Sushi

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—Buenos días a todos —saludó Zhiqiang Li dando comienzo al desayuno de trabajo—. Empezaremos tomando la temperatura.

—Me siento angustiada —dijo Robynne Green.

—Excitado —apuntó Silva.

—Irritado —anunció Watanabe.

—Yo también me siento irritada —coincidió Zhiqiang.

—Tensa —admitió Lucia Valenti.

—Confusa —expresó Bettina Welt.

—Por fin he dormido un poco, así que me siento fresco —reconoció Fowell.

—Inseguro —dijo Croo.

—Impaciente —confesó Hogenelst.

—Gracias a todos —les comunicó Zhiqiang—. La pregunta de hoy es algo más íntima que la de ayer, y estáis en vuestro derecho a no contestarla si así lo preferís. Si no os importa mantendremos el mismo orden en el que estamos sentados ahora, en sentido contrario a las agujas del reloj, empezando por Robynne. Se trata de lo siguiente: describe uno de los momentos más mágicos de tu vida.

Hubo risas y cuchicheos.

—¿A qué se refiere con «mágico»?

—Me refiero a un momento muy especial que siempre te acompañará, un momento fascinante —explicó Zhiqiang Li.

Mochizuki se inclinó hacia Watanabe y le susurró algo al oído.

—Creo que ya lo entiendo —dijo, y esbozó una sonrisa franca.

—¿Querría empezar usted, Mochizuki-san, ya que parece tan animado? —inquirió Robynne Green.

Mochizuki asintió.

—Sí, recuerdo bien una mañana, hace mucho tiempo. Yo todavía era un niño. Con mi hermano nos habíamos escapado de casa, ya no me acuerdo por qué. Habíamos ido a las montañas y nos habíamos construido una cabaña entre los árboles con trozos de plástico y cañas de bambú, decididos a quedamos a vivir allí para siempre y no volver nunca más con nuestros padres. Aguantamos ahí toda una noche. A la mañana siguiente no quedaba gran cosa de nuestro entusiasmo. Habíamos pasado miedo y frío. Mi hermano se había quedado dormido en una postura extraña y yo había ido a sentarme delante de la cabaña y estaba observando un claro. Del suelo se alzaba una bruma blanca. De pronto, como salido de la nada, vi un joven ciervo justo delante de mí. Estaba jadeando y de sus ollares salían nubecillas de vapor. El ciervo y yo nos quedamos mirándonos a los ojos. Yo estaba paralizado de asombro. Sentía que el cuerpo me ardía. Súbitamente el animal dio un brinco y desapareció entre los árboles. Me deslicé hasta la cabaña, desperté a mi hermano y le dije que quería regresar a casa. Él asintió y me rodeó con un brazo. Así nos fuimos andando hasta nuestra granja, donde vimos a nuestra madre caminando arriba y abajo retorciéndose las manos. Aquella noche mi padre nos dio una buena paliza. —Guardó silencio por un instante, con la mirada perdida—. Jamás olvidaré la mirada de aquel ciervo. Era tan suave, tan suave.

—Una historia conmovedora, Mochizuki-san —admitió Zhiqiang Li—. De pronto parece usted distinto.

—¿A qué se refiere? —inquirió Mochizuki, recuperando su tono mordaz.

—Da igual —repuso Zhiqiang Li con un suspiro—. El siguiente por favor.

Todas las miradas se posaron en ella.

—Oh, me toca a mí —dijo—. Bien…, yo debía de tener unos cinco años cuando una tía mía, muy rica, me trajo de vacaciones a Japón para esquiar, a un lugar próximo a la ciudad de Nagano. Primero fuimos en avión, después cogimos el tren, a continuación el autobús y por último aún tuvimos que caminar cargadas con nuestras mochilas hasta el hotel, que quedaba en lo alto de la montaña. Era la primera vez que veía la nieve. Recuerdo las crestas de las montañas recortadas contra el cielo, ribeteadas con árboles negruzcos y pelados; parecía un dibujo hecho a plumilla. Al llegar al hotel me dieron un trineo con el que podía ir a jugar en un pequeño valle que quedaba justo delante del edificio. Sentí la nieve en mis manos desnudas y me la llevé a la boca. Apoyé la espalda contra el trineo y contemplé el cielo. Era de un azul intenso. Y de pronto, de aquel cielo azul, empezó a caer nieve. Aún no me explico cómo pudo pasar; eran copos grandes y densos, y estaban cayendo sobre mí. Fue mágico. A menudo pienso en ese instante. La gente asegura que es imposible que nieve con un cielo totalmente azul. Sin embargo, el recuerdo es tan vívido que no puedo creer que me lo haya inventado. Todavía se me pone la carne de gallina cuando lo recuerdo.

Zhiqiang Li se arremangó la blusa y se miró la piel del brazo. También Mochizuki se inclinó cortésmente para echar un vistazo.

—Ya ha pasado —observó Zhiqiang.

—Una vez estuve a punto de ahogarme en el mar —contó Lucia Valenti—. Fui con una amiga mía a una playa, al norte de Palermo, y nos adentramos demasiado en el agua. De pronto me di cuenta de que ya no tocaba fondo. Cuando miré hacia la orilla, ésta me pareció muy lejana. Las toallas donde la gente estaba estirada me parecían del tamaño de los sellos. Después debí de perder el conocimiento por unos instantes, porque de pronto vi a mujeres corriendo. Había miles de ellas, y sus cabellos, largos y ondulados, se agitaban al mismo tiempo. Alcé la mirada como si estuviese flotando. Era maravilloso contemplar aquellos cabellos. Entonces vomité. Yacía junto a mi amiga en la cubierta de una chalupa. Los pescadores nos habían visto y se habían acercado a recogemos. Uno de ellos me acompañó a casa. Mi madre se puso furiosa y empezó a pegarme con tanta saña que el pescador tuvo que ponerse entre las dos. También mi amiga recibió lo suyo. Aquellos cabellos, aquellos hermosos cabellos…, jamás los olvidaré.

—¡Dios santo! —exclamó Jack Fowell—. Una vez estuve colgado de un trozo de cuerda elástica, y salté de un puente cerca de Sydney. Un amigo me había asegurado que se te salían los pulmones por la boca de tanto gritar. Costaba cien dólares, pero vaya sensación. Indescriptible. Grité sí, pero lo más liberador del salto no fue aquello, sino la caída. ¿Cómo podría describirla? El mundo entero pareció ceder ante mí. Jamás me he atrevido a repetir la experiencia, pero fue fantástico. Fantástico —repitió Fowell, exaltado, al círculo de personas que lo observaban.

—Antes yo era muy gorda —confesó Bettina Welt—. En la adolescencia empecé a acumular kilos de más. Un buen día, cuando ya había cumplido veinte años, me harté de verme gorda y fea y de sentirme incómoda. Comencé a cambiar mis hábitos alimentarios, a hacer deporte y a practicar ejercicios de respiración. Fue increíble cómo mejoré con aquello. Los momentos mágicos se sucedieron uno tras otro: cuando vi que se me marcaban los huesos de la clavícula; cuando la ropa me quedó grande; cuando pude respirar tan profundamente que parecía como si fuese a elevarme del suelo; cuando me probé un bikini y vi que me sentaba bien, incluso a la luz del fluorescente del probador; cuando descubrí que podía correr… Fue extraordinaria la rapidez con la que sucedió todo aquello. Sigo haciendo media hora de ejercicio a diario.

—Tienes que contarme más cosas sobre eso —le pidió Silva.

—De acuerdo.

—Una vez vi un loco en París —empezó a contar Bertus Hogenelst—. Iba vestido con harapos y hablaba consigo mismo en la plaza que hay delante del Palacio de Justicia. Yo estaba sentado en un banco a unos cincuenta metros de distancia, observándolo. Estiró los brazos a los lados del cuerpo y decenas de gorriones fueron a revolotear alrededor de su cabeza y se posaron en sus brazos. Él se puso a hablarles, y los pájaros se quedaron donde estaban, lo cual resulta muy inusual tratándose de gorriones. Batían las alas en el aire con rapidez, como si fuesen mariposas. Fue muy curioso. Bueno, duró un minuto, creo. Jamás me lo he podido explicar.

—Un año, cuando iba al parvulario, me regalaron una bandeja metálica por Navidad —recordó Marc Croo—. Era un «regalo de niñas», y sigo sin comprender por qué decidieron hacerme semejante regalo, precisamente a mí. Lloré de frustración. Los otros niños tenían cochecitos o grúas mecánicas, y me sentía profundamente avergonzado. Con todo también me sentía secretamente contento. La bandeja era de un color rojo vivo y tenía ilustraciones de animales. Desde mi cama solía pasarme horas mirándola. Me encantaban aquellos dibujos. Aún recuerdo perfectamente cómo se iban alternando y solapando en mi interior las sensaciones de vergüenza, humillación y alegría a la vista de la belleza de aquellas ilustraciones en aquel fondo de un rojo intenso.

—No te has sonrojado —señaló Robynne Green en tono malicioso.

Marc Croo se sonrojó.

—Me encontraba en la cima de una montaña, en las Rocosas —rememoró Robynne—. Tenía dieciséis años. Un amigo y yo nos habíamos pasado todo el día escalando para alcanzar la cumbre. Contemplamos el paisaje por encima de las nubes en las que despuntaban los picos de las montañas. A nuestros pies había un precipicio. Sentí la imperiosa necesidad de saltar, y de hecho me incliné peligrosamente hacia delante. Mi amigo me retuvo justo a tiempo. Rendidos por la fatiga, descendimos hasta un refugio. Mi amigo quiso saber por qué de pronto había querido saltar, pero eso es algo para lo que aún no he encontrado respuesta. De pronto se apoderó de mí un irresistible sentimiento de poder.

—En una ocasión estuve a las puertas de la muerte —declaró Silva en voz alta, rompiendo el silencio que siguió al relato de Robynne—. Hace nueve años sufrí un infarto cerebral. La mitad de mi cuerpo quedó paralizada, y también me fallaba la vista. Tuve que llevar gafas de prisma. Después de que me trasladaran en ambulancia hasta el hospital, me hicieron un escáner y me metieron en una especie de tienda de campaña, conectado a un montón de tubos y aparatos. Yo sabía exactamente lo que me sucedía, pero no podía articular palabra. Era como si estuviese prisionero dentro de mi propio cuerpo. Me invadió el pánico. Después me quedé dormido, o quizá perdí el conocimiento. Soñé que flotaba en el aire, ingrávido, con los brazos extendidos. Con un hilo largo y blanco que se mecía al viento y que surgía de mi ombligo y me mantenía firmemente sujeto al vientre de una escafandra que se hallaba en el suelo, a mucha distancia de mí. Yo realizaba vuelos en picado sobre el traje. Al principio erré un par de veces y pasé volando justo al lado. Finalmente me colé dentro. Me embargó una sensación desagradable, fría y húmeda. Cuando desperté seguía sintiendo mi cuerpo como si fuese de goma. Aquella extraña sensación tardó meses en desaparecer por completo. Pero aún recuerdo el vuelo; fue fascinante. —Con una inclinación de la cabeza dio a entender que su relato había concluido. Acabaron de comer en silencio.

—Es curioso —comentó Robynne Green—. Casi todas estas historias tienen que ver con la naturaleza.

—Sí —convino Bertus—. Es gracioso.

—A mí me ha parecido muy interesante —dijo Silva entre risas.

Zhiqiang Li golpeó la mesa con la palma de la mano y anunció:

—Sí, ha valido la pena. Os espero esta tarde, a la dos, en esta misma sala para hacer una evaluación. Muchas gracias.

El equipo se puso en pie ruidosamente, charlando y riendo, pero antes de que nadie hubiese alcanzado la puerta que daba al pasillo, el ambiente distendido se disipó y la tensión empezó a apoderarse nuevamente de todos ellos. Valenti estaba pálida como un cadáver, Mochizuki caminaba con paso vacilante, Silva seguía con la mano sobre el corazón, a Robynne Green le temblaba ligeramente el ojo izquierdo, a Bettina Welt se le agolpaban gotas de sudor sobre el labio superior, Bertus Hogenelst y Marc Croo salieron precipitadamente hacia los lavabos… Todos los miembros del equipo se dispersaron por los pasillos y ascensores. Zhiqiang Li permaneció en mitad del comedor, observándolos. El equipo disponía de pocos indicios, pensó. Sólo Yvonne Lacoste, Yukiko Inoue y Watanabe se sentían bien, y ello porque tenían funciones específicas: traducir y pasar a máquina informes, buscar información, dibujar planos, ocuparse de que reinase el orden en el flujo de información. Los otros trabajaban con una enorme inseguridad; aún no sabían lo que estaban buscando. Ignoraban que ya se había seleccionado un nuevo equipo que por el momento permanecía a la espera por si se daba el caso de que no consiguieran atrapar al asesino.

Bettina Welt había superado la humillación de los primeros días gracias a una actividad febril. Las paredes de su habitación estaban más cubiertas de fotos que las de Bertus Hogenelst, si es que eso era posible. La habitación entera —la cama, el escritorio, el suelo y las sillas— se encontraba sembrada de carpetas en las que Bettina había garabateado los títulos con rotulador y, en ocasiones, hasta con lápiz de labios. La puerta del cuarto de baño estaba un poco entreabierta. Había prendas de vestir, toallas y un par de zapatos de pares desparejados desparramados por ahí. Bettina estaba en el suelo, haciendo ejercicios abdominales y mirando las fotos.

Había ido a los archivos que se hallaban en el despacho de Yvonne y Yukiko en busca de cuanto material visual hubiese disponible sobre el caso. Así había encontrado un par de fotos que no estaban incluidas en los informes repartidos a todos los miembros del equipo internacional. Se había llevado a su habitación las carpetas en que se hallaban estas fotos y se había pasado toda la mañana estudiándolas. Una era de Hendrik Mechanicus y había sido facilitada por la familia japonesa con la que vivía. Se trataba de una instantánea tomada en el barrio de Harajuku, según había averiguado Mochizuki. Mechanicus estaba en mitad de la calle con aire despreocupado, las manos a los costados del cuerpo, un poco inclinado sobre una pierna y sonriendo forzadamente a la cámara. Se desconocía quién había tomado aquella foto. Al lado había colgada otra fotografía de Marcus Bopp que Mochizuki le había pedido a frau Fischer. Bopp aparecía bronceado en la playa, en la misma pose que Hendrik Mechanicus. No se sabía quién había sacado la foto. Según los informes el lugar era Kamakura. También estaban las tres fotos que Bopp se hizo junto con frau Fischer. Los dos ponían muecas graciosas ante la cámara. Había una serie de instantáneas de Irina Skoynich hechas por su novio Morio Abe en 1994 en el estudio de ella. Eran ocho fotografías artísticas en color en papel satinado y de formato irregular y alargado: retratos en los que Irina estaba envuelta en su chal de colores posando delante de sus cuadros. El rostro teñido de tonos pastel aparecía enmarcado por un fondo silvestre y expresionista y ella descansaba, como si de un objeto más se tratase, medio reclinada, medio erguida o de lado en los suaves pliegues de la tela de su chal. Los ojos y la boca distendidos. Al parecer Abe había sacado aquellas fotografías cuando las cosas todavía iban bien entre ellos. «Son las típicas fotos que haría un amante», pensó Bettina, y se levantó del suelo para observadas de más cerca.

Había una serie de instantáneas de Jacob Parker durante una fiesta navideña para los niños que había tenido lugar en la Academia Harvard. Las fotos habían sido hechas la tarde del primer día de Navidad de 1996. En la pizarra, escrito con tiza, se leía: «Children’s English Class». Parker llevaba un traje a rayas y una máscara de Freddy Kruger. Los niños llevaban máscaras de Disney. Detrás, en la sala, había un árbol de Navidad iluminado. Eran fotos raras en las que el hombre grande y enmascarado se elevaba groseramente sobre los esbeltos niños japoneses. En una de ellas éstos aparecían cantando mientras Parker marcaba el ritmo con lo que parecía una porra de goma que tenía una lucecita anaranjada en la punta. Bettina Welt sintió un escalofrío. «Vaya una escuela», pensó; al tal Parker no le faltaba sentido del humor. Silbó una musiquilla entre dientes. Irina casi siempre llevaba puesto el chal, observó. «Vamos a ver si encontramos algo sobre el chal», se dijo. Rebuscó con impaciencia por las carpetas que había esparcidas por el suelo y sobre la mesa. «Skoynich, Skoynich», musitaba. Sacó una carpeta de debajo de un montón de papeles que había sobre la cama y hojeó el contenido. La ropa de la víctima: pantalón, blusa, chaqueta…, chal. Tamaño de éste: 200 x 100 cm. Material: seda. Color: anaranjado, amarillento y marrón. Marca: Kenzo. Lugar donde posiblemente fue adquirido: ¿…? Particularidades: olía a un perfume de la marca Estér Lauder: White Linen. Perfume comprado por Abe en los grandes almacenes Mitsukoshi, de Ikebukuro. La víctima tenía dos chales idénticos. Siempre llevaba puesto uno de ellos.

«Bueno, ahí sí tenemos algo», pensó Bettina. Tiró la carpeta con los papeles al suelo, junto a las otras. «¡Mierda!», masculló. La carpeta se deslizó por la moqueta y fue a dar contra otro montón de carpetas. Las de arriba resbalaron y cayeron abiertas boca abajo, y el contenido se esparció contra el zócalo. «¡Vaya!», exclamó Bettina y con la punta del zapato le dio una ligera patada. Se agachó para recoger el contenido y volver a meterlo bruscamente en su sitio. Era demasiado resbaladizo, y el montón volvió a desmoronarse. Suspirando, Bettina se puso en cuclillas y empezó a recoger los papeles de forma desordenada. Puso toda la pila sobre la cama, entre las carpetas abiertas, y empezó a ordenarlas con impaciencia. Poco a poco sus movimientos se hicieron más lentos y prudentes. Se detenía a leer algunas cosas, observaba esquemas y dibujos. «Eh, otra, más», exclamó entusiasmada para sí. Y luego añadió: «Ésta aún no la había visto». Wackwitz aparecía sentado, a todas luces posando, en una gran terraza delante de un café. Tenía un brazo apoyado sobre la mesa y la otra mano alzada a la altura de la cabeza, haciendo la señal de la victoria. Wackwitz reía forzadamente, con los labios rígidos, como si estuviese diciendo «whisky» para la foto. En el dorso de la fotografía había un post-it en el que aparecía escrito un texto: «Autor: desconocido. Lugar: Roppongi, café Red Hat».

Las mejores instantáneas habían sido hechas en Japón, pensó Bettina mientras sacaba del bolso un rollo de cinta adhesiva. Como tenía las uñas muy cortas estuvo un buen rato rascando el extremo de la cinta, maldiciendo de vez en cuando. Finalmente cortó cuatro trozos con los dientes, arrojó uno a la papelera y pegó la foto en el papel plastificado de color beige. La cinta adhesiva se despegaba. Bettina la fijó con el dedo varias veces. Se habían hecho arrugas, pero al menos se mantenía en su sitio. Bettina se sentó en la cama y miró con atención todas las imágenes. Escudriñó las fotos de carné ampliadas y las fotografías de los cadáveres de las víctimas. Estaba hastiada de ellas; pero debajo, justo encima de la mesa, había unas cuantas interesantes. Ala izquierda de la serie en que Irina aparecía con las pinturas, se hallaban las instantáneas de Hendrik Mechanicus y Marcus Bopp. A continuación venían la serie navideña de horror de Parker y la serie de caras divertidas con frau Fischer, y en último lugar estaba la foto de Ian Wackwitz. Las fotos de Mechanicus, Bopp y Wackwitz tenían formatos distintos, pero todas ellas parecían obra de un aficionado. Bettina alcanzó el teléfono de debajo de la cama y marcó el número de la oficina.

—¡Yukiko! ¿Estás segura de que no hay negativos de las fotos de Wackwitz y Mechanicus? —preguntó. Mientras esperaba una respuesta encendió un cigarrillo que extrajo de un paquete arrugado e intentó, condicionada por un cable de teléfono demasiado corto, buscar un cenicero por la habitación. Resignada, volvió a sentarse y tiró la ceniza en la palma de su mano.

—¿No? Bueno, era de esperar. Hay que averiguar dónde fueron reveladas… ¡Qué pena! No, déjalo. Adiós, hasta luego.

Se levantó, cogió el cenicero de la mesilla de noche, dejó caer en él las cenizas y se aproximó a la pared con el cenicero en una mano y el cigarrillo encendido en la otra. Estudió las fotos muy de cerca. Estaban tomadas por un japonés, decidió. O por un asiático en cualquier caso. Los europeos y los americanos siempre buscaban una cierta naturalidad en sus fotos, mientras que los asiáticos eran célebres (tristemente célebres) por sus poses forzadas. ¿Cómo podría averiguar quién las había tomado? Las personas que las habían entregado a la policía (la familia con la que Mechanicus vivía y frau Fischer) no lo sabían. La de Wackwitz la habían encontrado en su apartamento. «Espera un momento…». Apagó el cigarrillo, puso el cenicero encima de una silla y cogió las fotos de la pared. Las examinó a través de una lente de aumento gigante. Las metió en una carpeta vacía y salió a toda prisa de la habitación.

Sería interesante, y eso era quedarse corta, que las fotos hubiesen sido tomadas por la misma persona, pensó mientras corría, nerviosa, por el pasillo.

—Qué digo: resultaría clave para la investigación —susurró en alemán al ritmo de sus pasos rápidos.

Tropezó con Lucia Valenti, que le dijo:

—¿Sabías que han aparecido videojuegos de los Asesinatos del Pescado? Hay una consola con la que puedes conectarte desde tu televisor. Luego haré una demostración en la sala de reuniones pequeña.

Siguieron andando y adelantaron a Fowell, que iba en la misma dirección y silbó entre dientes al verlas.

—Pelmazo —murmuró Lucia.

—Baboso —susurró Bettina.

—Gorila —agregó Lucia.

—Oso —añadió Bettina Welt, y las dos entraron riéndose en la sala de reuniones.

Lucia Valenti fue a sentarse con las piernas cruzadas delante de un televisor que estaba en el suelo. Se puso a manipular con destreza un trozo de plástico reniforme con botones de color verde pistacho. Los miembros del equipo fueron entrando en la sala con cuentagotas y se colocaron detrás de ella. En la pantalla aparecía un universo oscuro lleno de estrellas y planetas, en el que la imagen de un yanagi-ba iba aumentando de tamaño. También se oían sonidos de latigazos. Una mano musculosa con las venas muy abultadas apareció debajo. Con un fuerte chasquido electrónico, el cuchillo fue a parar a la mano al tiempo que en pantalla surgía un personaje rubio con pinta de ario y una nariz singularmente larga. Ágilmente enfundó el cuchillo en una vaina de piel que llevaba en las botas vaqueras, en las que desaparecían sus musculosas y velludas piernas desnudas. Llevaba unos tejanos deshilachados cortados por la mitad de los muslos. Mientras Lucia Valenti iba apretando los botones al tiempo que ladeaba el cuerpo ora hacia la izquierda ora hacia la derecha, el asesino de la pantalla se adentraba amenazador en un laberinto de calles tridimensional, silbando la Séptima Sinfonía de Beethoven. Su holgada camisa era de color verde brillante y la pistolera de sus botas despedía destellos plateados. En los rincones de la pantalla aparecían unos textos rosados que se acercaban a la imagen y se superponían a ella.

Help police in Tokio

Hill Kill

Have a nice time catching Kill

Take care not get kill

—Un inglés fantástico —gritó Lucia por encima del ruido.

Con habilidad y torpeza a la vez, el ario de la pantalla golpeó con el cuchillo los textos, que desaparecieron con un ruido sordo convertidos en rayos dorados. Entretanto, las estrechas callejuelas del laberinto se habían poblado de rubias narigudas de ojos redondos y hombros fornidos, ataviadas con faldas acampanadas y ropas de colores llamativos que se agitaban, al igual que los cabellos, con la corriente de aire digital.

Detrás de unas vallas de madera había unos agentes de policía agazapados, con uniforme azul. En la parte superior de la pantalla el jugador podía elegir su arma entre un auténtico arsenal. Lucia envió a una de las figuras agazapadas en busca de un bazuka y a otra por una estrella ninja. Acto seguido, en la pantalla se produjo una confusión de destellos de cuchillos, explosiones, silbidos de balas e incendios. Lucia extinguía fuegos, atrapaba, lanzaba espadas y quitaba cadáveres de en medio. El propósito era cercar al asesino antes de que éste atacara de nuevo. Con los hombros hacia delante, mientras conducía un coche imaginario, Lucia Valenti gruñía y de vez en cuando lanzaba un grito.

—¡Dios Santo! —exclamó Fowell cuando Mochizuki puso un punto y final inesperado al espectáculo dándole un tirón al cable.

—Los realizadores del juego están convencidos de que el asesino es un extranjero —observó Lucia Valen ti—. Me gustaría saber por qué.

—Entonces visitemos a esos realizadores, Valenti-san —propuso Mochizuki—. Lo haremos ahora mismo. Venga conmigo.

Lucia Valenti asintió y juntos abandonaron la estancia.

—Eso le habrá gustado al muy asqueroso —comentó Fowell, y miró alrededor riendo.

—Ya basta, señor Fowell —le espetó Bertus Hogenelst. Robynne Green lo miró sorprendida por el tono severo que había empleado. Bettina Welt fue detrás de Mochizuki y le dio la carpeta con las fotografías. Mochizuki, a su vez, se la pasó a Lucia Valenti para que la guardase en su bolso.

—No te olvides de dejarlas en el laboratorio —le recordó Bettina a Lucia.

Mochizuki dio un empellón a Lucia Valenti con su barriga prominente al entrar en el abarrotado tren que los llevaría a Shimokitazawa. Él, por su parte, recibió un solícito rodillazo en la espalda por parte de uno de los encargados de empujar a la gente dentro de los vagones. Aún quedó sitio para un joven con su flamante atuendo punki. Las puertas se cerraron con un siseo y le pillaron las puntas encrespadas y anaranjadas del pelo. El chico esperó estoicamente hasta la siguiente parada para verse liberado. Nadie le prestó la menor atención. Algunos viajeros dormitaban cogidos de las correas que colgaban del techo, apoyados en sus compañeros de viaje, mientras que otros iban leyendo libros diminutos atenta e imperturbablemente. El continuo traqueteo del tren se veía superado por la reverberación metálica de los auriculares mal ajustados de los walkmans. De pronto, Lucia intentó contener una carcajada con todas sus fuerzas. Mochizuki la miró con expresión de sorpresa.

—Hormona —comentó ella—. ¿Por qué se llamará Hormona esa empresa?

Mochizuki se encogió de hombros y reanudó su aburrida observación por encima de las cabezas de los viajeros que abarrotaban el vagón. Abandonaron el tren a trompicones en Shimokitazawa. Debajo de las escaleras de la estación, Mochizuki se puso a estudiar el mapa del barrio mientras Lucia Valenti intentaba contener un nuevo ataque de risa histérica. Desvalida, fue siguiendo a Mochizuki por una maraña de callejuelas bordeadas de jardines separados por bloques de hormigón. Sus tacones rozaban el agrietado macadán. De vez en cuando se cruzaban con algún transeúnte silencioso que andaba con paso resuelto. Un niño saltaba de un lado al otro de una goma elástica atada transversalmente en la calle. Tuvieron que agacharse para pasar por debajo de ella. El aire era como la miel caliente.

—Esto parece un videojuego —comentó Lucia, crispada.

Mochizuki hizo un gesto de asentimiento, tan educado como indiferente.

—Aquí es —anunció delante de un pequeño edificio construido con bloques de hormigón cuya puerta era azul—: Hormona.

Lucia soltó una carcajada.

—Usted se encarga de hablar.

Lucia asintió. Mochizuki pulsó el timbre de cobre. Un hombre joven enfundado en un traje de Armani y con una dentadura regular les abrió la puerta y les hizo una reverencia. Cuando estuvo sentado frente a ellos, su cabeza quedó enmarcada por el logotipo de la empresa que, a modo de aureola, estaba detrás de él en la pared: ¡HORMONA! PARA UNA VIDA BELLA Y PLACENTERA, rezaba en inglés. Lucia Valenti se concentró en las puntas levantadas de la solapa del traje púrpura del hombre, que se había presentado como Saito. Una silenciosa secretaria con las piernas enfundadas en medias de nailon les trajo el té. Lucia sopló con placer sobre la verde y humeante infusión. Cogía la taza con ambas manos, como si quisiera calentárselas.

—¿Gustar té japonés? —inquirió Saito en un inglés balbuceante, y se echó a reír, dejando al descubierto su impresionante prótesis.

—Puede usted hablar japonés —anunció ella, algo más sosegada por el té caliente.

—En el videojuego Los Asesinatos del Pescado ha presentado usted al asesino como un gaijin rubio —observó Mochizuki con gravedad—. ¿Tenía usted alguna razón para hacerlo?

Saito asintió con la misma gravedad.

—Cada detalle del juego ha sido estudiado. ¿Se han fijado en que las calles que aparecen, al igual que las de Tokio, forman laberintos alrededor de un centro vacío donde antiguamente estaban situadas las residencias de los señores? Esos puntos centrales vacíos están protegidos por francotiradores. Utilizan proyectiles de bambú en forma de estrella a los que les ponen plomo en las puntas y llenan de un veneno mortal. Se trata de un aspecto histórico, instructivo para el usuario joven. Para el perfil del asesino nos hemos basado en un modelo sociológico occidental. Es un modelo en el que hay distintos grados. Afirma que las aspiraciones humanas siempre se desarrollan en función de los mismos patrones. En primer lugar hay una necesidad de alimentarse, y después de conseguir cobijo. Una vez que éstas han sido satisfechas, le toca el turno al deseo sexual y la necesidad afectiva, y, en último término, y ésta es la fase más compleja, se produce el ansia de respeto, poder y gloria.

—La teoría de Maslows —apuntó Lucia—, la jerarquía de las necesidades.

—Correcto, Valenti-san. —La prótesis sonrió—. En sociología también hay otra teoría que trata de la gloria en oposición el sacrificio.

—¿Wilson?

—Correcto otra vez, Valenti-san.

—Soy socióloga.

—Entonces sabrá que en Occidente impera una cultura de gloria individual, mientras que en el Lejano Oriente existe una cultura de la colectividad, a la que el individuo está supeditado. Nosotros preferimos ser pequeños budas que estrellas. Un asesino en serie depende en gran medida del deseo de gloria individual. Así pues, debe de tratarse de un occidental —concluyó la dentadura con regocijo.

—Ése es un planteamiento ingenuo y simplista —afirmó Lucia, y Mochizuki la miró asombrado con el rabillo del ojo—. ¿Hay también alguna razón por la que han decidido que el asesino sea de sexo masculino?

—Por supuesto —repuso Saito con firmeza—. Nuestro equipo ha pensado en todo a la hora de crear Los Asesinatos del Pescado. El público al que queremos llegar prefiere que sea un hombre. En estos momentos se ha puesto de moda entre los intelectuales el libro Condesa Drácula, de Tony Thome, que trata sobre una asesina, Erzsébet Báthory. No queríamos tomar esa línea, y para impedir que se crease una clara asociación con nosotros, nos decidimos por un hombre.

—¿No se están dejando llevar por los estereotipos?

Saito se echó a reír.

—Somos una empresa, no una institución educativa. Nuestro objetivo es obtener beneficios. Sin embargo, y en la medida de nuestras posibilidades, intentamos darle a nuestro material un cariz educativo.

—Entonces tiene usted que hacer que revisen el inglés —puntualizó Lucia.

—¿Y eso?

—Está plagado de errores.

Jinglish —exclamó Saito entre risas.

—¿Cómo dice?

Japanese-English, eso es lo que los japoneses realmente quieren.

Mochizuki asintió con gesto aprobador.

—Así al menos podemos entenderlo —confesó.

Fuera, en el calor reverberante, el niño seguía saltando sobre la goma elástica.

—Le diré a Bettina que he visto a un niño —comentó Lucia.

—¿Por qué? —preguntó Mochizuki, intrigado.

—Me dijo que echaba de menos ver a los niños. Por los alrededores del hotel no se ve a ninguno —explicó.

—Ah —musitó Mochizuki vagamente.

Lucia se detuvo en seco y se llevó la mano a la boca.

—¡Mochizuki-san!

—¿Qué?

—He perdido la carpeta de Bettina con las fotos en el vagón del tren.

Maaaah, shinjirarenai! —masculló Mochizuki, y el rostro empezó a cubrírsele de sudor. Se puso a caminar a grandes zancadas delante de Lucia como si ella hubiese dejado de existir. Tomaron el tren en silencio, esquivando con habilidad la ingente masa que llenaba los andenes. Sin abrir la boca, ambos se hallaron comprimidos frente a frente en el tren, mirando los ocres y las sombras de la ciudad que destellaban al pasar. Mochizuki se enjugaba el rostro con un impecable pañuelo doblado.

En la recepción de un vestíbulo de frío hormigón, el policía se identificó con brusquedad y de inmediato ambos fueron autorizados a revisar los estantes donde estaban los «objetos perdidos del día». En unas estanterías metálicas había hileras de ordenadores portátiles. Colgados en una pared, miles de paraguas. A continuación vieron nueve vestidos de baile, colocados escrupulosamente en unas perchas, y junto a ellos, suspendido de un clavo, algo que parecía un icono medieval. Lucia soltó un grito. En un enmohecido recipiente de vidrio había un pequeño cocodrilo al borde de la asfixia. Mochizuki tomó a Lucia del brazo y la arrastró hasta la sección de bolsos extraviados, que estaban ordenados según su color y tamaño.

—¡Busque! —le ordenó.

Lucia sacó el primero de una kilométrica fila de bolsos negros alineados en una estantería de madera.

En el hotel, la línea telefónica habilitada para recabar información empezaba a dar resultados. El dueño de una tienda de baratijas creía haber encontrado una foto de Larry Maxwell. Lo había reconocido por las fotografías publicadas en los periódicos. Enviaron a Fowell y le pidieron a Watanabe que lo acompañase por si tenía que traducir. Eran las once y media cuando tomaron el tren hacia Kijijoji. Incómodos y cansados, se sentaron el uno junto al otro. Fowell tenía unas profundas ojeras. Watanabe miraba fijamente al frente. Cada dos o tres minutos desviaba fugazmente la mirada hacia el perfil de Fowell enfurruñado. El vagón estaba lleno de colegiales uniformados, los chicos estrictamente separados de las chicas. Éstas, que se dejaban caer contra las barras verticales cromadas, iniciaron de pronto una singular ceremonia: se sentaron en el suelo encima de sus carteras, se quitaron los mocasines y a continuación hicieron lo propio con sus blancos calcetines. Algunas de las niñas que iban sentadas en los bancos, conversando, siguieron su ejemplo como si se tratase de la cosa más normal del mundo. Los chicos las observaban con expresión de aburrimiento. Fowell percibió el olor de treinta pares de pies adolescentes. De las carteras surgieron unos calcetines largos, anchos y blancos. Fowell observaba aquel espectáculo con cierta incomodidad. Sentado junto a él y sin decir palabra, Watanabe seguía mirándose los zapatos.

—¿Se puede saber qué diablos están haciendo? —inquirió Fowell.

—¡Oh! Es la última moda —le explicó Watanabe, muy serio—. Las llaman polainas. Como en el colegio no les permiten llevarlas, se las ponen ahora. Por la mañana pasará lo contrario: reemplazarán las polainas por los impecables calcetines del uniforme. La compañía ferroviaria se dispone a tomar medidas al respecto. Dentro de poco estará prohibido, lo mismo que llevar PHS en el tren.

—¿PHS? —inquirió Fowell, con la vista puesta en las chiquillas.

Personal Handy Systems —respondió Watanabe—. Teléfonos móviles, de esos pequeñísimos y de colores chillones. Cada adolescente que se precie tiene uno. Provocan interferencias en las redes de comunicación de los ferrocarriles. Y esos calcetines, apestan. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el grupo de niñas sentadas en el suelo. Una vez subidos hasta la pantorrilla, los calcetines se doblaban por la mitad y luego se hacía otro doblez en dirección al zapato. Ahí las «polainas» caían sobre los pies con grandes pliegues. El borde del calcetín se pegaba por debajo de la rodilla con pegamento de barra directamente sobre la piel. Las niñas manejaban sus barras de pegamento como las mujeres las de labios: con destreza, rapidez y, por un breve instante, absortas en sí mismas.

—Es increíble —murmuró Fowell.

Watanabe no hizo ningún comentario y observó aquel trajín con rostro impasible.

Fowell se apeó del tren mirando aún hacia atrás y siguiendo a Watanabe, que había acelerado el paso.

—¿Qué significa ese carácter? —Fowell señaló hacia el panel que había encima de la salida de la estación—. Parece un oso sentado y un cuadrado.

—Salida —respondió Watanabe entre risas, sin aflojar el paso.

Franquearon una puerta decorada con flores de plástico que daba a un paseo cubierto. Sun Road, explicó Watanabe. Se vieron engullidos por el ruido ensordecedor de melodías publicitarias superpuestas. Procedían de los gigantescos amplificadores instalados encima de innumerables tienduchas.

—Aquí es —anunció Watanabe, giró y entró con presteza en una de aquellas pequeñas tiendas del color de las piruletas. Medio inclinado para no tocar el techo con la cabeza, Fowell se situó detrás de Watanabe, entre dos cabinas cerradas con unas cortinas rosadas de goma.

—¿Son ustedes de la policía? —les preguntó un hombre pequeño y enjuto con un rostro simpático. Watanabe hizo un leve gesto de asentimiento. Acto seguido empezaron las reverencias y una serie de ruidos entrecortados. Parecían repelerse para a continuación volver a atraerse, como si fuesen imanes. Intercambiaron tarjetas y Watanabe le presentó a Fowell. El tendero no estaba acostumbrado a estrechar manos; la suya era pequeña, y la mantuvo laxa ya demasiada distancia de Fowell, de modo que cuando el australiano le soltó la mano, el brazo le cayó flojo junto al cuerpo. Después, Watanabe y el tendero se inclinaron sobre algo pequeño que había en el mostrador de cristal. El primero le hizo una señal a Fowell y el segundo les ofreció una lente de aumento. Fowell miró entornando los ojos hacia el retrato que era más pequeño que un sello.

—Sí, es Maxwell —anunció finalmente—. ¿Qué clase de foto es ésta? —Intentó cogerla, pero parecía estar pegada al mostrador.

—Es una foto de Print Club —respondió Watanabe. Fowell meneó la cabeza con expresión interrogativa.

—Ven. —Watanabe lo llevó hasta las cabinas que había a la entrada de la tienda. Desapareció detrás de una de las cortinas rosadas de goma. Fowell se agachó y entró en la cabina. Watanabe subió a una tarima, pulsó unos cuantos botones azules y le dio a una palanca de control de un rojo intenso. En la pantalla digital que había delante de ellos aparecieron unas imágenes.

—¿Quieres salir conmigo en la foto Fowell-san? ¿Qué te parece si nos retratamos con ese oso panda de ahí? —Watanabe indicó la pantalla.

Fowell siguió mirando fijamente lo que tenía delante, sin responder.

—Ése es el fondo de la foto de Maxwell —afirmó señalando una imagen nocturna de Manhattan. En ese momento el oso panda se iluminó en la pantalla grande y clara y a continuación se sucedieron cuatro intensos destellos.

—Ya está —musitó Watanabe, empujando a Fowell fuera de la cabina—. Ahora hay que esperar un poco.

Con los brazos cruzados se puso a mirar fijamente la ranura que había en la pared exterior de la cabina. Al cabo de unos minutos salió un trozo de papel del tamaño de una postal. En él había veinticuatro fotos de Watanabe y Fowell con el panda. Fowell aparecía con la boca abierta y señalando. Watanabe tenía los ojos cerrados.

—No ha salido bien —comentó Watanabe—. ¿Repetimos?

—No, no, déjalo ya —contestó Fowell—. Ya he entendido cómo funciona; es una especie de fotomatón para niños.

—Exacto —dijo Watanabe—. Print Club.

—Ridículo tío —exclamó Fowell mientras entraban nuevamente en la tienda. Volvió a estudiar la fotografía con la lupa—. Hay alguien más —anunció—. ¿Lo ves, Watanabe? Ahí, en la sombra, justo en esa rendija entre las cortinas rosas. ¿Puedes preguntarle al hombre dónde encontró exactamente la foto?

El tendero los condujo fuera y señaló un panel de madera en el que había cientos de fotos de Print Club.

—Mucha gente deja la suya ahí —les explicó—. Pasan tantas personas por este lugar durante el día… El Print Club está de moda. Las colegialas se intercambian fotos. Venden álbumes de Print Club donde pueden pegarlas.

Había una niña pequeña jugueteando en la basura. Sacó una de las Print Club. Yo fui a preguntarle dónde estaba su madre; la niña debía de tener unos cuatro años. Le pedí la foto para tirarla de nuevo a la basura. La chiquilla se puso a llorar diciendo que quería quedarse la foto porque en ella había un gaijin, un extranjero. Le dije entonces que podía quedarse con ella y miré bien la fotografía que había pegado en el panel. En un primer momento no había reparado en que aparecía un gaijin. Después pensé en las fotos de los gaijin asesinados que había publicado el periódico. ¿Es él?

En lugar de responder, Fowell preguntó:

—¿Estas fotos son adhesivos, además?

Watanabe asintió, extrajo una de las que tenía en la tarjeta y la pegó en el panel a modo de demostración.

—Kilroy estuvo aquí —sentenció Fowell.

Watanabe lo miró sin entender.

—Quiero decir que aquí, en este desierto inconmensurable, dejamos una pequeña parte de nuestra identidad —le explicó Fowell, y volvió a entrar en la tienda. Arrancó la foto de Maxwell del mostrador y la metió en su cartera.

—¡Oh, Kilroy! —cayó en la cuenta Watanabe—. De la Segunda Guerra Mundial.

—Exactamente —convino Fowell, y le dio un amistoso golpecito con el puño en el pecho. Watanabe retrocedió asustado.

—¿Qué es lo que vende en realidad este señor? —inquirió Fowell, señalando los objetos de plástico en forma de huevo expuestos en el escaparate.

Tamagochi —explicó Watanabe.

—¿Tama qué?

Tamagochi. ¿No tenéis de eso en Australia?

—No que yo sepa, pero, claro está, yo no soy ninguna colegiala.

—Este señor se dedica a la venta de artículos que están de moda —le explicó Watanabe, y señalando la estantería que había contra la pared añadió—: Mira los calcetines sueltos.

—¡Dios mío! Y la consola de Los Asesinatos del Pescado. Pero esos huevos ¿qué son?

—El tamagochi es una especie de pollito electrónico —le explicó Watanabe con seriedad—, un objeto mediante el que se enseña a los niños a cuidar de los animales.

—¿Cómo dices?

—Te lo mostraré.

Watanabe le pidió al tendero que le diese uno de los huevos. Era un ejemplar de color azul claro, con una pequeña pantalla digital en un costado, y se lo pasó a Fowell.

—Tienes que activarlo —indicó Watanabe al tiempo que cogía el huevo de las manos de Fowell. Con un bolígrafo pulsó un botón situado en el costado opuesto de la pantalla. Después le mostró la pantallita a Fowell. Se veía un huevo palpitante—. Tamago significa «huevo» y gochi «dragoncito». Dentro de poco el tamagochi saldrá del huevo y pedirá comida, diversión, cuidados y atención médica. Puedes ofrecerle todo eso con estos tres botoncitos. —Le señaló los botoncitos de color amarillo claro que había debajo de la pantalla—. Si el tamagochi quiere dormir, tienes que apagar la luz electrónica; si hace caca, tienes que recoger la mierda electrónica. Si lo cuidas bien crecerá, cambiará de forma y vivirá mucho tiempo. Si lo descuidas, se morirá. Puedes medir su salud, edad, peso y su grado de satisfacción. El récord de vida está en veintisiete días, si no me equivoco. Si el tamagochi muere puedes enterrarlo en un cementerio en Internet. Existen también doctores para tamagochi y toda clase de expertos en tamagochi.

—¡Fantástico! —exclamó Fowell—. Me llevo uno. ¿Quieres uno Watanabe-san?

Watanabe soltó una carcajada.

—No, mi hija ya tiene un par. Desde hace poco vuelven a encontrarse en el mercado. Estuvieron agotados durante un par de meses.

—¿Cuánto vale? —Fowell hizo el cálculo—. Qué día tan instructivo —observó mientras ambos caminaban juntos hacia la estación—. Esos niños del tren…, cada uno tendrá su tamagochi, ¿no?

—Sí —respondió Watanabe—, y calcetines largos y fotos de Print Club, al menos las niñas. Los niños tienen otras cosas. Pero de eso no sé tanto. Sólo tengo una hija.

—¡Qué mundo!

Watanabe asintió con expresión pensativa. De pronto, mientras andaban, Fowell le dio un par de golpecitos suaves en el hombro. Watanabe se puso rígido al sentir el contacto y continuó caminando.

—Tenemos algo. Hemos encontrado algo.

Watanabe volvió a asentir con educación.

Durante la primera evaluación, durante la tarde del cuarto día, Mochizuki, Lucia Valenti, Bertus Hogenelst y Jack Fowell expusieron sus historias sobre las víctimas correspondientes: Marcus Bopp, Marco Polo, Hendrik Mechanicus y Larry Maxwdl.

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