Sushi

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Bertus Hogenelst formaba parte de un equipo internacional de policías que iba a reunirse en Tokio para resolver el caso de los ocho Asesinatos del Pescado. Los crímenes habían recibido ese nombre por haber sido cometidos con un cuchillo largo, especial para limpiar pescado, y porque los restos mortales de las víctimas se hallaban dispuestos como si se tratase de un pescado listo para ser servido: las dos mitades del cuerpo yacían planas contra el suelo, como dos contraventanas abiertas, a los lados de la columna vertebral.

Dado que ninguna de las víctimas era de nacionalidad japonesa, estos asesinatos no sólo tenían en vilo a Japón, sino que en los últimos meses también se habían convertido en noticia en el mundo entero. La policía japonesa no había logrado demasiados progresos en la investigación desde que se descubriera el primer asesinato en Tokio el marzo anterior, probablemente porque las pesquisas se desarrollaban en ámbitos pertenecientes a diversas comunidades extranjeras. Los medios de comunicación occidentales habían alzado un dedo acusatorio contra Japón, tachando a este país de «autista». Finalmente, en una conferencia internacional celebrada en Honolulú y organizada por Estados Unidos, se acordó poner el caso en manos de siete inspectores y criminólogos extranjeros que trabajarían en colaboración con el inspector jefe de la policía de Tokio, Ichiro Mochizuki. El coordinador de la conferencia había añadido al equipo dos directoras administrativas, un intérprete y una psicóloga. Esta última se encargaría de ayudar a los miembros del equipo con el perfil del asesino y de las víctimas; asimismo, les prestaría apoyo en los momentos de mayor tensión laboral. Desde Estados Unidos se había insistido en la presencia de esa profesional encargada de controlar el estrés. Los siete miembros del equipo, la psicóloga y las dos directoras administrativas habían sido alojados en el hotel Príncipe Akasaka, situado en pleno centro de Tokio, que, desinteresadamente, y a petición del inspector Mochizuki había puesto a su disposición dos plantas del enorme edificio.

Las víctimas de los Asesinatos del Pescado eran:

Marcus Bopp (42 años), suizo, experto en sistemas de seguridad, hallado muerto el 2 de marzo en Sendagaya gochome en el distrito de Shinjuku. El cadáver, troceado como para preparar sushi, fue encontrado en un camino cenagoso junto a una valla de hormigón, en la parte trasera del parque de Shinjuku. Los interrogatorios a los vecinos, los familiares en Suiza y los empleados de la empresa, que entretanto había cesado su actividad, no habían aportado ninguna prueba hasta el momento.

Ian Wackwitz (32 años), alemán, fue hallado el 19 de abril, abierto en canal, por unos basureros que iban camino de su camión. El cuerpo estaba casi completamente deshuesado en medio de un óvalo hecho con bolsas de basura extendidas. Según su familia en Alemania, Wackwitz estaba buscando trabajo y de vez en cuando le salía alguna sustitución como profesor de alemán.

Jacob Parker (36 años), estadounidense, era el fundador de la Academia Harvard para la Comunicación Internacional, en Odawara. Los volantes de color pastel de la academia prometían un «enfoque creativo» en el aprendizaje del inglés para japoneses. El impreso de matrícula, de color amarillo pálido, atribuía el que muchos japoneses no hablasen inglés al hecho de que estaban poco habituados a utilizar el hemisferio izquierdo del cerebro. El cadáver de Parker fue encontrado el 27 de mayo por siete estudiantes de secundaria en un puente de hierro sobre la nueva autopista de Koganei, en el barrio del mismo nombre. Desde entonces, la academia había interrumpido las clases.

Irina Skoynich (33 años), polaca, vivía con un japonés llamado Morio Abe en una zona apartada del distrito de Iitabashi. Llevaba una vida aislada de ama de casa y en su tiempo libre se dedicaba a la pintura. La encontraron el 12 de junio debajo de una escalera en forma de cúpula lista para ser colocada en un parque infantil.

Marco Polo (36 años), italiano, murió la noche del 30 de junio. Un niño que estaba jugando halló su cuerpo en un hoyo que había junto al arrozal en un barrio de las afueras de Hachioji. No se disponía de ninguna información sobre Polo.

Larry Maxwell (34 años), australiano, era director de vídeos y vivía en un pequeño apartamento situado en el barrio de Yotsuya. Daba clases de inglés y, a veces, trabajaba como modelo posando en estudios de dibujo, financiando así sus vídeos artísticos. El cadáver fue descubierto el 18 de julio en el jardín de una casa desocupada próxima a su apartamento. Los colgajos de carne separada del hueso estaban expuestos de manera casi estética sobre las piedras cercanas a un pequeño estanque.

Hendrik Mechanicus (36 años), holandés, asesinado la noche del 12 de agosto. Mechanicus trabajaba media jornada como ayudante administrativo en la CasaJaponesa-Neerlandesa y estudiaba japonés cinco días a la semana en una prestigiosa academia en Yotsuya. Para agilizar su aprendizaje de la lengua vivía con una familia japonesa en Chiba. Sus restos mortales fueron hallados en una vía de servicio cerca de la estación de Chiba. Estaba en el arcén, como un atún en una bandeja, listo para ser servido.

Hughes De Keuninck (34 años), belga, fue asesinado el 15 de agosto, sólo tres días después de Mechanicus. Era propietario de la pequeña librería QueBook, de Chiba, donde vendía libros de segunda mano en inglés, alemán y francés.

En la decimoséptima planta del hotel Príncipe Akasaka, en un comedor reconvertido en sala de reuniones, se hallaba el inspector jefe Mochizuki a punto de transferir las tareas y responsabilidades del equipo de investigación japonés al equipo internacional. A primera vista Mochizuki era un hombre imponente. Les sacaba una cabeza a sus subordinados y, como suele ocurrir con algunos japoneses, tenía rizos cortos y apretados, como si hubiese llevado demasiado tiempo unos rulos pequeños. Cuando él giraba su formidable cabeza, su cabellera permanecía inmóvil. A diferencia de sus subalternos, no llevaba uniforme sino que iba vestido con un traje entallado pasado de moda. Mantenía los brazos extendidos a los costados del cuerpo, con las manos pegadas a las costuras de su pantalón azul marino.

Los miembros del nuevo equipo habían ido llegando en avión al aeropuerto de Narita en el transcurso de la tarde anterior, procedentes de diversos rincones del mundo; colaboradores de Mochizuki, con guantes blancos, habían salido a su encuentro y los habían conducido a Tokio a bordo de Toyotas grises.

A Mochizuki le bastó un leve ademán para que todos sus subordinados, veintidós en total, contó Bertus, entendiesen que debían tomar asiento alrededor de la mesa en forma de U. Todos se sentaron de inmediato, atentos y callados. Los extranjeros que integraban el equipo internacional, por el contrario, ocuparon sus sillas de forma desordenada y ruidosa. Mochizuki se acercó a éstos, seguido de su intérprete, y les pidió que tomasen asiento en el lado opuesto de la mesa, de manera que ambos equipos quedasen frente a frente. Se dirigió al grupo en un tono autoritario sin mirar a nadie en particular y solicitó que se pusiesen los auriculares que estaban sobre la mesa. A continuación se encaminó hasta un pequeño estrado y se situó detrás de un atril, siempre seguido de su intérprete. Primero se presentó y luego hizo lo propio con éste, cuyo nombre era: Ichiro Watanabe. El largo discurso que siguió fue pronunciado en voz alta, a través de un micrófono que resonaba en exceso. Empezó mencionando los nombres y rasgos de los miembros del antiguo equipo, que se ponían de pie y hacían una leve inclinación de la cabeza al tiempo que les agradecía su dedicación. Señaló que aunque ciertamente los equipos japonés e internacional no trabajarían juntos, el primero seguiría encargándose de gran parte del trabajo rutinario entre bastidores. A continuación procedió a citar los nombres y nacionalidades de las víctimas y mencionó el dolor que sus muertes sin duda habrían ocasionado a sus familiares. También tuvo palabras para los testigos que habían encontrado los cadáveres; entre ellos había niños y una mujer embarazada, que había perdido al hijo que esperaba al día siguiente de hallar el cadáver de Irina. Mochizuki fue tratando todos y cada uno de esos temas en tono lacónico, como si estuviese leyendo la lista de la compra. Tenía las manos apoyadas sobre el tablero del atril, la una junto a la otra. Las uñas le brillaban como si las llevase pintadas.

Los miembros del equipo internacional formaban una fila desordenada. Algunos estaban haciendo dibujos, inclinados hacia adelante; otros fumaban, muy echados hacia atrás. Cuatro de ellos no se habían puesto los auriculares, en tanto que algunos permanecían con los ojos cerrados.

Mochizuki procedió a presentados: Gerardo Silva (México), Lucia Valenti (Italia), Jack Fowell (Australia), Marc Croo (Bélgica), Bertus Hogenelst (Holanda), Robynne Green (Estados Unidos) y Bettina Welt (Alemania). A continuación presentó a las dos coordinadoras: Yvonne Lacoste (Francia) y Yukiko Inoue (Japón), y finalmente a la psicóloga, Zhiqiang Li (China). Todos se fueron poniendo de pie a medida que Mochizuki citaba sus nombres. Dos de ellos incluso llegaron a hacer una inclinación de la cabeza; se trataba de la japonesa Yukiko Inoue y de la china Zhiqiang Li.

Durante todo el tiempo que durase la investigación, el equipo se alojaría en el hotel, salvo aquellas personas que viviesen en Tokio, como era el caso de Li, Watanabe y el mismo Mochizuki. No obstante, también ellos disponían, de habitaciones por si se daba el caso de que se vieran desbordados por el trabajo.

Mochizuki les comunicó que esa tarde el inspector y criminólogo Gerardo Silva daría una charla, y rogó a los miembros del viejo equipo que asistieran a la misma.

Los integrantes del equipo japonés se pusieron en pie, hicieron una profunda reverencia, todos inclinándose en el mismo ángulo, con las manos pegadas a los muslos, y dijeron al unísono: «Yoroshiku onegaishimasu». Los miembros del equipo internacional no supieron bien cómo reaccionar ante aquello y permanecieron con disimulo detrás de la mesa. Uno de ellos llegó incluso a saludar con la mano, como si fuese el Papa o Michael Jackson. Se trataba del australiano Jack Fowell.

Mochizuki y Watanabe bajaron del estrado y el primero de ellos abrió la puerta. Ambos equipos abandonaron la sala, los japoneses tímidamente y en fila, los occidentales de forma caótica. Robynne Green caminaba junto a Bertus Hogenelst, hablándole en tono estridente. Bertus tropezó y cayó sobre ella, Zhiqiang Li lo sostuvo de un brazo. Gerardo Silva y Lucia Valenti iban riéndose de algo de forma escandalosa; Bettina Welt se inclinó para subirse un calcetín y Jack Fowell le dio una palmada en el trasero al pasar por su lado. Bettina se irguió de golpe, como si le hubiese picado una avispa, y miró enfadada alrededor. Yvonne Lacoste y Yukiko Inoue iban estudiando el plano del hotel.

Watanabe esperó pacientemente a que el tropel de extranjeros pasara por delante de él.

Mochizuki fue el último en abandonar la sala. Una vez en el pasillo volvió la cabeza en todas las direcciones, como un guerrero en campo abierto, y, por encima de las cabezas de sus nuevos subordinados, atisbó el papel plastificado y las puertas de los ascensores de madera de caoba de imitación.

Bertus se restregó el rostro carnoso con sus grandes manos. Con las puntas de los dedos se frotó los párpados cerrados de pestañas rubias. Estaba sentado en el borde de la cama de su habitación, decorada en tonos marrones y beige, pensando en el largo viaje en avión desde Amsterdam hasta Tokio y en los dos policías que habían salido a su encuentro a su llegada al aeropuerto, uno de los cuales sostenía un banderín de plástico amarillo en el que aparecía escrito su nombre y la palabra WELCOME. El apellido Hogenelst estaba mal escrito: en lugar de Hogenelst ponía Hogenelsk. Después vino un trayecto de un par de horas hasta Tokio a bordo de un Toyota gris, primero por la autopista y luego atravesando la extraña ciudad, que parecía de cartón gris, como si estuviese recortada o fuese una de esas maquetas que vienen en el dorso de las cajas de cereales: ventanas pequeñas, planas y negras, diminutos fluorescentes de neón instalados dentro de las construcciones de cartón, nada bonitas, ni atractivas, ni conmovedoras. Sólo extrañas. Un mundo de actividad detrás de diez mil ventanas iluminadas.

Los policías japoneses apenas habían abierto la boca durante el trayecto. Su inglés era poco menos que ininteligible, y Bertus estaba demasiado cansado para hacer un intento serio de entablar conversación. Se había limitado a permanecer quieto y a sentirse incómodo en presencia de aquellos dos hombres silenciosos.

Y en cuanto a Mochizuki… ¡qué formal era ese hombre! Aquel discurso interminable, aquellas reverencias… Bertus rió entre dientes. Era como si algo en su cuerpo hubiese cambiado. Las proporciones y medidas tenían que ser distintas en ese lugar, pensó, las paredes, las escaleras, los peldaños, las columnas, las sillas, las mesas hacían que las casas fuesen diferentes. «Me he pasado toda la mañana dando bandazos de un lado a otro como si estuviese borracho», pensó. Se quitó la ropa, cogió el almidonado nemaki blanquiazul de algodón que había sobre la cama y se lo puso. Como el papel, pensó vagamente, y sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos, los codos apoyados en las rodillas, los pies descalzos bien separados sobre la alfombra, miró el montón de ropa arrugada que había en el suelo.

«Duerme un poco», se dijo voz alta, y poniéndose de pie se dirigió al cuarto de baño. Debajo de la ducha intentó darse un masaje en los oídos todavía taponados y sonarse la nariz, cuyos orificios nasales estaban resecos. De vuelta en la habitación, y ya con el pijama puesto, inspeccionó el contenido del pequeño frigorífico, mientras los cabellos húmedos le goteaban. Cogió una lata de zumo de tomate. No le gustó. Se tumbó entre las sábanas almidonadas, cubierto por la delgada colcha. «Aquí todo es de cartón —pensó—, estoy muerto de cansancio pero totalmente despejado, y estoy seguro de que no podré conciliar el sueño. Todavía no hay nada en que pensar. Me aburro. Mis pensamientos aún no han llegado; deben de estar flotando por algún lugar encima del océano. Soy una vaina vacía en un pijama de papel entre sábanas de cartón».

Se levantó, se dirigió a la ventana y la inspeccionó. Parecía herméticamente cerrada. Una falleba de metal en la parte superior se abría mediante una manivela. La accionó y el aire húmedo le golpeó en la frente. Volvió a cerrarla.

Se tendió de nuevo en la cama: despierto, vacío; la colcha era demasiado delgada, la almohada demasiado dura, sentía el cuerpo demasiado grande, los pies húmedos y fríos. Le molestaba el nudo del cinturón del nemaki. Se levantó y sacó la foto de su esposa Martha de la maleta.

«Ah, Martha, mi chica», musitó, y puso el retrato en la mesilla de noche, junto a la cama. Se apoyó sobre el codo y le confesó al rostro de la fotografía: «Me siento totalmente aturdido y fuera de lugar, espero que pillemos pronto a ese cabrón para que pueda volver a casa».

Alrededor de las dos se quedó dormido. Media hora más tarde sonó el despertador para la primera reunión del equipo.

Bertus reparó en que no era el único que caminaba con paso vacilante. El inspector Fowell, un hombre alto y delgado que vestía un traje de color marrón óxido, iba tambaleándose, tanteando con las manos en dirección a una mesa. A la luz intensa que se filtraba por la ventana semejaba una araña arrastrándose de lado. Fowell también presentaba mal aspecto, pensó Bertus; debía de ser la fatiga del viaje. O quizá lo que pasaba era que el edificio se movía de vez en cuando a consecuencia del viento. Miró al personal que pasaba por delante de él: japoneses pequeños que se movían con ademanes precisos, cuyos cuerpos parecían tan compactos e inexpresivos como huevos. Eligió un lugar junto a la ventana en la mesa dispuesta para el equipo. La ciudad, envuelta en una niebla ocre, se extendía en el horizonte. Creyó divisar las montañas en la lejanía. Una bonita mujer asiática de mediana edad dio unos suaves golpecitos a su taza de café con la cucharilla.

—Buenas tardes a todos —anunció en inglés—. Me llamo Zhiqiang Li y soy psicóloga, como ya les ha comentado esta mañana el inspector Mochizuki. Mochizuki-san me ha pedido que me encargue de abrir esta sesión. Hemos sido convocados aquí para descubrir al autor de una serie de asesinatos horribles. Es importante que nos conozcamos bien los unos a los otros a fin de que podamos trabajar conjuntamente en armonía y seamos capaces de cumplir con nuestro cometido de manera satisfactoria y con la máxima celeridad posible. Por consiguiente, deseo empezar de inmediato con una presentación que constará de varias rondas. La primera pregunta dice así: «¿Quién es usted?». Empezaré yo. Soy china, nací en 1947 en Hong Kong. Estudié psicología clínica en Londres, me doctoré por la Universidad de Berkeley, California, y después regresé a Hong Kong. Cuando me propusieron una asociación me trasladé a vivir a Tokio. Ahora trabajo con un socio norteamericano. Estoy especializada en determinar perfiles de asesinos y víctimas y tengo mucha experiencia en dinámica de grupos, de ahí que me hayan pedido que les preste apoyo. No estoy casada ni nunca lo he estado, y no tengo hijos.

El intérprete Watanabe tradujo de forma casi simultánea al inspector Mochizuki, que se hallaba sentado al lado de Zhiqiang Li, las palabras de ésta. Li esbozó una sonrisa coqueta con los labios pintados de rojo intenso y con un gesto le cedió el turno a su compañero de al lado.

—Soy Ichiro Mochizuki y, como ustedes saben, dirijo esta investigación —anunció arrastrando las palabras y con un acento que lo hacía prácticamente incomprensible.

Pronunció su nombre con mucha rapidez, las palabras en inglés brotaban de su garganta entre silbidos y siseos. A juzgar por la forma en que había impuesto silencio al traductor Watanabe alzando la mano, se deducía que se había propuesto prescindir de sus servicios. No era un hombre acostumbrado a que le llevasen la contraria. Miró alrededor con la confianza incólume de un niño malcriado. Los extranjeros estiraron el cuello en dirección a él como si de ese modo consiguieran entenderlo. Era evidente que había memorizado su breve parlamento en inglés.

—Deseo darles la bienvenida —prosiguió— y espero que, a pesar de la dura y poco placentera tarea que nos aguarda, se sientan como en casa en Japón.

Por un instante pareció que fuese a añadir algo, pero guardó silencio, se inclinó con rigidez, clavó el cuerpo y fijó la mirada al frente como si jamás hubiese hablado.

La mujer rubia que estaba a su lado tomó la palabra.

—Me llamo Lucia Valenti. Trabajo en el Departamento de Investigación Criminal de la policía de Palermo. Soy socióloga y estoy especializada en delitos sexuales. Me han pedido que colabore en esta investigación porque sé hablar, leer y escribir el japonés y conozco bien la cultura japonesa. He estudiado japonés durante años con un profesor nativo que vive en Palermo y estoy muy interesada en Japón. Colecciono cerámica japonesa. Llevo toda mi vida viviendo y trabajando en Palermo.

Se echó a reír de forma infantil. Era increíblemente hermosa: tenía el pelo muy largo y rubio, las cejas finas y oscuras, los ojos pardos y risueños. Era alta, de caderas y pechos generosos, y vestía con ropa tirando a barata. Tenía la piel muy blanca, y unas manos largas, pálidas y frágiles. Hablaba de una manera que la hacía parecer más vulgar. Todos continuaron mirándola y ella se echó a reír de nuevo. A su vecino le resultó difícil tomar la palabra, pues los presentes seguían con los ojos puestos en Lucia Valenti. El hombre se aclaró la garganta y se sonrojó. Lenta y dificultosamente, la atención fue desviándose hacia él.

—Bien, no es fácil estar sentado al lado de una dama tan hermosa —comentó con torpeza. Casi nadie lo oyó. Lucia Valenti hizo una mueca propia de una niña de diez años. Él volvió a aclararse la garganta, se ruborizó ligeramente y añadió—: Soy Marc Croo, de Bélgica. Vivo en Gante y trabajo para la policía de Bruselas. El año pasado estuve colaborando en el caso Van Golberdinge. Probablemente recordarán que Holanda y Bélgica tuvieron que enfrentarse a una oleada de asesinatos. Durante aquella investigación conocí a Bertus Hogenelst, con quien estuve trabajando seis meses. Fue una grata sorpresa ver su nombre en la lista de los miembros de este equipo; es un hombre muy competente. —Desvió la mirada hacia Bertus, quien le dio las gracias—. Desde principios de este año he estado colaborando con la policía de Tokio en la indagación del caso Miyazawa —continuó—. Investigo la relación entre la violencia en las películas y la violencia en la vida cotidiana. Miyazawa asesinó a siete niños pequeños en 1992. Después de su arresto encontraron en su habitación un montón de material de carácter violento. Enviaron copias de dicho material a la universidad para que las investigasen. Hasta hace poco disponía de un despacho y una habitación en el campus de la Universidad de Todai. La investigación concluyó hace un par de semanas, de modo que ahora tengo una habitación aquí, en este hotel, como todos los miembros extranjeros del equipo. Durante mi investigación en Todai me sentí muy solo. No tengo amigos en Tokio y apenas salía del campus. Me alegro de tener ahora compañeros con los que trabajar.

Sentada junto a Marc Croo había una mujer de aspecto juvenil.

—¿Se pasaba usted todo el día estudiando pornografía en un pequeño despacho de la universidad? —le preguntó a Croo.

—No —respondió Croo—. El trabajo consistía básicamente en contrastar datos. Estudiaba estadísticas.

La mujer hizo un gesto de asentimiento y miró alrededor.

—Soy Robynne Green —se presentó—. Vengo de Salt Lake City. Sí, mis padres son mormones. Tengo treinta y cinco años y me encanta el baile, sobre todo la música salsa. —Vestía una chaqueta marrón a cuadros por encima de una camisa de seda blanca y tenía una cabeza pequeña y masculina. Llevaba el pelo corto peinado hacia atrás—. Estoy casada con un japonés, no tengo hijos. Vivimos en Palo Alto y los dos trabajamos en San Francisco. Soy inspectora del departamento de policía. No utilizo el apellido de mi marido porque no hay quién lo pronuncie: Kuroyanagi.

Dirigió la vista a su compañero de al lado.

—Gerardo Silva. Soy mexicano y estoy demasiado gordo. Estoy casado y tengo dos hijos; ambos ya van a la universidad. Vivimos en Ciudad de México. Durante mis primeros años en la policía tuve que hacer muchos trabajos duros en la calle, y he tratado con bandas, entre otras cosas. Pero mi vista empeoró con el tiempo y eso fue lo que hizo que me concentrase más en mi otra obsesión, la vertiente científica de la labor policial: la criminología. El que tiene mala vista acaba engordando demasiado. Y ¿quién es usted? —inquirió dirigiéndose a su vecina, una pequeña mujer japonesa de rostro ancho. Ésta se echó a reír con timidez, pero su voz sonó decidida y su inglés era prácticamente sin acento.

—Yukiko Inoue. Se trata de un apellido muy corriente en Japón. Soy de Hokkaido, la isla más septentrional; allí no hay nada más que vacas. Mis padres son granjeros. Estudié en Tokio y trabajo para la policía como coordinadora del Departamento de Homicidios. Estuve trabajando en este caso antes de que ustedes llegaran aquí y me han seleccionado para ayudarles a utilizar la información de que se dispone mientras dure la investigación.

—Jack Fowell. Australia. Inspector. Brigada de Homicidios. Soltero, quiero decir divorciado. Gracias. —Tenía el rostro delgado, aunque la piel le colgaba un poco, como si en otro tiempo hubiese sido muy gordo.

—Mi nombre es Bettina Welt —anunció la mujer joven sentada junto a Fowell, con indiscutible acento alemán. Tenía un aspecto agradable, aunque un tanto rústico; su cabello era rubio y lo llevaba recogido en una cola de caballo, y tenía las mejillas arreboladas, los ojos azules y la cara redonda—.

Soy alemana, nacida en Múnich, pero vivo en Holanda desde hace ocho años. Soy criminóloga y sinóloga, y trabajo para el Ministerio de Justicia. A raíz de mi matrimonio tengo la nacionalidad holandesa. Mi marido, Matthijs, es holandés y también es sinólogo. Nos conocimos en Berlín. —Con un gesto amistoso y de curiosidad a la vez se volvió hacia la mujer que estaba a su lado.

—Me llamo Ivonne Lacoste, trabajo en París como coordinadora del Departamento Judicial de lo Criminal de la policía. Viví siete años en Tokio porque estaba casada con un japonés. De ese matrimonio nació una niña, Lei. Cuando mi hija tenía tres años me divorcié y regresé a París con ella. Cuando cumplió los seis, volvimos a casarnos, esta vez con un francés. Lei tiene ahora doce.

—¿Volvimos a casamos? —inquirió el inspector Mochizuki.

—Lei y yo —señaló Ivonne Lacoste con una risita pícara.

Mochizuki le dirigió una mirada de extrañeza.

—Es una broma, Mochizuki-san.

La expresión de Mochizuki era ahora de recelo.

—Estudié japonés en París —prosiguió Yvonne—. Domino la lengua y conozco Tokio como la palma de mi mano. Me alegro de estar de vuelta. Yukiko Inoue y yo trabajaremos juntas. Básicamente me encargaré de las traducciones. Mi lengua materna es el francés, pero como ya habrán comprobado también hablo inglés, además de español, italiano y alemán. Ésa es la razón por la que me han seleccionado para esta investigación.

—Ichiro Watanabe, mi tarea será la de servirles de intérprete. Bienvenidos a Japón.

Era un hombre pequeño y con aspecto de comadreja. Tenía la piel opaca y amarillenta. Su traje era una versión en miniatura del de Mochizuki; entallado, de solapa estrecha, con las perneras del pantalón demasiado cortas y las mangas de la chaqueta demasiado largas. Como muchos japoneses, llevaba zapatos de tacón para parecer más alto. Todo el mundo miró con expectación en su dirección pero no dijo nada más.

—Me llamo Bertus Hogenelst, de Amsterdam —dijo éste a continuación—. Soy inspector y trabajo para la jefatura de policía en la sección de Delitos Graves. Como el señor Croo ya ha dicho, el año pasado colaboré en el caso Van Golberdinge, en Holanda. Al igual que el caso que nos ocupa, aquél también estaba relacionado con un asesino en serie. Fue precisamente a raíz de esa investigación que me pidieron que colaborara con este equipo. No sé cómo estarán ustedes, señoras y señores, pero en esta silla diminuta yo me siento como un elefante. Mido uno noventa y ocho, tengo cincuenta y nueve años y estoy casado con Martha. Tenemos cinco hijos; todos ellos viven fuera de casa. Mi esposa es pianista y yo toco el contrabajo. A los dos nos gusta mucho la música. ¡Ah!, había esperado que los edificios de Tokio fuesen de madera, y románticos.

Zhiqiang Li se echó a reír dejando al descubierto su dentadura regular y agradeció a todo el mundo por aquella ronda de presentaciones. Sus dientes estaban manchados de carmín.

—Propongo que a partir de este momento nos tuteemos —sugirió—. Quiero que describáis con una palabra cómo os sentís. A eso lo llamamos tomar la temperatura. Ichiro, tienes la palabra.

—¿Qué? —preguntó Mochizuki.

—¿Cómo te sientes?

—No entiendo.

—Es muy sencillo: ¿cómo te sientes?

—Bien. ¿Por qué?

—Debería haber empezado por mí misma: me siento excitada.

—Yo también —declaró Mochizuki, cortés.

Li se encogió de hombros.

—¿Y tú, Lucia?

—Nerviosa —contestó Lucia Valenti.

—Listo para empezar a trabajar —afirmó Marc Croo.

—Eso no es un sentimiento —apuntó Li.

—De acuerdo. Veamos…, irascible.

—Ya he jugado a este juego antes —comentó Robynne Green—. Es muy norteamericano. Me siento tranquila.

—Impaciente —declaró Gerardo Silva.

—Insegura —confesó Yukiko Inoue.

—Dadme un respiro —exclamó Jack Fowell. Zhiqiang Li le dirigió una mirada de contrariedad.

—Contenta —admitió Yvonne Lacoste.

—Asombrado —musitó Watanabe, y se apresuró a traducírselo a Mochizuki.

—Divertido —concluyó Bertus Hogenelst.

Togas miraron a Zhiqiang Li con algo de recelo.

—Éste no es un juego inocente —señaló—. Es importante que colaboren conmigo, por favor. Ya verán que vale la pena.

Miró en dirección de Jack Fowell, que a su vez le devolvió una mirada de irritación.

Mochizuki se levantó y se llevó a Li aparte. A continuación comunicó a los presentes que ambos habían acordado que las dos coordinadoras podían regresar a sus respectivos despachos.

Yvonne y Yukiko abandonaron la sala. La segunda se inclinó levemente y la primera alzó la mano en señal de despedida.

Li retornó el juego.

—La siguiente ronda tratará de los nombres y los apodos. Ahora cambiaremos de dirección. Volveré a empezar por mí. Bertus ¿querrás ser el siguiente?

Bertus asintió.

—Li es un apellido muy común en las familias chinas —prosiguió ella—; el carácter significa literalmente «ciruela», como la fruta. Y Zhiqiang es, de hecho, un nombre de varón. Eso hizo que me sintiera muy mortificada durante mi juventud. El significado más importante del carácter para «zhi» es «deseo, aspiración». Como verbo significa algo así como «desear, anhelar, ambicionar».

»El carácter “qiang” significa “fuerte, poderoso”, pero también “esforzarse, luchar por”, depende de cómo se pronuncie. Se escribe así… —Li cogió una servilleta y escribió tres caracteres chinos. Después la alzó para que todos la vieran—. Mi padre afirmaba que era un nombre que servía tanto para chico como para chica, pero creo que en realidad siempre deseó tener un hijo varón. Soy hija única. Me sentí aliviada al trasladarme a Londres y después a California, aunque ahí también tenía algunos compañeros chinos que se reían al oír el nombre Zhiqiang. En Tokio no tengo el menor problema. La idea de cambiarme el nombre se me ocurrió demasiado tarde, y ahora ya no me hace falta —añadió. La boca roja le confería al rostro un toque mojigato y pícaro a la vez.

—Me llamo Albertus Maria Hogenelst —señaló Bertus—. Mis padres son oriundos del sur de Holanda, y yo también crecí ahí. Después me trasladé a Amsterdam. El sur de Holanda es católico, de ahí el Maria. Durante mi juventud tuve varios apodos. El primero fue Bertus el Largo, porque era muy alto. También me llamaban Faro, Rojo, Semáforo y tonterías por el estilo a causa del color de mi pelo, que antes era mucho más rojo. Mi hermano solía llamarme Koos, no sé muy bien por qué, mientras que yo a él lo llamaba Rinus, aunque su verdadero nombre era Jan. Mi mujer me llama a veces «mala bestia» porque a menudo yo la llamo a ella «tusa». Significa algo así como…, vamos a ver, ¿cómo podría decirlo?, ¿felpudo? No suena demasiado dulce.

—¿Coño? —sugirió Robynne Green, solícita. Marc Croo, que se hallaba al otro lado de la mesa, se ruborizó.

—No —repuso Bertus Hogenelst—. Es menos… grosero.

Robynne Green frunció el entrecejo.

—Mi hijo me llama Ludwig —prosiguió Bertus—, porque dice que me parezco al busto de Beethoven que tenemos en casa sobre el piano.

Los extranjeros se echaron a reír. Watanabe iba un poco retrasado con la traducción y cuando terminó Mochizuki también soltó una risita.

—Yo nunca he tenido un apodo —confesó Watanabe—, pero Ichiro significa «primer hijo». Mi nombre completo se escribe del siguiente modo… —Al igual que Li, escribió su nombre en la servilleta con el bolígrafo—: El apellido está compuesto de dos caracteres; uno significa «cruzar», y el otro «lado» u «orilla», como la de un río. Ichiro también se escribe con dos caracteres. ¿Lo veis? Tengo dos hermanos y una hermana, menores que yo. Es una responsabilidad muy grande ser el hijo mayor: debo ocuparme de todo en el caso de que un miembro de la familia se case, se muera o se vea metido en una disputa. Todos esperan mucho de mí.

Dudó si debía traducir aquello para Mochizuki. Zhiqiang Li le indicó con un gesto que lo hiciera.

—Cuando era pequeño me disfrazaba con la ropa de mi hermana y cantaba —empezó Jack Fowell—. Por eso mi padre me llamaba la Dulce Jacqueline. No os podéis imaginar lo mucho que he sufrido por ese nombre. Afortunadamente, ya no he tenido más apodos.

—Culo de Vaso —intervino Gerardo Silva—. Así es como me llaman en el trabajo a mis espaldas. Por supuesto, se refieren a los cristales de mis gafas.

—Yo tengo un montón de apodos —señaló Robynne Green—. Mi marido me llama Chan, por el sufijo «chan» que se pone detrás de los nombres japoneses. Es un diminutivo que significa «pequeña Robynne»; primero fue Robynne-chan, y después Chan a secas. Mi madre siempre compra para mis sobrinas muñecas con rasgos japoneses, y todas ellas se llaman Chan. En el instituto me llamaban Labios Dulces, Dios sabrá por qué. Más tarde fui Hobbes, que es como me llamaba mi padre, y también Hobbeles, y Canario, y después Rodilla. ¿Por qué? Ni idea. —Soltó una fuerte y jovial carcajada.

—A mí me llamaban Hein, porque era muy flaco —admite Marc Croo—. En holandés, así como en flamenco, el idioma que se habla en el norte de Bélgica y que es mi lengua materna, a la figura de la Muerte la llamamos Magere Heis, la Descarnada. Me sonrojaba a menudo, y por eso empezaron a llamarme Faro, como a Bertus Hogenelst, o Rosado. Todavía me sonrojo.

—Ratón —confesó Lucia Valenti—. Mi padre solía llamarme así cuando era pequeñita. Después no he vuelto a tener un apodo.

—Yo nunca he tenido un apodo —dijo Bettina Welt.

—Ni yo —señaló Mochizuki en tono severo—; pero mi nombre se escribe así… —Con trazos amplios escribió en el reverso de su bloc de notas—: El apellido Mochizuki significa «mirar la Luna». Mi nombre de pila es el mismo que el de Watanabe. En las familias japonesas se suele añadir la partícula «kun» detrás de los nombres cortos, de modo que soy Ichiro-kun. —Hizo un gesto magnánimo al traductor como si quisiera decirle: «Vamos, traduce esto, por Dios»—. Asimismo, querría pedirles que me llamasen Mochizuki —continuó—. En primer lugar, porque Watanabe también se llama Ichiro, podría provocar confusiones. En segundo lugar, porque los japoneses no estamos acostumbrados a utilizar nuestros nombres de pila fuera del ámbito familiar. Es demasiado íntimo. ¿Les importaría llamarme Mochizuki?

Zhiqiang Li miró a los miembros del equipo, que sacudieron la cabeza: no, no les importaba llamado Mochizuki.

—¿Y tú, Ichiro? ¿Cómo prefieres que te llamemos? —preguntó Zhiqiang Li dirigiéndose a Watanabe.

—Watanabe, por favor —respondió.

—Bien, esto ha sido todo —anunció Zhiqiang Li a Mochizuki.

Éste asintió con la cabeza y tomó la palabra.

—Gracias Li-san por este juego tan interesante y extraordinariamente novedoso. —Pronunció la palabra «juego» con especial énfasis, y permitió que Watanabe tradujese el resto de su intervención—. Ahora querría repartirles unos informes que ustedes podrán estudiar en sus habitaciones. Contiene detalles sobre la investigación llevada a cabo por la policía de Tokio. Se trata de un buen montón de papeles, pero como observarán los documentos están ordenados y numerados con precisión, así como provistos de un índice y de un listado de palabras clave. La cena se servirá en esta misma sala a las seis. A continuación deberán ustedes ir a la sala de reuniones, donde el inspector Silva dará una charla. A las diez hay programada una conferencia de prensa en el vestíbulo. Les ruego que en el transcurso de ésta se abstengan de consumir bebidas alcohólicas y que limiten su intervención a comentarios lo más superficiales y generales posible.

Extendió la mano hacia Watanabe, que le pasó los abultados sobres marrones de formato A-4. Mochizuki fue leyendo los nombres de los sobres y dio una explicación a cada miembro del equipo de su contenido confidencial.

Yoroshiku onegaishimasu —repetía cuando alguien firmaba el papel y recogía su sobre.

—Por favor, gracias —tradujo Watanabe diez veces.

El grupo se dispersó en silencio por el mullido y amplio alfombrado de la planta decimoséptima del hotel Príncipe Akasaka. En los pasillos no se veía a ningún miembro del personal. Las máquinas expendedoras de bebidas, flores, condones, diamantes, golosinas y periódicos zumbaban al unísono.

Gerardo Silva estaba detrás de un atril de madera que habían dispuesto para su charla. Miró la sala con los ojos entornados. Watanabe estaba preparado junto a un micrófono. Los japoneses presentes llevaban unos auriculares y permanecían sentados en silencio aguardando a que diese comienzo la conferencia. Los integrantes del equipo internacional intercambiaban impresiones en voz alta. Silva se aclaró la garganta y se aferró con las manos a los lados del atril mientras echaba una ojeada al montón de papeles que tenía ante sí. Instantes después alzó la vista hacia sus compañeros del equipo internacional. Las pesadas gafas de montura negra parecían cubrirle todo el rostro.

Los gestos se detuvieron y el murmullo se fue apagando, pero no se produjo un silencio total hasta que él empezó a hablar.

—He sido invitado a hacer la introducción sobre esta investigación debido a mis estudios sobre el perfil psicológico de los asesinos en serie. El año pasado se publicó mi libro Fuego frío y azul: la psicología de un asesino en serie, que versa sobre este tema.

Silva hablaba un inglés claro y sin acento.

—Me molestan las últimas dos filas de fluorescentes al fondo de la sala —agregó—. ¿Podría alguien apagarlos por favor? La luz se refleja en mis gafas y me deslumbra.

Por un instante no sucedió nada. De pronto, un hombre sentado al fondo de la sala dio un respingo, dejó en el asiento el bloc de notas que tenía en el regazo y fue hacia el interruptor que había junto a la puerta y apagó la luz. Silva esperó a que regresase a su sitio y dijo:

—Así está mejor. Gracias. Antes de ponernos manos a la obra estamos reunidos aquí para orientamos sobre un asunto lamentable y urgente, que ya lleva algún tiempo apareciendo en los medios de comunicación bajo el nombre sensacionalista de los Asesinatos del Pescado. Los periodistas son gente creativa y no haré la menor objeción a esa imagen tan expresiva.

»Porque sucede, señoras y señores, que ocho de nuestros congéneres, a saber: el suizo Marcus Bopp, el alemán Ian Wackwitz, el estadounidense Jacob Parker, la polaca Irina Skoynich, el italiano Marco Polo, el australiano Larry Maxwell, el holandés Hendrik Mechanicus y el belga Hughes De Keuninck fueron asesinados aquí, en Tokio, y sus cadáveres mutilados fueron hallados por transeúntes. Resulta que todos los transeúntes describieron esos restos “tan cuidadosamente dispuestos” como si estuvieran preparados para ser servidos. Las investigaciones realizadas por la policía japonesa han revelado que los cuerpos fueron seccionados con un cuchillo yanagi-ba.

Del atril, Silva cogió un cuchillo largo y estrecho con empuñadura de madera y lo alzó. La punta estaba cubierta por una vaina de plástico. El cuchillo debía de tener unos cuarenta centímetros de longitud, y la hoja lanzó un destello a la luz de los fluorescentes.

—Se ha constatado que la persona que infligió esas heridas utilizó un cuchillo como éste y llevaba guantes negros de piel —prosiguió—. En los cuerpos de las víctimas se han hallado rastros de esos guantes. El estado en que se encontraban los restos de las víctimas apuntan a una muerte ritual, lo cual es muy característico de los asesinos en serie.

»También es algo característico de los asesinos en serie seleccionar a sus víctimas con extremo cuidado en función de determinadas características. Y ése es el punto sobre el que la policía está totalmente a oscuras, ya que ignoramos qué tenían en común las víctimas. Por consiguiente, en estos momentos no estoy en condiciones de avanzarles nada sobre esto último salvo señalar que ninguno de los occisos es de origen japonés. Sí puedo referirme, sin embargo, a lo que se sabe de los asesinos en serie. Quiero subrayar que con mi exposición espero despertar sentimientos de compasión y hasta de simpatía hacia el asesino; se trata de quepo damos llegar a entender su conducta y sus motivos, y de ese modo desarrollar un método de trabajo más rápido y eficiente. Es más que probable que en estos momentos, el asesino esté ocupado soñando con su próxima víctima: eligiéndola, persiguiéndola, pensando en todos los detalles. Porque ésas son las fases por las que pasa un asesino en serie: la de fantasear, seleccionar a su víctima, vigilada de cerca, atraerla y matarla. Una obsesión terrible lo impulsa a su fantasía, a su caza sigilosa, a su elección, a su “juego”, si se me permiten llamarlo así, a cometer su acto y, finalmente, a la depresión que lo impulsa a refugiarse nuevamente en sus fantasías.

»Empleo siempre la palabra “él” aunque todos deben tener claro que un asesino en serie también puede ser una mujer, a pesar de que la historia nos demuestra que hay pocas féminas como Jack el Destripador. Durante las investigaciones que llevé a cabo para mi libro me encontré con tres casos: uno en la Edad Media, otro en el siglo XVI y el tercero en el siglo XVII. La primera de estas mujeres se llamaba Angela Jesus. Mataba a los hijos de los granjeros degollándolos, después de lo cual los desollaba. Dejaba secar las pieles de sus víctimas para después hacerse vestidos con ellas. Llegó a los sesenta años y vivía a los pies del Vesubio. A principios del XVI, en Hungría, vivió Erzsébet Báthory, que para preservar su belleza eternamente se bañaba en la sangre de jóvenes vírgenes. La tercera mujer asesina se llamaba Bata y vivió en Rumania. Bebía la sangre de niños para conseguir la vida eterna. Es probable que Bata y Erzsébet fuesen una misma persona que la tradición oral escindió en dos.

»¿Está enfermo un asesino en serie? No es una pregunta fácil de contestar. Existe una serie de factores genéticos, sociales y psicológicos que se combinan y sustentan mutuamente. Se ha descubierto que un ochenta por ciento de los asesinos en serie conocidos en los últimos setenta años presentaba lesiones en el sistema límbico. El sistema límbico es una estructura primitiva de nuestro cerebro. No quiero entrar en demasiados detalles, pero el sistema límbico es el que controla nuestros impulsos primitivos. En la mayor parte de los casos las partes más jóvenes del cerebro son las encargadas de controlar esos impulsos, pero ése no es el caso de los asesinos en serie. Tenemos ante nosotros a una persona que opera como un autómata y se siente impelida por fuerzas que están más allá de su control y que no comprende; se trata de fuerzas de las que apenas somos capaces de hacemos una idea porque jamás las hemos experimentado. Desconocemos si puede darse el caso de lesiones similares en el sistema límbico de personas normales, ya que nunca se ha realizado ningún estudio con ellas. Cabe la posibilidad de que estas lesiones fuesen el resultado de malos tratos severos durante la infancia.

»Imagínense que un muchacho se siente acechado por sentimientos agresivos. Atrapa al gato en el jardín trasero de su casa y lo martiriza hasta que el animal muere de puro agotamiento. El niño experimenta una extraña excitación. Mata al gato, oculta el cuerpo y vuelve en sí. Su acto ha sido tan terrible que se siente abrumado. Si los padres de ese chico son personas observadoras echarán en falta al gato y se percatarán de que algo le sucede al niño. Un chiquillo que ha cometido una acción semejante no se comporta como si nada hubiese ocurrido. Los padres lo interrogarán y al final la verdad sobre el gato saldrá a la luz. Si tiene suerte, el niño podrá exteriorizar entonces su vergüenza, su miedo y su repugnancia. Y así acaba todo. Si el niño puede expresar sus sentimientos mediante el llanto, las muestras de arrepentimiento y las promesas de enmienda, la intensidad de esos sentimientos se verá reducida y, en consecuencia, se sentirá menos inclinado a martirizar al siguiente gato.

»Imagínense ahora que los padres de ese muchacho son personas violentas y estúpidas. No se dan cuenta de lo que ha sucedido con el gato, o, por el contrario, lo descubren y castigan al niño, le pegan, lo encierran y le hacen la vida imposible. Un ochenta por ciento de los asesinos en serie investigados en los últimos setenta años habían sufrido de forma reiterada malos tratos físicos y psicológicos en su infancia. ¿Qué consecuencias tiene eso para la psique de un niño? Éste se ve obligado a refugiarse en su mundo de fantasía. Si el niño no ha llegado a experimentar la amistad o sentimientos cálidos, ni siquiera sabrá cómo debe fantasear con ellos. Sus fantasías tomarán, por lo tanto, formas extrañas y violentas. Ésas son las fantasías con las que nos tenemos que ver en este caso. Poseen una naturaleza semisexual y liberan al individuo de una tensión que se ha ido acumulando en su organismo como consecuencia de no saberse querido. Del mismo modo que un orgasmo libera de la tensión sexual al organismo humano que se sabe querido, así también la muerte libera de la tensión al organismo que sabe que no es amado. Ahora repasaré los distintos estadios de excitación y liberación que atraviesa un asesino.

»En cuanto el asesino en serie comienza a notar que la tensión crece dentro de él, empiezan las fantasías. Ese estadio es perfectamente comparable al de la excitación sexual. Se imagina el acto hasta el último detalle. Las necesidades cotidianas de su vida pasan a carecer de la menor importancia, se llevan a cabo de forma automática o son descuidadas y se ven reemplazadas por una sensación de placer intenso que todo lo consume. Terry Midler, el asesino en serie condenado a muerte en 1961, describía esa sensación como: “Un fuego frío y azul del que no hay forma de escapar”. Mickey Delthy, condenado en 1964, sostenía: “Parecía como si me hubiesen arrastrado a un mundo regido por otras leyes”.

»Esa fase puede llegar a durar semanas. Durante ese período, el asesino empieza a buscar una víctima que se ajuste a su patrón: que tenga una voz particular, un aspecto concreto o que manifieste un comportamiento determinado. Las víctimas de un asesino en serie siempre tienen algo en común. Las víctimas de Caesar Varano, condenado en 1972, tenían la misma forma de guiñar los ojos. De hecho el parecido entre las víctimas es el principal detonador que desencadena la consiguiente conducta del asesino.

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