Sushi

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Mientras Frank Laing viajaba bajo estrecha vigilancia, en un Boeing de Japan Airlines alquilado especialmente, a Honolulú, donde sería juzgado por un tribunal internacional, el equipo fue conducido al aeropuerto de Narita en un autobús especial. Mochizuki, Watanabe, Li y Yukiko Inoue los habían acompañado para despedirlos.

Jack Fowell estaba sentado solo, sonriéndole al huevo de plástico que sostenía en la mano.

—Fíjate, al Tamagochi le ha salido una cola. —Se volvió hacia Bettina, que había tomado asiento detrás de él. Ella miró educadamente la pantallita del huevo, que emitió un pitido.

—Es la hora de recoger mierda —anunció Fowell. En un rincón de la pantalla humeaba una caca digital. Fowell pulsó un botón y soltó una sonora carcajada en dirección de Bettina, que lucía ropa de diseño e iba cuidadosamente peinada. Ella volvió el rostro, avergonzada por el hecho de que Fowell la hubiese hecho nuevamente cómplice de su vulgaridad.

Zhiqiang Li iba, como siempre, vestida de rojo, y se hallaba sumida, al igual que Yvonne Lacoste y Yukiko Inoue, en la lectura de una revista femenina. Estaban riendo.

Silva se hallaba solo en el último asiento y miraba a Lucia, que se había enzarzado en una seria conversación con Bettina, sentada junto a ella y con el brazo apoyado en el reposa cabezas de la silla. Mochizuki y Watanabe estaban sentados en silencio en los asientos delanteros, detrás del conductor. Robynne Green se había sentado al lado de Bertus Hogenelst, que para entonces estaba completamente afónico.

—Es una pena que no quisieras acostarte conmigo, Bertus —se lamentó Robynne en un susurro mientras apoyaba fugazmente su cabeza en el hombro de él.

El pobre Bertus sacó una libreta y un bolígrafo del maletín y escribió: «¡Déjalo ya, Robynne!».

Robynne le arrebató el bolígrafo y escribió: «Vayámonos juntos. Ahora es el momento».

Bertus recuperó el bolígrafo y escribió: «¡Basta ya, Robynne Green!».

«¿Es que no me quieres?», escribió ella.

«Claro que sí».

«¿Entonces?».

«Estos jueguecitos, Robynne… Estoy cansado de ellos. Los juegos de presentación y de despedida de Zhiqiang Li, el juego de “¿qué prefieres ser, un oso o una serpiente?”, el juego de “contra tu voluntad”, el juego de “vamos a contar historias”… y ahora el juego de “empecemos una nueva vida en algún otro lugar lejos de aquí”. No, no, no, Robynne, soy un hombre viejo y cansado y todo lo que quiero es contemplar el paisaje».

«Juguemos un último juego», propuso Robynne con una sonrisa.

—No. —Bertus sacudió la cabeza.

—Sí —replicó Robynne.

—No —repitió Bertus.

—Vale —concedió Robynne—. En ese caso te contaré una historia de despedida. La historia de cómo habría podido ser.

«Ahórramela», escribió Bertus, riendo.

—No —protestó Robynne, y empezó a hablar en susurros—: Siempre habría habido vino en casa. Se lo habrían bebido con buenos amigos. No habrían desarrollado ninguna adicción porque habrían sido invencibles. Hasta habrían seguido haciéndose carantoñas y tocándose el trasero en público. Sus escarceos nocturnos jamás habrían perdido intensidad. Constantemente habrían bebido de sus dulces labios. Habrían sido la envidia de todos. Todo cuanto sus ojos hubiesen contemplado habría estado iluminado por una tenue luz. Todo cuanto hubiesen oído habría tenido sentido. Habrían triunfado en cuanto hubiesen emprendido y no les habría costado el menor esfuerzo. Ella habría trabajado duramente y habría conseguido muchos éxitos. Él, cansado y viejo, se habría retirado y no habría tenido otra cosa que hacer salvo esperar a que ella regresase a casa y, de vez en cuando, utilizar su instrumento. Habrían acogido a personas y animales. Su hospitalidad se habría hecho proverbial en la pequeña ciudad donde se habrían instalado a vivir y mucho más allá también. Habrían hecho un sinfín de planes para morir juntos, pero no habrían llegado a dar los pasos oportunos a tal efecto. Él habría caído enfermo y ella lo habría dejado todo para cuidar de él (o al revés, siempre insistía él). Él habría muerto primero, totalmente en contra de sus expectativas, pues siempre lo habría considerado altamente improbable. Ella se habría sentido desgarrada de dolor. Ella habría reunido las pastillas que le habían recetado para mitigar su desesperación y se las habría tomado. En una visita, su familia habría encontrado las cenizas de ella entremezcladas con las de él. De modo que los dos habrían permanecido juntos por siempre jamás.

«¡Eh! Ten cuidado —escribió Bertus—. Te pareces a Frank Laing. Ése también tiene una fantasía desbordante».

Luego rasgó la hoja de la libreta escrita por las dos caras, la arrugó hasta hacer una bolita y se la metió en su desgastado maletín de piel.

Robynne Green le dirigió una mirada de enfado.

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