastante claridad, de los orígenes de esta mezcla de danza y teatro, el ankoku buto, la danza de la oscuridad. Después de una guerra perdida y de las bombas atómicas en Nagasaki e Hiroshima no podía surgir más que un estilo de danza retorcida, terrenal y grotesca. Sólo soy capaz de repetir los nombres de los fundadores porque después de la función me dieron un impreso mugriento en el que aparecían escritos: Hijikata y Ono. El primero ha muerto, el segundo tiene ochenta años y está vivito y coleando; ¡todavía baila!

La disertación del relator fue haciéndose más confusa a medida que se alejaba de los hechos, hasta que al final no era más que una desesperada maraña de frases inconexas que le valieron el aplauso de las aproximadamente sesenta espectadores que había en la sala.

La función me pareció fascinante en toda su extravagancia: una maraña de cuerpos desnudos cubiertos de un polvo blanco, kimonos rasgados, bocas desdentadas y abiertas de par en par, ojos desorbitados, cuerpos contorsionados, manos crispadas, pies vacilantes, rodillas dobladas…, todo ello acompañado por una música electrónica ejecutada por un joven de semblante serio que se hallaba detrás de una mesa de mezclas. Tengo que admitir que el buto entrañaba cierta belleza mientras lo representaban los japoneses, pero en cuanto se incorporaban los occidentales aquello era una auténtica pantomima.

Yamaguchi salió para recibir los aplausos por la coreografía, que, según palabras del relator, había sido improvisada en su totalidad por los actores, e invitó al público a pasar a una sala contigua para tomar una copa con los miembros del elenco. Me quedé un rato, junto a una mesa grande de madera, pero el relator empezó a desvariar tanto que no pude aguantarlo más y me fui a coger el tren para regresar al hotel. Por el camino, un sarariman borracho casi me vomita encima.

A pesar de que tenemos prohibido hablar incluso con nuestros familiares sobre la marcha de la investigación, hoy le he dicho a Matthijs por teléfono que las películas y los libros sobre la búsqueda de los asesinos en serie están equivocados y son, por consiguiente, malos. La búsqueda de un asesino en serie tiene mucho más que ver con el trabajo administrativo que con una película del Oeste. Hay un montón de cosas que leer y reuniones y evaluaciones que hacer, se come a sus horas y el trabajo te desborda, las habitaciones en las que se trabaja son sofocantes y la gente siempre está de mal humor.

Pero la investigación empieza a ponerse interesante. Voy a dejar constancia de todo para más adelante, para el día en que sea vieja y sabia y vuelva a inclinarme sobre estas hojas y a pensar en este tiempo. Nuestro mundo se ha reducido al deseo obsesivo de averiguar la identidad del asesino.

La víctima Wackwitz nos ha dirigido a la remota casa del grupo de teatro de Yamaguchi, en el pueblecito montañés de Daigo. La víctima Hendrik Mechanicus también se hospedaba en esa casa con su amigo Tim Smith durante sus paseos por la montaña.

Desde la casa se hicieron llamadas al número 030303030303 de la Fundación Help.

En la lista de miembros de un videoclub ilegal de películas porno, Croo topó con el nombre de Wanderfogel. Ese nombre también aparece en los créditos de algunas de esas películas. Croo participó en una de éstas; conversando con el equipo de filmación, Croo dejó caer el nombre de Wanderfogel. Algunos de ellos sabían quién era; al parecer hace películas porno violentas.

Quizás exista una relación entre Wanderfogel e Irina Skoynich. Ella podría haber trabajado para él.

Uno de los asistentes de la película porno en que participó Croo era Polly. En las cartas de Irina a su amiga Katharina (Poznan, Polonia) se mencionaba a un tal Polly.

En los últimos veinte años no ha entrado en Japón ningún Jeromy Wanderfogel.

Bertus pasó una información que había llegado a través del teléfono de colaboración ciudadana: habían identificado a una mujer con un chal de colores en una cabina de teléfonos cercana al estudio de Irina. Desde esa cabina se hicieron llamadas al número de la Fundación Help.

Robynne Green, que se encarga del caso Parker, encontró un viejo teléfono que no estaba a nombre de éste sino de una tal Schmitt, una de sus antiguas empleadas, Desde él se llamaba a menudo al número 030303030303.

Parece ser que en el diario de Larry Maxwell hay indicios de la existencia de un «amigo secreto» con el que Markus Bopp desayunaba y de un interlocutor, igualmente secreto, llamado «I».

Ese interlocutor es un hombre presumiblemente rubio, viste con prendas de piel, tiene una barbilla frágil, trabaja en un lugar donde se hablan distintas lenguas, es simpático y/o discreto, dirige (o dirigía) vídeos pornográficos, trababa amistad con las víctimas, quedaba con ellas en la ciudad para desayunar.

Esta noche se hará una visita a la Fundación Help. El ambiente en el equipo se ha vuelto más crispado después de la expulsión de Croo. Estoy de acuerdo con Bertus en que ha sido una medida demasiado drástica; posiblemente ha sido Croo quien nos ha acercado más a la verdad. Ahora tenemos prohibido ponernos en contacto con él.

En la tele se hablaba mucho del Aki Basho, pues han empezado los combates del torneo de otoño. Se daban detalles de la dieta de los luchadores de sumo, que comen cantidades exorbitantes de pasta y arroz con verduras. También se habló largo y tendido del modo en que se recogían el pelo en un moño.

Estuve mirando un par de combates de entrenamiento. Akebono es mi favorito. Tiene una piel hermosa y un estilo elegante, casi femenino. Sacó a Kyokushuzan del ring, llamado dohyo, con extraordinaria elegancia. Con Takanohaha tuvo más dificultades.

En estos mismos instantes estoy a punto de tomarme mi primer somnífero con un buen vaso de agua del grifo que huele a cloro. El corazón me late más deprisa a causa del temor que siento. Es como si las cosas empezaran a escapar a mi control. No me gusta.

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