Sushi

Sushi


3

Página 6 de 21

3

Durante el desayuno del segundo día, Zhiqiang Li prosiguió con su juego de presentación. Una vez que los miembros del equipo hubieron desfilado por delante de las bandejas con tapas de cristal para servirse el desayuno y hubo cesado el tintineo apagado de cubiertos y platos, y todo el mundo estuvo sentado a la mesa, Li intentó tomar la palabra. Tuvo que golpear vigorosamente la taza con una cucharilla para conseguir acallar los murmullos. Vio que Robynne se señalaba la frente en dirección a Fowell, que acababa de volverle la cara.

—Hoy me gustaría hacer una segunda ronda. La intención es estimular la imaginación y la creatividad. ¿Alguien tiene alguna objeción al respecto?

Watanabe alzó una mano vacilante a la altura de su oreja.

—Soy el asistente de Mochizuki-san, y como tal, no formo realmente parte del equipo. Además, me siento un poco incómodo con este juego. ¿Podría abstenerme? —inquirió, señalándose insistentemente la punta de su nariz.

—¿Por qué se señala la nariz? —le susurró Bertus a Robynne Green.

—Los japoneses se señalan la nariz cuando quieren decir «yo», del mismo modo que nosotros nos señalamos el pecho, el corazón.

—Ah.

—Esto no tiene nada que ver con la función que desempeñan los participantes —dijo Zhiqiang—, pero si no te sientes cómodo con el juego, puedes dejarlo; es algo voluntario.

—No se trata tanto de que no me sienta cómodo con el juego como que me parece que mi participación está fuera de lugar —explicó Watanabe.

—Repito que estás en tu derecho de no tomar parte en el juego —añadió Zhiqiang Li en tono algo más áspero—. ¿Alguno más desea seguir el ejemplo de Watanabe-san?

No se produjo ninguna reacción.

A continuación, Mochizuki se puso en pie y dijo en voz alta:

—Nuestro tiempo es precioso. El juego es importante a ojos de algunos, mientras que otros lo juzgan innecesario. Querría llegar a un compromiso. Propongo que el núcleo del equipo siga jugando y que nuestras coordinadoras y mi asistente se abstengan de hacerlo. Watanabe-san ha reconocido que lo prefiere así. ¿Qué les parecería a las señoras Lacoste e Inoue sentarse en una mesa aparte?

Ivonne y Yukikoya estaban de pie con las tazas de café en las manos.

—No, aguarden un momento —indicó Mochizuki—. Haremos que les preparen otra mesa. Watanabe tendrá que permanecer en nuestra mesa para traducir.

Zhiqiang Li le lanzó una mirada de enfado a Mochizuki.

—Desayunen con tranquilidad —comentó—. Volveremos a empezar con nuestro juego. A diferencia de la vez anterior, ahora seré yo la última en tomar la palabra. La pregunta es: ¿Cómo te sientes en estos momentos? ¿Mochizuki-san?

—Extremadamente irritado —respondió Mochizuki en un inglés gutural.

—Extremadamente irritado —repitió Watanabe, también en inglés, y se llevó la mano a la boca.

—Como si tuviese la cabeza llena de algodón —señaló Lucia Valenti—. Francamente incómoda.

—Confuso —dijo Jack Fowell, y meneó la cabeza a modo de ilustración, como si fuese un animal sacudiéndose el agua.

—Conmocionado —admitió Marc Croo.

—Fuera de lugar —confesó Gerardo Silva.

—Inquieto —dijo Bertus Hogenelst.

—Alienada —apuntó Bettina Welt.

—Todavía bajo el efecto del desfase horario —manifestó Robynne Green.

—Intranquila —concluyó Zhiqiang Li—. Sírvanse café o té y podremos continuar. La segunda pregunta es la siguiente: ¿Qué tipo de calefacción tenían en sus casas anteriores? ¿Cómo calentaban sus hogares?

Se oyeron algunas risas.

—Bueno —dijo Robynne Green—, pues si de verdad queréis saberlo, la calefacción de nuestra casa de Salt Lake City funcionaba a base de petróleo. Había una gran caldera de color blanco en el sótano de hormigón. En invierno mi madre secaba allí la ropa, de modo que siempre olía a fresco. Aquel sótano me hace pensar en lo limpia que es mi madre y lo marrana que soy yo, y lo mismo puede decirse de mi marido. Seguimos viviendo como estudiantes en nuestro pequeño apartamento: tirados por el sofá, comiendo hamburguesas delante del televisor, a veces llegamos a ver hasta tres películas alquiladas en una tarde, pero bueno, estaba hablando del sótano de la casa de mis padres. Sí, era un cubo blanco y fresco con una llama serena detrás de un pequeño cristal en una estancia por lo demás gris, pero que olía a detergente en polvo.

—Perfecto —exclamó Zhiqiang Li—. Justo lo que quería. Dejad que vuestros pensamientos fluyan con libertad y no temáis hacer asociaciones.

—De pequeño vivía en el sur de Holanda —intervino Bertus Hogenelst—. Allí los inviernos son largos y fríos. Fuimos los primeros de nuestro barrio en tener un sistema de calefacción central, que por cierto era primitivo, con radiadores que ocupaban mucho espacio. En casa había a menudo una atmósfera sofocante y reseca. En invierno mi padre siempre andaba trajinando con pañuelos mojados y cubetas de evaporización. Aquellas cubetas eran macetas dispares, espantosas y puntiagudas que compraba en el mercadillo. Aún me acuerdo de una de esas abultadas macetas; era de cerámica, de color verde musgo. Mi madre le pedía a menudo que comprase cubetas de evaporación bonitas, de baquelita, que podían colgarse mediante ganchos detrás de los radiadores. A mi padre las cubetas de baquelita le parecían una tontería, y creo que nunca llegó a cambiar.

Bertus obtuvo un aplauso. Hizo un par reverencias, riendo.

—Tu turno, Silva —dijo.

—Nuestra casa era una construcción en forma de U con un patio central. En aquel tiempo ya no se tenía la costumbre de calentar la casa con fuego de leña, pero procedo de una familia obstinada, y mis padres, que habían hecho construir la casa según el viejo modelo mexicano, querían un hogar en cada habitación. Mi madre lo pagó caro; aún la oigo refunfuñar continuamente por tener que alimentar las nueve chimeneas. Teníamos que encenderlas no tanto por el frío sino por la humedad. Aquello producía círculos amarillentos en el enlucido de las paredes y en el techo. Por no mencionar la ceniza que se esparcía por el patio, que en cualquier caso debía de ser muy fértil, pues crecían calabazas gigantescas. En la cocina no teníamos calefacción, pero en cambio había una cocina eléctrica ultramoderna. Siempre hacía frío allí, y mi madre solía quejarse con amargura. Recuerdo sus manos amoratadas cuando en invierno nos servía la comida. Preparaba cantidades de comida, lo que irritaba a mi padre. Mis padres procedían de familias humildes y querían que todo fuese lujoso y a la última, pese a que en realidad no estaban en situación de permitírselo. Por eso las cosas acababan casi siempre mal, como con los fuegos de leña. Los recuerdo consumiéndose por falta de combustible, luego llameando furiosamente y generando calor. Nadie sentía el menor aprecio por aquellos hogares ni tampoco por la cocina eléctrica.

El aplauso fue efusivo, y Silva se puso en pie e hizo una inclinación.

—En casa teníamos una estufa de Lovaina —empezó Marc Croo, tímidamente y sonrojándose. Como nadie lo escuchaba, levantó la mano para pedir silencio—. Teníamos una estufa de leña de Lovaina —repitió—. Una estufa de leña de Lovaina consiste en una caldera con un depósito redondo que, por fuera, está esmaltado de color amarillo y cubierto por una plancha grande donde se puede cocinar. Debajo del depósito donde ardía la madera, el carbón o el aglomerado había un hornillo con una puerta cromada. Por debajo salía una barra gruesa que rodeaba la caldera y servía para apoyar los pies. La estufa se encontraba situada en mitad de la sala de estar. El tubo para el humo pasaba justo por debajo del techo y se curvaba al llegar a la pared. De esa forma, también desprendía algo de calor. Podíamos sentarnos en círculo alrededor de la estufa. Mi padre tocaba la guitarra flamenca y a menudo teníamos visita de otros guitarristas y cantantes. Se sentaban con un pie apoyado en la barra de la estufa y bebían ginebra con limón. A veces había también una bailarina con castañuelas incluidas. De niño disfrutaba mucho con aquellos encuentros, sobre todo cuando había un solo con las palmas. Entonces las guitarras enmudecían, pero el canto continuaba, y también se producían largos silencios para el ritmo de las palmas. —Marc hizo una pausa, suspiró y añadió—: En realidad, eso es todo.

Los aplausos fueron efusivos.

—Croo, tío, incluso en inglés pronuncias las ges con una ligera aspiración —le comentó Bertus en neerlandés, entre risas.

Cuando los aplausos cesaron, Jack Fowell empezó a hablar.

—Antes vivía en las afueras de Sydney, en una casa grande. Tenía un sistema de calefacción mediante energía solar y eólica, construido por mi propio padre. Consistía en un molino de viento de treinta metros de altura y una serie de paneles solares instalados en el tejado. La energía obtenida se almacenaba en acumuladores, para los que había dos depósitos debajo del molino de viento. Más tarde mi padre construyó también dos fermentadoras, donde depositaba el estiércol de las vacas y los cerdos. Con estas tres fuentes de energía la casa estaba abastecida de electricidad, luz y calor. Había rejillas en el suelo, por las que se elevaba el aire caliente, así como un hogar en la sala de estar. Era una cosa mastodóntica, y al lado del fuego hacía un calor tremendo. Siento mucha curiosidad por lo que Lucia Valenti tiene que contarnos.

El grupo lo aplaudió con entusiasmo.

—Mi historia no es tan agradable —empezó Lucia Valenti, y todos guardaron silencio de inmediato—. De hecho, resulta un tanto estremecedora, pero os la contaré de todos modos. Crecí en uno de los barrios más pobres de Palermo. Mi padre bebía y malgastaba el dinero en las carreras de caballos, que eran ilegales. En casa no teníamos calefacción, de modo que poca cosa puedo contaros al respecto. Pero en lugar de ello os hablaré del barrio. Se llama Borgo Vecchio y está situado al noroeste de Palermo, al borde del agua. Al sur queda la Via Libertà, donde los ricos compran sus abrigos de pieles y zapatos de charol, y justo detrás empieza el barrio de la gente adinerada. El contraste hace que Borgo Vecchio tenga un aspecto más mugriento si cabe. El edificio más destacado de los alrededores es el de la prisión. Borgo Vecchio es un antiguo barrio portuario con callejas estrechas y oscuras. En las casas, además de las familias numerosas, también viven los caballos de carreras. La planta baja suele habilitarse como establo. A veces los niños duermen con los caballos, que era lo que yo hacía de vez en cuando. Se estaba muy calentito. Algunas casas tenían el establo en la primera planta, por ejemplo si los abuelos de la familia tenían problemas para caminar. En ese caso los caballos tenían que bajar las escaleras para ser conducidos a las carreras ilegales, y cuando regresaban de éstas tenían que volver a subirlas. Un caballo pesa entre seiscientos y ochocientos kilos, y las escaleras suelen tener carcoma. Así que recuerdo que a veces el animal se hundía al llegar a la mitad de la escalera.

Lucia Valenti se calló. La sala permaneció en silencio. Watanabe y Mochizuki seguían con la cabeza agachada, mirándose fijamente las manos, que reposaban sobre el regazo. Watanabe iba traduciendo en voz baja.

—¿Cómo lograste escapar de un pasado semejante? —preguntó Marc Croo.

—Tuve suerte —repuso Lucia—. Casi nunca iba a clase; pero en la escuela primaria a la que asistía de vez en cuando, había un maestro, un palermitano de «más allá de la Via Libertà», un hombre comprometido, socialista, intelectual. A menudo se preocupaba por mí. Cuando mi padre dejó que se fuese a pique el puesto de mandarinas que tenía en el mercado, herencia de un tío suyo, aquel maestro me indicó dónde podía ir a comprar mandarinas y, una vez al año, higos chumbos. Yo tenía once años cuando comencé a trabajar en el mercado. Mi maestro me animó a asistir a la escuela por la tarde. Después siguió ayudándome, tanto en la secundaria como en la universidad.

—Gracias por haber querido compartir esto con nosotros —comentó Zhiqiang Li en tono solemne.

Se produjo otro silencio. Silva observaba a Lucia Valenti.

—Ha sido un placer —respondió Lucia alegremente—. Su turno Mochizuki-san.

Mochizuki se aclaró la garganta y dijo:

—Además del kotatsu, ese chisme horrible, teníamos un aparato de aire acondicionado que también daba aire caliente. —Con un gesto de impaciencia indicó a Watanabe que debía traducirlo.

—Pero si está usted hablando en inglés —respondió el intérprete.

—¿De verdad? —Mochizuki se rascó la frente con expresión de desconcierto.

Todos los presentes asintieron.

—¡Pues, vaya! —Soltó una carcajada y continuó en japonés—. No les aburriré más con historias del kotatsu. No entiendo por qué la gente siempre piensa en él con ternura. En casa siempre hacía mucho frío en invierno, y no resultaba nada agradable. Por fortuna, cuando yo contaba nueve años nos trasladamos a un apato en un barrio de las afueras de Tokio, y por fin ahí tuvimos un sistema de aire acondicionado. Aquello significó el fin de abanicos, ventiladores y paños para enjugar el sudor, porque en Tokio el calor dura mucho más tiempo que el frío, de modo que el aire acondicionado desempeña un papel más importante que la calefacción. Nuestro aparato también daba aire caliente en el invierno, así que con eso se acabaron los problemas. Ideal. No resultaba acogedor, pero eso no nos preocupaba. También hacía un ruido infernal. Nuestro cuarto de baño se caldeaba mediante paneles solares que había en el tejado. El o-furo japonés es el mejor del mundo. Quizá Li-san desee hablar sobre ello en la próxima ronda del «juego», me refiero a los cuartos de baño.

Volvió a pronunciar la palabra «juego» con un deje de desdén, y por ese motivo nadie lo aplaudió.

Bettina Welt miró con expectación alrededor antes de empezar a hablar, como si quisiera asegurarse de que en efecto nadie iba a aplaudir a Mochizuki. Algunos miembros del equipo dieron algunas palmadas, pero Mochizuki permaneció impertérrito con la mirada al frente.

—Tu turno, Bettina —le indicó Zhiqiang Li.

—Cuando era niña nos trasladábamos de casa bastante a menudo, de modo que conocí muchos sistemas de calefacción. Intentaré enumerarlos en orden cronológico. Primero de carbón. Eso fue en la ciudad. Mis padres vivían en un piso pequeño en la planta superior de un edificio, y cada invierno mi madre tenía que bajar y subir tres tramos de escaleras para acarrear el carbón. También hervía los pañales sobre la estufa. Después nos trasladamos a un apartamento en una ciudad pequeña y ahí también usábamos carbón, pero ahora en una estufa negra y plana con cristales de mica. Algunos de los bloques de mi juego de construcción se parecían a esos cristales, y solía jugar a construir una estufa en miniatura al lado de la verdadera. Después: de gas. Aquello fue en una casa aislada en un pueblo. Cada habitación disponía de una estufa de color gris adosada a la pared. Saltaba a la vista que nuestra situación económica era cada vez mejor. Después: calefacción central en un apartamento en la gran ciudad. Echábamos de menos el ambiente acogedor que daban la estufa o el hogar. La casa ya no tenía un centro, era como un pueblo sin la plaza de la iglesia —concluyó, y miró alrededor con expresión triunfante mientras volvían a oírse los aplausos.

—Bien, sólo falta mi relato —anunció Zhiqiang Li, satisfecha—. Cuando aún era muy pequeña teníamos en cada habitación una gran vasija de piedra llena de arena blanca. En la arena había un montoncito de carbón vegetal ardiendo, y eso hacía las veces de estufa. En ocasiones también añadíamos incienso en la arena. Cada vez que huelo a incienso al pasar cerca de un templo o de un santuario de inmediato recuerdo el ambiente que reinaba en nuestra casa. Lo mismo sucede con el aroma del carbón vegetal ardiendo, y en general con todas las hogueras. En aquel tiempo había hogueras por todas partes, incluidas las grandes ciudades. A menudo podía comprarse algo junto a aquellos fuegos: mazorcas de maíz, castañas asadas o boniatos. —Hizo una inclinación de cabeza.

Hubo aplausos. El estado de ánimo general había mejorado visiblemente. Todos parecían relajados y divertidos. Se oían cuchicheos y risas apagadas.

—Muy bien —exclamó Li—. Finalmente veo rostros menos preocupados. Sin embargo, tened cuidado: la investigación os pasará factura. No puedo obligar a nadie, pero os ruego que me pidáis consejo cuando lo creáis necesario. Es de especial importancia para la investigación que penséis con la máxima claridad posible. Consideradlo una cuestión de higiene psicológica. Estaré a vuestra disposición todas las tardes en mi habitación. No os preocupéis, no hay ningún diván, aunque sí un par de cómodos sillones. Podéis llamarme con antelación. Y no olvidéis el diario. Os ayudará a ordenar vuestros pensamientos ya mantener vuestros sentimientos bajo control.

Hubo gestos de asentimiento; las mentes aún seguían puestas en las estufas y las inesperadas reminiscencias del pasado de aquellos investigadores que se hallaban allí reunidos por cuestiones del azar.

Silva se puso en pie y se dirigió a Lucia Valenti.

—¡Vaya historia, Lucia! —le comentó. Ella lo miró con una sonrisa.

A las doce Bertus Hogenelst se desperezó. Había logrado concentrarse en el material que Mochizuki les había entregado en los sobres y reparó en que los datos estaban especificados con asombrosa precisión. Le llamó la atención la tendencia de la policía japonesa a utilizar procedimientos y numerarlo todo con códigos detallados. Ahora comprendía un poco mejor la actitud formal de Mochizuki y Watanabe. En los informes policiales que acababa de estudiar no había nada enunciado de manera mínimamente descuidada. Bertus no era un hombre de procedimientos. Miró atentamente las fotografías de las víctimas. Impaciente, quiso colgarlas en la pared, pero ésta resultaba demasiado dura para las chinchetas que tenía. Llamó al servicio de habitaciones para pedir un rollo de cinta adhesiva. La voz al otro lado de la línea le rogó que esperase, y Bertus escuchó con aburrimiento la versión electrónica de Home on the range. No había cinta adhesiva, le comunicó la voz, pero podía enviar alguien a comprarla. Bertus respondió que ya iría él mismo. Era una buena excusa para salir a estirar un poco las piernas. Se dirigió a las cuatro puertas de los ascensores, una de ellas se abrió con un distinguido ding-dong y con un zumbido amortiguado llegó hasta el vestíbulo, donde vio a un grupo de turistas de clase acomodada junto a sus maletas de piel. Pasó por delante de ellos y franqueó las puertas de cristal automáticas, salió y atravesó la amplia y desierta plaza que había delante del hotel. Sintió que lo envolvía un calor pegajoso. Al rodear la plaza se incorporó a una multitud que iba en una dirección. En las inmediaciones del hotel no detectó ninguna tienda. Alzó la vista hacia la gigantesca fachada de cristal del edificio construido en forma de V acanalada. El borde del tejado tenía el aspecto de una bandada de pájaros volando. Sólo llevaba un minuto fuera y ya empezaba a notar que en las axilas se le formaban gotas de sudor que iban deslizándose hasta la cinturilla del pantalón, que no tardó en empaparse. Mientras se apretaba el cinturón, sintió un escalofrío a pesar del calor. Atravesó un par de cruces, pasó por debajo de una autopista entre gruesos postes de hormigón y en la esquina de una calle estrecha vio el letrero anaranjado de un Kentucky Fried Chicken, para llegar al cual tuvo que pasar por debajo de un arco con grandes caracteres japoneses. De pronto fue como si el ancho y silencioso mundo del hotel y de la plaza que se extendía delante de éste jamás hubiese existido. Se halló en medio de un hervidero de gente, tenderetes y letreros que colgaban los unos pegados a los otros. La música y los sonidos electrónicos se confundían. Los vendedores ambulantes gritaban. En la acera había una fila de limpiabotas sobre unas mantas mugrientas. Bertus percibió una mezcla de olores: anguilas, fruta y castañas recién tostadas. Había grupos de escolares paseando, hombres de negocios en trajes de Burberrys fumando y riendo mientras andaban, mujeres de mediana edad avanzando a pasos cortos y rápidos enfundadas en sus kimonos, chicas jóvenes muy maquilladas contoneando las caderas y ancianas encorvadas bajo el peso de grandes cajas. Bertus siguió caminando, indeciso. Pasó por delante de restaurantes de comida rápida, tiendas de moda, zapaterías y escaparates con tartas caras y lujosas cajas de galletas. Le llamó la atención una pequeña bocacalle. El pasaje estaba lleno de vapor y de aparatos de aire acondicionado funcionando a toda potencia que producían un bullicio distinto. Anduvo con paso rápido por delante de las sucias fachadas traseras y fue a parar directamente a una calle impoluta con aspecto de pertenecer a uno de los barrio periférico de la ciudad, ocupada en toda su extensión por ciclistas y transeúntes. Las tiendas exponían parte de su mercancía en el exterior. Resultaba incomprensible que por las noches los dueños pudieran volver a meterlo todo en aquellos cuchitriles que ya estaban atestados hasta el techo. Finalmente vio un comercio donde había papel de embalaje y lazos, blocs de notas y libretas. Un cartel anunciaba: Animal Backstyle. Exploró en las estanterías de plexiglás. Todos los artículos a la venta tenían dibujado una fila de cerdos rosados. Los cerdos llevaban monos de trabajo de distintos colores. Y de cada uno de aquellos monos salía una colita rizada. Colegialas soñadoras se apretujaban alrededor de los artículos, entre risitas y cuchicheos, intercambiando comentarios con grititos estridentes y gruñidos apagados. Bertus encontró un rollo de cinta adhesiva; tanto ésta como su estuche presentaban los mismos dibujos de cerditos rosados. Con sus grandes manos cogió dos rollos y se dirigió a la caja. La cajera le preguntó algo en japonés y Bertus alzó los hombros en actitud desvalida.

No japanese —se excusó. La muchacha empezó a envolver los rollos en un trozo de crujiente papel de regalo plateado. Berrns le hizo seña de que no era necesario. Ella le indicó con una mirada que no comprendía y prosiguió tranquilamente con su trabajo. Metió los paquetes en dos grandes bolsas de Animal Backstyle y se los entregó.

De regreso en su habitación del hotel, Bertus pegó en la pared, con tiras de cinta adhesiva Animal Backstyle, las fotografías que tenía encima de la mesa. Primero las instantáneas de gran ángulo de los lugares donde habían sido hallados los cadáveres de las víctimas, después las fotos de 50 mm que mostraban cómo estaban dispuestos dichos cadáveres y finalmente las fotos en detalle de las heridas y los cortes. Cuando hubo acabado, la pared estaba cubierta hasta el techo de imágenes monstruosas. En la pared que había encima de la cama colgó los retratos de las víctimas. Se trataba de ampliaciones en color de las fotos de los pasaportes, a excepción de la del holandés Hendrik Mechanicus, que era en blanco y negro. Los retratos habían sido ordenados según la fecha cronológica de los asesinatos: Marcus Bopp, 2 de marzo; Jan Wackwitz, 19 de abril; Jacob Parker, 27 de mayo; Irina Skoynich, 12 de junio; Marco Polo, 30 de junio; Larry Maxwell, 18 de julio; Hughes De Keuninck, 5 de agosto; Hendrik Mechanicus, 12 de agosto.

Bertus observó detenidamente cada rostro y luego cogió uno de los informes de la policía japonesa.

Con el bolígrafo del hotel Príncipe Akasaka subrayó un par de veces la frase «Características comunes de las víctimas». A continuación trazó sendos círculos alrededor de los siguientes puntos:

1. Han sido asesinados en Tokio.

2. Ninguno de ellos es japonés.

3. Siete de ellos están en edades comprendidas entre los treinta y los treinta y seis. Una de las víctimas es mayor: Marcus Bopp, de cuarenta y dos años.

4. Son siete hombres y una mujer.

5. Todos son de raza blanca.

6. Seis de ellos eran solteros, uno vivía con su pareja: Irina Skoynich. Se carece de información sobre uno de ellos: Marco Polo.

Bertus volvió a dirigir la mirada a la hilera de fotos y, algo indeciso, escribió en el margen:

7. A pesar de que las bocas de las víctimas se diferencian mucho entre sí, todas tienen un rasgo en común: cierta expresión de sufrimiento, incluido Hughes De Keuninck, a pesar de que en la foto aparece sonriendo.

Bertus dio un golpecito en la mesa con el bolígrafo. ¿Había más semejanzas que se le hubiesen pasado por alto? Se acercó a las fotos para estudiarlas mejor, le prestó más atención a los detalles de la ropa; el chal de tonos marrones, amarillentos y anaranjados de Irina, el cuello deshilachado de Ian Wackwitz, la camisa de pana de Hendrik Mechanicus, y sacudió la cabeza. ¿Qué hacía interesante a esos extranjeros a ojos de un asesino en serie? ¿Era éste japonés y el motivo el odio racial? Bertus revolvió impaciente el montón de papeles que había encima de la mesa, arrancó una hoja de la pila de papel de copia y garabateó con rapidez:

A: Yukiko Inoue

De: Bertus Hogenelst

2 de septiembre, 17.05 h

¿Hablaban japonés las víctimas?

Marcó el número de Yukiko en el fax y observó el papel mientras iba entrando a sacudidas en el aparato. Cinco minutos después el aparato de fax empezó a emitir unos pitidos y con un crujido el papel se deslizó con la respuesta dirigida a Bertus. Fue leyendo el texto del revés, a medida que iba saliendo, línea a línea, de la ranura de plástico.

A: Bertus

De: Yukiko Inoue

2 de Septiembre, 17.10 h

Ver página 221 del informe número A1.23 CX.255-455bis de la policía japonesa: (Te adjunto una copia por si no la tienes. Está ordenado según el orden alfabético japonés):

Hughes de Keuninck: hablaba bien japonés, pero no sabía leerlo ni escribirlo.

Irina Skoynich: hablaba japonés razonablemente bien; no sabía leerlo ni escribirlo.

Jacob Parker: se defendía en japonés, no sabía leerlo ni escribirlo.

Marcus Bopp: hablaba bien japonés, sabía leerlo y escribirlo razonablemente bien.

Marco Polo: no lo sabemos.

Larry Maxwell: hablaba japonés razonablemente bien; no sabía leerlo ni escribirlo.

Hendrik Mechanicus: hablaba japonés razonablemente bien; no sabía leerlo ni escribirlo.

Ian Wackwitz: hablaba bien japonés, podía leerlo un poco pero no sabía escribirlo.

Bertus escribió al final de la lista:

8. Es seguro que siete de ellos hablaban japonés. De Marco Polo no tenemos información.

Eso aumenta la posibilidad de que el asesino sea japonés: los asesinos en serie suelen tener contacto con sus víctimas.

—¿Cómo es que tengo un aparato de fax tan lento en mi habitación? —preguntó Bertus a Yvonne Lacoste mientras se dirigían al comedor.

—Ven mañana a nuestro despacho a ver si encuentras alguno que esté en mejores condiciones; tenemos de todo en casa. Las fotocopiadoras de color son tan buenas que podrían copiarse billetes falsos. El resto de los aparatos son muy anticuados, como suele suceder en Japón.

—¿Qué quieres decir? Pensé que éste era el paraíso de los aparatos modernos.

—No en lo que se refiere a máquinas procesadoras de textos. La escritura es demasiado complicada para ello. Apenas diez años atrás en las oficinas del Consejo de Tokio aún había máquinas de escribir gigantescas cuyo teclado era tan grande como el escritorio y que contenían unos cuatro mil signos —explicó Yvonne.

—¡Vaya! —exclamó Bertus—. ¿También te ha pasado lo mismo alguna vez?

—Sí —respondió Yvonne—. Quizá sigan utilizándolas en algún lugar. Pregúntale a Mochizuki si tienen una de ésas en la policía. No me extrañaría nada. Los ordenadores modernos se encuentran en las empresas privadas, pero en la administración pública se siguen haciendo muchas cosas a mano y con un viejo wapuro.

—¿Qué es un wapuro?

—Es la palabra japonesa para procesador de textos. Son unas enormes cajas de plástico sin memoria interna con las que sólo se puede escribir en japonés.

Al igual que Bertus Hogenelst, Jack Fowell había estado revisando los informes de Mochizuki. Había apoyado las fotos contra el zócalo de la habitación. La noche anterior apenas había podido pegar ojo, por lo que estaba de un humor irritable, reflexionando acerca de lo que él llamaba en tono despectivo «las meteduras de pata de la policía japonesa». En primer lugar, inmediatamente después de la formación del equipo internacional, le había exigido a Mochizuki y a los suyos que habilitaran líneas telefónicas para la recepción de información. Los japoneses no habían mostrado el menor interés en solicitar la ayuda del público de esa forma. Lo consideraban un signo de desprestigio. Fowell esbozó una sonrisa cargada de cinismo. Volverían a publicar en los periódicos todas las fotos de las víctimas, informando a los lectores de que se había habilitado un número de colaboración ciudadana al que podían llamar. Los carteles oscuros que colgaban en las inmediaciones de las comisarías de policía serían sustituidos por otros más grandes y en colores.

Fowell volvió a indignarse al recordar la actitud de los japoneses a la hora de elegir a los miembros del equipo internacional. Cómo un funcionario había explicado por televisión que «la mentalidad y disciplina laboral alemanas eran las que más se aproximaban a las de los japoneses». Asimismo, y por razones que carecían por completo de justificación, los japoneses se habían opuesto a que se designase a un experto polaco para que investigara la muerte de su compatriota Irina Skoynich. Y habían conseguido que el especialista en cuestión se ofendiera y decidiese retirarse del grupo.

¡Y encima estaban los informes de la policía japonesa! Lo había irritado esa manía de los japoneses de ser detallistas hasta la obsesión. Parecía como si ninguno de los redactores de esos informes quisiera hacerse responsable de lo escrito. Cada uno de ellos remitía a informes anteriores, y así hasta la locura, como si de algún modo intentaran escudarse los unos tras los otros.

Fowell pensó en su reputación de policía duro, en el temor que infundía a sus subordinados en la oficina de Sydney, en su apodo —Robocop—, que se había guardado de confesar durante el juego de Li, y en su dedicación al trabajo, que le había costado su matrimonio y el alejamiento de su hijo. Se desperezó y fue a sentarse en el borde de la cama. Se frotó la dolorida espalda encima de la tela brillante de su chaqueta castaña hecha a medida, se puso en pie, carraspeó, se dirigió con paso vacilante al cuarto de baño mientras se subía el pantalón, escupió en el lavabo y se miró en el espejo. Como si su propia imagen le confiriese energía, se frotó las manos y exclamó:

—Habrá que poner un poco de acción en esta tienda.

Antes de la cena hojearon los periódicos. La prensa había hecho lo que Silva había pedido: en todos los diarios salían publicadas fotos de las víctimas —la mayor parte de ellas eran en color y aparecían en primera página—, además de hacer un llamamiento a la colaboración ciudadana. Las recepcionistas encargadas de atender por turnos las llamadas a los teléfonos habilitados para recibir información habían sido presentadas al equipo: doce japonesas en fila contra la pared fueron pronunciando su nombre y el acostumbrado yoroshiku onegaishimasu. Los cuarenta y dos extranjeros que integraban los bancos de lenguas rodearon la mesa y estrecharon la mano de cada uno de los miembros del equipo de investigación. A continuación, las telefonistas abandonaron la sala para establecer los turnos de trabajo, inspeccionar las instalaciones y ocupar sus puestos ante los teléfonos, mientras en el comedor se procedía a repartir las tareas para los días sucesivos. Mochizuki tomó la palabra. Una vez más, había un montón de sobres delante de él.

—Valenti-san se ocupará del caso de Marco Polo; Fowell-san del caso de Larry Maxwell; Croo-san del de Hughes De Keuninck; Hogenelst-san del de Mechanicus; Green-san del de Jacob Parker; Silva-san del de Irina Skoynich. Welt-san y yo nos ocuparemos de los casos de Ian Wackwitz y Marcus Bopp. A continuación les entregaré las instrucciones y la información que necesitarán para sus pesquisas. Ahora pueden ir a comer. Espero que la comida sea de su agrado. Pueden elegir entre un menú japonés y uno occidental.

Después de cenar, Bertus estudió el plano del metro. Tenía una cita con Adinda Buisman, de la Casa Japonesa-Neerlandesa en Aoyama. Con la línea de Ginza había sólo tres paradas: Aoyama Ichome, Gaienmae, Omote-sando. ¡Vaya nombres!, pensó Bertus. Le daba vueltas y más vueltas al mapa dibujado a mano del barrio de Omote-sando que Adinda Buisman le había enviado por fax. Una vez que salió de la boca del metro volvió a echarle un vistazo al plano, cruzó una intersección y torció por una calle estrecha en cuya esquina había una panadería sueca con las ventanas anaranjadas, exactamente como indicaba el mapa. Era una calle tranquila y distinguida. En los cristales de los escaparates aparecían escritos los nombres de los diseñadores: Yoji Yamamoto, Kenzo, Y’s, Issey Miyake. A pesar de que ya era tarde las tiendas seguían abiertas. Algo desorientado, Bertus entró en un comercio climatizado y casi vacío con el suelo encerado y miró el precio de una bufanda de punto. Más de mil quinientos florines, calculó. «Lo siento, Martha, cariño, pero no puede ser», pensó. Salió de la tienda mientras hacía girar el plano de modo que la Casa Japonesa-Neerlandesa quedara justo delante de él. El papel resbaladizo estaba húmedo en sus manos. Doblar a la izquierda al pasar por una puerta de garaje de color amarillo, pasar por delante de tres árboles hasta la parada del frutero, luego a la derecha por el santuario, otra vez a la derecha por la tienda de tofu. Qué descripción más chapucera, decidió.

—Me he sentido como un boy-scout siguiendo una pista —le comentó Bertus a Adinda Buisman, una mujer de aspecto enérgico que debía de rondar los treinta y cinco años.

—Así son las cosas en Tokio. Todo el mundo dibuja mapas porque las calles no tienen nombres —dijo ella mientras, en una cocina sucia y diminuta, le servía una taza de café.

—En Akasaka Mitsuke hay un Tamachidori; creía que ése era el nombre de la calle.

—Tiene razón —reconoció ella—. Las calles principales tienen nombres, las pequeñas no. —Lo guió hasta un despacho pequeño y pulcramente ordenado. Una pared de cristal ofrecía una vista de innumerables lucecitas, las ventanas de los altos edificios que formaban el barrio.

—¿Qué puede contarme de Hendrik Mechanicus? —inquirió Bertus una vez que hubo tomado asiento frente a ella al otro lado de la mesa, sosteniendo la humeante taza de café.

—Pregúnteme, y responderé lo que sepa. ¿Qué quiere saber?

—Todo. ¿Qué clase de persona era? ¿Tenía amigos? ¿Hablaba de contactos fuera de la Casa Japonesa-Neerlandesa?

Adinda Buisman permaneció pensativa por unos instantes y finalmente dijo:

—Era mi asistente, trabajaba aquí a media jornada. Se trataba de una persona agradable, un poco distante, y muy trabajadora; no se quejaba por las tareas aburridas como rellenar sobres o realizar copias. Así que me quitaba un montón de trabajo tedioso de encima. Nunca se quejaba por nada. Y cuando yo me disculpaba por no poder darle un trabajo más interesante, lo que ocurría de vez en cuando, él solía decirme que no me preocupara porque le parecía bien la faena pesada, porque le permitía pensar en otras cosas. Era un tipo soñador, silencioso, encantador. Por las mañanas iba a una academia a aprender japonés. A veces hablaba de un compañero de clase, un tal Tim, un chico norteamericano que chapurreaba un poco de holandés y con el que en ocasiones iba a la montaña. Si no recuerdo mal, Tim era jardinero de profesión y había hecho las prácticas en un vivero en Holanda.

Bertus tomó nota.

—¿Sabe su apellido?

—¿El de Tim? No.

—¿Le habló de él a la policía japonesa? No he visto su nombre en los informes.

Adinda Buisman permaneció pensativa por un instante.

—No —dijo al fin—, la entrevista con la policía japonesa transcurrió de forma caótica. En aquel momento no pensé en Tim para nada. Y, ah… ¿sabía que Hendrik vivía con una familia japonesa, un hombre de negocios amigo de su padre?

—Sí, la policía ya ha interrogado a la familia. Además, el padre de Hendrik llegó ayer a Japón.

—¡Dios mío!, debe de ser horrible para ese pobre hombre. ¿Ha venido a Japón especialmente para la investigación?

—También está aquí por asuntos de trabajo. —Bertus se frotó los ojos—. ¿Qué más podría contarme?

—Déjeme pensar. Fuimos a comer juntos varias veces al restaurante que hay aquí en la esquina. Me contaba cosas de la academia. Lo difícil que lo tenían los occidentales por estar en la misma clase que los chinos, que sabían más caracteres que los japoneses. Tenía que aprender diez nuevos caracteres cada día y escribir cada uno de ellos treinta veces con un pincel, y recordar la dirección y el orden de los trazos. Me contaba que a veces esos caracteres poblaban sus pesadillas. En sus sueños, éstos crecían hasta írsele de las manos y lo perseguían con zancos. Se enfadaba con los chinos de su clase porque eran muy aplicados y se pavoneaban cuando en los exámenes obtenían mejores resultados que los occidentales. También los japoneses conseguían irritarlo, por la forma en que le hacían las mismas preguntas una y otra vez mientras lo miraban fijamente… Bien, hablábamos de cosas sin importancia. ¡Oh, y no le pasaban inadvertidas las mujeres japonesas! En ocasiones resultaba hasta embarazoso. Silbaba entre dientes cuando veía entrar a una mujer japonesa hermosa. Hablaba de forma abierta, hasta demasiado abierta quizá, de los deseos que las mujeres japonesas despertaban en él. No se daba cuenta de que sus comentarios hacían que me sintiese incómoda, pero yo lo pasaba por alto porque no tenía ganas de entrar en discusiones sobre ese tema. —Adinda Buisman guardó silencio.

—¿Algún detalle sobre la familia con la que vivía?

—Sí, sentía predilección por la madre, que se desvivía por él. Le preparaba platos occidentales, le lavaba la ropa, le planchaba las camisas. A veces lo llevaban con ellos a la ciudad los fines de semana, y en una ocasión incluso los acompañó un par de días a Kyoto, donde se alojaron en un costoso ryokan. Me decía que no sabía «qué podía darles a cambio». Al padre le regalaba cigarros holandeses, a la madre pequeñas baldosas azuladas de Delft, y a los niños zuecos y chocolatinas. Se ponían como locos de contento; a menudo nos reíamos disimuladamente sobre ello, pero un par de días después de haber repartido los regalos él siempre recibía algún obsequio a cambio que denotaba un gusto extremadamente refinado; un cuenco de madera lacada con tapa, un juego de papel de cartas hecho a mano con sus iniciales…

»En realidad no hay nada especial que contar sobre él. Resulta increíble que esté muerto. Es terrible. —Adinda ocultó el rostro entre las manos por un instante—. Todo el mundo de la Casa está muy conmocionado. Y sus pobres padres. ¿Tienen ya algunos indicios?

—No, nuestro equipo sólo lleva tres días trabajando en la investigación.

—Lamento mucho no poder ser de más utilidad.

—No, no, esta charla ha sido muy útil. Debo hacerme una imagen de la víctima. Si tuviera que describirlo con una sola palabra, ¿qué diría?

Tras reflexionar unos segundos, Adinda respondió:

—Solitario.

Bertus cruzó la oscura plaza de regreso al hotel. Aún tenía otra entrevista: con el padre de Hendrik. De nuevo en su habitación, se puso una camisa limpia y bebió una botella de agua mineral. En el pasillo se cruzó con Yvonne Lacoste.

—El padre de Mechanicus está esperándote en la sala de reuniones pequeña.

—Gracias. Yvonne, ¿podrías hacerme el favor de buscarme una cosa?

—Sí, por supuesto.

—Había un joven norteamericano en la clase con Hendrik Mechanicus, un tal Tim. Todavía no sabemos su apellido. ¿Podrías llamar a la academia de japonés e intentar concertar una cita con ese Tim? Te he escrito aquí el nombre de la academia. —Le pasó a Yvonne un post-it.

—Claro.

—Gracias. Ah, Yvonne, ¿podrías mirar si ese Tim aparece por alguna parte en los informes de la policía japonesa? En caso afirmativo, ¿podrías pasarme los números de esos informes?

Yvonne ya iba hacia su despacho. Bertus se dirigió a toda prisa a la sala de reuniones pequeña donde el padre de Hendrik, Reinier Mechanicus, se hallaba mirando al frente con el ceño fruncido. Volvió lentamente el arrugado rostro hacia Bertus cuando éste cerró la puerta tras de sí. Mechanicus permaneció sentado e hizo una leve inclinación de cabeza. Bertus se acercó a él con paso resuelto y le estrechó la mano. Mechanicus se puso en pie y volvió a sentarse pesadamente en la silla después de saludar a Bertus, que permaneció junto a él.

—Señor Mechanicus, le agradezco mucho que haya venido.

—¿Ya tenéis algo? —preguntó abruptamente.

Bertus meneó la cabeza.

—Sólo llevamos tres días.

Mechanicus resopló, desdeñoso. Bertus posó la mano un instante sobre el hombro huesudo del hombre, con ademán apaciguador. Mechanicus dio un respingo y sacudió el hombro como si hubiese querido quitarse de encima a un insecto repugnante.

—«I am sorry», eso es todo lo que llevo oyendo desde hace seis meses. He recibido largas cartas escritas en un inglés terrible; letters of apology las llaman, cartas de disculpas. Extraños documentos copiados con sellos de color rojo al pie. Y me ha llegado la misma carta tres veces.

—¿Quién se las ha mandado? —inquirió Bertus desconcertado.

—La policía japonesa.

—Oh.

—Sí, se ha quedado de piedra ¿eh?

—Señor Mechanicus…

—¡Cállate! Nos han tratado de una forma horrible. Ho… rri… ble. Mi esposa se ha derrumbado, puedes suponerlo, ¿no?

—Señor Mechanicus… —Bertus alzó los hombros con gesto de impotencia.

—¿Eso no te lo han contado? Tendrías que sufrirlo en carne propia, que te llamen para decirte, en el inglés más espantoso que puedas imaginarte, que tu hijo ha sido asesinado.

Bertus había rodeado la mesa y se había sentado delante de Mechanicus.

—¿Fue así como sucedió? Es terrible.

—Sí. —La voz del padre de Hendrik sonaba un poco más calmada—. Queremos enterrar a mi hijo. Está aquí, en alguna parte, en un frigorífico.

—Sí, es espantoso.

Mechanicus asintió y guardó silencio.

—Había pensado en formularle algunas preguntas sobre Hendrik —dijo Bertus—. ¿Qué clase de muchacho era?

—¿Qué importancia tiene eso? La policía japonesa no nos lo preguntó en su momento. Y a ti no te vi en Amsterdam.

—Entonces todavía no estaba al corriente de la muerte de su hijo ni sabía que acabaría trabajando en este caso. Esa decisión se tomó mucho después.

—En cualquier caso, estoy aquí en viaje de negocios y sólo he venido para decir que la forma en que nos han tratado me parece escandalosa.

—Estamos investigando qué aspectos en común tenían las víctimas. De ese modo quizá podamos formamos una imagen del culpable.

Mechanicus permaneció en silencio con la mirada fija en sus zapatos.

—¿Escribía Hendrik a casa de vez en cuando? —inquirió Bertus.

—¡Sí! Una carta al mes más o menos. —Su voz sonaba ahora menos áspera.

—¿Conserva aún las cartas?

Mechanicus asintió.

—¿Podría hacer que me las enviasen por fax? —pidió Bertus.

—Sí, de acuerdo.

Bertus deslizó una tarjeta con su número de fax por encima de la mesa.

—Entretanto, ¿podría contarme algo sobre el contenido de las cartas?

—La familia con la que vivía, su trabajo, la academia, un amigo, mujeres japonesas… —resumió Mechanicus, algo reacio.

—¿Ese amigo se llamaba Tim?

—Sí, Tim Smith —respondió Mechanicus con expresión de sorpresa.

Bertus hizo una rápida anotación.

—¿Tenía Hendrik amigas?

Mechanicus se echó a reír.

—No.

—¿Por qué se ríe?

—Las mujeres japonesas eran demasiado inaccesibles para él.

—¿A qué cree que se debía eso?

Mechanicus volvió a sonreír.

—Las encontraba tan hermosas que se sentía intimidado por su belleza.

—¿Era eso una causa de sufrimiento para él?

—No lo sé. Mi hijo no era extremista; en ningún aspecto. Un poco insociable, eso sí.

—¿Desea contarme algo más para que pueda formarme una imagen de él?

Mechanicus negó lentamente con la cabeza.

—Ya no puedo hacerlo. —Hurgó en el bolsillo trasero de su pantalón, sacó una fotografía de su cartera y se la tendió a Bertus—. Es él.

Bertus escrutó el rostro infantil de Hendrik. Su boca sonreía, pero los ojos permanecían sombríos.

Ir a la siguiente página

Report Page