Sushi

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A las seis de mañana, Marc Croo estaba en la cama comparando las páginas publicitarias de las revistas pornográficas con las notas que había ido tomando. A las ocho se presentó presuroso a desayunar. «Ojalá no jugaran ningún juego, así no se distraerían». No participó en el mosqueo de Robynne Green. Comió deprisa y absorto en sus pensamientos y luego regresó a su habitación. A las diez llamó a la agencia de casting Kenji, cuyo teléfono había encontrado en una de las revistas porno, y concertó una cita. Quedaron a las doce. Se presentó como Marc Mortier.

—Usted hace vídeos porno —le dijo a Kenneth Curbain, que aún parecía adormilado.

—Sí —respondió Curbain. Era un hombre atractivo y de movimientos algo torpes. Medio japonés y medio occidental, pensó Croo.

—Estoy escribiendo un libro y me gustaría ver su forma de trabajar. ¿Es posible?

—Sería difícil, señor Mortier, a menos que usted participe. Precisamente hoy tengo un pequeño problema. Hay alguien que no puede venir. Usted podría actuar en su lugar si lo desea.

—¿Qué clase de papel? —quiso saber Croo.

—No tiene la menor importancia. Todo es fingido —comentó Curbain—. Tenemos a una americana con ganas de quitarse la ropa y lo demás gira en tomo a ella. Usted sólo tendría un papel secundario. Habría que echarle cera por encima y lo encadenaríamos, vestido. De vez en cuando tendrá usted que agitarse a un lado ya otro en la silla mientras esté atado. Su rostro no aparecerá en la pantalla, sólo sus manos y sus muslos. Necesitamos una figura masculina borrosa que haga una serie de cosas. ¿Le parece bien?

—Esa cera… —inquirió Croo—, ¿duele?

Curbain cogió una vela de un candelero que había en un armario del despacho y le dijo:

—Súbase la manga. —Encendió la vela y la hizo rodar entre sus manos. Cuando la cera empezó a caer, fue pasándola por el brazo de Croo. Las gotitas que caían le produjeron un sobresalto pero no sintió dolor.

—¿Qué pasa con zonas más sensibles, como el vientre, por ejemplo?

—Súbase la camisa —le pidió Curbain, lacónico. Croo obedeció y se reclinó horizontalmente sobre el respaldo de la silla. Curbain lo roció generosamente.

—No, no duele.

—Es lo mismo que una cama de clavos. Cualquiera puede estirarse sobre ella. Pero la gente no lo sabe —señaló Curbain—. ¿Va a hacerla? Le pagaremos sesenta mil yenes, la chica cobrará quinientos mil. Se lo digo para demostrarle que somos honestos. Si quiere observar el trabajo (por los motivos que sea) tendrá usted que participar. No creerá que vaya permitirle que vaya husmeando por ahí sin más, ¿verdad?

—¿No podría hacerme pasar por algún miembro del equipo de grabación? —probó Croo.

—No. Tengo un equipo fijo, y además, ¿entiende usted algo de cámaras?

—No —admitió Croo.

—Bien. Entonces creo que todo está muy claro. Puede usted participar y alegrarse de hacerla. Sesenta mil, contantes y sonantes al final de la jornada. Lo toma o lo deja.

—Bien, lo haré —repuso Croo.

—En ese caso, lo invito a comer.

—De modo que es usted escritor, ¿eh? —preguntó Curbain una vez que estuvieron sentados a la mesa del restaurante.

—Sí, y una escena de mi libro trata sobre la filmación de una película porno, pero no tengo la menor idea de cómo funcionan las cosas en su trabajo.

—¿Lleva mucho tiempo en Japón? —quiso saber Curbain.

—Un año.

—¿El libro está ambientado en Japón o en otro lugar?

—En Japón.

—Bien. Porque tiene usted que saber que en Japón el negocio del porno es limpio. Nada de cuartuchos asquerosos y esclavos mal pagados. Aquí alquilamos un apartamento bonito, nuestro equipo de grabación está integrado por profesionales y pagamos bien a los actores. Yo lo hago para ganar dinero y poder costear mis vídeos artísticos. Seguramente conocerá al fotógrafo Araki. Pues salió del negocio del pomo, y ahora es un artista muy interesante de fama internacional. Nuestra estilista es una creadora australiana que tiene que ganarse el pan y nuestro encargado del maquillaje y del vestuario un diseñador de moda arruinado, también australiano. Así que ahora también emplearemos a un escritor. ¿De qué clase de libro se trata?

—De detectives —respondió Croo.

Curbain asintió con gesto comprensivo.

—Puede venir conmigo, así conocerá a Seta y Polly, los dos australianos. Empezaremos a rodar a las tres de la tarde. Esperamos acabar a eso de las diez de la noche.

«Polly —pensó Croo—; ¿dónde he oído ese nombre antes?».

—Hola, soy Seta —se presentó una mujer menuda y frágil, que llevaba un montón de collares y varias pulseras de oro. Se acercó a Croo y le dio la mano. Parecía un faraón vestido para una importante ceremonia—. Y éste es Polly.

Un hombre enjuto, calvo y con aspecto de tortuga, que llevaba una estridente chaqueta anaranjada de plástico, le estrechó vigorosamente la mano y dijo:

—Bienvenido.

Lucía unos pendientes de cobre que parecían copas de champán aplastadas y eran tan largos que le rozaban los hombros. Con un movimiento oscilante se quitó la chaqueta, que cayó sobre la silla con un crujido, y le dijo a Seta:

—¡Frida ha vuelto a ponerse pesada esta noche! —Se volvió amigablemente hacia Croo y le explicó—: Frida es mi gata. —Mirando alternativamente a Seta y a Croo, prosiguió—: Estaba durmiendo tranquilamente cuando de pronto se coló de un salto por el agujero del aire acondicionado, ya sabes. Yo había puesto un ladrillo en la tapa de goma del agujero. El ladrillo cayó sobre mi mesa de cristal y toda la mesa quedó hecha añicos, en plena noche. Me desperté asustadísimo, me puse de pie sobre el futon y me dije: «Tranquilo, estás en casa». —Soltó una estentórea carcajada. Seta se echó a reír y Croo no pudo evitar imitada.

—¿Empezamos a preparamos? —dijo Polly con un hipido.

—Sí, de acuerdo —repuso Croo, entre risas.

—Desnúdate —le indicó Polly, relajado.

—Yo me voy para el estudio —anunció Seta, y salió de la estancia cerrando la puerta a sus espaldas.

Croo se desnudó, confuso.

—Habrá que quitarte el vello —anunció Polly.

—¿Qué? —exclamó Croo, asustado.

—Nada de vello pubiano en Japón, ya lo sabes —le explicó Polly en tono jovial, y se dispuso a afeitarlo. Con el rostro pálido por el miedo, Croo miró la cabeza que se inclinaba hacia sus partes.

—¡Relájate tío! ¿Qué puede importarte? Piensa que soy un amigo tuyo.

La navaja fue rasurando el pubis de Croo, quien reparó, para su sorpresa, que su incomodidad desaparecía casi de inmediato.

Polly fue ladeándole el sexo, que tenía dolorido de haberse estado masturbando la noche anterior, de arriba abajo y de un lado a otro, como si se tratase de las hojas de una planta de interior.

—Ténsalo un poco —le pidió Polly alegremente—. Sí, un poco hacia delante…

Croo recibió un albornoz impecable de color blanco de manos Polly que, riéndose todavía de su gata Frida, lo condujo con suavidad hacia la puerta del estudio.

Seta se hallaba en la sala de grabación subida a una escalera. Moviéndose sobre sus zapatos de plataforma, estaba colgando un marco vacío del que pendían unos objetos espantosos atados con cuerdas de nailon.

—¿Qué son esas cosas? —inquirió Croo tímidamente.

—Las he creado yo —le explicó Seta mientras se estiraba para fijar el marco a un cáncamo del techo—. Ya he hecho un par de exposiciones, pero, por supuesto, no he vendido nada. Muchos de los visitantes de la exposición los consideraron «demonios». El propietario de la galería echó sal junto a la puerta para ahuyentar a los espíritus malignos. Ahora sólo los utilizo en las filmaciones; al menos aquí sí que me pagan por eso. —Se volvió hacia Croo y se echó a reír—. Estás encantador.

Croo se miró avergonzado las piernas desnudas y peludas que asomaban del albornoz corto.

—Lo siento —dijo Seta. Se recogió la falda y bajó las escaleras—. ¿Ya conoces a la chica con la que vas a actuar?

—No —respondió Croo, acobardado.

—No te preocupes, es muy simpática. Se llama Jessie. Necesita el dinero.

Croo asintió.

—Ahí está —anunció Seta.

Una mujer metida en carnes entró en el estudio envuelta en un albornoz igual al de Croo. Seta se dirigió hacia ella y la abrazó.

—¿Cómo estás, querida? —le preguntó en inglés.

—Bien, bien —contestó la mujer, con una amplia sonrisa—. ¿Eres Mortier?

Croo le tendió la mano.

—Encantada de conocerte —dijo la mujer en tono amistoso—. ¿Es tu primera vez?

Croo asintió.

—No tengas miedo. Todo saldrá bien. Ya verás qué fácil es.

En ese momento entraron los cámaras y todo sucedió vertiginosamente. Curbain iba dando órdenes que Croo obedecía de manera mecánica, preguntándose dónde se habría metido la norteamericana. De pronto, advirtió que acercaba la boca a él.

—Chúpasela —ordenó Curbain en tono autoritario.

«No», pensó Croo para sí mientras permanecía sobre la mesa, medio cubierto con el chal dorado de Seta, que olía a ella. Pero no sucedió nada. Aunque sí acertó a oír ruidos de succión a la altura de su entrepierna. Miró y todo cuanto vio fue una peluca rubia, parecida a las del grupo Abba, moviéndose hacia arriba y hacia abajo. «Está chupándose sus propios dedos», pensó Croo. Poco después, ella se deslizó sobre él. Lo besó en el cuello frío.

Croo se dejó esposar y, en semejante postura, fue balanceando el torso en la silla; se había puesto un traje de cuero demasiado ceñido y miraba por la ventana tal como Curbain le había ordenado, mientras derramaba cera sobre el cuerpo convulso de Jessi, que llevaba los ojos vendados. Las tomas eran largas. Él iba haciendo lo que le decían. Le filmaron las nalgas mientras su sexo fláccido chocaba contra el de Jessie, embadurnado con vaselina. Lo notaba pegajoso y húmedo.

—¡Último acto! —gritó Curbain después de un montón de cambios de vestuario—. La escena de la orina. Por favor, ve a pedirle un orinal a Polly —le pidió a un Croo exhausto.

Croo fue al camerino y le preguntó a Seta:

—¿Tienes un cubo?

—¿Para la escena de la orina? —preguntó—. Muy bien, toma. Ya está por terminar.

Croo cogió el cubo de plástico y lo llevó al estudio. Curbain lo cogió y le gritó a Jessie, que estaba estirada en la camilla con las piernas abiertas de par en par:

—Adelante.

—No sale —declaró Jessie con calma—. Saldré un momento al balcón. El frío hará que me entren ganas.

Uno de los cámaras le abrió la puerta para que pasara.

—¿Serías tan amable de irte, Mortier? Me siento bloqueada si me miras.

—Sí, por supuesto —se apresuró a responder Croo, y regresó rápidamente al camerino.

—Ya está —dijo Seta entre risas—. ¿Cansado?

Croo asintió y fue a sentarse en un sillón que estaba en un rincón. Se quedó dormido. Despertó cuando el equipo de grabación entró ruidosamente en la habitación.

—¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? —le preguntó, algo cohibido, a Jessie, que ya estaba vestida y había recibido un abultado sobre.

—Una hora, cariño. ¿Te vienes a tomar algo?

Croo asintió.

—¿Qué hora es?

—Las doce menos cuarto.

—Jamás había dormido tan bien —afirmó Croo. Curbain le entregó su sobre y dijo:

Otsukaresamadeshita.

Otsukaresamadeshita —repitieron todos los colaboradores.

… shita —dijo Croo de forma automática y se inclinó.

—¿Adónde vamos? ¿A casa de Andy? —gritó Curbain, y volviéndose hacia Croo, añadió—: ¿Conoces a Andy?

Croo negó con un movimiento de la cabeza.

—Andy es un inglés que tiene un yakitoriya debajo de la estación en Yurakucho —le informó Curbain—. ¡Llevas un año en Tokio y todavía no conoces a Andy! ¡Eso es una vergüenza! —exclamó sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Habéis apagado las luces en el estudio?

El grupo se arrodilló formando un círculo en el suelo del camerino. Curbain, con un ademán, le dijo a Croo:

—Ve a sentarte junto a Jessie.

Todos los presentes se inclinaron hasta apoyar la frente sobre el suelo. «Igual que yudocas —pensó Croo—. ¿Por qué harán esto?». Quería preguntárselo a Curbain, pero éste se estaba despidiendo de una parte del equipo de filmación japonés.

—¿Has oído hablar alguna vez de Jeromy Wanderfogel? —le preguntó Croo a uno de los miembros del equipo mientras estaban en el local de Andy, tomándose unas cervezas, sake y algo para picar. El hombre lo miró sin comprender.

Wandurovogeru? —dijo, señalando a Polly.

—¿Has oído hablar de Jeromy Wanderfogel?

—¡Es un tipo repugnante! —exclamó Polly—. Con ése no trabajo. Este trabajo tiene que ser divertido. Yo hago esto por dinero pero también para pasármelo bien.

—¿Dónde podría encontrar a ese Wanderfogel?

—Ni idea —contestó Polly, y se encogió de hombros con expresión de interés—. Bebe, tío, bebe. No te pongas tan serio.

—Pero ¿quién es ese tal Wanderfogel? —le preguntó más tarde Croo a Curbain.

—No sé mucho de él. El porno violento no es lo mío; pero según todo el mundo es un tipo asqueroso. ¿De qué conoces su nombre?

—De una revista porno y de los créditos de una película —explicó Croo—. ¿Dónde podría encontrarlo?

—Pregunta en QueBook —respondió Curbain.

—Ya lo he hecho —fue la respuesta de Croo.

—Entonces, déjalo correr, tío —dijo Curbain, impaciente—. ¿Para qué necesitas a ese hombre?

—Quiero ver cómo se hace un vídeo porno violento, para mi libro.

—No hablarás en serio: repuso Curbain, lacónico.

—Por supuesto que sí —afirmó Croo, con la garganta reseca a causa de la tensión que sentía.

—Polly conocía a una chica que había trabajado con él, pero la pobre está muerta. ¿Sigues interesado en Wanderfogel?

—¿La mató él?

—Si lo supiéramos iríamos a la policía. Un conocido mío, un colega que también hacía vídeos, también fue asesinado, ¿sabes? Habrás oído hablar de los asesinatos del pescado… Lees los periódicos ¿no? La policía investigó a todas las agencias de casting, incluida la nuestra, pero no nos encontraron nada que fuese ilegal, ni siquiera un puñado de vello pubiano. Si aparecen en pantalla órganos sexuales los cubrimos pulcramente con una nubecita o con una trama digital. Es para morirse de risa. En las escenas en las que aparece un primer plano, toda la imagen son rayas. Sólo se oyen los gemidos de fondo. Mis vídeos se venden a los love hotels. ¿Adónde van a parar los de Wanderfogel? Ya puedes imaginártelo. En QueBook se alquilan bajo cuerda; eso lo sé por el pobre Larry, el tío al que asesinaron.

—¿No asesinaron también al propietario de QueBook? —preguntó Croo.

—¿De veras? —inquirió Curbain, a todas luces consternado—. ¿Habéis oído eso? Polly, Seta, Jessie, aquí Marc Mortier dice que al dueño de QueBook también lo han asesinado.

—¿Lo conocías? —preguntó Croo en el tono más neutro del que fue capaz.

—No personalmente, pero cualquier extranjero conoce QueBook, ¿o acaso tú no has estado allí? ¿Cuándo lo asesinaron?

—No lo sé —afirmó Croo—. Parece ser que había otra persona en la tienda.

—Y tú, ¿lo conocías?

—No, personalmente no, pero conocía QueBook.

—Dios mío… —musitó Curbain sacudiendo la cabeza—. Esa conocida de Polly… ¿Cómo se llamaba, Polly?

—Irina.

—Y Larry, y el propietario de QueBook. Joder, Mortier, ¿qué está pasando? —dijo a voz en cuello. Las miradas de la gente se volvieron hacia él.

—No lo sé —admitió Croo.

—Los próximos podemos ser tú oro, Seta —comentó Polly con expresión de espanto—. Seguro que habrá más. Asesinado en esta ciudad fantástica… Tú no se lo desearías ni a ese adúltero y borracho bisabuelo tuyo de Perth, pero seguro que yo no me libro, ya lo verás.

—Tienes que largarte de aquí —le advirtió Seta con calma.

—Quiero conocer a ese Wanderfogel —insistió Croo.

—Tú estás enfermo —replicó Polly.

—Iré con cuidado. Quiero algo muy especial para mi libro.

—Pues imagínatelo, Portier; para eso no necesitas ir a buscar a un criminal.

—Quiero hacerlo —dijo Croo.

—Estás chiflado —soltó Curbain—. Yo no me meto en esas cosas.

—Hablo en serio —añadió Croo después de un silencio.

—Preguntaré por ahí —intervino Seta— y veré qué puedo hacer. Tengo conocidos en ese mundillo. Quizás alguno de ellos haya trabajado con Wanderfogel. Si sale algo te llamaré, ¿de acuerdo?

—¡Imbécil! —gritó Curbain—. Conocemos a Mortier y de pronto nos topamos con tres asesinatos. ¿Sabes lo que haré mañana? Iré a ver a la policía.

Se produjo un silencio en la mesa.

—Dios mío —murmuró Polly. Después de otro silencio, añadió—: No me puedo creer que Curbain vaya a ver a la policía. Se está produciendo un cambio histórico en un breve plazo de tiempo, damas y caballeros. ¡Curbain se ha regenerado! —Lanzó una aguda y larga carcajada.

—¿Y qué vas a decirles? —preguntó Croo.

—Que te he conocido y que de pronto me he enterado de la existencia de tres cadáveres. Eso me da mala espina, Mortier. La pasma se encargará de averiguar de qué va la cosa. Hay un equipo internacional al completo, de modo que va a ser coser y cantar. Tiene que ver con ese Wanderfogel, ya verás. Si uno sabe algo debe ir a la policía, ¿no?

—Pero y después ¿qué? —preguntó Croo.

—Y yo que sé, tío. Yo sólo sé que de repente me he enterado de tres muertes, yeso no me gusta ni pizca.

—¿Dónde está el equipo internacional? —preguntó Croo.

—Ni idea, pero es fácil de averiguar. Mañana mismo les llamaré.

Croo estaba en la cama del hotel con los ojos enrojecidos. Eran las siete y media de la mañana. Le había entregado el informe a Mochizuki y tenía un par de horas por delante para dormir. Apartó descuidadamente las revistas y las fundas de cartón de los vídeos que cubrían su cama y se sumió en un sueño profundo y reconfortante por primera vez en cuarenta y ocho horas.

—Soy una zorra y una puta, y adicta al sexo, además —le confesó Robynne Green en tono vehemente a Zhiqiang Li.

La consulta de la psicóloga estaba decorada agradablemente con un sofá de tres plazas de piel de color blanco, dos butacas a juego, una mesa baja de cristal y una alfombra de pelo largo, también blanca. Zhiqiang se hallaba sentada en una de las butacas, ligeramente inclinada hacia adelante con expresión de interés, de deferencia incluso, un codo apoyado justo en el borde de su falda roja sobre sus medias de nailon transparentes, la barbilla en la mano, escuchando a Robynne. Ésta estaba hundida en la otra butaca, a todas luces agotada, las largas piernas estiradas, hacia adelante, gesticulando vehementemente con las manos.

—Eso ya me lo dijiste la vez anterior —subrayó Zhiqiang Li—. ¿Qué piensas realmente de las zorras y de las putas? ¿Son malas? ¿Inferiores? ¿Despreciables?

—No —repuso Robynne—. No tengo nada en contra de las zorras o las putas, pero no quiero ser una de ellas. Siento asco de mí misma.

—¿Así que las otras zorras y putas no te dan asco?

—No.

—Vamos a empezar por ver qué entiendes por zorra y por puta —señaló Zhiqiang.

—Las zorras son las que se meten en la cama con cualquiera.

—Y eso es lo que tú haces, de modo que eres una zorra —constató Zhiqiang Li—. ¿Y una puta? Por lo que sé yo son mujeres que comercian con su cuerpo a cambio de dinero. ¿También haces eso?

—No. De hecho, cuando digo puta quiero decir lo mismo que con zorra; personas infieles.

—Bien, eso significa que la mitad de tu acusación podemos dejarla de lado: eres una zorra, pero no eres una puta.

—De acuerdo, sigue —admitió Robynne conteniendo la risa. Luego se quedó mirando fijamente por el gran ventanal con vistas a la vibrante y humeante ciudad. Ningún ruido de fuera penetraba hasta el interior. El aire acondicionado zumbaba y, a lo lejos, a intervalos regulares, se oía el timbre de los ascensores. Zhiqiang guardó silencio.

—Hace que mi vida sea un infierno. Mi concentración se resiente por ello. Me paso el día pensando en él y no puedo hacer bien mi trabajo. Tengo que llevármelo a la cama, pero él no quiere, lo cual me saca de mis casillas —admitió Robynne—. Y no es, ni mucho menos, la primera vez que me ocurre.

Desde que estoy casada no hago más que enamorarme de otros hombres. Durante mucho tiempo eso no ha supuesto ningún problema para mí, pero ahora, precisamente ahora, me pone furiosa. La rabia, la irracionalidad de mi conducta…, ¡es intolerable! Sería una locura si consiguiese seducirlo. Quiero decir que es un compañero de trabajo, y encima durante una investigación tan importante. ¡Es repugnante!

—Me parece importante que hagas una distinción entre las emociones y la conducta —le explicó Zhiqiang—. ¿Te enfadas contigo misma por sentirte atraída por él o te enfadas por haber intentado seducirlo?

—¿Haberlo intentado? Todavía sigo en ello. En cuanto salga de esta habitación volveré a ponerme manos a la obra. Deberías verme, se produce una especie de «clic». Me pongo mis mejores ropas y empieza el juego de miradas. Él no es indiferente. Advierto que me mira, pero tiene esposa y le es fiel; es un buenazo, y quiero conseguirlo.

—¿Te he preguntado si tu emoción o tu conducta te dan asco? —inquirió Zhiqiang.

—Las dos cosas. Si no experimentara esa emoción no tendría esa conducta.

—Hay poca cosa que puedas hacer contra la emoción; es algo que te supera.

—Y que lo digas.

—La conducta está más al alcance de tu control. ¿No podrías tolerar el sentimiento y renunciar a la conducta?

—Claro, en teoría al menos, pero sé que soy demasiado débil para hacerlo.

—¿Demasiado débil?

—Sí.

—¿No querrás decir que eres incorregible? Robynne se echó a reír.

—Sí, eso es lo que quiero decir. Has dado en el clavo Zhiqiang.

—Has dicho, además, que eres adicta al sexo. ¿Qué es exactamente lo que quieres decir con eso?

El rostro de Robynne se ensombreció.

—Quiero decir que el sexo es un estímulo para mí, y que a veces, en contra de mi voluntad, hago lo que sea para recibir ese estímulo.

—Suena como si lo hubieses sacado de un libro —indicó Zhiqiang.

—Y así es —admitió Robynne, sorprendida—. Justo antes de venir a Japón leí un libro sobre las mujeres que tienen adicción al sexo.

—En este caso yo no emplearía la palabra adicción. Desear es algo que le sucede a todo el mundo, y el deseo puede llegar a convertirse en una obsesión. No eres la única a quien le ocurre. Me gustaría hablar de la diferencia entre sentimiento y conducta.

—A mí no. Yo sólo quiero hablar sobre el sentimiento.

—¿Por qué?

—Porque me confunde y me hace la vida imposible, sobre todo ahora, en esta situación. Siento asco de mí misma —repitió Robynne—. Me paso el día mirando fotos de personas mutiladas y asesinadas, escucho los detalles más repugnantes sobre asesinatos en serie y entretanto fantaseo con que hago el amor con él. Gustosamente.

—De acuerdo con mi experiencia, en una situación en que está presente la muerte los deseos sexuales se ven acentuados.

—¿Ah sí? Y ¿cómo es eso?

—Se sabe, por ejemplo, que muchos hombres experimentan una erección justo antes de morir.

—Sí, es cierto, ya lo había oído antes.

—Y también hay muchas personas que experimentan sentimientos eróticos a la vista de un ataúd. Y ¿qué piensas de las monjas que miran fijamente el cuerpo sangrante de Jesús? A veces existe una relación entre la violencia física y el erotismo.

—Sí, pero es enfermizo.

—¿Te lo parece?

—Sí. ¿A ti no?

Zhiqiang meditó por un instante y repuso:

—Depende. Personalmente estoy muy a favor de lo que podríamos llamar la «libertad de las emociones». Los pensamientos son libres, Robynne. No podemos enfadarnos ni con nosotros ni con otros por tener determinadas emociones, porque éstas nos inundan. Nos asaltan, desde fuera, desde dentro, quién sabe. Quizá sean puras reacciones químicas, nadie lo sabe con exactitud. Lo mires como lo mires, no hay forma de evitar sentir lo que sentimos. En ese punto somos totalmente impotentes. Otra cosa muy distinta es la conversión de las emociones en conducta. Ahí sí que podemos influir. La conducta sí puede ser enfermiza, punible, inmoral o carente de escrúpulos; en una palabra: perniciosa para los demás.

—Hummm —musitó Robynne.

Zhiqiang guardó silencio.

—Hay algo de verdad en tus palabras, Zhiqiang —reconoció Robynne.

—También puede darse el caso de que una conducta sea perniciosa para ti misma —prosiguió la psicóloga—. Eso también es malo. Imagínate que consigues seducido; para quién es más dañino, ¿para ti, para él, o para los dos?

—Para él, porque tiene a su esposa. Y para mí, porque haría que me avergonzase ante su mujer.

—Y ¿tú? Porque tú también estás casada, ¿no?

—Sí, pero yo ya llevo años acostándome con otros hombres. Para mí es lo normal.

—¿Tiene eso algo que ver con el hecho de que tus padres sean mormones?

Robynne soltó una carcajada.

—Si mis padres lo supieran…

—¿Lo haces por eso?

—¿Quién sabe?

—¿Cómo estás tan segura de que él no quiere acostarse contigo por fidelidad a su mujer? ¿Te lo ha dicho?

—No.

—Quizás ocurra algo tan sencillo como que no le pareces atractiva.

—Has dado en el calvo. —Robynne torció el gesto y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.

Zhiqiang le tendió un pañuelo de papel que sacó con ademán rutinario de una caja de cartón que estaba junto a ella en el suelo.

—Esa rabia… —le dijo a Robynne mientras ésta seguía llorando—, cuéntame más sobre ello. ¿Contra quién te enfadas tanto?

—Contra él. Porque tiene el valor de rechazarme.

—Ah, bien.

Robynne Green reía y lloraba a la vez.

—Siempre me pasa lo mismo: cuando me enfado empiezo a llorar. ¿Qué tengo que hacer, Zhiqiang?

—No lo sé. ¿Qué quieres hacer?

—Quiero que se me pase esta obsesión para poder concentrarme en mi trabajo.

—La obsesión no desaparecerá por el momento, eso te lo aseguro.

Robynne, que había parado de llorar, asintió.

—Sí, es posible que tengas razón.

—¿Qué piensas hacer?

Robynne suspiró, abrió la mano que tenía crispada en un puño y dejó caer el pañuelo de papel sobre el regazo.

—No sabría decirlo. Estoy tan cansada de mí misma…

—Hummm —murmuró Zhiqiang.

—¿Qué debo hacer Zhiqiang?

—Para empezar, creo que deberías intentar no enfadarte contigo misma por las emociones y el deseo que sientes. Piensa en la situación, analízala, y dentro de un par de días seguimos hablando del tema. No puedes resolverlo todo en una sesión.

—Tienes razón —admitió Robynne—. Gracias.

—No hay de qué.

Bertus Hogenelst subió animadamente las escaleras que llevaban de la decimoséptima planta del hotel a la decimoctava, donde quería revisar las nuevas llamadas que pudiesen conducir a la identificación de sospechosos. Al final de la escalera tuvo que detenerse unos instantes para recuperar el aliento. Sus jadeos resonaban contra la pared embaldosada. Los rayos de sol se filtraban oblicuamente por las ventanas cubiertas de polvo. Eran las seis de la mañana y Bertus se había propuesto trabajar un poco antes del desayuno, porque temía que Zhiqiang Li saliera con otro de sus juegos. Extrajo una cajetilla Mild Seven Lightyun encendedor del bolsillo de su pantalón de pana y estudió la figura que aparecía en la cajetilla. Sacó con desgana uno de los cigarrillos con filtro del extraño envoltorio (había agotado las existencias de Caballero que había traído de casa) y, mientras lo encendía, entornó los ojos hinchados y echó un vistazo al Sol. Tenía un aspecto repugnante. Fumó sin ser consciente de hacerla. Al menos los párpados parecían menos hinchados. Notó que la nicotina le llegaba al cerebro e inmediatamente después se sintió en condiciones de pensar con claridad. Recordó las listas con números de teléfono que la tarde anterior había estado estudiando en su habitación. No había ni un solo número en las llamadas telefónicas de las víctimas que coincidiera. Significaba que éstas no tenían amigos, conocidos, médicos, dentistas u otros contactos comunes. Tampoco se conocían mutuamente. Daba comienzo el sexto día de la investigación y hasta el momento nadie se había tomado ni una sola hora libre. Bertus pensó en Robynne y en su invitación a visitar las galerías de Ginza. Con un gemido aplastó la colilla en el cenicero lleno de arena que estaba colgado de la pared y entró en la oficina. La puerta estaba un poco abierta. No había nadie. Miró alrededor. La estancia se hallaba escrupulosamente ordenada. Las mesas de despacho eran de acero gris, más anticuadas aún que las que él y su personal tenían en Amsterdam. Los ordenadores eran enormes armatostes que habían cogido un tono amarillento. Los archivos se encontraban en cajas de madera puestas de lado. Las carpetas de cartón estaban cuidadosamente clasificadas. Detrás de un tabique se encontraban arrinconados varios muebles del hotel.

Oyó una voz suave procedente de una habitación. Bertus se dirigió hacia allí y abrió la puerta. Al otro lado de un separador estaba una de las telefonistas, con los auriculares puestos, hablando con una persona que había llamado al número de colaboración ciudadana. La conversación se estaba desarrollando en una lengua que Bertus no conocía, coreano, quizá. Detrás de la telefonista había un sofá anticuado y delante de éste una mesa baja y redonda en la que se hallaban los expedientes relacionados con la información recibida listos para su examen. Era la primera vez que Bertus estaba en ese lugar. Las copias de los informes solían distribuirse por las habitaciones hacia las doce del mediodía. Se sentó en el sofá. El tejido lanoso del tapizado le pinchaba los muslos a través del pantalón, lo que resultaba molesto. Miró un par de pilas de carpetas y se inclinó sobre una de ellas, de color amarillento, en la que aparecía escrita la frase «mort recent». Sentía un picor insoportable en los muslos; se puso de pie y leyó el contenido de la carpeta. Curiosamente, había muchas confesiones; gente que aseguraba haber cometido los asesinatos. En la última hora, según comprobó, se habían producido tres. Curiosamente, todos los que se habían autoinculpado de cometer los crímenes eran japoneses de sexo masculino. A Bertus le llamó la atención el siguiente informe:

Mujer con chal de colores identificada en la cabina telefónica BC983 en Iitabashi por un vecino del bloque de viviendas de enfrente, en la primavera de 1997. La mujer con chal llamaba a menudo desde aquella cabina, por temporadas casi a diario. Al principio se pasaba mucho rato al teléfono, una hora aproximadamente. Poco a poco las llamadas fueron haciéndose más frecuentes pero más breves, de alrededor de un cuarto de hora. El informante dijo haber reconocido el color del chal en una foto aparecida en el periódico.

Bertus sacó el informe de la carpeta y se encaminó a la oficina. La fotocopiadora todavía no estaba encendida, y le costó algún esfuerzo conseguir que funcionase.

—Ésta podría considerarse la información de la semana —musitó para sí mientras estudiaba aquel aparato ultramoderno en busca de la ranura por donde debía pasar el documento—. Cabina BC983 en Iitabashi. Voy a buscar a Mochizuki.

Creía recordar que Mochizuki había expresado su intención de pasar la noche en el hotel trabajando. Al parecer, en esos momentos estaba descansando en una de las habitaciones reservadas para los miembros externos del equipo. Llamó a una puerta al azar. Mochizuki abrió la puerta una ranura, después de par en par y dejó entrar a Bertus. Con su pijama de color azul celeste y sus zapatillas de un verde chillón tenía un aspecto desarmante. Escuchó a Bertus adormilado, pero levantó el auricular del teléfono de la habitación en cuanto oyó el número de la cabina telefónica. La voz del japonés que ladró al otro lado de la línea sonó extraña y brusca a oídos de Bertus. No había nada en aquellos sonidos que le resultara mínimamente familiar.

—He llamado a la NTT —anunció Mochizuki en su inglés gutural mientras volvía a colgar el auricular—. Van a investigarlo. A las cinco de la tarde recibiremos un extracto de las llamadas efectuadas desde esa cabina durante el último año anterior a junio de 1996.

—¿Se pondrá usted en contacto con Silva para hablarle de ello? —inquirió Bertus.

—Sí —afirmó Mochizuki—. Lo veré en el comedor.

Mientras el personal de NTT intentaba averiguar los registros de la cabina de teléfonos BC983 en Iitabashi, Mochizuki y Watanabe estaban en el abarrotado andén de la estación de Akasaka-Mitsuke en dirección a Ginza. Había largas colas de personas esperando pacientemente los trenes. Un agudo timbrazo anunció la llegada de los correspondientes a la línea de Ginza. Con cada tren, la cola avanzaba un poco mientras los empleados de los ferrocarriles, provistos de paños blancos, empujaban a los últimos viajeros que forcejeaban en los escalones de las puertas automáticas intentando meterse dentro educadamente pero con vehemencia. Luego las puertas se cerraban con un siseo y la masa humana se comprimía aún más. Partes de camisas, chaquetas y bolsos de mano sobresalían por un sitio y por otro. Las puertas volvían a abrirse y los empleados con los paños extendidos por ambas manos metían dentro los objetos salientes.

Mochizuki maldijo por lo bajo cuando el tren se puso en movimiento y vio que Watanabe seguía en el andén gesticulando con expresión de impotencia. Empujó con todas sus fuerzas la masa de gente que había en el vagón, abrió una ventanilla y gritó:

—¡Aoyama Ichome, salida B4, te espero ahí!

Watanabe asintió y alzó los brazos al cielo en gesto de desesperación. Mochizuki, que recuperó su posición vertical gracias a los otros pasajeros, extrajo un libro del bolsillo de la chaqueta y se puso a leer concentradamente, aislándose por completo del mundo que lo rodeaba.

—Lo siento, no he podido entrar —se disculpó Watanabe, colorado y jadeando a causa de la carrera.

—Llevo un cuarto de hora aquí —le replicó enfadado Mochizuki, que lo esperaba en la salida B4.

Watanabe se inclinó en silencio.

—Vuelve a mirar al mapa a ver dónde está el Instituto Goethe —ordenó Mochizuki.

Watanabe estudió el mapa de la zona expuesto en una columna, delante de la salida de la estación.

—Por ahí, la tercera a la derecha, la segunda a la izquierda, cuarta a la derecha —indicó, y echó a andar por delante de Mochizuki. Éste lo siguió, refunfuñando y enjugándose la frente con un pañuelo.

En la entrada del Instituto Goethe reinaba un caos extraño. Sobre el suelo de mármol había un montón de tierra en el que había palas clavadas y chicos y chicas japoneses, adolescentes en ropas desaliñadas, estaban entretenidos intentando sujetar un móvil de gruesas barras de bambú que pendía del techo, anudándolo con trozos de tela de color rojo a las ramas de un árbol que se hallaba fuera del edificio. Las cintas rojas quedaban atrapadas una y otra vez entre las puertas automáticas de cristal que no paraban de abrirse y cerrarse.

—¿Qué está pasando aquí? —espetó Mochizuki en dirección a Watanabe.

—Aguarde un momento, me informaré —dijo Watanabe.

Mochizuki permaneció con las manos en los bolsillos y una expresión de regodeo pintada en el rostro observando cómo los jóvenes fracasaban en su intento de sujetar el móvil giratorio con las cuerdas de nailon. Uno de los palos de bambú dio contra la cabeza de un chico subido a una escalera, que se encogió de dolor; una chica que estaba sentada fuera, en una de las ramas del árbol, soltó un chillido. Cada vez que alguien se acercaba a las puertas, éstas se abrían y cerraban sin hacer ruido, el móvil se iba hacia dentro y el árbol hacia afuera con un nuevo impulso.

—¡Pide que paren esas puertas! —gritó el chico de la escalera. La chica fue corriendo en dirección a la hilera de puertas cerradas en uno de los pasillos. Watanabe apareció con un hombre de semblante gris.

—Mochizuki-san, mis excusas por este desorden, pero esta noche tenemos una representación. Soy Uwe Sone, jefe del Departamento Cultural, acompáñeme a mi despacho. La señora Welt lo está esperando allí.

Mochizuki se inclinó, le hizo una señal a Watanabe y siguió al hombre por unos pasillos hacia un despacho muy luminoso decorado con muebles de pino y muchas plantas. Ahí estaba Bettina Welt. Se intercambiaron las tarjetas de visita. Uwe Solle hablaba un japonés impecable.

—Toma notas —le ordenó Mochizuki a Watanabe. Watanabe extrajo del bolsillo de la chaqueta un pequeño magnetófono y le dirigió una mirada interrogante a Mochizuki.

—Dáselo a la señora Welt.

Sin la menor expresión de enfado, Bettina cogió el aparato que Watanabe le tendía.

—¿Tiene usted algún inconveniente en que grabemos la conversación? —le preguntó a Solle, que hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Instituto Goethe, señor Solle, 5 de septiembre de 1997, nueve de la mañana —musitó Bettina por el micrófono del magnetófono.

—¿Conocía usted a Ian Wackwitz? —preguntó Mochizuki dirigiéndose a Solle.

—Sí. No supe que estaba muerto hasta que vi su foto en los periódicos. Sólo lo conocía de forma superficial, pero sé dónde estaba regularmente. Aquí organizamos muchos actos culturales. Wackwitz formaba parte de un grupo de actores germano-nipón dirigido por un japonés y cuyo cuartel general está en Hachioji. No puede llamarse danza o teatro a lo que hacen; es más bien una especie de teatro total. Los miembros del grupo definen a sus espectáculos como performances, pero no pueden compararse a lo que entendemos en Europa por ese nombre. Es una mezcla de teatro japonés y europeo, moderno y tradicional; buto lo llaman. Esta noche ensayarán aquí. Disponemos de una sala estupenda, pero por lo general evitan las salas corrientes. Aunque no son muy conocidos, a mí me parecen interesantes, y quiero darles una oportunidad. Atraen a mucho público joven. Supongo que ustedes querrán hablar con su director.

—Nos gustaría mucho —repuso Mochizuki—, pero antes cuéntenos qué sabe usted de Wackwitz.

—La verdad es que no mucho —admitió Solle—. Venía por aquí. Hacía instalaciones y a veces participaba en las representaciones. Se ocupaba de comprar los materiales para las obras. Presentaba un presupuesto, lo estudiábamos juntos y yo le daba el dinero que él creía que iba a necesitar. Después de la función contábamos la recaudación. Casi siempre recuperaba la suma que le había entregado, porque él era muy prudente a la hora de gastar. El pago de los artistas invitados, cuando se daba el caso, lo arreglaba con el director del grupo.

—¿Quién es el director y dónde puedo encontrarlo?

—Se llama Kazuo Yamaguchi. Vendrá hoy por la tarde. Si usted quiere, puedo llamarlo e intentar concertar una cita con usted.

—Si es tan amable.

Solle cogió el teléfono e hizo una llamada. Puso la mano sobre la bocina y miró a Mochizuki inquisitivamente.

—¿Esta noche después de la función?

—¿No podría ser antes?

—¿Por la tarde entonces, alrededor de las tres y media, por ejemplo?

—¿Y más temprano? —preguntó Mochizuki.

—Yamaguchi-san está ahora en Hachioji; necesita al menos dos horas para llegar hasta aquí.

Mochizuki levantó las manos, dio un paso en dirección a Solle, cogió el auricular de manos de éste y le habló a Yamaguchi en voz alta. Enojado, volvió a poner el auricular en su sitio.

—Me ha colgado.

—¿Le gustaría ver la representación?

Mochizuki negó con la cabeza.

—Puede utilizar esta habitación para su entrevista —ofreció Solle.

Mochizuki asintió e hizo un gesto a Bettina de que detuviese el magnetófono.

—Con qué cosas se encuentra uno en esta clase de investigaciones —comentó una vez que estuvieron en la calle, debajo de un árbol alto en el que se había instalado un grupo de jovencitas—. Me sorprendería que sacáramos algo en claro de todo esto.

—Esperemos que no sea así —dijo Watanabe en voz baja.

—Tengo poco tiempo Mochizuki-san —le dijo un par de horas más tarde el alto y calvo Yamaguchi en un tono casi amenazador—. He de supervisar el ensayo final.

—Muy bien, entonces seremos breves. ¿Cómo conoció usted al señor Wackwitz?

—No lo conocía muy bien. Hacia algunos recados para nosotros cuando actuábamos. A menudo se alojaba en la casa del grupo, en Daigo. No sé mucho más. ¿Puedo irme?

Mochizuki se puso de pie, pero no podía competir con el gigante musculoso que lo miraba impaciente.

—¿Podríamos ir a visitar la casa?

—Eso no es una pregunta sino una orden —señaló Yamaguchi—. Aquí está la dirección y el modo de llegar. —Escribió algo en un trozo de papel que había sacado del bolsillo del pantalón y se lo entregó como una celebridad entrega un autógrafo—. Pregunten a Saburo en la tienda que hay al final de la parada del autobús. Tiene un Land Rover y podrá llevarlos. Eso sí, deberán pagarle. —Hizo una reverencia y salió de la habitación.

Mochizuki lo siguió hasta el pasillo, enfadado.

—Usted no es quien decide cuándo se ha acabado la conversación, Yamaguchi-san.

Yamaguchi se detuvo en seco.

—¿Ah, no?

—Esa información podría habérmela dado por teléfono. En vez de eso me ha tenido aquí dos horas esperándole.

Yamaguchi puso sus sucias manazas sobre los hombros de Mochizuki y le dio un empujón. El policía fue a dar con la espalda contra la pared del estrecho pasillo. Bettina Welt salió del despacho de Solle con Watanabe pisándole los talones y fue detrás del director teatral.

—Deje que se vaya —le gritó Mochizuki, señalando con la cabeza en dirección a Yamaguchi, que ya estaba bajando la escalera.

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