Sushi

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»Una vez que el asesino tiene localizada a su presa da comienzo un período de vigilancia. Intenta averiguar tanto como le sea posible acerca de su próxima víctima. De ese modo alimenta su fantasía con más detalles nuevos y mantiene vivo ese “fuego frío y azul”. Entablará conversación con la víctima; intentará trabar amistad con ella o incluso una relación amorosa. Las personas que han logrado escapar a un asesino en serie en ese estadio describen a su asediador como alguien encantador, cordial, amable, abierto, infantil, inocente, atractivo… Una vez que el asesino se ha ganado la confianza de su víctima, la atrae hacia el lugar que ha elegido mucho tiempo atrás.

»Durante la ejecución del crimen, el asesino experimenta una liberación y una sensación que en teología se conoce como “éxtasis”.

Se cree todopoderoso y en contacto directo con el cosmos. Ese estado extático puede durarle unos cuantos días, al cabo de los cuales se transforma en su contrario: miedo y, en última instancia, insensibilidad. Este último sentimiento, que en mi libro he denominado el “no sentimiento”, dará origen a la siguiente fantasía, porque después de haber experimentado un sentimiento intenso, no hay nada peor que el no sentimiento. Esta ausencia de sentimiento es la base de la existencia de un asesino en serie, que hará cualquier cosa para mantener alejado ese estado. Así pues, vive prisionero de un ciclo terrible que, a menos que se vea interrumpido desde fuera, se prolonga hasta su muerte. No cesará de matar hasta que no esté seguro y encerrado a cal y canto. Tal es el insólito fenómeno que nos ocupa.

»Hemos de romper ese ciclo lo antes posible. Yo me atrevo a asegurar que es menos complicado de lo que parece en estos momentos. Estoy convencido de que, en lo más profundo de su ser, el asesino sólo desea que lo atrapen. Su arresto conseguiría poner punto final, de una vez por todas, a los actos que se ve obligado a ejecutar. Para él es preferible una condena a prisión perpetua que vivir sometido a los impulsos compulsivos que lo corroen. Y por eso se volverá cada vez menos cuidadoso. A medida que vayamos encontrando indicios, él nos irá facilitando la investigación. Es probable incluso que nos atraiga hacia él. Hemos de tener esto siempre presente. Quizás el hombre o la mujer a quien buscamos esté enviándonos señales.

De forma involuntaria, algunos de los oyentes miraron alrededor.

Zhiqiang Li se levantó, fue hasta donde se hallaba Silva y se inclinó hasta el micrófono.

—Los miembros del equipo internacional nos veremos sometidos a una enorme presión durante la presente investigación y tal vez nos asalten intensas y extrañas emociones que podrían interferir en la pesquisa. Desearía pedirles que escriban un diario mientras dura la investigación y se pongan en contacto conmigo siempre que lo juzguen necesario. No duden en pedirme consejo si se dan cuenta de que no logran pensar con claridad.

Aquel comentario provocó algunas risas entre los presentes.

El inspector jefe Mochizuki avanzó desde el fondo de la sala seguido de Watanabe y rogó a los miembros del nuevo equipo que destinasen cada minuto libre de su tiempo a estudiar los informes de la policía japonesa, el mapa del gran Tokio y el plano del hotel.

—Después habrá una rueda de prensa —añadió—. Mañana por la mañana a las siete tendremos un desayuno de trabajo en el comedor de esta planta. Disponen ustedes de un plano. También tienen una lista con los teléfonos y los números de las habitaciones de todos los miembros del equipo. El hotel cuenta con habitaciones especialmente preparadas para los que aún padezcan las consecuencias del desfase horario. Pueden someterse a una cura con luz solar artificial y ozono. Gracias por su atención. ¿Tienen alguna pregunta?

—¿Tiene alguna idea de cómo explicar el hecho de que los asesinos en serie sean mayoritariamente varones? —inquirió Bettina Welt dirigiéndose a Silva.

—No. Existen teorías al respecto, pero en mi opinión me resultan difíciles de creer y por ese motivo no he querido repetirlas aquí. Deseo subrayar una vez más que el asesino puede ser un hombre o una mujer. En los últimos años hemos constatado un aumento de la criminalidad entre las mujeres también aquí, en Japón.

No hubo más preguntas. Silva lo encontró sorprendente, sobre todo al pensar en la fracción japonesa. Se acercó a Watanabe, que se hallaba al fondo de la sala, y le comentó entre susurros que en cualquier otro lugar del mundo lo hubiesen bombardeado con preguntas después de una charla como ésa. Watanabe respondió que los japoneses solían mostrarse muy retraídos a la hora de formular preguntas en público.

—Desde el primer año de la escuela primaria se nos desanima en ese sentido —admitió.

—Vaya —musitó Silva mientras meditaba acerca de esa explicación.

Se formaron grupos en la sala. Se estrecharon manos, se intercambiaron tarjetas y Mochizuki repartió nuevos sobres abultados con más informes.

En la gran sala de reuniones, llena de humo y ruido, Gerardo Silva ofreció una versión resumida de su conferencia. Los periodistas tomaron apuntes con diligencia o mantuvieron en alto grabadoras diminutas. Mochizuki, que permanecía detrás de una banderilla japonesa, fumando un cigarrillo tras otro y con un vaso de zumo de naranja delante, parecía enfurruñado por razones que se escapaban a la comprensión de Silva, y ponía cara de enfado cada vez que éste exigía que se tradujese al japonés cuanto decía. Los periodistas eran inoportunos y ruidosos, y apenas hablaban inglés. Se dirigían a los miembros del equipo en japonés como si fuese la cosa más normal del mundo. Con una mueca de infelicidad Watanabe se esforzaba en traducir de forma simultánea. Silva volvió a pedir a los periodistas que detallaran nuevamente las descripciones de las víctimas, publicasen sus fotografías e hiciesen una llamada a los lectores para animarlos a comunicar cualquier información sobre las víctimas a través de las líneas de información establecidas a tal efecto, que permanecían abiertas las veinticuatro horas del día. Las conversaciones en otras lenguas serían enviadas a «bancos lingüísticos» en los que se hallaban cuarenta y dos personas de todas las nacionalidades. Silva tuvo que desgañitarse para hacerse oír. Finalmente escribió los números de teléfono de las líneas de información en el mantel valiéndose de un rotulador de punta gruesa, sacó aquél de un tirón de debajo de las tazas y vasos y lo mantuvo en alto sujetándolo con las dos manos para que la prensa pudiese leerlos. Mochizuki pasó a grandes zancadas por delante de Watanabe, se inclinó ante el micrófono y gritó: «Probando, probando. Sí, sí». Hizo un gesto autoritario hacia el técnico. Los periodistas habían guardado sus blocs de notas y grabadoras y se dirigieron a los miembros del equipo internacional. A pesar de las precisas instrucciones de Mochizuki, Robynne Green había pedido un gin-tonic. Los periodistas les preguntaban qué pensaban del clima de Japón, si sabían comer con palillos o acerca de sus gustos en materia de gastronomía japonesa.

—¡Vaya preguntas más estúpidas que hacen! —comentó Bertus cuando Yukiko Inoue se acercó a él. Ella se limitó a soltar un profundo suspiro y a poner los ojos en blanco.

—Típicamente japonés.

—¿Por qué? —inquirió Bertus.

—La mayoría de los japoneses sólo quieren hablar de cosas triviales —le respondió ella—. A veces, éste es un país de locos.

—¿Sí? —exclamó Bertus, sorprendido.

—El país de las conversaciones banales —remachó Yukiko, por cuya expresión era imposible adivinar si hablaba en broma o en serio.

Bertus se volvió hacia Robynne Green, que había permanecido todo el rato observando en silencio.

—¿Vamos al bar de abajo, a mantener una conversación banal? —propuso, dirigiéndose más a la segunda que a la primera.

—De acuerdo —aceptó Robynne, gustosa.

—Yo me voy a dormir —anunció Yukiko—. Buenas noches. Espero que para mañana hayáis superado el jet lag.

Robynne y Bertus se encaminaron hacia los ascensores. Pasaron por delante de Gerardo Silva y Lucia Valenti, que estaban enzarzados en una conversación en español.

—¿Tú también te sientes mareado? —le preguntó Robynne a Bertus.

Su forma de hablar era directa, relajada y agradablemente seductora.

Bertus se sintió halagado.

—Sí —respondió—. Pensé que sólo me pasaba a mí.

—Creo que es por el desfase horario —añadió ella—. Tengo la cabeza espesa.

—Pues tienes buen aspecto —dijo Bertus mirándola de arriba abajo.

—¿Has logrado concentrarte? —le preguntó Robynne mientras se sentaban en los taburetes de roble. Junto a ellos, Gerardo Silva y Lucia Valenti seguían enfrascados en su conversación.

—¡Pues sí que es curioso! —Bertus le hizo una señal al camarero.

En un rincón del enorme vestíbulo había una mujer sentada ante un piano de cola cantando Fly me ta the moon en un micrófono que producía demasiado eco. La gruesa alfombra absorbía la melodía del piano casi de inmediato.

—Terrible —comentó Bertus.

Robynne se echó a reír con labios ávidos. Bertus fijó la mirada en su boca y advirtió que ella se daba cuenta de lo que hacía. Robynne, por su parte, lo miró fijamente y señaló:

—No hablemos de trabajo por las noches, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —accedió Bertus—. ¿Qué quieres tomar?

—Gin-tonic.

Bertus también pidió uno para él.

—De modo que eres holandés —dijo Robynne.

—Sí, y tú de Salt Lake City. Mormones.

—Así es. Mi mayor temor es convertirme en mormona en contra de mi voluntad.

—¿En contra de tu voluntad?

—Sí, como estar en la cima de una montaña y sentir de pronto unas ganas tremendas de saltar al vacío. ¿Comprendes?

—Pues no, en realidad no.

—Bueno, da igual. Todos mis hermanos y hermanas son mormones. Soy la única que se ha mantenido al margen. Mis padres no saben que bebo alcohol, y cuando vienen de visita escondo el café. Temo que acabaré por abandonar esa resistencia, por pura comodidad. Resultaría mucho más fácil para mí ser mormona.

—Mormona —dijo Bertus, y añadió—: ¿Los mormones no beben café?

—No, al menos mis padres no, y tampoco té.

Bertus le ofreció a Robynne uno de sus Caballero con filtro.

—No, gracias.

—¿Los mormones tampoco fuman?

—No es por eso. He sido una fumadora empedernida, pero lo dejé hace cinco años. Puedes fumar tranquilo, no me molesta.

—Gracias —comentó Bertus y encendió el cigarrillo.

—Y ¿cómo es eso de ser holandés? Siempre me dicen que es un país muy libre.

—Es cierto. Para mí Holanda es Amsterdam. Casi nunca salgo de ahí. Me encanta Amsterdam, a pesar de todo.

—¿A pesar de todo?

—Sí, es caótica y hay un montón de problemas, pero es una ciudad encantadora. Muy distinta de Tokio, y mucho más pequeña; parece casi un pueblo… Vi algo de Tokio ayer desde el coche. Es una ciudad gigantesca.

—A mí me gusta Tokio —confesó Robynne—. Me ha parecido oír que estás interesado en el arte. Si quieres te llevaré a las galerías de Ginza cuando tengamos un par de horas libres.

—¿Qué es Ginza?

—Es el barrio en el que están las tiendas más caras. Hay cientos de bares y pequeñas galerías, donde exponen artistas poco conocidos, que a menudo son los más interesantes. Puedes leer sobre ellas en la edición de los jueves del Daily Yomiuri.

—Suena bien. Qué curioso que sepas todo eso.

—¿Qué religiones se practican en Holanda?

—Sobre todo la protestante y la católica. Yo no soy de ninguna de las dos; mis padres eran católicos. En Holanda tenemos un par de buenos escritores que emplearon su talento para describir sus traumas religiosos.

—Quizá debería plantearme lo de empezar una carrera literaria.

—¿Tan terrible fue?

—Bueno, no entremos ya en temas tan personales —comentó Robynne entre risas—. ¿Nos vamos? Mañana habrá que levantarse pronto.

—Sí. Ha sido muy agradable conocerte un poco más.

—Lo mismo digo —respondió Robynne. Se deslizó del taburete y desde su posición más elevada Bertus acertó a atisbar el escote de su camisa, tuvo un vislumbre de la curva de sus pequeños senos y después, cuando ella se volvió, observó la larga espalda cubierta por la chaqueta marrón a cuadros.

«Sabe que estoy mirándola», pensó Bertus mientras caminaba detrás de ella.

Saludaron a Silva y a Lucia Valenti, que seguían gesticulando, absortos en su acalorada conversación, y se dirigieron a los ascensores.

Una vez solo en su habitación, Bertus puso el despertador a las seis de la mañana para el desayuno de trabajo y después de tomar una ducha se puso el nemaki. Tuvo una ligera erección.

«Tranquilo, chico —se dijo a sí mismo—. No tenemos tiempo para eso, ni ganas».

Se metió debajo de las ásperas sábanas, acercó hacia sí el retrato de su mujer y le lanzó un beso.

—Que descanses, Martha, la Mujer —dijo con voz ronca.

1 DE SEPTIEMBRE

Es la primera vez que me siento más o menos obligada a escribir un diario. Llevo uno desde hace ya diecinueve años, sin faltar ni un solo día, y sin embargo no tengo ganas de hacerlo. Le he prometido a la anciana en la que algún día habré de convertirme que mis diarios serán para ella, a fin de que cuando se sienta cansada y débil pueda analizar su propia vida con tranquilidad. Así pues, me obligo a mí misma a sentarme ante este aterrador escritorio de madera y escribir con un bolígrafo del hotel Príncipe Akasaka.

¡Vaya día! ¡Vaya situación! Con todo, resulta emocionante estar de vuelta. ¡Los olores! ¿Cuándo estuvimos aquí por última vez Matthijs y yo? ¿Hace cinco años, seis quizá? No lo recuerdo bien y se me ha olvidado preguntárselo cuando hace un momento hablaba por teléfono con él. Lo primero que quiso saber Matthijs no fue si me encontraba bien, sino si Narita seguía oliendo a limaduras de hierro; lo primero que hice al pisar suelo japonés fue aspirar profundamente. El vuelo de Japan Air Lines, en primera clase, ha supuesto para esta sinóloga de medios limitados todo un adelanto. En aquella ocasión, Matthijs y yo viajamos con Aeroflot. Sin embargo, las azafatas rusas de entonces, con los brazos rollizos y sonrosados y los codos en alto, me parecieron tan intrigantes como sus colegas japonesas, que hablaban un inglés americano impecable e iban vestidas con kimonos estampados con motivos de piel de jirafa. La danza mecánica con la que nos obsequiaron antes del despegue, ataviadas con máscaras anaranjadas y chalecos salvavidas, fue ejecutada de forma tan sincronizada y singularmente brillante que se me escapó por completo que se trataba de una demostración sobre qué hacer en caso de accidente. Un hombre que estaba sentado un par de filas delante de mí y que se pasó todo el rato leyendo un montón de documentos resultó ser un compañero del equipo internacional: Bertus Hogenelst. Curiosamente, fuimos conducidos desde el aeropuerto hasta el hotel en coches distintos. Una vez allí, desapareció de inmediato en una de las habitaciones. Hoy lo he conocido. Después de una noche especialmente mala debido al desfase horario, el día se me ha pasado tan rápido que apenas encuentro tiempo para describir de forma coherente todo lo sucedido. Soy víctima de un desafortunado comentario realizado este mismo mes por parte de un alto funcionario del Ministerio de Justicia japonés. Ese funcionario, apodado «Adolf» en algunos periódicos occidentales, fue tan tonto como para proclamar abiertamente que a los alemanes y a los japoneses se les da muy bien trabajar juntos. Como es natural, el mundo entero se le echó encima, incluidos los candidatos alemanes para nuestro equipo de investigación. De ahí que hayan optado por elegirme a mí a última hora: una alemana afincada en Holanda. Me ha parecido entender que Lucia Valenti también fue seleccionada en el último momento para formar parte de este equipo. En su caso se debió a que desde Estados Unidos se insistió en que la elección debía recaer sobre una mujer. Estados Unidos obligó a Japón a prescindir del compañero de Valenti en el último momento. El pobre hombre tiene el honor de permanecer en Italia a entera disposición de Lucia Valenti en calidad de asistente. Por lo demás, ningún otro miembro del equipo cuenta con ayudantes. De modo que aquí estoy, no muy segura de cuál es mi sitio en este grupo: Mochizuki me ha ignorado y Jack Fowell, un inspector australiano de mejillas colgantes como uno de esos perros tan populares entre la nobleza inglesa, me ha tocado el culo.

Zhiqiang Li, la psicóloga, nos ha encomendado que escribamos un diario. Me pregunto quién va hacerlo y quién no. A juzgar por las expresiones que pusieron, nadie parecía entusiasmado con la idea. Así pues, continúo con este escrito para mi vieja dama. ¡Qué tonta he sido por no traer un cuaderno extra de De Zaaier! La tapa me haría sentir como en casa, y eso no me vendría nada mal en esta inhóspita habitación de hotel de colores marrones y beiges.

Después de un traspaso de poderes demencialmente formal, en el que la forma estaba por encima del contenido, Mochizuki nos ha hecho entrega de docenas de documentos relacionados con los hallazgos de la policía japonesa, marcados por partida doble con largas cifras. En mi especialmente antipática mesa de despacho chapada en haya hay tres montones preparados esperándome. ¡Vaya modo de trabajar! Como si no hubiese bastante burocracia en el mundo.

Por la tarde he salido a la calle, bastante hecha polvo aún. Siempre se me olvida el calor húmedo y el espantoso frío seco de los edificios. En los alrededores del hotel no hay nada que sea grato a la vista salvo los árboles de la plaza, cubiertos contra los insectos. Los troncos y las ramas están cubiertos con gasas de tela, y las copas envueltas en redes de color azul marino. Parecen esculturas modernas. Por lo demás, todo es sobrio y funcional.

El juego de presentación a cargo de Li, que lo observa todo con sus ojos redondos y asombrados de psicóloga, fue tolerado a duras penas por un Mochizuki despectivo, pero resultó divertido y es posible que hasta útil. La charla de Silva sobre los asesinos en serie me pareció demasiado centrada en la situación de Estados Unidos, pero he de admitir que su forma de hablar impresiona. La conferencia de prensa fue un rotundo desastre. Nuestro intérprete Watanabe parecía cada vez más desalentado. Casi se rompió por la mitad al inclinarse. Debe de tener los huesos de la pelvis desgastados.

He tomado un baño de luz y una dosis de vitamina D en el jet lag room. Sin embargo, no logro conciliar el sueño aunque estoy muerta de cansancio. Son las tres y media y tengo que despertarme a las siete. Después de haber hablado con Matthijs, muy poco rato porque había tanto eco en la línea que hablar no era nada fácil, me he puesto a leer los periódicos: el Japan Times y el Daily Yomiuri; he estado escuchando la radio de las fuerzas armadas: The Far East Network Tokyo; y he mirado un rato la televisión: los canales 1 y 2 (NHK).

Hoy se recordaba el terremoto de Kanto de 1923. Siete millones setecientas mil personas han participado en los ejercicios de prevención en caso de terremotos. ¡Imagínate que sucede en esta ciudad! Se dice que el próximo debe de estar al caer. Los terremotos grandes se producen una vez cada sesenta años aproximadamente. No pienses en eso. Hoy me ha parecido sentir algunos temblores de tierra, pero Bertus Hogenelst me ha asegurado que lo que ocurre es que este edificio se mueve con el viento.

En un rincón de esta habitación hay una pequeña nevera que gime como un viejo enfermo. La llamo Hennan. El aire acondicionado gruñe, resulta imposible escapar a los ruidos. También se me había olvidado eso de Tokio. Cuando vas por el pasillo oyes los zumbidos de cientos de máquinas expendedoras con los artículos más dispares. En una de ellas me he hecho imprimir meishi, pues sin tarjetas de visita y la correspondiente ceremonia de presentación aquí no pintas absolutamente nada. En Japón, una persona sin trabajo y, por consiguiente, sin tarjeta de visita carece de identidad. También se me había olvidado eso. La máquina es capaz incluso de combinar caracteres japoneses con caligrafía occidental, de manera que mi nombre aparece impreso en katakana con una transcripción debajo, y mi trabajo está en kanji. Así armada, me lanzaré valientemente a la lucha.

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