Sushi

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A las seis y media de la mañana siguiente, séptimo día de investigación, el equipo fue convocado con carácter de urgencia. Reinaba una profunda consternación. Un Mochizuki totalmente extenuado acababa de comunicar que se había cometido un noveno asesinato. Dos empleados de seguridad acababan de encontrar el cadáver del padre Arturo Adel, un misionero filipino de treinta y nueve años, en un centro comercial de Shibuya-ku. El cuerpo se hallaba en un terreno salobre a los pies de la colina sobre la cual se había construido recientemente el centro comercial. La naturaleza de las heridas y la forma en que habían dispuesto los restos, sobre una «bandeja» de piedras colocadas unas junto a las otras, no dejaba la menor duda de que se trataba de una nueva víctima del asesino en serie.

En la sala de reuniones reinaba un silencio absoluto. Los presentes se frotaban los ojos y el cuello y se daban masaje en las sienes.

—Mierda, mierda, mierda —masculló Robynne. Tornaron el café en silencio. El resto del desayuno estaba prácticamente intacto.

—El asesinato debió de cometerse alrededor de las dos de esta mañana —comenzó Mochizuki—. He destinado diecinueve hombres para que recojan los primeros datos sobre la víctima. En cuanto sepamos quiénes son las personas a las que tenemos que interrogar enviaré a uno de ustedes a hacerlo.

»El lugar del crimen y los restos mortales han sido minuciosamente estudiados por nuestro anátomo-patólogo. En el lugar del crimen se han analizados grandes charcos de sangre, en los que, al parecer, está presente el virus del VIH. Dicho virus no fue detectado en la sangre de los restos mortales analizados. Eso significa que en el lugar del crimen había sangre de dos personas. El terreno está siendo investigado en busca de otras pistas. Mucho me temo que las víctimas sean dos y que una de ellas haya sido trasladada a otro lugar.

—Eso no sería característico del asesino que buscamos —apuntó Bertus Hogenelst, tajante—. ¿Por qué no nos ha despertado, Mochizuki-san? ¿Por qué ha dejado la parte más precaria de la investigación en manos del equipo japonés? ¿Ha actuado conforme a lo acordado?

—Me pareció que ustedes necesitaban imperiosamente descansar —respondió Mochizuki sin pestañear.

—¿Cómo ha dicho? —saltó Fowell—. ¿Desde cuando es usted nuestra madrecita aparte de nuestro inspector jefe?

—¿Madrecita? —repitió Mochizuki con ingenuidad.

—Su madre —le tradujo Watanabe haciendo un gesto de impotencia con las manos—. Su guardián.

—La hora de este asesinato no se corresponde con los anteriores —señaló Robynne.

—¿Es posible que hubiese salido un copycat? —intervino Li—. ¡Dios no lo quiera!

Copycat —repitió Mochizuki con expresión interrogativa—. ¿Se refiere a alguien que imita al asesino? —preguntó asombrado.

—Sucede a menudo —respondió Li.

—Sería un desastre —admitió Fowell.

—No nos dejemos llevar por las especulaciones —aconsejó Mochizuki—. De hecho, hoy no podremos trabajar en este último caso. Hasta que no dispongamos de todos los datos necesarios y los hayamos analizado nos limitaremos al orden preestablecido.

Bertus soltó un bufido, visiblemente enfadado.

—Me quejaré de él al coordinador de la conferencia, ese estúpido cabezota —susurró en la oreja de Robynne.

—Vayamos por partes —le musitó ella y con un gesto le dio a entender a Bertus que ahora le tocaba escuchar.

—Ayer por la noche llamé a la directora de la Fundación Help para pedirle una cita a fin de comenzar con los interrogatorios dentro de la fundación —les informó Mochizuki—. Trabajan doscientos cincuenta y dos voluntarios en ella. Podemos pasamos por ahí a partir de las dos de la tarde, que es cuando está reunido el personal fijo. En consecuencia, quiero volver a repartir las tareas. Dado el repentino giro de los acontecimientos me veo obligado, muy a mi pesar, a cancelar las horas libres que Lacoste-san tenía hoy y las de Inoue-san para mañana.

Yvonne y Yukiko asintieron.

—La directora de Help es norteamericana y se llama Molly Tender. No informará de antemano a los miembros de su personal que vamos a interrogados. Tender me ha comunicado cuáles son los departamentos que hay en la Fundación y me ha asegurado que tendremos total libertad para investigar. No obstante, me ha avisado que la fundación está obligada a mantener en secreto los nombres de sus clientes.

»La secretaría de Help está formada por un plantilla fija de cinco mujeres, entre ellas Molly Tender. Se encuentran en una dependencia de la iglesia luterana, en el distrito de Iidabashi. Quiero que Green-san vaya allí esta tarde.

Robynne Green hizo un gesto de conformidad.

—También hay una pequeña sección en la que un equipo de cuatro asistentes, antiguos consejeros pastorales, reciben a los clientes, el registro de los cuales se hace a través de la secretaría. Los consejeros trabajan a media jornada o cuando se requieren sus servicios. Todos han accedido a estar presentes esta tarde. La sección se encuentra en el distrito de Shibuya, en el edificio anexo a una iglesia baptista. Me gustaría enviar allí a Valenti-san. Lucia asintió en silencio.

—También hay una sección de formación para voluntarios —prosiguió Mochizuki—. Todos los voluntarios están obligados a asistir a un cursillo antes de ocupar sus puestos junto al teléfono. Esta noche tendrá lugar una de esas clases de formación en el sótano del templo baptista que he mencionado. ¿Podría usted ir, Silva-san?

—Desde luego.

—Y, por último, está la oficina donde se atienden las llamadas solicitando ayuda. Ahí se recogen las llamadas realizadas al número seis veces 03, entre ellas las de nuestras víctimas. La oficina está ubicada en la tercera planta de la iglesia luterana, en Iidabashi. ¿Podría ir Hogenelst-san? Hoy, después de las doce del mediodía, habrá una de las componentes del equipo de la señora Molly Tender además de dos voluntarias que atienden las líneas telefónicas.

Bertus levantó la mirada de sus notas y asintió con expresión de malhumor.

—Para obtener la información que necesitarán para hoy, como direcciones y los nombres del personal de Help, etcétera, pueden pasarse por la oficina de las señoras Lacoste e Inoue a partir de las nueve de la mañana.

»Querría pedirles a Welt-san y a Fowell-san que por hoy ocupen mi lugar como observadores para que yo pueda ir a mi despacho y ocuparme, junto con mi equipo japonés, del caso de Arturo Adel.

Bettina Welt y Jack Fowell asintieron, cogieron sus apuntes y fueron a sentarse a la mesa, el uno junto al otro. Fowell acercó la cara a la de Bettina y le susurró algo. Ella le respondió mientras se echaba hacia atrás intentando evitar el aliento de Fowell.

Bertus se situó detrás de ambos.

—Mochizuki tendrá que responder por esto —afirmó—. Yo me encargaré de que así sea.

Bettina se volvió hacia él y dijo en tono amistoso:

—La investigación continúa. No quieras cambiar a los japoneses de la noche a la mañana, Bertus. No es el momento adecuado para eso.

—Lo que ese hombre ha hecho es una vergüenza, sea japonés o no, y cada vez que digo algo al respecto me llevo un chasco. ¡Es realmente ridículo!

Bertus estaba rojo de ira.

Una vez que Mochizuki se hubo marchado a su despacho, Bettina aprovechó la oportunidad para regresar sola, y sin ser invitada, a la casa del grupo de artistas en Daigo. De ese modo también evitaba pasar el día con Fowell en el hotel. Era el mediodía y en el andén de la estación de Hachioji hacía calor. Dentro del autobús de color beige que la llevó hasta Daigo la atmósfera era tan húmeda que los cristales estaban completamente empañados. Bettina reconoció justo a tiempo entre el verdor el lugar donde se había caído un árbol, y se apresuró a pulsar el botón rojo luminoso para hacer que el autobús se detuviera.

En la rotonda umbría había un frescor agradable. El rumor de los arroyos en la lejanía le sonaba irrealmente familiar, como si estuviese de regreso en casa. Se detuvo ante la polvorienta tiendecilla de Saburo. ¿Le pediría a éste que la llevase hasta la casa? Entró en el local en penumbra. Reinaba el silencio y olía igual que las tapas de cartón de las tarrinas de helado saben al lamerlas. Llamó un par de veces; tímidamente al principio, más fuerte después. No hubo respuesta. Bettina avanzó con cuidado por entre los anticuados congeladores y los estantes bajos llenos de comestibles en dirección a la trastienda. Cautelosamente abrió la puerta de madera. Sobre un tatami, en la oscura trastienda que estaba vacía salvo por un par de cajas de cartón, se hallaba Saburo, profundamente dormido. Apestaba a alcohol. Whisky, sospechó Bettina. Se encogió de hombros, salió de la tienda y echó a andar por la carretera que conducía a Daigo.

El ruido de los arroyos que fluían con rapidez fue haciéndose más intenso. Bettina se detenía de vez en cuando para escucharlo. ¿O se trataba acaso del viento entre las ramas de los árboles? El paseo estaba sentándole muy bien después de la conmoción que había supuesto el contraste entre el hotel, excesivamente refrigerado, y el sofocante calor de Tokio. Sintió que la invadía una oleada de excitación.

Daigo quedaba más lejos de lo que había sospechado, y para cuando reconoció el punto en el que la carretera se convertía en un camino sin asfaltar le dolían los pies. Tomó el abandonado sendero que conducía ala casa con prudencia, y de inmediato vio que las puertas correderas que daban al porche de madera se abrían. Antes de llegar, gritó:

Gomenkudasai!

Una mujer enjuta salió de la casa y le dirigió una mirada miope detrás de unas sucias gafas con montura de metal.

—¿Está el señor Yamaguchi? —preguntó Bettina. La mujer meneó la cabeza y permaneció muy callada con los brazos pegados al cuerpo, prácticamente inmóvil.

—¿Está usted sola? —inquirió Bettina.

La mujer asintió.

—¿Quién es usted?

—Soy del equipo internacional de policía que investiga los Asesinatos del Pescado —respondió Bettina—. Ya he estado aquí anteriormente con Mochizuki-san. ¿Le dice algo ese nombre?

La mujer negó con la cabeza.

—¿Quién es usted? —quiso saber Bettina.

—Momo Ashikawa —se presentó la mujer, e hizo una reverencia—. Soy la ayudante de Yamaguchi-san y exbailarina.

—¿Podría hacerle algunas preguntas?

Momo Ashikawa asintió con expresión adusta y entró abruptamente en la casa. Bettina se disponía a seguirla, pero Momo ya estaba nuevamente fuera con dos cojines planos y cuadrados. Los puso cuidadosamente el uno junto al otro en el suelo del porche y le indicó a Bettina que se sentara. Bettina le dirigió una mirada penetrante de reojo. Momo fue respondiendo a sus preguntas con voz monótona. Permanecía con la vista al frente, mirando por encima de sus gafas hacia la inmóvil fronda de bambúes, de la que se elevaba el ensordecedor chirrido de las semi.

—Estoy especialmente interesada en los extranjeros que se hospedan aquí de vez en cuando —le informó Bettina—. ¿Lo hacen muy a menudo? ¿En qué número?

—Eso depende. En ocasiones hay muchos; otras, prácticamente ninguno. Hay un par que llevan viniendo desde hace mucho tiempo.

—¿Cuánto hace que el grupo tiene esta casa?

—Unos diez años. ¿Por qué lo pregunta?

—¿Se acordaría usted de los extranjeros que pasaron por aquí…, digamos en los últimos seis meses?

—Sí, claro —respondió Momo—. Ianu-san, por supuesto, pero ése está muerto, como usted bien sabe.

—Sí. ¿Cuándo se enteró usted?

—Hace un par de días; me lo dijo Yamaguchi-san. Nos quedamos muy sorprendidos. Después caímos en la cuenta de que hacía mucho tiempo que no venía por aquí.

—¿No lo echó usted en falta? Él llevaba a cabo algunas tareas para el grupo ¿no es así?

—Sí, pero en realidad deseábamos quitárnoslo de encima. Nos parecía que no encajaba bien en nuestro grupo.

—¿Por qué?

—Porque tenía un humor inestable, y para que un grupo como éste funcione se necesita un carácter fuerte y saber escuchar a Yamaguchi. Ianu-san nos parecía demasiado testarudo y débil. Nuestro grupo tiene que seguir, tiene que triunfar, también en el extranjero, y para eso hay que ser fuerte.

—¿Por qué Wackwitz daba una impresión de inestabilidad?

—Era muy introvertido y por las noches hacía muchas llamadas telefónicas. Aquí no hacemos eso. Por ejemplo, tenemos muy poco contacto con nuestras familias.

—¿Quiénes más había?

—Un holandés.

—¿Hendrik Mechanicus?

—Eh…, no…, sí, ése también, Hendurikku-san, pero me refiero a Jannu-san.

—¿Jan?

—Sí.

—¿Jan qué más?

—No lo sé, no conozco el apellido de ninguno de ellos. Aquí a los extranjeros se les llama solamente por el nombre.

—¿Y ese Hendrik?

—Venía a menudo con un americano alto. Se quedaban a dormir y al día siguiente continuaban su camino.

—¿Tim?

—¡Timmu-san! Sí, así se llamaba.

—Y ¿quién más?

Momo frunció el entrecejo y enumeró:

—Jannu-san, Hendurikku-san, Jeromi-san, Timmu-san, Ianu-san…

—¿Jan, Hendrik, Jeromy, Tim y Ian? ¿Quién es ese tal Jeromy? ¿Todavía viene de vez en cuando? —preguntó Bettina en el tono más neutro de que fue capaz. Sentía que las mejillas le ardían. Momo asintió sin dar muestras de que advirtiese el nerviosismo de Bettina.

—A veces nos ayuda con los aparatos de vídeo. Es cineasta y sabe reparar cámaras. A veces, cuando tenemos que trabajar fuera, filma las actuaciones.

—¿Qué aspecto tiene? ¿Cuál es su apellido?

—No lo sé. Es alto y delgado. Suele llevar un pañuelo en la cabeza. A veces, por las noches, se disfraza. Creo que es uno de esos gays a los que les gusta llevar ropa de cuero. Cuando va a la ciudad se pone un traje de motorista. Luego, ya tarde, vuelve a devolver la ropa.

—¿De quién es esa ropa?

—Forma parte de nuestro vestuario, pero hace años que no lo utilizamos. Ahora solemos usar kimonos o bailamos desnudos. Antes sí que nos poníamos uniformes o cosas por el estilo. Es un viejo uniforme de policía, según recuerdo.

—¿Esas prendas están aquí?

—Ni idea. Creo que Jeromi-san las considera suyas. Lleva un par de años utilizándolas. A nosotros no nos importa.

—¿Me dejaría buscarlas?

—Será mejor que lo haga yo —repuso Momo—. ¿Me acompaña?

Se puso en pie y Bettina la siguió al interior de la casa en penumbra. Después de dejar atrás seis esteras de tatami, abrió una puerta corredera detrás de la cual había un montón de vestidos coloridos. Muchos de ellos estaban hechos harapos o comidos por las polillas. Bettina vio que Momo revolvía una de las pilas.

—No hay ninguna prenda de cuero, se nota enseguida —anunció mientras se ponía de rodillas y empezaba a hurgar en otro montón de ropa. Bettina se sentó a su lado y la ayudó a registrar. Se pasaron así unos veinte minutos, en absoluto silencio.

—No —dijo al fin Bettina, soltando un suspiro—, aquí no está.

Momo se puso en pie y le hizo una seña a Bettina de que la siguiera. Ambas caminaron por el suelo de madera de la galería, Bettina en calcetines, Momo con los pies descalzos fuertes y morenos. Saltó ágilmente del porche y le tendió la mano a Bettina, que fue a dar con los pies sobre unas ramas muertas de abeto y, al igual que Momo, se agachó para mirar por debajo de la casa. Vieron un bulto informe y oscuro.

—Lo que suponía —confirmó Momo—. Lo ha escondido aquí. Siente una vergüenza terrible.

Bettina asintió.

—¿Con cuánta frecuencia suele venir a buscarlo?

—Yo no estoy siempre aquí, de modo que no tengo ni idea; pero llama antes de venir.

—La próxima vez que lo haga, ¿podría usted avisarme? —preguntó Bettina, conteniendo el aliento. Momo asintió con expresión circunspecta.

Bettina le dio su tarjeta.

—Desde estos momentos le impongo el deber de guardar silencio. No debe contarle a nadie lo que ha pasado entre nosotras hoy.

—¿Ni siquiera a Yamaguchi-san? —preguntó Momo con los ojos como platos.

—Ni siquiera a Yamaguchi —respondió Bettina.

A las dos de la tarde Robynne Green se presentó ante Molly Tender, la directora de la fundación Help. Molly Tender era una mujer fornida bien entrada en la cuarentena. Llevaba un vestido veraniego tan juvenil como holgado, con un lazo en la espalda. Calzaba sandalias ortopédicas de color blanco y tenía los pies deformados por la artritis. Resollando con fuerza fue delante de Robynne hacia su despacho. Tenía un rostro ancho y blando en el que destacaban unos ojos azules y una voz extraordinariamente nítida, alegre y fuerte.

—Siéntese, señora Green. ¿Qué le apetece tomar? ¿Café?

—Muchas gracias, señora Tender —dijo Robynne—, y un vaso de agua, por favor.

—¿Una Coca-Cola Light quizá? Yo me tomo doce o más a lo largo del día. Una adicción, podría llamarse. Cuando quiera. —Se inclinó en su asiento hacia una caja de cartón llena de latas que estaba debajo de su mesa.

—No gracias, prefiero agua.

—Tengo entendido que su presencia aquí guarda relación con esos repugnantes asesinatos. No le preguntaré cómo es que su investigación la ha conducido hasta esta modesta organización. Estoy a su entera disposición. Me parece que lo más indicado será que empiece por explicarle cómo trabajamos aquí.

—Sí, por favor, señora Tender.

Una mujer asiática entró y puso una bandeja sobre la mesa.

—Gracias, March —dijo Molly, y le dirigió una mirada afectuosa a la mujer—. ¿Le molesta si me quito los zapatos, señora Green? Me hacen daño.

—Adelante.

Molly Tender se quitó las sandalias. Mientras se frotaba los nudosos dedos de los pies, empezó a contar:

—Help empezó en 1973. Fue fundada por un par de misioneras protestantes que regularmente tenían que vérselas con gente desquiciada perteneciente a las comunidades extranjeras. Eran de las que socorrían a los fracasados y a los sin techo que no encontraban amparo en ningún otro lugar, de las que acogían en casa a los que ni las clínicas japonesas, ni el Ejército de Salvación ni otras instancias podían ofrecerles ayuda. Eran las que sentadas a la mesa de la cocina, especialmente por las noches, en la Navidad o Año Nuevo, escuchaban historias de aislamiento, inadaptación cultural, depresión y soledad. En aquellos tiempos había unas diez familias de misioneros protestantes. Muy pocas para tanto dolor. Las mujeres decidieron organizarse y crear un teléfono de la esperanza. Se turnaban para responder a las llamadas. Al principio trabajaban desde su propia casa.

»Durante el desarrollo económico de los años setenta llegaron muchos extranjeros a Tokio, especialmente europeos y norteamericanos. En los años ochenta también llegaron de otras partes de Asia: Tailandia, Filipinas, Corea, Indonesia… Al principio de la década de los noventa, cuando en realidad ya había empezado la recesión económica, arribaron más personas procedentes de Oriente Próximo. Lo hicieron por millares, procedentes de Pakistán, Irak, Irán, para trabajar en la construcción, recoger las basuras, limpiar las calles… Muchos entraban con un visado de turista y trabajaban de forma ilegal. Había un grupo aparte formado por chicas de alterne y prostitutas. Éstas procedían principalmente de Tailandia y Filipinas. Entre estas chicas la necesidad era muy grande. Para poder dar abasto al constante flujo de personas necesitadas, las misioneras empezaron a formar a mujeres a fin de que pudiesen desempeñar el trabajo. Así comenzaron nuestros cursillos de formación, que poco a poco han ido ganando en calidad y que se llevan a cabo dos veces al año. Quienes se inscriben en ellos son, por lo general, las esposas de empresarios e industriales que, debido al traslado de sus maridos a Tokio, han sufrido en carne propia el aislamiento. Mujeres que en el pasado estaban acostumbradas a desempeñar un papel en la sociedad.

»En vista de que teníamos que vérnoslas con personas de convicciones religiosas y morales muy dispares, decidimos que la forma de ayuda cristiana había dejado de ser viable y optamos por un enfoque “no sectario”. Así fue como nació Help. Ahora tenemos más de doscientos cincuenta voluntarios y nuestro teléfono de la esperanza funciona las veinticuatro horas. Nuestros voluntarios hacen como mínimo un turno al mes. Ofrecemos asistencia en situaciones críticas, en caso de problemas personales, jurídicos y económicos. Estamos en contacto con una red de abogados, hospitales y otras instituciones de carácter social. También estamos bien representados en el ámbito empresarial. Todavía no contamos con subsidios por parte de la administración, pero recibimos dinero para mantenemos a través de iglesias y empresas, así como de organizaciones y particulares. Y anualmente organizamos unas jornadas de recaudación de fondos, llamadas “Amigos de Help”.

»Por el momento recibimos unas cuarenta mil llamadas al año, lo que significa más de una centenar diarias.

Los problemas van de los muy sencillos, como gente que se ha perdido en el metro, a los muy complejos, incluidos intentos de suicidio, crímenes… Recibimos llamadas tanto de las víctimas como de los autores, de ancianos como de niños, de hombres de negocios como de vagabundos…

Y, claro está, hacemos todo cuanto está en nuestra mano para ofrecerles atención y, si las personas lo permiten, un asesoramiento cara a cara. A los más pobres los ayudamos de forma gratuita. Tenemos cuatro consejeros que acuden cuando los necesitamos. No es mucho, pero es un principio. Constantemente hemos de vérnoslas con problemas económicos. Con nosotros trabajan cuatro extranjeras que están casadas con japoneses. Hacen muchas horas a cambio de un salario muy bajo. Ellas son March Ogino, de Filipinas, la que nos ha traído el café, es la contable; Emma Doi, holandesa, que es mi secretaria personal; Stephany Dan, norteamericana, coordinadora de los voluntarios, y Henriette Kuwahara, también de Holanda, encargada de la recaudación de fondos y de recibir a los clientes. Todas ellas hablan japonés y saben lo que significa ser extranjero en esta sociedad. Juntas formamos un quinteto firme, y desearía pedirle que se dirija a ellas con el máximo tacto posible cuando aborde el tema de esa terrible investigación que está llevando a cabo.

Para mí son como mis hijas, y me siento muy en deuda con ellas.

—Me gustaría interrogarlas. Le prometo que seré breve y les robaré el menor tiempo posible.

—De acuerdo —dijo Molly Tender—. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?

—Quizá más tarde. Muchas gracias por su explicación, señora Tender. Si no pone usted objeción, me gustaría tener una conversación con ellas, ahora.

Molly Tender acompañó a Robynne hasta un pequeño despacho donde las mujeres se hallaban concentradas realizando sus respectivos trabajos. El mobiliario estaba desgastado y los ordenadores eran muy anticuados.

—Chicas, ésta es Robynne Green —anunció Molly Tender.

Las cuatro mujeres parecían cansadas, pero en sus ojos había la misma mirada intensa que Molly Tender. Dejaron a un lado sus actividades e invitaron a Robynne a tomar asiento a una mesa que había en una habitación anexa, pobremente amueblada pero limpia y ordenada. En la pared, y por encima de un estante de madera de roble, había colgada una medalla esmaltada de color anaranjado con una imagen de la Virgen.

—Tengo que hacerles unas preguntas —dijo Robynne—. Una pista nos ha conducido hasta su organización y desearía pedirles su colaboración.

Las mujeres sentadas alrededor de la mesa la miraron con expresión seria.

—Eh, no hay que ponerse tan lúgubre —añadió Robynne en tono distanciado—. Cuéntenme qué es lo que hacen.

—En realidad no se trata de nada especial —empezó March con una risita forzada—. Intentamos hacer que las cosas sigan funcionando. Nuestro trabajo administrativo y financiero lleva meses de retraso, pero estamos acostumbradas. Hacemos lo que podemos.

—No acabo de entender qué es lo que me impulsa a seguir haciendo este trabajo —confesó Henriette Kuwahara—. Las jornadas son largas y la paga escasa, pero jamás me había sentido más útil que ahora. Hacemos un trabajo realmente necesario. Es la gente que precisa de nuestra ayuda. Personalmente soy miembro de la Iglesia Unida de Tokio, pero me pregunto si las iglesias pueden hacer lo suficiente para auxiliar a los desamparados, a los solitarios… Creo que no. Nuestros voluntarios están tan bien cualificados, son tan competentes y están tan motivados… El ofrecer ayuda sigue estando en manos de las mujeres. ¿Terrible, no cree?

—Al grano, Henriette —señaló March, la filipina—. Molly y yo somos las encargadas de llevar las finanzas. Como ya le he dicho, esto es un desastre. Las facturas de teléfonos se pagan puntualmente, y eso nos permite seguir funcionando. Nuestros acreedores son discretos, gracias al prestigio de que disfrutamos entre la comunidad de extranjeros. Mucho me temo que si corre la voz de que se está llevando a cabo una investigación policial dentro de nuestra organización esa buena voluntad se acabará.

—Soy la secretaria de Molly —intervino Emma—. Me ocupo de concertar las citas y escribir sus cartas. Soy una persona puntual. Si Molly no me tuviera a mí…

—Eso es verdad —reconoció Molly desde la otra oficina; estaba revolviendo unos papeles—. Yo soy caótica, emocional e impulsiva.

—¿Y usted? —le preguntó Robynne a Henriette.

—Yo me ocupo de los contactos con las instituciones y empresas. Coordino las colectas anuales y organizo eventos culturales como conciertos y exposiciones. Asimismo, dedico cuatro horas diarias a la admisión de clientes para nuestro grupo de psiquiatras y psicólogos. Por lo tanto, la mitad del tiempo trabajo para Molly y la otra mitad para el departamento clínico, que tiene un director distinto.

—¿En qué consiste exactamente el proceso de admisión? —se interesó Robynne.

—Me comunico telefónicamente con las personas a quienes se les aconseja recibir una terapia. Me llaman y yo redacto un informe sobre su problemática. En función de ese informe los derivo a un psicoterapeuta apropiado para su caso.

—Así pues, usted está en estrecho contacto con los clientes y conoce sus problemas —apuntó Robynne.

—Sí, pero como usted comprenderá, esa información es confidencial y ni siquiera puede ser revelada a la policía sin más ni más.

»Todos nuestros voluntarios trabajan bajo nombres supuestos. La comunidad extranjera es relativamente pequeña y el servicio tiene que ser anónimo mientras se encuentren en ese estadio de atención telefónica.

—Lo entiendo. —Robynne Green asintió—. Me falta contarle quién soy yo y qué es lo que hago —intervino Stephany—. Soy la coordinadora de los voluntarios. Dirijo los cursillos de formación, confecciono el horario mensual y coordino las consultas de los solicitantes habituales.

—¿Qué son los solicitantes habituales?

—Las personas que nos llaman de forma regular, un par de veces al día, por ejemplo, y a veces durante años. Para ellos hemos dispuesto líneas especiales. A diferencia de lo que ocurre con las personas que telefonean de forma puntual, para ellos hay un límite de tiempo, de lo contrario tendrían todas las líneas ocupadas permanentemente. Se trata con frecuencia de personas depresivas, lo que nosotras denominamos «víctimas profesionales». La mayoría se niega a someterse a una terapia y sigue llamándonos, presa de temores acuciantes.

—Su organización me ha dejado muy impresionada —confesó Robynne.

—Esperemos que siga así —señaló Henriette con vehemencia—. Imagino que entenderá los riesgos que supone para nosotros una investigación como la que usted está llevando a cabo.

—Sí, lo entiendo —concedió Robynne.

En el distrito de Shibuya, Lucia Valenti aguardaba a los cuatro consejeros profesionales de Help en una sala del edificio anexo de la iglesia baptista. Aburrida, echó un vistazo a la pequeña habitación amueblada con viejas sillas y mesas. En el suelo había una alfombra manchada de color verde claro. Lucia hundió en ella el tacón y hurgó en un trozo suelto del posabrazos del sillón de mimbre en que estaba sentada. Repiqueteó con los dedos, produciendo un sonido lúgubre. A través de la ventana se filtraba una luz cenicienta sobre el empapelado amarillento. Un fluorescente estropeado se encendía y apagaba de manera irritante. El aparato de aire acondicionado hacía un ruido ensordecedor. La estancia era fría y húmeda y olía a colchones viejos. Lucia sintió un estremecimiento. Los cuatro consejeros se presentaron al mismo tiempo. Eran dos mujeres y dos hombres, uno de los cuales se presentó como Ron Sullivan, el director del departamento clínico.

Presentó a los otros tres consejeros: Bob Thomson, consejero y pastor protestante; Ginny Cohen, especialista en problemas de alcoholismo y drogodependencia; y Grace De Vries, especializada en terapia sistémica. Un poco más tarde entró jadeando Henriette Kuwahara, a quien Robynne Green acababa de interrogar.

—¿Podría examinar los informes?

—Eso depende de a qué informes se refiera —respondió Ron Sullivan—, pero si se refiere a los expedientes de nuestros clientes, desde ya le digo que no y que mañana mismo consultaré a nuestro abogado.

—Lo que quiero saber es si entre los voluntarios o clientes de Help hay una persona que responda a las siguientes características: sexo masculino; cabello fino y lacio; viste prendas de cuero; tiene boca y barbilla frágiles; habla inglés con acento suramericano o del norte de Europa; siente fascinación por los cuchillos; tiene una conducta social normal; y es probable que su nombre empiece por I o que se haga llamar Jeromy Wanderfogel.

—No —contestó Ron Sullivan—. Mire, señora Valenti…, debe usted entender que no podemos permitir el acceso a los expedientes de nuestros clientes así como así. No tengo ningún motivo para pensar que entre ellos pueda encontrarse el responsable de los Asesinatos del Pescado, y estoy dispuesto a repetir esta afirmación bajo juramento. En cuanto a los voluntarios, no los conozco a todos. Molly Tender la informará mejor al respecto.

—En ese caso no hay más que hablar —dijo Lucia—. Yo que usted llamaría a su abogado hoy mismo, señor Sullivan, porque mucho me temo que tendrá que darnos esos expedientes.

—No le queda duda que lo haré —respondió Ron Sullivan.

Los consejeros se miraron los unos a los otros por un instante y luego Grace De Vries tomó la palabra. Era una mujer morena con el cabello largo y suelto. Tenía una voz sonora y pronunciaba con precisión y claridad.

—Henriette es quien hace la primera entrevista telefónica. El cliente le llega a través de un voluntario que previamente ha hablado con él. Ella lo interroga sobre la naturaleza de su problema y de acuerdo con éste lo ubica en una categoría determinada. En función de dicha clasificación, decide con Ron Sullivan quién es la persona más adecuada ala que deben derivar al cliente. El siguiente paso es consultar al consejero. Y, si éste está de acuerdo con el caso, se concierta una cita para una serie de sesiones.

—¿Alguna vez se rechaza algún cliente? —preguntó Lucia Valenti.

—En principio, no. Aunque a veces puede darse el caso de que haya una lista de espera. Por muy enfermos que estén nuestros clientes, muy raramente se los dirige a una clínica psiquiátrica, porque irían a parar a una institución japonesa y se encontrarían aún más aislados. Intentamos que mantengan su independencia en la medida de lo posible. Mientras un extranjero sea capaz de mantenerse a flote mal que bien en esta ciudad, es que no está tan mal como piensa.

»Henriette, Ginny, Bob Thomson y yo somos psicólogos y trabajamos bajo la supervisión de Ron Sullivan, que es psiquiatra. No podemos recetar medicamentos, ni siquiera Ron, porque hemos estudiado en una universidad norteamericana. Por ese motivo Ron trabaja con un psiquiatra japonés que hace las recetas y las firma.

»Los clientes tienen que venir a nosotros, pues no hacemos visitas a domicilio. También ese aspecto está relacionado con nuestra estrategia terapéutica. Por supuesto, disponemos de un equipo de crisis que se mantiene en contacto con la policía y con un hospital. Como verá, estamos preparados para cualquier situación posible.

Ese mediodía, Mochizuki recibió un mensaje en que se informaba de cuál era el monasterio zen donde Marco Polo se hospedaba de vez en cuando. Se trataba del monasterio de la secta Rinzai, en las montañas de Minakami. Watanabe lo llevó hasta allí y se quedó esperándolo en el coche. Mochizuki nunca había estado en un monasterio, y miró alrededor con inseguridad. El superior del monasterio, ataviado con negras vestiduras, lo hizo pasar. Con prudencia, Mochizuki cruzó el umbral a otro mundo y fue conducido por un suelo de madera del dojo. Desde fuera del monasterio se oía un tremendo alboroto: golpes, gritos y el agudo repiquetear de una campana. El ritual del trabajo, le comentó el monje. En el portal había un hombre tendido en el suelo. Para sorpresa y desconcierto de Mochizuki, el superior propinó un bastonazo al hombre, que entró en el edificio para volver a salir casi al instante y apoyar la frente sobre el suelo de madera, inmóvil.

—Esto va en contra de la ley. Usted no puede ir golpeando a la gente con un bastón —le advirtió Mochizuki al superior.

—Ese hombre se ha sometido a este ritual de forma totalmente voluntaria —respondió el superior en tono áspero.

—¿Ritual? Le ha dado un golpe realmente fuerte.

—En su opinión, Mochizuki-san, ¿el ritual es algo que tiene que ver con el cuerpo o con el espíritu?

—Con el espíritu —respondió Mochizuki.

El monje sacudió la cabeza.

—Con el cuerpo —replicó—. Y un ritual tiene que sentirse.

Siguieron caminando por unos largos pasillos al final de los cuales el monje abrió la puerta de una estancia de piedra donde varios monjes calvos limpiaban cuidadosamente el arroz en el más absoluto silencio. Parecían estatuas, hechos de piedra como la estancia en que se hallaban, estáticos e inexpugnables. Mochizuki quiso entrar para hablar con ellos, pero el superior lo detuvo y le dijo que debía esperar.

De fuera llegaba un ruido apagado y el tintineo de unas campanas de cobre.

—El zazen ha dado comienzo —anunció el superior.

Durante cuarenta minutos observaron a distancia a treinta monjes, vestidos con kimono negro y una prenda blanca debajo del mismo, que iban a sentarse en fila sobre los bajos estrados de espaldas al centro de la sala, con las manos colocadas la una sobre la otra y las puntas de los pulgares unidas. Mochizuki intentó imitarlos con sus manos fuertes y grandes. Uno de los monjes se paseaba entre los sentados, golpeando en el hombro con un trozo de madera a los que se distraían.

Después de la meditación, en otra estancia dio comienzo un servicio en el que se entonaban cantos extraños con voz aguda. Mochizuki escuchó concentrado.

A continuación se sirvió la comida. Del techo del comedor colgaba un pez de madera al que se iba golpeando con un palo mientras en unos cuencos oscuros se servía la sopa de arroz extraída de unos cubos de madera. En unas mesas bajas había bandejas con verduras escabechadas y cuencos con sopa de miso. Con cuidado Mochizuki fue bebiendo a pequeños sorbos la sopa clara mientras en la cocina se desataba un nuevo tumulto. Unos monjes entraron con cubos de agua y procedieron a limpiar a gran velocidad el suelo y las paredes. El superior le explicó que llevaban cuatro meses haciendo las mismas faenas: cocinar, limpiar, afeitarse la cabeza, trabajar la tierra, limpiar la nieve…

Mochizuki abordó a un grupo. El superior lo dejó hacer.

—¿Es dura la vida aquí?

—Los primeros meses son los más difíciles, y muchos enferman —respondió un monje, con una expresión radiante en el rostro.

—¿Se ha producido alguna muerte?

—Creo que en una ocasión sucedió algo así —contestó otro entre risas.

—¿Por qué están ustedes aquí?

So ne —repuso el primer monje, y se rascó la barbilla, pensativo.

—¿Tiene que ver con la iluminación?

—¿La iluminación? ¿A qué se refiere?

—Al satori, la liberación espiritual.

So ne

Mochizuki se volvió hacia el superior, que seguía detrás de él, y le preguntó:

—¿Puede decirme por qué le pegaba a ese hombre?

—Para darle la oportunidad de estirar las piernas.

—¿Qué hace ahí todo el tiempo?

—Suplica para ser aceptado como monje.

—¿Marco Polo también tuvo que pasar por eso?

—Sí, por supuesto.

—¿Cuánto tiempo lleva ese hombre ahí?

—Tres días.

—¿Cuándo se le permitirá entrar?

So ne.

—¿Era Marco Polo un buen discípulo?

So ne; no, en realidad no lo era. Le faltaba la disciplina suficiente. La vida monástica lo hacía desgraciado, pero él aún no lo sabía.

—¿Tienen algún teléfono aquí?

—No, hay una cabina fuera, en el camino.

—¿Pueden salir los monjes por las noches?

El superior permaneció pensativo unos instantes.

—No es el propósito, pero no está prohibido.

—¿Salía de vez en cuando Marco Polo por la noche?

—No sabría decírselo; eso es un detalle que no controlamos.

Después de la conversación durante la cual se habían ido apretujando, con curiosidad, en torno a Mochizuki, los monjes volvieron a separarse en grupos disciplinados. Algunos iban a recoger las hojas caídas de los árboles, otros a trabajar la tierra, según le dijo el superior. Éste y Mochizuki siguieron a uno de los grupos hacia el interior del monasterio, donde un anciano monje con un kimono amarillo estaba sentado en una silla de madera. En tono solemne, los monjes le fueron formulando preguntas a las que él daba respuestas descabelladas y a voz en grito, a pesar de que los tenía muy cerca. Mochizuki los escuchaba aturdido. «¿Cuál era la forma de tu rostro antes de nacer? ¿Qué sonido tiene una campana de cobre desprovista de badajo? ¿Cuántos milímetros se desgasta al año la coronilla de una cabeza? ¿Avanza un caracol que va arrastrándose sobre el lomo de un gato en dirección a la cola mientras éste corre sobre el techo de un tren en el sentido opuesto a la marcha?».

Después empezaba abruptamente otra tanda de faenas y a continuación volvían a sentarse, según le contó el superior. A Mochizuki le pareció que ya había visto bastante y se despidió. En el coche, casi sin tomar aliento, le contó todo lo sucedido a Watanabe, que durante todo ese tiempo había estado esperándolo dentro del coche.

Fueron hasta la cabina de teléfonos que había junto a la carretera, más abajo. Cuando llegaron, Mochizuki se bajó del vehículo y le dictó a Watanabe el número de la cabina. En silencio, los dos hombres regresaron a Tokio, Mochizuki profundamente sumido en sus cavilaciones, Watanabe respetando su silencio con deferencia.

Aquella tarde contaron su historia al equipo internacional. El asombro de Mochizuki aún no se había desvanecido y seguía impregnando su voz.

—Hice que la NTT investigase si desde la cabina que hay al costado de la carretera se ha llamado a menudo al mismo número de teléfono. No tardaron en averiguarlo, porque esa cabina apenas se utiliza. Salvo durante cierto período de tiempo. Todas las conversaciones telefónicas se llevaban a cabo por las noches, y las primeras eran muy largas, de una hora o más. Después fueron haciéndose más frecuentes pero más breves, de unos diez o doce minutos. Las llamadas iban dirigidas a Help.

»Marco Polo no era feliz en el monasterio, pero lo ignoraba, según el monje superior. Señoras y señores, ¿no les parece eso una curiosa afirmación por parte de ese religioso?

—¿Cómo es posible que le haya sorprendido tanto la clase de vida que se lleva en un monasterio zen, Mochizuki-san? —le preguntó Bertus, extrañado.

—En realidad, apenas sabía de la existencia de esos monasterios —confesó Mochizuki—. Hay veces que los extranjeros parecen saber más de nuestra cultura tradicional que nosotros mismos. Siempre son ellos los que hablan del teatro no y el kabuki, de los tambores taiko, del budismo zen. Yo jamás me he visto relacionado con esos temas. Una parte de la vida de Marco Polo se desarrolló en ese mundo extraño del monasterio zen.

»Necesito tiempo para pensar —comentó de pronto—. Les deseo buenas noches a todos. Pueden localizarme en la habitación del hotel. En vista de que la investigación se está acelerando, a partir de ahora permaneceré aquí.

7 DE SEPTIEMBRE

Lo impensable ha sucedido: se ha cometido un nuevo asesinato. La víctima es el padre Arturo Adel. El desconcierto es mayúsculo, porque en el escenario del crimen se han encontrado dos tipos distintos de sangre humana. No sólo la del padre Adel, por lo tanto. ¿Significa esto que hay dos víctimas y una de ellas ha sido trasladada a otro lugar? ¿Es obra de «nuestro» asesino? El crimen se cometió un par de horas antes que los demás. ¿Se trata de la obra de un imitador, o el asesino ha entrado en estado de pánico porque estamos tras él y se ha vuelto descuidado?

Cada vez me resulta más frustrante el que cuantas más cosas suceden menos puedo contarle a Matthijs. Nuestras conversaciones telefónicas han pasado a ser un tanto irreales.

Fui a la casa que el grupo de teatro tiene en Daigo un poco a la buena de Dios. Ya sabíamos que Wackwitz y Mechanicus habían estado ahí, pero que ese Wanderfogel también se hubiese hospedado en la casa es algo nuevo. ¿Acaso el vídeo porno de Croo tenía razón? En caso afirmativo resulta doblemente lamentable que lo hayan expulsado.

No he tocado la ropa que había debajo de la casa. Mochizuki se ha deshecho en elogios y reverencias. Lo imposible ha sucedido: Mochizuki me toma en serio.

Hoy Green y Valenti han seguido la pista en la fundación Help. El laboratorio sigue teniendo problemas para entregarme mis fotos. Enfadarse no sirve de nada.

Me he despertado fatal, sin duda a causa del somnífero que me dio Li, aunque quizá se deba a que nos convocaron muy temprano. Según Li, son muchos los miembros del equipo que sufren de insomnio.

Hace una hora he oído ruidos procedentes de la habitación de Lucia, aquí al lado. Hasta ahora Valenti había estado muy tranquila, pero parece ser que Silva le ha hecho una visita. Se lo han pasado estupendamente a juzgar por lo que se oía. Lucia le explicaba a Silva, con voz chillona, que en japonés no se dice «correrse» sino «ir». Cuando se corre, el japonés dice «¡voy!». No paraban de reír.

Hoy Mochizuki me ha parecido conmovedor mientras hablaba del monasterio zen. No tenía ni idea de que existieran instituciones semejantes dentro de su propia cultura. Es ridículo; en Occidente te bombardean con el zen.

Esta tarde me he pasado por una tienda de material de oficina en Shinjuku y ahora estoy escribiendo esto con un bolígrafo nuevo. En esta ocasión se trata de un My Kitty. Ahora tengo doce bolígrafos nuevos.

La cadena del Lejano Oriente informó: Libro de condolencias por la Madre Teresa en la embajada de India; inauguración de un supermercado norteamericano en Osaka; cursos para embarazadas extranjeras en Tokio.

El proceso contra el líder de la secta Asahara está tomando un cariz extraño. Según parece, Asahara habría empleado el término phowa en relación con el asesinato del abogado y la familia de éste, así como con otros asesinatos. Se trata de un término religioso procedente del sánscrito y que se refiere a «transmutación de las almas al pasar a una esfera más elevada». Asahara cuenta con buenos abogados que, aun cuando nadie duda de su culpabilidad, siguen intentando cargar las culpas en sus seguidores.

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