Sushi

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Zhiqiang Li dio comienzo a la reunión del desayuno.

—Buenos días a todos. Después volveremos a hacer las evaluaciones. ¿Qué talla temperatura?

Todos fueron expresando su estado de ánimo obedientemente.

—Gracias —dijo Zhiqiang—. ¿Dónde estabais cuando murió Elvis Presley? Robynne, por favor, ¿quieres empezar tú?

—Estaba en Salt Lake City. Oímos la noticia por la mañana temprano. Los más jóvenes querían celebrar una misa en su memoria. Los mayores se opusieron. Elvis era para ellos la encarnación del mal —contó Robynne Green apresuradamente.

—Pareces aburrida de hablar —le comentó Li.

—Pues sí —reconoció Robynne—. No todos los días tengo ganas de este juego.

—En cualquier caso, hoy vamos a jugarlo —replicó Li en tono autoritario—. ¿Gerardo?

—Yo estaba leyendo el periódico guardando fila en la mejor panadería de Ciudad de México. La noticia venía en primera página. Hubo personas en la fila que se echaron a llorar —recordó Silva entre risas—. A mí Elvis nunca me dijo gran cosa.

—Aquel día —rememoró Mochizuki— un grupo de estudiantes de Todai tenía que hacerme una entrevista. Era la época de los grandes cambios sociales. Los estudiantes querían hablar del papel de la policía en la sociedad moderna. La última pregunta que me formularon fue: «Si hubiese podido elegir ser otra persona, ¿quién habría querido ser?». Entonces respondí: «Elvis Presley». Recibí un fuerte aplauso.

El equipo también aplaudió un tanto desganado.

—Oí la noticia por la radio mientras estaba en casa —intervino Li—. Lloré.

—Vaya, ése sí que es un relato inspirado —observó Robynne Green.

—Sí, parece ser que hoy no tenemos el día —dijo Li en tono áspero.

—Yo me enteré en el colegio a través de mi profesor —contó Lucia Valenti—. Preguntó a la clase qué queríamos hacer. Todos nos pusimos a cantar It’s Now or Never. Aquello me conmovió profundamente.

—Elvis Presley no está muerto —afirmó Fowell de buen humor, provocando algunas risas.

—Ya no me acuerdo —confesó Marc Croo—. Sólo recuerdo el período que siguió a su muerte. Salieron muchos discos de él y me los compré todos. Elvis sigue gustándome.

—No hay forma de que consiga acordarme —admitió Bertus—. Elvis Presley no me interesa en absoluto. Creo que se le ha sobreestimado. No vale nada.

Fowell miró a Bertus con cara de pocos amigos.

—El rey vive —masculló.

—Estáis cansados —comentó Li.

—Eso somos nosotros quienes debemos decidirlo —replicó Fowell—. Propongo que dejemos el juego. Tenemos demasiadas cosas en la cabeza.

—Bien. —Li asintió—. ¿Los demás pensáis lo mismo?

Todos hicieron un gesto de asentimiento. Li los miró decepcionada.

—¿Todos estáis escribiendo el diario? —quiso saber—. Hay que hacer algo para conseguir una buena higiene mental.

—¿Por qué no volvemos a hacer gimnasia por las mañanas? —propuso Mochizuki—. Nosotros solemos hacerlo en la oficina, y como tengo que venir aquí tan temprano lo echo en falta.

—Olvídelo —exclamó Fowell.

Mochizuki lanzó una mirada interrogativa a los presentes, que negaron con la cabeza, algunos riendo, otros con vehemencia. Mochizuki se encogió de hombros.

—Empecemos a repasar el perfil del asesino —comentó, y miró a Watanabe, que se dispuso para traducir—. Le cedo la palabra a Croo-san, que nos explicará por qué cree que hay una gran probabilidad de que el asesino sea un extranjero. A fin de cuentas, Croo-san ha dedicado los últimos meses a un estudio sobre la criminalidad en Japón.

—Sí —afirmó Croo—. En primer lugar quiero hablaros de la criminalidad en Japón en términos generales, y a continuación entraré más en detalle. Las cifras de criminalidad en Japón son sorprendentemente bajas. Gran cantidad de expertos de todos los ámbitos han ofrecido sus teorías para este fenómeno. La explicación más sencilla (que los japoneses en general son honestos y tienen buenos modales) es la que suele pasar más inadvertida. Las obras pretendidamente científicas prefieren apuntar a una «estructura cerebral distinta». El desarrollo del hemisferio izquierdo del cerebro en los japoneses es un ejemplo de libro muy citado.

»El consumo de drogas se castiga con extrema dureza. Se bebe muchísimo alcohol, lo que no está penalizado, y nos llama la atención la cantidad de borrachos que se ven por las calles o en los trenes. Con todo, Tokio es una ciudad asombrosamente segura a cualquier hora. Se puede dejar tranquilamente el paraguas y los zapatos en la puerta o las caras herramientas de jardinería en medio del césped. Las amas de casa pueden dejar la colada en lavanderías no vigiladas y su compra en la cesta de la bicicleta si tiene que entrar en alguna tienda. Las puertas de las casas no suelen cerrarse con llave. Los robos con allanamiento prácticamente no existen. El porcentaje de atracos a comercios es el más bajo del mundo.

»En las paradas ambulantes de verdura de los barrios periféricos de Tokio no hay vendedores. Los clientes cogen lo que quieren y dejan el dinero en cajas de cartón. Los propietarios de los puestos, campesinas que acuden en tren a la ciudad con su cargamento de vegetales a la espalda, pasan por la tarde a recoger las verduras sobrantes y el dinero recaudado con la seguridad de que no faltará nada. Puedo asegurar que es así porque estuve observando una de esas paradas durante dos días desde la ventana de una de las casas de enfrente.

»Si pierdes algo, casi siempre vuelves a recuperarlo a través del koban o de la oficina del barrio. En una ocasión perdí una cartera en la que había ciento veinte mil yenes en billetes; el chico de diecisiete años que la encontró la llevó de inmediato al koban.

»Por las calles o en los bares casi nunca se producen peleas, de modo que todo el mundo se siente seguro, aun de noche.

»El bajo porcentaje de delitos criminales en Japón tiene que ver en parte con la eficiencia y la calidad del sistema judicial y en parte con el carácter de la sociedad. Querría añadir algo sobre el sistema judicial. Este desempeña en la sociedad un papel más determinante que en otros países. Sencillamente, para los japoneses la criminalidad no es un asunto lucrativo. La probabilidad de que a uno lo pillen es mayor que en cualquier otro lugar del mundo. En ningún país hay menos posibilidades de tratos entre abogados y jueces. Por ese motivo, suelen aplicarse las penas íntegras más a menudo que en otros sitios y éstas son más altas. La eficiencia del aparato policial es elevada, en parte debido al gran número de empleados de que dispone y a su mentalidad, y en parte también al uso extendido de informantes.

»En la sociedad japonesa, la presión psicológica es muy grande. Existe una competencia feroz causada por la enorme densidad de población, especialmente en las grandes ciudades, y se habla de un fuerte control social al que los ciudadanos se ven obligados a acomodarse. Los japoneses que han sido condenados por cometer un crimen o que son sospechosos sienten una profunda vergüenza, que alcanza también a su familia y su círculo de amistades. Aquélla se siente responsable del delito y a menudo sucede que alguno de sus miembros acaba suicidándose después de la sentencia. La vergüenza desempeña un papel muy importante en esta sociedad.

»En el último siglo, el número de delitos cometidos en Japón ha aumentado, sobre todo en lo que hace a actos de violencia gratuita o sin motivo aparente. Los japoneses llaman a estos excesos tarima: “demonios pasajeros”. La razón final de tales actos de violencia es, casi siempre, algún fracaso, por ejemplo suspender en los exámenes finales de ingreso a la universidad. También aquí la vergüenza es un elemento clave.

»El desprestigio desempeña asimismo un papel importante de manera “indirecta”. La autoafirmación, tanto física como verbal, aquí no se valora en absoluto; es más, se considera de un mal gusto infinito. Los japoneses se comunican entre sí de forma muy indirecta y educada, y su lengua es ideal para ello. Buscan conseguir una armonía, tanto en el lenguaje como en los actos, y eluden los conflictos. Educan a sus hijos de acuerdo con estos principios. La autoafirmación no se tolera bajo ninguna circunstancia, ni en casa ni en el colegio, y en caso contrario al niño le esperan duros castigos.

»En una entrevista de trabajo, el solicitante empieza enumerando sus puntos débiles y las razones por las cuales está convencido de que no se halla capacitado para el puesto que solicita.

»También la homogeneidad de la población tiene algo que ver con todo esto. En Japón vive un porcentaje muy bajo de extranjeros, y casi nunca se da el caso de que uno de éstos adopte la nacionalidad japonesa. Eso crea un vínculo muy estrecho entre los japoneses. Algunos llegan a admitir que puede hablarse de comunicación telepática. Se ven a sí mismos como miembros de una gran familia y están entrenados fundamentalmente para una vida en grupo. Así pues, como hemos dicho, el control social es muy grande. Hay que admitir, sin embargo, que esto tiene también sus ventajas, como el alto grado de seguridad para quienes obran según las reglas. En la mayor parte de los casos los trabajadores se hacen a la idea de que van a pasarse la vida trabajando para la misma empresa a cambio de un sueldo razonable. Van escalando posiciones de manera lenta pero gradual. Aquí la promoción está estrechamente vinculada con la ancianidad. El círculo laboral ofrece muchas posibilidades para el esparcimiento de toda la familia. Algunas empresas cuentan incluso con piscinas, campos de golf y polideportivos propios.

»A pesar de que la vida en las ciudades transcurre a un ritmo excepcionalmente frenético, la estructura grupal ofrece mucha ayuda y apoyo a un nivel individual. Cada grupo, sea de una empresa o de un barrio, dispone de medios propios para satisfacer las necesidades de sus miembros: masajistas, asociaciones de arreglos florales, clubes de la ceremonia del té, clubes de lectura… Actualmente existen muchos de los llamados clubes de la risa. Allí se ríe por imposición, aun cuando la vida no sea como para reírse. Me han contado que una clase de risa empieza pronunciando las palabras “ja, ja, ja” y acaba con un bienintencionado estallido conjunto.

—Ja, ja, ja —se echó a reír Robynne Green—. ¿Es eso cierto Mochizuki-san?

Mochizuki asintió con severidad.

—En cuanto a la criminalidad que hay —prosiguió Croo—, sus responsables son las bandas organizadas que se dedican a solucionar disputas internas por la vía de las armas, además del tráfico de armas y de drogas, la prostitución, la estafa, especialmente en el sector inmobiliario, y la extorsión. Esos yakuza no se mezclan con la gente normal y corriente, llevan el cuerpo cubierto de coloridos tatuajes y el dedo meñique amputado.

»En contraste con la tranquilidad de la vida cotidiana, la pornografía, tanto en fotos como en manga, está al alcance de todos en cualquier esquina. Viejos y jóvenes por igual la consumen en enormes cantidades. Incluso en el tren pueden verse hombres mirando descaradamente publicaciones pornográficas. Muchos periódicos tienen una sección de sexo. Las imágenes de mujeres atadas y sangrando no son ninguna excepción. Nadie parece sentirse incomodado. Actualmente, desde los medios de comunicación se afirma que es precisamente la expresión impúdica de esas fantasías crueles lo que explica la tranquilidad de la convivencia japonesa.

»Periódicamente resurge el debate de si la pornografía y el manga con contenido sexual deberían prohibirse. Es lo que ocurrió con ocasión del caso Miyazawa, que estuve investigando. Ya les conté algo al respecto: el asesino en serie que mató a aquellos niños. Miyazawa fue arrestado por el equipo de Mochizuki-san y en el plazo de una semana confesó haber cometido cinco asesinatos. Cuando la policía registró su habitación en busca de pruebas hallaron cientos de vídeos, revistas pornográficas y manga. Se trataba de material de horror y sangriento e historias del estilo de Lolita. Los informes sobre los interrogatorios de Miyazawa no dejan lugar a dudas de que se trata de un asesino de carácter sexual.

»Con motivo de las noticias aparecidas en la prensa tuvo lugar un debate en el que participaron psicólogos, periodistas, personalidades de la televisión, lectores de periódicos y telespectadores de televisión. Se hablaba de dos facciones con opiniones diametralmente opuestas.

»La primera aseguraba que los padres no podían proteger a sus hijos de la pornografía y el manga de contenido sexual porque los hay por todas partes, incluidos máquinas automáticas y contenedores de basura. Deberían prohibir su comercio.

»El segundo grupo respondía que los asesinos en serie existían desde mucho antes que la pornograña y el manga, y que seguirían existiendo aunque éstos fuesen prohibidos. Con la prohibición de la pornografía se ponía en peligro la libertad de prensa y se creaba un mercado negro en el que el índice de criminalidad iría en aumento en lugar de disminuir.

»El primer grupo respondía que no era la tolerancia ante los delitos lo que hacía disminuir la criminalidad, sino el castigo de ésta.

»El segundo respondía que la pornografía es, en realidad, pura fantasía. En la medida en que los sentimientos perversos y violentos pudiesen ser vividos en la imaginación no se convertirían en actos de la misma índole.

»Aparentemente ése no había sido el caso de Miyazawa.

»Por el momento no hay un verdadero intento de prohibir el comercio de pornografía y manga de contenido sexual. Así pues, este país seguirá siendo, por un tiempo al menos, una mezcla chocante de individuos discretos y honrados que experimentan placer contemplando tranquilamente en el tren libros con escenas de violaciones. De vez en cuando producirá un asesino terrible como Miyazawa, y es de esperar que logre que sobrevivan los puestos de frutas sin vendedor en los barrios periféricos.

»Para convencerles de que existe una posibilidad muy elevada de que el asesino sea un extranjero, ahí van los siguientes puntos: después de seis meses de intensa investigación, la policía japonesa ha sido incapaz de hallar al culpable. En el caso de Miyazawa supieron rápidamente en qué dirección tenían que buscar. Estaban en disposición de situar los acontecimientos en un contexto sociocultural y podían formarse una imagen de la personalidad del asesino, de sus orígenes e impulsos, y de los lugares donde podía ocultarse.

»Por último quiero pasar a los detalles concretos de nuestra investigación. En la ropa de dos de las víctimas se encontraron un par de pelos rubios que pertenecen a la misma persona. Las probabilidades de que esos pelos correspondan al asesino son altas. Los japoneses no tienen el pelo rubio. Así pues, es casi seguro que estemos buscando a un extranjero. Otra posibilidad es que las dos víctimas hubiesen entrado en contacto con la misma persona y que esos pelos hubiesen ido a parar a sus ropas. En ese caso estamos equivocados y el asesino podría ser un japonés. Por el momento no hay indicios de que exista un conocido común con el pelo rubio.

»Vuelvo a resumir. Uno: la policía japonesa está completamente a oscuras porque no consigue identificar el entorno social del asesino, de modo que es altamente probable que se trate de un extranjero. Dos: se han encontrado pelos rubios; así pues, es muy posible que el asesino sea rubio.

—Creo haber leído que la cantidad de delitos de carácter perverso es bastante alta —señaló Bertus Hogenelst—. En el Japan Times publicaron que en Yokohama habían cogido a un hombre que vendía en máquinas automáticas lencería usada por colegialas. También incluía una foto de la dueña de la prenda. Cuando leo esta clase de cosas pienso: «¡Vaya, qué curioso!».

—Sin duda lo es —concedió Croo—, pero hay que pensar que la pornografía se tolera porque se espera que sea la vía de escape capaz de evitar que se cometan verdaderos delitos. Por poner otro ejemplo, en Japón también existe una gran afición al juego. Fíjate la cantidad que hay de salas Pachinko y otros locales en los que se puede jugar mahjong por mucho dinero. La gente piensa que esos «pequeños vicios» evitan crímenes mayores.

—Pues la política en materia de drogas no es precisamente un ejemplo de la postura tolerante que me estás describiendo —protestó Bertus.

—Ése es un asunto muy distinto que no viene al caso aquí —repuso Mochizuki—. Nuestra política en materia de drogas es muy rígida y me siento orgulloso de ello.

Nadie salió en defensa de Bertus, que no ocultaba su disgusto.

—Ahora querría cederle la palabra a Zhiqiang Li —anunció Silva en voz alta—. Continuamos con el perfil del asesino.

—Sí —dijo Zhiqiang Li—. Ahora quiero que nos fijemos en el asesino. Cada día aparecen en la prensa nuevas noticias sobre esta investigación, lo cual significa que es muy probable que el asesino esté al corriente de que se le busca de forma intensiva. Eso tendrá consecuencias en su comportamiento.

»Quizás el asesino sepa con detalle de los progresos de la policía. Quizás él mismo se ponga en contacto con ésta, llame para dar pistas o para informarse del estado de la investigación. Entretanto, andará tras los pasos de su próxima víctima. Quizá se sienta atraído por un peinado determinado, un perfume conocido, un tipo de piel en concreto, y vuelva a aterrizar en la fase de sombra. Jugará su juego muy abiertamente, porque desea atraer hacia él a la policía.

»Se desprecia a sí mismo por ser lo que es y hacer lo que hace. Desea ser castigado; la prisión perpetua, la silla eléctrica, la inyección letal ejercen sobre él una gran atracción. La perspectiva de que lo atrapen y castiguen lo estimula a cometer más crímenes. Eso es algo que tenemos que evitar. Una vez que le hayamos echado el guante es casi seguro que confesará sus crímenes de inmediato y suplicará la pena más alta.

Los miembros del equipo permanecieron en silencio.

—Bueno, manos a la obra —anunció abruptamente Marc Croo—. Debo coger un tren. Animo con el trabajo.

Croo tuvo que esperar casi tres cuartos de hora en la estación de Shinjuku antes de que partiera el Narita Express. Decidió dar un paseo por la enorme estación y dejó que el gentío lo llevase por los pasillos embaldosados bañados por la luz de los fluorescentes, por las escaleras, por los ascensores y por las cintas transportadoras hasta el último nivel, cuatro plantas por debajo del suelo. Siempre iba a parar a lugares atestados de gente. Aquello tenía algo reconfortante, erótico incluso: una masa cimbreante oliendo tenuemente a jabón. También olía a hierro candente. La cabeza de Croo destacaba por encima de aquella alfombra de pelo negro y lacio. Yves Saint Laurent, Isetan, CiCi, Nec, Issey Miyake Pleats, Keio Departmentstore, LoveLove… De un vistazo leía los textos horizontales reconocibles entre las columnas verticales de brillantes caracteres escritos a pincel. Vio anuncios acristalados rodeados de azulejos amarillentos, húmedos y con chorretones parduscos de la pátina de la ciudad. Se dejó arrastrar, piso a piso, de un lado a otro, como a menudo había hecho durante sus meses solitarios en Tokio, por delante de quioscos, tenderetes, vendedores que anunciaban sus productos a voz en grito, puestos humeantes de fideos y vagabundos adormilados. Olía a curry caliente. Un hombre mugriento, vestido con harapos, restregó su sexo contra el rostro ampliado de una modelo publicitaria de ojos azules y piel blanca como la nata. Ensució y mojó sus labios rojos, que parecían húmedos por algo que hubiese comido. En la planta baja Croo le dio una moneda de cien yenes a una mujer que estaba sentada en el suelo, con las piernas y los pies envueltos en vendas grises. Ella le gritó a sus espaldas: «americano». El estruendo de los trenes y los extractores de aire y el fuerte zumbido de los fluorescentes estropeados se fundieron con su risa demente. El lado sur de la planta baja se abría a una enorme y abovedada plaza de sucio hormigón. En medio del hervidero de gente, un monje mendicante permanecía inmóvil. A intervalos regulares golpeaba la campanilla que llevaba en la mano izquierda con un palo de cobre, como si estuviese propulsado por un sistema mecánico. El ruido se alzaba con nitidez sobre el murmullo de la multitud. Croo se detuvo y miró alrededor, fascinado; luego miró el reloj y se pegó un susto. Echó a correr como pudo, tropezando, empujando, zigzagueando, mientras sacaba de la cartera el amarillo billete del tren. Sujetó éste entre los dientes mientras se guardaba aquélla en el bolsillo y saltó al tren en el momento en que las puertas se cerraban con un siseo, chocando con el revisor. Croo se quitó el billete que llevaba en la boca. Con expresión de espanto, el hombre del ceñido uniforme lo cogió entre los dedos enfundados en guantes blancos y le hizo un agujerito. A continuación le devolvió el infecto objeto con una reverencia.

Croo se sonrojó.

En Chiba, un poco más allá de las torres de Disney-Land, estaba QueBook, la librería del difunto Hughes De Keuninck. Era un local pequeño y polvoriento con una fachada de cristal en la planta baja de un bloque de edificios gris. En las paredes con estanterías de madera había libros viejos apilados hasta el techo. La clasificación estaba hecha con rótulos escritos a mano. En las paredes había carteles anunciando El perfume, de Patrick Süskind, y La condesa sangrienta, de Thorne, sobre Erzsébet Báthory. Otra vez la asesina en serie de Silva, pensó Croo.

Los miembros de un equipo de limpieza ataviados con sus monos azul claro y equipados con botellas de metal a la espalda y máscaras para la nariz y la boca, estaban ocupados rociando los libros con una sustancia que despedía un olor a canela. Los hombres se inclinaron levemente al paso de Croo. Él inhaló el penetrante aroma y estornudó.

—Disculpe. No hay nada mejor que el olor de los libros viejos, pero ese olor ha desaparecido de aquí para siempre. El calor ha provocado una plaga de pulgas. Como si no hubiésemos tenido bastantes desgracias aún. Buenas tardes, soy Lambert, el mejor amigo de Hughes De Keuninck.

Un hombre corpulento y rubio de mejillas arreboladas y ojos ligeramente bizcos y muy hundidos le estrechó la mano.

—Mi más sentido pésame por la trágica pérdida de su amigo, señor Lambert. Lamento que la policía vuelva a importunarlo.

—Yo mismo he llamado a la policía —señaló Lambert—. Lo importante es que atrapen al asesino.

—La investigación sigue adelante —afirmó Croo—. Algunos días hay más de cien personas trabajando en ella. El inspector jefe me ha comentado que encontró usted una lista.

—Sí —respondió Lambert—. He heredado las posesiones de Hughes. En casa guardo papeles suyos. Entre ellos había una lista con nombres cuyo significado no lograba entender; hasta ayer. Acompáñeme a la parte trasera, le mostraré algo. Yo ya sabía que mi amigo Hughes estaba fascinado por las historias de horror y los thrillers, pero no tenía ni idea de que anduviese metido en esta clase de asuntos. Debió de proporcionarle un buen montón de dinero.

Mire esto.

Lambert fue delante de Croo hasta una trampilla metálica, bajó por unas escaleras de madera y señaló una estancia de hormigón de techo bajo y cubierta de polvo, donde había pilas de revistas y cintas de vídeo arrinconadas desordenadamente contra la pared.

—Todo pornografía, señor Croo. Ayer, mientras procedía a eliminar las pulgas, descubrí el sótano. Llamé a la policía de inmediato. Volvieron a precintar la tienda y abrieron el sótano. Utilizaron a los empleados de la empresa de fumigación que yo había contratado.

—Sí, ya me he enterado —señaló Croo.

En la pared aparecían escritas, con pintura negra, las diferentes características de aquel material: Soft, Hard, Romantic, Violent, SM.… Marc Croo cogió un libro de una de las pilas, lo hojeó y se ruborizó intensamente. Se volvió de espaldas hacia Lambert y le dijo:

—¿Por qué cree que esto puede ser de importancia para nuestra investigación? En este país la pornografía está permitida, y no sólo la más inocua. Siempre y cuando no se vea vello pubiano. —Su rubor había desaparecido. Giró sobre sus talones, con el libro cerrado en la mano y le hizo un ademán lacónico a Lambert, que dijo:

—Aquí también hay pornografía que procede de Europa y de Estados Unidos y allí sí es ilegal. Hay incluso películas japonesas hechas por directores aficionados que son excepcionalmente violentas. Según todos los indicios, quien alquilaba estas películas era un público selecto. La lista que he encontrado parece corresponder a los miembros de ese club. Uno lee a veces que hay gente adicta a la pornografía… —añadió con la voz quebrada por las lágrimas— que llega a cometer actos criminales. Hace un par de años tuvimos aquel caso de Miyazawa. Ese tipo tenía toda su habitación llena de… Aquí hay muchas cosas pasadas de rosca, señor Croo. —Tragó saliva con dificultad—. Ayer por la noche estuve revisando algo del material. Jamás me hubiera imaginado algo así de Hughes. Estuve mirando esas cintas hasta bien entrada la noche. Salían mujeres que presentaban heridas de cuchillo…, en fin, quería darle a usted la lista. También podría habérsela pasado a la policía, pero pensé que si usted la veía con sus propios ojos… Sin duda debe de tener todo el material posible a su disposición, ¿no? Quería mostrarle un fragmento de una película.

El hombre estaba llorando.

Marc Croo se acercó a él, dejó el libro de nuevo sobre la pila, le dio unas palmaditas consoladoras en la espalda a Lambert y asintió.

—Muéstremelas.

Lambert se sonó y encendió el vídeo que estaba en un rincón, encima de un taburete. Marc Croo se sentó en el suelo, con los brazos en torno a las piernas. Lambert fue a sentarse a su lado con el mando a distancia. Hizo avanzar y retroceder la cinta. Las imágenes a cámara rápida conformaban una amalgama de cuero, carne blanca, sangre y acero.

Voilà! —exclamó Lambert, y puso la cinta a la velocidad normal. Ambos observaron las imágenes en silencio, turbados. Marc Croo se puso pálido.

—Ya, merci —susurrá—, lo he entendido. Deme esa lista de socios.

Lambert le pasó una hoja de papel dentro de una funda de plástico transparente. Croo leyó con rapidez:

Yoshiaki Abe

Hiroshi Bota

Dave Daalen

Min Doi

Rai Enamlanhal

Henri Faber

Mike Feininger

Saboro Gata

Saturo Hiroi

Kenichi Ichigawa

Hans Keslinger

Kunikaze Komamoto

Jake Limelight

Kenji Morita

Takeo Morita

Yoshi Nohara

Koki Nohara

Hank Onodera

Adam Randell

Oguri Satou

Jiro Tsunoi

Jonathan Wanadoo

Jeromy Wanderfogel

Detrás de los nombres, escrito a mano, aparecían anotados unos códigos de cifras y letras.

—Todos son hombres —observó Croo—. ¿No hay direcciones?

Lambert meneó la cabeza.

—El equipo de dactiloscopia se ocupará de rastrear a fondo todo esto —le informó Croo—. Si hay direcciones lo más seguro es que se encuentren aquí. Muchas gracias, señor Lambert, por su colaboración. Es muy probable que esto nos ayude a progresar en la investigación. —Agitó un montón de papeles delante de la cara de Lambert—. Voy a ponerme manos a la obra y haré que lleven al hotel hoy mismo las cintas y las revistas. Entiendo que esto haya supuesto una tremenda impresión para usted. Lo lamento.

Los dos hombres agacharon la cabeza y subieron las escaleras en silencio dejando a sus espaldas el sótano polvoriento. La luz grisácea que se filtraba por los sucios cristales de la tienda les hizo entornar los ojos. Lambert abrió la puerta para que Croo pasase.

—Ojalá pudiese ayudarles en la investigación, señor Croo. Me siento impotente.

—Lamentablemente, señor Lambert, tendré que revisar todo este material en solitario —comentó Croo, sonriendo—. Parece ser que para poder llevarse un sótano entero lleno de pornografía hay que ser un policía diplomado.

—Sí —respondió Lambert, y esbozó una sonrisa—. Que tenga suerte.

Croo echó a andar a toda prisa por la calle. Lambert lo observó marcharse hasta que dobló la esquina con un movimiento brusco y casi cómico.

Eran las ocho de la noche. Marc Croo estaba en la habitación del hotel, sentado en la cama con las piernas cruzadas. Miró en tomo. Por primera vez no estaba rodeado de los montones de expedientes de la policía japonesa traducidos al inglés por Yukiko e Yvonne. En su mesa de despacho y en la silla estaban ahora las revistas del sótano de QueBook, formando altas pilas, y, frente a ellas, contra la pared, se hallaban las cintas de vídeo. Moviendo ligeramente la cabeza, Croo las fue contando.

«Doscientas cuatro —dijo para sí—. Y sigo metido en la pornografía —pensó—; si no es para la universidad es para una investigación policial». Suspirando se volvió y dejó que las pantorrillas le quedasen colgando fuera de la cama, como un nadador que estuviese comprobando la temperatura del agua un momento antes de zambullirse en ella.

«Ahí vamos». Croo se apoyó sobre los brazos, estiró las piernas hacia adelante hasta que se quedó colgando entre sus brazos. Se balanceó un poco a un lado y al otro, tomó impulso y, trazando un elegante arco, fue a dar con los pies sobre la alfombra. Tenía un agujero en el calcetín derecho por el que le salía un dedo. Puso la primera cinta, arrastró el armario con ruedas de modo que pudiese ver la pantalla del televisor desde la cama, cogió el mando a distancia y volvió a acostarse. Se estiró, permaneció inmóvil unos instantes con los ojos cerrados, con el mando en la mano, los brazos doblados detrás de la cabeza, los codos desnudos, enrojecidos y puntiagudos. Luego se incorporó enérgicamente, puso en marcha el vídeo, cogió un lápiz y una libreta de notas de la mesilla de noche que había junto a la cama y se dispuso a tomar apuntes, mientras iba leyendo los chapuceros créditos de la película.

A las doce, Croo ya había eyaculado tres veces en contra de su deseo, avergonzado, mientras miraba las cintas. Hacía tiempo que no se corría con tanta rapidez, tan alto y con tanto ímpetu. Tenía el rostro encendido.

A las cuatro se quedó dormido con el pantalón aún abierto, el mando a distancia en una mano y el bolígrafo en la otra. La cabeza descansaba en una almohada improvisada de revistas que formaban un colorido collage de ataduras, heridas, piernas abiertas y prendas de lencería de encajes, de goma y de cuero.

4 DE SEPTIEMBRE

En realidad hace rato que debería estar durmiendo. De nuevo, me resulta imposible; los somníferos transparentes en forma de gotas que me dio Li me están tentando. No me atrevo a tomarlos, tengo miedo de despertarme medio atontado mañana. Hoy Croo nos ha hablado de la criminalidad en Japón. Sabía mucho del tema y nos ha explicado hechos interesantes sobre este país; con ello quería demostrar que el asesino difícilmente sea de origen japonés. Su teoría no ha acabado de convencerme, pero la exposición me ha parecido muy esclarecedora. Con Li hemos vuelto a discutir sobre el perfil del asesino, algo que también ha sido muy útil y necesario. Entre tanto, ya eran las doce del mediodía y he ido con Mochizuki al laboratorio. Las fotos todavía no estaban listas; habían surgido problemas con las ampliaciones.

Mochizuki se muestra más amable conmigo, y me empieza a caer más simpático. Lo raro de ese hombre es que no hay forma de saber si lo está pasando mal o no. Siempre se encuentra del mismo humor tornadizo, come con ansiedad e irritación; erecta y suda…, avanza a ciegas como un tanque hacia su objetivo. Eso hace de él una persona irritante y que a la vez infunde respeto. Cuando lo ofenden reacciona tomándoselo con estoicismo.

Comer juntos resulta difícil, debido a que se produce una mezcla de intimidad y tensión. Me obligo a no fijarme demasiado en los actos compulsivos de Watanabe. Cuanto más lo intento, más difícil me resulta no mirado.

Durante la comida he hablado con Li y le he confesado que Mochizuki me produce un sentimiento ambiguo. Me miró con esos ojos de muñeca suyos y me sugirió que posiblemente yo tuviera un problema de autoridad. «An authority problem», dijo. Lo pronunció como si fuese una enfermedad horripilante. Respondí que en Amsterdam la gente no puede sobrevivir con un «problema» semejante. Por desgracia no entendió ni una palabra de lo que yo estaba diciéndole.

La investigación gira por el momento en torno a las actividades de Croo. En la librería QueBook se ha encontrado un sótano lleno de pornografía ilegal. Croo ha hecho llevar los vídeos a su habitación. Siento curiosidad por lo que debe de estar haciendo en estos momentos.

Es increíble ver cómo a la gente, a pesar de la enorme tensión a la que se ve sometida, aún le queda tiempo para juegos de seducción, bromas y riñas. He visto a Silva andar por el pasillo rodeando a Lucia Valenti con el brazo. Creo que Lucia estaba llorando.

Mientras esperaba las fotos me he pasado toda la sobremesa leyendo informes viejos y nuevos. Los he comparado y creo que ahora estamos avanzando con mayor rapidez. Resulta muy irritante que a los extranjeros nos tengan prácticamente aislados. No se nos permite el menor contacto con el viejo equipo japonés, que por el momento se mantiene en reserva por si aparece alguna pista. Todo indica que Mochizuki se encarga de que esa brecha siga abierta. Cuando hemos pasado por su despacho esta tarde me ha hecho esperar junto a la puerta.

Resultan muy esclarecedoras las explicaciones sobre los resultados de la investigación de los últimos días que hacemos durante las evaluaciones. Al parecer hay algunos patrones que se repiten. Las víctimas estaban solas y buscaban a alguien capaz de ofrecerles su confianza.

Estoy menos nerviosa y tensa; la investigación me corroe como una rata a un saco de grano. Y eso vale también para el resto, exceptuando las chicas de la oficina.

En el canal 2 he visto como el primer ministro Hashimoto ha regalado doscientos millones de yenes a su homólogo chino Li Peng para ayudas de desarrollo. Imágenes de hombres cagando en las calles de Shangai, con chinos pululando a su alrededor. Una escuela de inglés debajo de un par de árboles. Era como si con aquellas imágenes los japoneses quisiesen demostrar que ellos también eran asiáticos, aunque más civilizados que el resto.

Después de comer, Bertus saltó: «¿Quién quiere una tartaleta con fideos de chocolate?». Había comprado los pastelillos en alguna parte. De dónde ha sacado los fideos de chocolate es un misterio. ¿Se los habrá enviado su mujer? Sería el colmo. Los belgas y holandeses nos sentimos especialmente entusiasmados ante la posibilidad de comer fideos de chocolate, a pesar de que en el hotel la comida es estupenda.

«Dedos de negrito», así llama Croo a los fideos de chocolate. Seis días en Japón y el vínculo con nuestro hogar se mantiene gracias a los dedos de negrito. Llamar a casa resulta difícil por culpa de las interferencias y por el hecho de que debemos guardar silencio sobre la investigación.

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