Sushi

Sushi


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—Lea las cartas y se hará una imagen de Hendrik. No he venido aquí a hablar de él. Quería decirle personalmente que tiene usted la obligación de coger al asesino. La obligación, ¿me ha oído usted bien?

Bertus reparó en que Mechanicus ya no lo tuteaba, sino que lo trataba de usted.

—Me hago cargo de que está usted muy afectado. Leeré esas cartas. Si necesitara hacerle alguna otra pregunta, se lo haré saber. Lamento mucho que no pueda contarme nada más sobre su hijo.

Su presencia aquí representa una oportunidad única para hablar.

—Para usted, no para mí. —Mechanicus se levantó fatigosamente y le dio la mano a Bertus. Estaba pegajosa y fría—. No quiero entretenerlo más, inspector. Más tarde llamaré a mi esposa. Puede contar con que esta noche tendrá las cartas en su poder. Adiós, señor Hogenelst.

Echó a andar de forma abrupta.

Bertus salió; al pasillo corriendo tras él, pero Mechanicus dejó que las puertas del ascensor se cerraran en sus narices.

Bertus soltó un suspiro.

Gerardo Silva atravesaba resollando un solar vacío. En la mano sostenía un trozo de papel arrugado con la descripción del camino. Llevaba una camiseta, que presentaba una gran mancha de sudor en la pechera, y unos vaqueros nuevos de una marca cara. Era patizambo y el cinturón de piel le cortaba el abultado vientre y las caderas. Acababa de visitar el lugar donde Irina había sido asesinada y que ahora estaba cubierto con una lona de plástico. No se veía más que barro seco y algunos guijarros. Se encaminó hacia el parque infantil recién montado que estaba en un extremo del terreno.

Allí se sentó en un banco, a la sombra del edificio alto más cercano, y miró alrededor. Las barras de las espalderas y los caballitos todavía eran nuevos, pintados de amarillo, rojo y azul. Había niños jugando, vestidos de manera impecable. En los bancos circundantes estaban sentadas sus madres, también vestidas de manera impecable, charlando en voz queda mientras de vez en cuando tomaban un bocado con los palillos de las bolsas de plástico en que guardaban la comida. Se tapaban la boca con la mano al masticar y al reír. Todas ellas llevaban medias de nailon. «¡Con este calor!», pensó Silva. Dejó vagar la mirada por el terreno, volvió la cabeza y alzó la vista hacia la fachada de un edificio de doce pisos, según contó, con ventanas pequeñas.

Se puso en pie y echó a andar por el suelo aún sin pavimentar del nuevo barrio residencial. Sintió que los ojos de las madres jóvenes se clavaban en su espalda. Habían dejado de hablar. Cuando Silva dobló la esquina del primer bloque de pisos se desató en el parque una excitada conversación. Extrajo un segundo papel del bolsillo y escrutó los números que había escritos: 12C. Apt. 401. Los edificios se alzaban en filas de a cuatro: A, B, C y D. El Apt. 401 estaba en el cuarto piso; allí vivía aún Morio Abe, el compañero de la difunta Irina. Silva buscó el ascensor, pero no halló ninguno. Resoplando, subió por la escalera exterior de hierro hasta el número 401. Y llamó al timbre. Tardó en oír alguna señal de actividad detrás de la puerta de hierro. Ésta se abrió un poco y por la rendija asomó una cabeza delgada con unas enormes gafas negras.

Konnichiwa. ¿Es usted Morio Abe?

La cabeza asintió.

—Soy Gerardo Silva, estoy investigando el asesinato de su amiga Irina Skoynich.

La puerta se abrió y apareció un cuerpo escuálido vestido con ropas arrugadas pero limpias. Por un instante los dos hombres con sendas gafas grandes y negras permanecieron en el recibidor, mirándose, el uno gordo y resollando, el otro delgado e impertérrito. Un brazo le indicó a Silva que podía pasar.

—Mi inglés no es muy bueno —dijo Abe mientras ambos tomaban asiento incómodamente el uno junto al otro en el sofá de color salmón de la sala de estar.

—No tiene importancia, nos las arreglaremos —repuso Silva—. No hablo japonés. Lo siento. Hablaré despacio. Mi más sentido pésame, señor Abe. Lamento mucho lo que le ocurrió a su novia. —Se inclinó hacia adelante—. Haremos todo cuanto esté en nuestra mano para atrapar al culpable.

Abe asintió levemente. Su rostro no delataba la menor emoción, los ojos permanecían impasibles detrás de los cristales de las gafas. Estaba sentado muy erguido, y su postura expresaba tan poco como su rostro. Silva calculó que debía de tener unos treinta años, aunque con los japoneses no resultaba fácil de calcular.

—¿Le cuesta hablar de ella?

Abe se encogió de hombros.

—Puedo hacerlo —dijo.

—¿Podría contarme algo del período anterior a la muerte de Irina?

—La policía ya me ha interrogado.

—Eso ya lo sé —repuso Silva—. He leído los informes. Pero me gustaría formularle un par de «preguntas abiertas», como solemos llamarlas para referimos a las que no pueden contestarse directamente con un «sí» o un «no». Espero que no le moleste.

Abe lo miró sin entender.

—Una pregunta cerrada —añadió Silva— sería por ejemplo: ¿estaba su novia en casa el día en que fue asesinada?

—Sí —respondió Abe—. Eso ya se lo dije a la policía.

—No era más que un ejemplo —señaló Silva—. Un ejemplo de pregunta abierta sería: ¿dónde estaba usted en el momento del crimen?

—Durmiendo sobre un futon debajo del escritorio de mi despacho.

Silva miró inquieto a un lado y a otro sin mover la cabeza. ¿Acaso era tonto ese hombre, o era culpa del idioma?

—Me gustaría hacerle algunas preguntas de carácter más personal; preguntas abiertas. ¿Tiene algo en contra?

Abe negó con la cabeza.

—Irina era occidental. Estoy acostumbrado a tener que hablar de asuntos personales —confesó, y empezó a desembuchar a trompicones—. Teníamos dificultades. Muchas peleas en los últimos tiempos. Ella polaca, yo japonés. Yo estaba bajo mucha presión. No sabía cómo ayudarla. No podía irme a Polonia. Mi negocio. En Japón hay buen dinero. Ella estaba deprimida. Yo también. Nos enfadábamos por tonterías. No iba bien. Ella tenía demasiados pocos amigos aquí. Un par de polacos, un par de norteamericanos. Pintaba mucho. Cada día. Alquilé un estudio para ella.

—Por los informes me pareció entender que todavía tiene ese estudio.

—Sí.

—¿Dónde está?

—A cinco minutos de aquí caminando. La policía ya lo ha registrado.

—Lo sé. ¿Podría verlo?

—Sí.

Abe se puso en pie y se dirigió a la puerta, Silva fue tras él. Una vez fuera, ambos caminaron juntos en silencio. Abe le señaló un edificio cuadrado de dos pisos de color ocre con tejado ondulado. En una pequeña galería del segundo piso había cuatro puertas.

—Un apartamento barato —comentó Abe por encima del hombro mientras subía la escalera herrumbrosa del segundo piso hacia la galería. Extrajo una llave del bolsillo y abrió una de las puertas. Se hallaban en un genkan cuadrado y Abe le indicó a Silva que debía quitarse los zapatos. El resto del apartamento constaba de dos habitaciones tatami separadas por puertas correderas de papel. Silva pisó con sus calcetines empapados las esteras resbaladizas y ligeramente acolchadas y miró avergonzado la huella húmeda que había dejado tras de sí. Abe no pareció reparar en ello. Silva recorrió las estancias con pasos cortos. En la habitación trasera había un caballete de madera encima del cual se hallaba un cuadro a medio terminar. En las estanterías vio una docena de lienzos perfectamente ordenados. Detrás del caballete había una mesita con una lata que contenía brochas y pinceles limpios, una serie de imprimaderas y algunos tubos de pintura. Debajo de la mesa había una caja de madera llena de tubos y una fila de botellas y latas. Se percibía un agradable olor a esencia de trementina y aceite de linaza. Las ventanas de cristales esmerilados filtraban la luz procedente del exterior.

—¿Podría echar un vistazo a las pinturas?

Abe asintió.

Silva sacó un par de lienzos del estante y se puso a estudiar uno. Era muy colorido y estaba pintado con trazos dinámicos y gruesos. Retrocedió un paso para contemplarlo mejor. Abe puso un par más contra la pared. Los mismos tonos rojos oscuros, marrones oscuros y azules profundos… A Silva le hacían pensar en una jungla.

—Flores —señaló Abe—. Últimamente sólo pintaba flores. —Sacó unos lienzos de otro estante situado en la pared de enfrente—. Éstos son de hace un par de años.

Los motivos eran más académicos —desnudos, naturalezas muertas, retratos de Abe—, aunque todos pintados con los mismos trazos enérgicos.

—No están mal —comentó Abe—. Tenía posibilidades.

Silva hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Miró alrededor. En un rincón de la habitación había un radiocasete. Apretó el botón de play y comenzó a sonar una música sentimental.

—Pop polaco —explicó Abe.

Silva apagó el aparato.

—¿Solía recibir visitas aquí? —preguntó.

—No lo sé —repuso Abe—. Su profesor venía de vez en cuando, pero por lo que sé era el único que lo hacía. Irina estudiaba sumie, la pintura de flores con acuarelas. —Abrió una carpeta de cartón y le mostró algunas acuarelas hechas en un papel muy fino. En algunas de las pinturas, las ramas, las hojas y los capullos presentaban toques dorados.

—Sí, la policía ya interrogó al profesor. Ya he leído el informe.

Abe cerró la carpeta.

—Eso es todo —dijo.

Silva asintió.

—¿Hay alguna cosa más que quiera contarme? Debe de resultar difícil para usted, me hago el cargo, pero…

—No, no me importa. No sé nada más. Es como le digo. Tenía nostalgia de su país. Pero no quería volver sola a Polonia. Demasiado difícil. No hay trabajo. No era feliz pero hacía lo que podía. Era encantadora. Y guapa. Yo podía hacer tan poco.

—¿Tenía su amiga algún buen amigo, un amante quizá? ¿Solía salir por las noches? ¿Le habló alguna vez de un amigo íntimo, alguien con quien compartía sus problemas? —Silva fue disparando una pregunta tras otra.

Abe alzó los hombros enjutos y levantó las manos con las palmas hacia arriba.

—Tal vez sí, tal vez no. Yo pasaba bastantes noches fuera. Dormía en mi oficina.

—Su compañera ha sido víctima de un asesino en serie. Esa persona tiene que haber estado cerca de ella, quizás en el parque infantil que hay aquí abajo.

Abe sacudió la cabeza.

—Escribía cartas —recordó—. Muchas cartas. A Polonia.

—¿A quién?

—A su madre, a una amiga, tal vez a más gente. No conozco a sus amistades de Polonia. La policía se llevó su libreta de direcciones.

—Sí, ya la he visto. —Silva miraba alternativamente el rostro de Abe y los calcetines mojados sobre el tatami. De pronto inclinó su corpulento cuerpo hacia delante y acercó su cabeza a la de Abe. Las gafas de ambos casi se tocaban.

—Señor Abe, ¿habla alguna vez con un japonés como lo está haciendo ahora conmigo? ¿Sería eso posible?

—No, eso está totalmente fuera de lugar —respondió Abe en tono pausado.

—¿Por qué? ¿Le importaría explicármelo?

—Una membrana. Tengo una membrana en la cabeza —comentó Abe sin titubear—. Separa en dos mi cerebro, mi corazón, mi ser. Cuando hablo con una persona occidental me paso al otro lado de la membrana, a mi otra personalidad. Pensar occidental, sentir occidental; ser occidental es totalmente diferente de pensar, sentir y ser japonés. Hay personas que aseguran que los japoneses y los no japoneses funcionan de la misma manera, pero yo no estoy de acuerdo. Enturbia las cosas. Si dentro de un rato hablo con un japonés volveré a salir de la membrana para comunicarme con mi yo japonés.

—¿Significa eso que cuando habló con la policía japonesa usted se comunicó con ella mediante su parte japonesa?

—Sí, por supuesto —repuso Abe.

Silva miró nuevamente las esteras y dijo con resolución:

—Gracias, señor Abe. No le molestaré por más tiempo. Si se le ocurre algo que crea que puede ser de importancia, le ruego que me llame de inmediato.

Abe asintió y cogió con actitud respetuosa la tarjeta de visita que se le ofrecía e hizo una reverencia.

—Encontraré el camino —dijo Silva. Junto a la puerta, colgado en un perchero, había un chal de seda de colores. Se acercó a él. Emanaba un ligero perfume. Silva sintió un escalofrío—. Pobre chica —musitó. Después añadió, volviendo la cabeza hacia atrás—: ¿Sabe usted cómo se llamaba la amiga que Irina tenía en Polonia?

Se produjo un breve silencio, luego apareció Abe entre las puertas correderas que comunicaban con el genkan. Silva apenas discernía su contorno contra la luz amarillenta procedente del estudio.

—Katharina.

—¿Su compañera disponía de teléfono aquí?

Abe negó con la cabeza.

Tengo una membrana en la cabeza, repitió Silva sumido en sus pensamientos mientras iba camino del metro. Eso debo contárselo a los otros. Más abierto y más personal que con la policía japonesa. Probablemente la policía japonesa tampoco hacía preguntas relacionadas con temas personales. ¿Hogenelst no estaba relacionado con una familia japonesa? Quizá debería volver a hablar con ellos, aunque el equipo japonés ya los hubiese interrogado. A lo mejor aportaban algo nuevo. Tal vez Mechanicus también se sentía deprimido y solo como Irina y ambos buscaron consuelo en alguien. Eso resultaría muy plausible.

Mochizuki había llevado a Bettina Welt y a su traductor Watanabe a la casa de frau Fischer, una alemana que vivía en un pequeño apartamento en el barrio de Sendagaya-go-chome. Le había ordenado a Bettina Welt que en esa primera visita se limitara a observar. Más adelante podría incorporarse a la investigación. Para justificar esta decisión insólita argumentó que si bien Bettina Welt poseía experiencia teórica en materia de investigación criminal, aún le faltaba práctica. Bettina Welt se había propuesto soportar aquel comienzo denigrante y, de acuerdo con la orden de Mochizuki, no intervenir en el interrogatorio. Caminó detrás de los dos japoneses y observó, medio divertida por lo absurdo de la situación, sus ajetreadas espaldas enfundadas en las chaquetas azules. Mochizuki estaba de mala leche. Alguien había llamado para informar de que Marcus Bopp había visitado a frau Fischer el día en que fue asesinado. Ante la perspectiva de tener que interrogar a una extranjera, con los problemas lingüísticos y los consiguientes malentendidos, Mochizuki estaba de un humor de perros. Watanabe iba a su lado, en actitud sumisa, por los angostos callejones donde los aparatos de aire acondicionado arrojaban aire caliente de forma tan ruidosa como implacable.

—Traduce con claridad. Me refiero a que seas preciso. Nunca entiendo de qué hablan estos extranjeros.

Bettina, que entendía bien el japonés, oyó que Watanabe se quejaba.

—Lo intentaré Mochizuki-san.

—Hummm.

—¿Sí, Mochizuki-san?

—¿Sí qué?

—Sí, Mochizuki-san. —Watanabe hizo una reverencia, al borde de la desesperación.

—Todos hablan formas de inglés diferentes —apuntó Mochizuki en voz alta.

Watanabe permaneció en silencio.

Al parecer, el timbre de frau Fischer no funcionaba. Mochizuki llamó a la puerta con demasiada brusquedad.

Keisatsu —bramó.

—Policía —tradujo Watanabe.

—Más alto —le ordenó Mochizuki, furioso.

—¡Policía! —bramó Watanabe.

Bettina aguardaba al pie de la escalera exterior.

Frau Fischer abrió la puerta de madera de imitación y les hizo una seña de que entraran. Detrás de ella giraba un gigantesco ventilador de pie. Bettina subió por la escalera y le estrechó la mano a frau Fischer mientas le explicaba la situación. Mochizuki la miraba con impaciencia. Bettina siguió hablando tranquilamente un par de minutos más, y después, aceptando la invitación de frau Fischer, tornó asiento en un zabuton, en el suelo, y miró alrededor. El ventilador ocupaba una buena parte del pequeño apartamento. También había una mesa de dibujo y una mesa larga sobre la cual había una máquina de coser. En el suelo de tatami había acericos, jaboncillos de sastre, bobinas de hilo, tijeras y cajitas con botones. Varios patrones se agitaban a causa del aire que arrojaba el ventilador. Frau Fischer tiró una revista encima, pero el ángulo de uno de los patrones seguía moviéndose.

—Perdonen el desorden, estaba trabajando. Siéntense. ¿Les apetece un té?

Nan deshitaka? —preguntó Mochizuki.

—Si queremos tornar un té.

Ocha arimasu desukoya?

—¿Tiene usted té verde?

—Sí, por supuesto, ¿quiere té verde?

—Sí, gracias.

Nan deshitaka? —dijo Mochizuki bruscamente.

—Le he preguntado: «¿Tiene usted té verde?». Entonces ella me ha dicho: «Sí, por supuesto, ¿quiere usted té verde?». Y entonces yo le he contestado: «Sí, gracias».

—¡Ah! —exclamó Mochizuki y, a continuación, musitó para sí—: Hajimemasuyoka.

—Comencemos —tradujo Watanabe en tono suave, de timidez.

Frau Fischer puso agua a calentar. Por encima del hombro le preguntó en alemán a Bettina si quería tornar algo.

Ocha kudasai —respondió Bettina para no confundir más a Mochizuki.

Una vez que todos estuvieron sentados en el suelo alrededor de la mesa baja con las humeantes tazas de té ante ellos, frau Fischer anunció:

—Marcus Bopp.

—Sí. ¿Por qué no se puso usted en contacto con la policía con anterioridad? —inquirió Mochizuki, y Watanabe tradujo.

—Acabo de enterarme. No leo los periódicos, no veo la televisión, me enteré anteayer cuando me telefoneó su secretaria. Es terrible.

—Lo lamento —anunció Mochizuki en su inglés lento y pesado.

—Gracias.

Nan deshitaka?

—Ha dicho: «Gracias» —tradujo Watanabe.

Gaikokujin no eigo, wakaranaiyo —dijo Mochizuki con un suspiro.

—¿Qué ha dicho? —quiso saber frau Fischer.

—Que no entiende el inglés de muchos extranjeros.

—Idiota, eso no tienes que traducirlo.

—Oh, perdón.

—¿De qué están hablando? —inquirió frau Fischer.

—No tiene importancia. Dejémoslo estar. —En esta ocasión fue Watanabe quien suspiró.

—¿Era usted amiga de Marcus Bopp? —preguntó Mochizuki a través de Watanabe.

—Sí. Nos conocíamos de forma superficial. A veces salíamos juntos, a Ni-chome.

—¿Ni-chome, el barrio de los homosexuales? ¿Era Bopp homosexual?

—El barrio gay, sí. No, Marcus no era gay.

—¿Es usted…, hummm?

—No, se puede ir al barrio gay sin serlo.

—Eso ya lo sé. Así pues, ninguno de ustedes dos era gay.

—No. ¿Y usted? —Frau Fischer soltó una carcajada y miró a Bettina, que observaba alternativamente a unos y a otros como si estuviese aprendiendo una barbaridad con aquel interrogatorio.

—¿Yo?

—Sí, usted.

—No tengo por qué contestar a esa pregunta —sentenció Mochizuki.

—Ah, usted no y yo sí. ¿Así están las cosas? —comentó frau Fischer con calma.

—¿Tiene usted algo en contra de la policía o de este interrogatorio?

—No, pero no veo qué tienen que ver sus preguntas con el hecho de que el pobre Marcus haya sido asesinado.

—Eso ya lo decidiré yo.

—Eso ya lo decidiré yo —tradujo Watanabe.

—Me parece bien —respondió frau Fischer en tono sereno.

—¿Qué hacían ustedes en Ni-chome?

—Charlar, bailar, ir de copas.

—¿Drogas?

—Eso no se lo vaya contar a usted. ¿Cuánto te cae ahora por un par de gramos de hachís? ¿Cinco años?

—De modo que drogas también.

—¡Dios mío!

—¿Qué pasó la noche anterior a que Marcus fuese asesinado?

—Fuimos a Ni-chome como de costumbre. Salimos alrededor de las doce y estuvimos en tres bares. Primero el Tonoyama, después el SixtyNine y sobre las tres en el Zazai. Ahí nos despedimos. Marcus dijo que quería marcharse. Yo me quedé en Zazai porque estaba bailando y no me apetecía regresar a casa.

—¿Cómo lo recuerda tan bien? Han pasado seis meses y acaba de enterarse de que Marcus está muerto.

—El primero de marzo era mi cumpleaños. Marcus había pasado a recogerme. Me regaló una lagartija.

—¿Una lagartija?

—Sí, la había cazado por el camino. Le pusimos Liz, por Liz Taylor, ¿sabe? Lamentablemente, Liz murió hace un par de días.

—¿Y después fueron ustedes a ese bar?

—Después de haber improvisado un terrario para Liz, sí.

—¿Nunca se le ocurrió preguntarse si le habría ocurrido algo a Marcus? Al fin y al cabo pasó bastante tiempo sin que supiese nada de él.

—Bueno, ya sabe usted cómo son las cosas en Tokio: todo el mundo está muy ocupado, los amigos van y vienen. En ese aspecto ésta es una ciudad lamentable. No hay tiempo para los amigos. Aquí hay que trabajar mucho, señor —apoyó la mano sobre un montón de ropa—, si uno pretende pagar el alquiler. —Golpeó con la palma de la mano las esteras de tatami—. Y eso también valía para Marcus. Ya aparecerá un día u otro, pensé. Lo llamaba de vez en cuando, pero no contestaba.

Supuse que se habría ido de vacaciones a Tailandia, cosa que hacía a veces.

—¿A Tailandia?

—Sí.

Mochizuki alzó una mano en ademán autoritario para interrumpir la conversación y ordenó a Watanabe:

—Escribe.

Watanabe extrajo la libreta de su cartera y se dispuso a escribir con el lápiz.

—Ni-chome —dictó Mochizuki, y a frau Fischer—: ¿Cómo dijo usted que se llamaban los bares?

—Tonoyama, SixtyNine y Zazai.

Watanabe escribió.

—Una lagartija —prosiguió Mochizuki—. Escribe: lagartija. Y: Tailandia.

Mochizuki se volvió hacia frau Fischer y preguntó:

—¿Tenía Bopp amigos en esos bares?

—¿Amigos? Yo no los llamaría así. En esos lugares siempre te encuentras las mismas caras.

—¿Recuerda con quién habló Bopp esa noche?

—Déjeme pensar, ha pasado mucho tiempo. Sí, había un chico japonés en el SixtyNine. Se llama Tomo, es un chico simpático. En Zazai nos encontramos a Johnny, un bailarín irlandés, y a Raúl, un chico suramericano, no sé exactamente de dónde. Marcus estuvo un rato charlando con él.

—¿De qué hablaron? ¿Lo recuerda?

—Ni idea. Yo estaba bailando. Sólo los vi hablar.

—¿Cree usted que esas personas aún frecuentan los mismos bares?

—Seguro. Pero hace mucho tiempo que no voy a ninguno.

—¿Podría contarme alguna cosa más sobre Bopp? ¿Qué clase de hombre era?

—Era guapo. Tenía un rostro atractivo.

—Sí, sabemos cuál era su aspecto; contamos con fotos de él.

—Sí, ahora que lo dice yo también tengo una foto de él. Nos la hicimos con el disparador automático. —Se levantó, se puso a hurgar en un cajón y regresó con un álbum—. Es ésta.

En la foto aparecía Marcus Bopp rodeando a frau Fischer con el brazo. Los dos reían.

—¿De cuándo es?

—De enero, aproximadamente.

—¿Tiene más fotos de Bopp?

Frau Fischer frunció el ceño mientras buscaba en la caja de zapatos.

—Sí, aquí, la tomaron en la playa.

Mochizuki se inclinó sobre la foto. Bopp estaba sonriendo, con el torso desnudo y bronceado. Llevaba unas bermudas holgadas de colores, tenía el pelo mucho más largo que en la foto anterior y estaba más rubio a causa del sol.

—¿Quién sacó esta foto?

—No lo sé. Marcus me la dio en una ocasión. Creo que tenía un montón como ésta.

—¿Podemos llevamos las fotos?

—Por supuesto —contestó frau Fischer.

—Cuéntenos más cosas de él, por favor.

—Bueno, era simpático, no se tomaba las cosas muy en serio. Un poco solitario, como casi todo el mundo que vive y trabaja aquí, me refiero a los extranjeros. A veces decía que se sentía deprimido. Entonces se iba a Tailandia. Para recargar las pilas. Cuando regresaba se le veía otra vez contento y podía encarar la vida aquí, como decía. Ganaba mucho dinero. Trabajaba en sistemas de seguridad. Gastaba un montón. Cuando íbamos al Ni-chome siempre invitaba él.

—¿De qué hablaban cuando salían juntos?

—De nada en especial. Bromeábamos y decíamos tonterías. Comíamos y bebíamos. A veces charlábamos de literatura o teatro.

—Escribe —le dijo Mochizuki a Watanabe, que dio un respingo y se puso a hacer con rapidez lo que le decían.

—¿Permite usted que ese hombre traduzca y escriba a la vez? —inquirió frau Fischer dirigiéndose directamente a Mochizuki.

—¿Qué ha dicho?

Watanabe guardó silencio.

—¿Qué… ha… dicho?

—Mmm… nada.

—Quiero saber qué ha dicho.

—Ha dicho: «¿Permite usted que ese hombre traduzca y escriba a la vez?».

Mochizuki se encogió de hombros.

—Es mi ayudante —informó.

—Sí, ya lo veo —comentó frau Fischer—. ¡Vaya chollo!

Watanabe calló y Mochizuki no le pidió que tradujera esto último. Bettina esbozó una sonrisa. Y siguió mirando a unos y a otros con interés, como si estuviese presenciando un partido de tenis.

—¿Podría indicamos dónde sé encuentran los bares a los que fue con Marcus Bopp? —preguntó Mochizuki.

—Sí, por supuesto. Les haré un plano. Todos están en la misma zona. ¿Quiere que lo dibuje en su libreta?

—Sí, gracias —respondió Watanabe cortésmente, y le pasó la libreta y el lápiz.

—Vaya, vaya, vaya —musitó Mochizuki entre dientes una vez en la calle, y con gesto de desdén tiró al suelo el pañuelo que sostenía en la mano. El objeto doblado revoloteó en el sucio asfalto y Bettina pasó por encima de él—. Ahora tendremos que ir también a Ni-chome. Era lo último que nos faltaba.

Watanabe permaneció en silencio.

—Si usted quiere, puedo ir a los bares de gays —propuso Bettina en japonés, caminando detrás de Mochizuki.

—Ya hablaremos de eso más tarde, en el hotel —repuso Mochizuki mientras se volvía educadamente hacia ella.

—¿Se fijó usted en el póster que había en la pared de la casa de frau Fischer, el que reproducía una pintura del siglo XVII de una pareja con perros blancos a sus pies?

—No reparé en él —respondió Mochizuki, pero Watanabe hizo un gesto de asentimiento.

—Debajo del retrato ponía: «Báthory y Nádasdy». Báthory… ¿no era ésa la asesina de la Edad Media que Silva había descrito en su libro?

—Ni idea —masculló Mochizuki.

—Principios del XVI —le corrigió Watanabe.

—¿Qué?

—Erzsébet Báthory, Hungría, principios del siglo XVI —explicó Watanabe.

—Justamente acaba de salir un libro sobre Báthory —señaló Bettina—. ¿No es curioso?

JackFowell estaba sentado ante el escritorio de su habitación de hotel escribiendo. «Larry Maxwell», escribió. Subrayó el nombre un par de veces y continuó: «Hacía vídeos y vivía en un apartamento pequeño en el barrio de Yotsuya, en el centro de Tokio. Daba clases de inglés, trabajaba ocasionalmente como modelo para pintores y fotógrafos y con ello financiaba sus vídeos experimentales.

»Maxwell frecuentaba los bares bohemios donde solían ir otros artistas como él. Todos los clientes habituales de esos locales han sido interrogados por la policía.

»El cadáver de Maxwell fue hallado alrededor de las diez menos veinte por dos amas de casa justo delante del apartamento en que él vivía, en el jardín de una casa deshabitada. Las mitades del cuerpo estaban dispuestas de forma casi artística sobre unas piedras junto a un pequeño estanque. Sus órganos estaban al lado en un hoyo».

—El muy gracioso —dijo Fowell en voz alta para sí, y siguió escribiendo.

«La familia de Maxwell vive en Sydney. El apenas tenía contacto con ellos. Sus padres son dueños de un pequeño supermercado».

—Bueno, un supermercado —comentó Fowell con un deje de cinismo, y recordó la visita que había hecho a la nerviosa pareja que vivía en las afueras de Sydney antes de su partida hacia Tokio. Era una tiendecilla que olía a betún, y resultó que los viejos no estaban al corriente de las actividades de su hijo en Tokio.

Llamaron a la puerta.

Era una de las masajistas deshiatsu del hotel. Él le hizo una seña de que pasara. Ella se inclinó hacia él y le dijo algo. Después le indicó que se quitara la camisa y el pantalón y se tumbara en la cama. Se sentó en la curva de su espalda como si estuviese montando a caballo y puso los pulgares en el límite de su cráneo. A Fowell le dolían terriblemente los hombros y el cuello, que tenía entumecidos por haber estado tanto rato leyendo. Se había pasado todo el día manipulando los botones del aparato de aire acondicionado, programado según un meticuloso sistema, pero aquel chisme insistía en dejar la habitación o demasiado caliente y húmeda o demasiado fría y seca. Seguía irritado a causa de los informes de la policía japonesa y mareado con todos aquellos nombres nipones. Había cien personas implicadas en la investigación y se habían rastreado muchos metros cuadrados de terreno. Se habían hecho esquemas de cómo estaban organizados los equipos y quién era responsable de cada etapa de la pesquisa en cada uno de éstos. En la mayor parte de los casos había más de un responsable para una pequeña fase. Así, había grupos de tres personas, que como los demás recibían el nombre de Yamada, responsables de la limpieza de los rastrillos con los que se rastreaba el terreno. Como resultado de aquella búsqueda intensiva, sin embargo sólo se habían encontrado un par de minúsculos filamentos de unos guantes negros de cuero y cabellos rubios. Los guantes eran de la marca CiCi y se vendían a centenares en los grandes almacenes del mismo nombre. Los cabellos habían sido hallados en distintos lugares y después del análisis de ADN parecían pertenecer a la misma persona.

Era algo, pero no mucho. Los códigos de ADN de los cabellos serían de utilidad una vez que hubiesen encontrado al asesino, pensó Fowell, mientras la masajista le estiraba los lóbulos de las orejas.

Fowell volvió a pensar en las heridas que presentaban las víctimas y que podían apreciarse en las fotografías. Había estudiado éstas con minuciosidad y había llegado a la conclusión de que se las veían con un profesional. Los bordes eran prácticamente lisos. Se trataba de las incisiones más hermosas que jamás había visto. Le recordaban cuando en su casa, por Navidad, cortaban la carne sobre una gran tabla rodeada de un profundo canal para recoger la sangre. Fowell era un cazador entusiasta y le gustaba despedazar las presas. Tiempo atrás solía cazar canguros desde una camioneta con un grupo de amigos. Ellos mismos descuartizaban los animales y los asaban en una hoguera. Sonrió al recordarlo mientras la masajista presionaba sus corvas con los pulgares. A continuación, se puso de rodillas sobre los omóplatos y le dio masaje en la parte superior de la espalda con las manos y las rodillas a la vez. A Fowell le sorprendió la fuerza que demostraba tener aquella mujer de aspecto endeble. Sintió que el ligero mareo empezaba a remitir a medida que ella le trabajaba el pellejo del pescuezo. Le causaba dolor y placer al mismo tiempo. Dejó volar libremente sus pensamientos hacia Lucia Valenti, La masajista iba deslizándose lentamente hacia abajo con las rodillas a lo largo de la columna vertebral, y con las manos no paraba de estirar la piel hacia arriba. Las rodillas trazaban movimientos circulares, igual que una máquina pulidora. Fowell experimentó una sensación de relajación y sensualidad, como un león tendido al sol. Se desperezó y bostezó cuatro veces seguidas.

Good, good! —exclamó la masajista entre risas.

—Ya puede parar —le dijo Fowell en inglés. Con los lados de las manos, ella volvió a darle golpecitos en la espalda hacia abajo hasta los glúteos, y después le acarició la columna suavemente y en zigzag. Fowell sintió un escalofrío y se le puso la carne de gallina. La masajista se detuvo, sacudió las manos, se dirigió hasta la puerta e hizo una inclinación, mientras él se levantaba con dificultad y se estiraba junto a la cama. Llevaba los calzoncillos bajos en torno a las huesudas caderas. Se subió los calzoncillos. La pequeña mujer, cuyo traje pantalón de algodón era de un blanco impoluto, cruzó los brazos sobre el pecho, le dirigió una sonrisa cálida y educada, volvió a inclinarse y abandonó la habitación caminando hacia atrás.

—Gracias —gritó Fowell; la puerta ya estaba cerrada y la silenciosa mujer andaba por la mitad del pasillo con pasos cortos—. ¡Caray! —exclamó para sí, sacudiendo la cabeza con vehemencia al tiempo que cogía su pantalón—. ¡Vaya dama!

La «dama», que entretanto bajaba en el ascensor a una velocidad de treinta kilómetros por hora para recoger su paga en el vestíbulo, llegó a la conclusión de que Fowell se parecía a un viejo setter irlandés. La misma constitución huesuda, la misma piel suelta, el mismo bulto en la coronilla incipientemente calva, incluso el mismo color castaño rojizo. Se llevó una mano a la boca y rió por lo bajo. Las uñas finas, rosadas y en forma de concha relucieron en la luz amarillenta.

Fowell caminó con paso vacilante hacia los ascensores, sumido aún en una sensación de deleite. Permaneció por unos minutos en la caliente plaza que había delante del hotel, mirando alrededor, luego eligió un camino en dirección a Tamachidori pasando por debajo de la autopista y junto a los gruesos pilotes de hormigón, y vio el rótulo anaranjado del Kentucky Fried Chicken en la esquina. En la acera había una imagen del coronel Sanders, más grande que si fuese a tamaño natural. Fowell lo contempló divertido. La gran cabeza de plástico llevaba unas gafas de verdad, pero las patillas eran demasiado cortas, por lo que en vez de llegarle hasta las orejas desaparecían en unos agujeros practicados a los lados de la cabeza. Fowell apoyó los dedos sobre la corbata marrón oscuro de la figura, le dio un suave empujón y se encaminó, observado con curiosidad por un grupo de escolares uniformados, hacia la arcada decorada que constituía la entrada del animado barrio de Tamachidori.

«Tres kilos de bistec, un pavo, un trozo grande de atún y un cuchillo; un yanagi-ba —pensó Fowell mirando en torno—. ¿Dónde voy a encontrar todo eso?». Caminó hasta el final de la calle y descubrió una boca de metro.

Vio salir a gente con bolsas de plástico. «Cogeré el tren —decidió—; este barrio no es el adecuado». Bajó los escalones de dos en dos y advirtió con sorpresa que las personas que llevaban aquellas bolsas de plástico salían por una puerta de cristal que había a la entrada de la estación. Se coló con agilidad entre las puertas y avanzó con dificultad entre la multitud hacia una zona menos concurrida. Una vez allí, miró alrededor. Estaba en la sección de calzados de unos grandes almacenes. Percibió un olor a comestibles y siguiendo el rastro bajó por las escaleras mecánicas hasta un enorme supermercado. «Bingo», pensó cuando ya estaba a mitad de camino, y rápidamente localizó la carnicería.

El corte de carne expuesto era del mejor que Fowell jamás hubiese visto. Ya podía conseguirse en Australia para preparar el shabu shabu, que se había hecho muy popular. Las reses de las que procedían aquellos bistecs tan tiernos eran criadas con cerveza y recibían masajes a diario, como bien sabía Fowell. Eso hacía que la carne presentase finas vetas de grasa blanquecina que se deshacían en la lengua. La había probado en el hotel de Honululú, durante las reuniones previas a la composición del equipo internacional. La boca se le hizo agua al pensar en aquella carne tiernísima acompañada con una suave salsa de sésamo. Le hizo un gesto a la vendedora indicándole que quería toda la pieza. En la parada siguiente encontró el pavo y un poco más lejos una gran rodaja de atún. Sin pestañear ni sonrojarse se dejó en pocos minutos más de doscientos dólares en comida. Satisfecho, deambuló por el suelo de mármol del lujoso supermercado. Hacía una temperatura muy agradable y olía a pescado fresco y frutas. Se inclinó sobre una caja de madera que contenía dos melones. Eran de un amarillo casi fluorescente y estaban cubiertos por una redecilla blanca. Miró el precio: treinta mil yenes. «¡Joder!», exclamó en voz alta. Compró un paquete de hojas con aspecto de ortigas simplemente porque no sabía lo que eran, y luego, por la misma razón, una fruta anaranjada con forma de tomate. Después subió con prisas las escaleras mecánicas y desde su posición cada vez más alta miró la oferta de productos de cada planta.

Reparó en que las cajas registradoras estaban situadas en lugares muy poco estratégicos y que los artículos estaban esparcidos por todas partes al alcance de cualquiera. Entonces recordó haber oído que en Japón apenas se producían robos en los comercios. En una sección vio unos kimonos de seda colgados en barras, con bordados que representaban pájaros tropicales de colores con las alas completamente extendidas. Al llegar a la sección de artículos para el hogar abandonó las escaleras mecánicas. Encontró una pared cubierta de cuchillos japoneses y extrajo un papel del bolsillo. Con la vista aún puesta en el papel, y comparando, eligió un cuchillo. Era el yanagi-ba más largo que había. «Te estás pasando», pensó al comprobar el precio, pero aun así se dirigió con él a la caja más cercana. La cajera cogió con mucho cuidado el afiladísimo cuchillo y le dijo algo a su asistente, la chica que a su lado se encargaba de empaquetar los artículos. Ésta se marchó con el cuchillo y regresó con una caja de madera alargada. La abrió y la sostuvo en alto ante Fowell. En el interior de la caja, forrada con terciopelo morado, destellaba el yanagi-ba. La hoja presentaba unos caracteres profundamente grabados. El mango era de madera y estaba separado de la hoja por una elegante banda negra de un material muy parecido al cristal.

—Cinturón negro. Kendo. Cuarto dan —bromeó Fowell en inglés con la chica, haciendo ver que luchaba con una espada. Ella lo miró con cierta turbación, cerró la caja y empezó a envolverla con un papel con un motivo de marineros y nubes blancas. Fowell le indicó que no era necesario. Ella miró a aquel hombre que no paraba de gesticular, sonrió educadamente y continuó, imperturbable, con su artística tarea. Después de desistir de sus intentos, Fowell se limitó a observarla fascinado. Cuando el paquete estuvo envuelto y provisto de un detalle decorativo en forma de un abanico de cañas de bambú con una cinta roja, fue a parar a una bolsa de tosco papel grisáceo con las asas de cuerda, que la muchacha le entregó con una profunda reverencia.

De regreso en su habitación del hotel, Fowell llamó al servicio de habitaciones y pidió un mantel de plástico y una tabla de cortar carne, de tamaño grande. Todo aquello le fue entregado con presteza por un camarero que hizo como si no hubiese visto el trozo de carne y el pavo en la bolsa de plástico que había encima de la cama. Fowell cubrió el escritorio con el mantel de plástico, puso encima la tabla de cortar y fue trinchando la carne con el cuchillo. De vez en cuando echaba una ojeada a las fotos con los cuerpos mutilados de las víctimas, que estaban apoyadas contra el zócalo de la habitación. Meticulosamente, se puso a efectuar tajos con la punta del cuchillo y a continuación con toda la hoja. Hizo varios intentos. El resultado siempre era un corte irregular y escalonado. Realizó el mismo experimento con el ave y con el pescado. Cuando toda la carne estuvo dividida en pequeñas porciones esparcidas sobre la mesa, llamó a Mochizuki para que le enviase a un fotógrafo. Después de hacer que sacasen fotos de los trozos, Fowell volvió a llamar al servicio de habitaciones y ordenó al estoico chico que se los llevara. El camarero se comportó ahora como si se tratase del encargo más normal del mundo. Mientras limpiaba la mesa con un paño absorbente que poco a poco se iba tiñendo de un rojo intenso, Fowell permaneció en su asiento junto a la ventana y, mirando las fotos de vez en cuando, sacó de su envoltorio una de las hojas en forma de ortiga que había comprado en el supermercado. La estrujó entre los dedos y la olisqueó. Despedía un sorprendente aroma a frescor que era totalmente nuevo para él. Fowell se volvió hacia el camarero, sosteniendo en alto el paquetito con las hojas, y preguntó:

—¿Qué es esto?

Shiso —respondió el otro amistosamente, y añadió en inglés—: Una hierba japonesa. Muy buena.

Fowell asintió. Señaló la fruta que estaba sobre la mesilla de noche.

—¿Y esto?

Kakki. Japanese fruit.

Kakki y shiso —repitió Fowell.

Very good japanese —comentó el camarero como si estuviese hablando con un chiquillo.

—Sí, sí, vale —dijo Fowell señalando aquel desorden. El camarero fue metiendo la carne y el pescado por valor de doscientos dólares en una bolsa de basura.

—Llévatelo a casa —le propuso Fowell.

El camarero sacudió la cabeza.

Saishokushugisha.

—¿Perdón?

El camarero se quedó pensativo por unos instantes.

—No comer carne.

—Ah, vegetariano —exclamó Fowell.

Saishokushugisha —repitió lentamente el camarero luego de asentir.

—Olvídalo. No puedo pronunciarlo —sentenció Fowell, y acto seguido se puso en pie bruscamente—. No lo tires. Guárdalo en algún lugar fresco para que yo pueda disponer de ello más tarde.

Los japoneses tienen algunas especialidades indiscutibles, pensó Fowell. Construyen los mejores baños del mundo, son buenos masajistas y excelentes a la hora de manejar el cuchillo. El detective recordaba un documental sobre formas decorativas de cortar. Los chinos son buenos con las figuras caprichosas: cortan una zanahoria en forma de tocón con una ave rapaz encima, y los rábanos en forma de flores de loto. Los japoneses son sumamente diestros cuando se trata de obtener lanchas muy regulares y finas.

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