Sushi

Sushi


4

Página 10 de 21

Los otros miembros del equipo todavía no estaban en disposición de presentar un informe. Robynne Green y Marc Croo, en concreto, tenían especial dificultad con el análisis de los expedientes de las víctimas Jacob Parkery Hughes De Keuninck.

Para el alivio de todos Mochizuki estaba de buen humor y no importunó a Watanabe, de modo que éste pudo traducir simultáneamente con tranquilidad.

—Después de visitar a frau Fischer, una amiga de Marcus Bopp —comenzó Mochizuki—, fui con Watanabe y Welt-san a los tres cafés donde Marcus Bopp estuvo el primero de marzo en compañía de frau Fischer. Welt-san me había propuesto, en primera instancia, ir sola, pero dado el carácter lúgubre del barrio me pareció más conveniente que Watanabe y yo la acompañásemos. Conozco el barrio porque he dirigido más de una investigación allí por asuntos de drogas. Los locales que visitamos estaban saturados de humo. Es probable que este caso no tenga nada que ver con las drogas; ninguna de nuestras víctimas las consumía, y el equipo japonés examinó varias veces todo el circuito antes de que ustedes llegasen aquí.

En su momento detuvimos a veinte consumidores, pero nada indicaba que estuviesen relacionados con nuestro caso.

»Los tres cafés que visitamos viven en gran medida de la misma clientela. La gente que frecuenta el SixtyNine, un bar reggae, va después al Tonoyama, un club en el que uno puede hacerse socio, y finalmente a Zazai, un sótano de hormigón que, a diferencia de SixtyNine y Tonoyama, cuenta con una pista de baile. Tuvimos que ir muy tarde. A las doce aún no había nadie. Alrededor de las tres empezó a llenarse. Para cuando los clientes llegan a Sacia están tan bebidos que ya no les entra una gota más de alcohol. Ése es el motivo de que en la entrada les obliguen a comprar bonos de consumición. La clientela de los tres bares, regentados todos ellos por japoneses, está compuesta en un noventa por ciento por extranjeros.

»En el SixtyNine, después de preguntar un poco, encontramos a Raúl, el chico al que frau Fischer vio hablar con Marcus la noche en que salieron juntos. A pesar de que se veían exclusivamente en esos tres cafés, Raúl parecía conocer bastante bien a Marcus Bopp. Se acordaba de la tarde del primero de marzo y nos dijo que Marcus, que tenía una cita para desayunar con un amigo, se marchó de Zazai a eso de las tres y media. Dicho amigo, sobre el cual Raúl no nos supo decir nada más, es uno de nuestros sospechosos. La coartada de Raúl es clara como el agua: había conocido un chico japonés en Zazai y se lo había llevado a casa. El apartamento de Raúl se halla encima de una sala llamada Pachinko, un antro que permanece abierto toda la noche. El jefe de Pachinko vio entrar a los dos chicos mientras estaba fuera tomando un poco el aire. A la mañana siguiente, los del equipo de limpieza del Pachinko vieron que los dos chicos salían y se marchaban por la calle, para regresar poco después cargados con bolsas de plástico del SevenEleven. Una visita al supermercado SevenEleven más cercano bastó para corroborar esa historia. Después del SixtyNine, donde interrogamos a una parte considerable del personal y de la clientela, fuimos con Raúl al Tonoyama, un bar no mucho mayor que seis habitaciones tatami en el que no deben de entrar más de diez personas. Todos los clientes que interrogamos habían visto a Marcus Bopp en alguna ocasión. Destacaba porque era un poco mayor y tenía un aspecto más conservador que ellos, ya que generalmente vestía un traje de tres piezas; es probable que se pasase por el bar al salir del trabajo. En el Tonoyana cada cliente tiene su propia botella de licor, de la que va consumiendo cada vez que va. Las botellas están detrás del mostrador, y en el cuello llevan una etiqueta con el nombre del cliente y la fecha de la compra. Había una botella de vodka con el nombre de Marcus y la fecha 11 de enero de 1997, eso es unos dos meses antes de su muerte. La botella estaba por la mitad. Según el barman, Marcus bebía bastante, y casi siempre solo. A veces entablaba conversación con la persona que fortuitamente estuviese a su lado. Había treinta y un clientes en el Tonoyama durante nuestra visita, que duró un cuarto de hora. Estaban como sardinas en lata. Había una norteamericana que conocía a Marcus bastante bien. En una ocasión, él le había confesado que le resultaba muy difícil hacer amigos en Tokio. Por lo demás, los interrogatorios al personal y a otros clientes no aportaron nada nuevo. Después, a las tres, el señor Raúl fue tan amable de acompañamos a Zazai, donde encontramos al japonés con quien estaba la mañana en que Marcus fue asesinado.

»En consecuencia, señoras y señores, tenemos un indicio del posible asesino. Se citó con él para desayunar. Era un “amigo”, señoras y señores, un hombre, por consiguiente. Es poco probable que ese “amigo” fuese un cliente de los mencionados establecimientos; la cita no se concertó en ninguno de ellos.

»Sobre la investigación relativa al asesinato de Marco Polo, le cedo la palabra a Valenti-san.

—No conseguía ningún progreso en mi investigación sobre el caso de Marco Polo —explicó Lucia Valenti—, y después de dos días y largas tardes rebuscando infructuosamente en los expedientes, decidí, con el consentimiento de Mochizuki-san, enviar a mi colega Toni Albuixech a Perugia, el último domicilio oficial de Marco Polo en Italia, para ver si conseguía más información. Toni Albuixech era uno de los candidatos italianos para nuestro equipo. Acordamos que yo haría el trabajo si era necesario. Él permanece a la espera durante el tiempo que dure la investigación. Entre otras cosas ha hecho averiguaciones en todas las academias de lenguas de Perugia, en las que dio con cinco japonesas que conocían a Marco Polo.

»Parece ser que éste se dedicaba a alquilar casas en mal estado a precios exorbitantes y además era propietario de una lavandería. También resulta que sentía una ardiente admiración por las japonesas. Cuatro de las cinco chicas mantuvieron relaciones con él. Dos de ellas trabajaban para Polo, una como encargada en la lavandería y la otra administrando una docena de apartamentos. Ambas estaban seguras de que acabarían casándose con Polo. Sin embargo, ninguna se inquietó por el hecho de que éste llevara meses sin ponerse en contacto con ellas e ignoraban si tenía familiares. Una visita al ayuntamiento no aportó nada nuevo. Oficialmente, Polo compartía piso con un estudiante japonés en la Via Martelli. La dirección previa en la que estaba registrado era la de sus padres, en Roma. Una llamada telefónica al Registro Civil de Roma de esta ciudad constató que éstos habían fallecido.

»Polo tenía todos los papeles y permisos de la lavandería de Perugia en regla y no tenía antecedentes penales en Italia. En cuanto a los apartamentos, no declaraba los alquileres. Su permiso de residencia en Japón había expirado. Durante su estancia en este país se hospedaba a menudo en un monasterio zen. Las chicas desconocían el lugar exacto donde se encontraba ese monasterio, pero creían que se trataba de una secta relativamente poco conocida y sumamente estricta.

»Al parecer, Polo llevaba una vida disipada en Italia y otra espiritual en Japón. Eso no era muy extraño, ya que son muchos los occidentales para quienes Japón significa “purificación del espíritu”. Japón y el zen… bueno probablemente ya saben a qué me refiero.

»Para los detalles sobre los nombres de las chicas, sus direcciones aquí en Japón y en Italia, los nombres de las academias de idiomas a las que acudían… les remito a los informes.

»Según Albuixech resultaba curioso el parecido que las chicas tenían entre sí y el hecho de que ninguna de ellas leyese los periódicos ni viese la televisión. Su italiano y su inglés eran rudimentarios. Polo hablaba bien japonés. Ninguna de las muchachas había oído hablar de los Asesinatos del Pescado. Una de ellas dio como excusa que las noticias en la televisión eran demasiado difíciles de seguir y que los periódicos en japonés llegaban como mínimo con dos días de retraso, motivo por el cual no compraban prensa.

»En estos dos días, los colaboradores japoneses de Mochizuki-san han estado investigando a los familiares y amigos de estas cinco chicas japonesas, una tarea nada despreciable, pues había más de cien personas implicadas. Una cosa salta a la vista en las declaraciones de todos los testigos: las chicas mantuvieron en secreto su relación con Marco Polo. Ni siquiera las dos que pensaban casarse con él habían puesto a su familia o amigos al corriente. He estado dándole vueltas al significado de esto último. Creo que según las chicas Marco Polo no era lo bastante “correcto” para presentárselo a sus padres o amistades. Tenía que haber alguna cosa con Marco Polo…

—¿Me permite interrumpirla? —preguntó Mochizuki a través de Watanabe—. ¿Me permite señalarle que existen muchas razones evidentes por las que las muchachas japonesas decidieron callar su relación con Marco Polo? Nuestra cultura es la más homogénea del mundo. Se pretende dar la imagen de que estamos abiertos al mundo, pero a la mayoría de los padres no les hace mucha gracia que sus hijas aparezcan con un extranjero. No es que tengamos nada en contra de los extranjeros, pero pensamos que la llegada de uno de ellos a nuestra cultura y nuestras familias es fuente de muchos problemas. En mi opinión, el pensamiento que prevalece es el de que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer, y creo que hablo en nombre de casi todos.

—¿De veras cree usted, Mochizuki-san, que puede hablar en nombre de todos? —inquirió Lucia—. ¿Cómo está tan seguro de que ciento cuarenta millones de compatriotas suyos piensan lo mismo que usted? Ya sé lo que suele decirse de Japón: que la población es homogénea y todos se comportan de manera idéntica, pero ¿en la vida cotidiana también es así? Me cuesta imaginármelo.

—Si de verdad ha estudiado mi país debería saber que lo que le acabo de decir es cierto. Nosotros los japoneses no tenemos alternativa. No crecemos como plantas salvajes, como ustedes en Occidente. Quizá nazcamos salvajes, aunque yo personalmente tengo mis dudas al respecto, pero se nos poda de inmediato, como a los arbustos de los jardines de Versalles. Cada rama que crece torcida o que despunta es cortada resueltamente y sin tardanza. Tenemos que estar preparados para la sociedad a la que vamos a parar y no se tolera que crezcamos asilvestrados. Y esa sociedad es para todos igual, de lo que puede deducirse que todos salimos igual, y es por ello que considero que puedo hablar en nombre de mis conciudadanos.

—Pero, Mochizuki-san, ¿no es posible decir lo mismo de nosotros, los occidentales? ¿Acaso los italianos no vamos a parar también a la misma sociedad?, y ¿no son diversificadas las sociedades? ¿No son necesarios muchos tipos de personas para formadas?

—Hasta cierto punto —respondió Mochizuki sin pestañear—. Durante mi carrera he visto y oído muchas cosas, y creo que estoy en condiciones de afirmar que nosotros los japoneses no nos diferenciamos los unos de los otros tanto como ustedes, los occidentales.

—No estoy de acuerdo —protestó Lucia—. Pero imaginemos que tiene usted razón; en ese caso mi teoría no es válida. ¿Qué tienen en común las víctimas? Hemos hablado largo y tendido sobre el carácter del asesino, pero ¿qué une a las víctimas? ¿No nos estaremos concentrando demasiado en el hecho de que todas ellas eran extranjeras? Por supuesto, no hay que perder de vista ese aspecto; sin embargo, lo menciona demasiadas veces y hasta ahora no nos ha conducido a ninguna parte. Marco Polo no sólo me parece una figura poco digna de confianza, como arrendador aprovechado y mujeriego, sino que también me llama la atención el que tuviese una personalidad escindida. En Italia era un mentiroso, y en Japón frecuentaba monasterios zen. Buscamos a un individuo en una ciudad de cuarenta millones de habitantes. La única pista con que contamos sobre esa persona es que casi con toda seguridad se trata de un hombre. Tenemos ocho víctimas. Una de ellas, Marco Polo, con una personalidad escindida. Me pregunto si hay elementos en las otras víctimas que apunten al mismo tipo de naturaleza.

—Propongo que aplacemos la discusión hasta más tarde —dijo Mochizuki-san—; Silva-san y Hogenelst-san aún tienen que presentar sus informes. El monasterio zen donde se recluía Marco Polo aún no ha sido encontrado. De momento sólo se han investigado los más conocidos en los alrededores de Kyoto. En los próximos días se examinarán las sectas más oscuras. Hogenelst-san tiene ahora la palabra.

—Me he entrevistado con el padre Hendrik Mechanicus —informó Bertus—, con la familia japonesa con la que vivía, con un amigo de Hendrik y con el personal de la Casa Japonesa-Neerlandesa en la que trabajaba. La familia ya había sido interrogada repetidas veces por el equipo japonés de Mochizuki-san. Estuve presente, y no se produjeron novedades de importancia. La charla con el padre de la víctima fue dolorosa. La madre me envió a través del fax una serie de cartas que Hendrik les había escrito desde Japón. De esas cartas se deducen los siguientes puntos:

»Uno: Hendrik sólo tenía un buen amigo en Tokio, Tim Smith, sobre quien hablaré más adelante.

»Dos: justo antes de su muerte Hendrik había empezado una psicoterapia.

»Tres: tenía la esperanza de regresar a Holanda con una esposa Japonesa.

»Cuatro: estaba haciendo sus pinitos literarios.

»Cinco: iba regularmente a un pueblo de montaña llamado Daigo.

»Estuve charlando con Tim Smith, un chico norteamericano, compañero de clase de Hendrik, de… —consultó sus apuntes— Nichibey Kaiwa Kakuin, Escuela para las Lenguas Japonesa e Inglesa y la Comunicación Internacional. Largo, ¿eh? HendrikyTim solían ir juntos a la montaña un par de veces al mes, al oeste de Tokio. Cogían el tren a Hachioji, luego el autobús hasta el pueblecito de Daigo, que era la última parada. Tenían un lugar donde dormir con un grupo de baile en el pueblo de Daigo. Hasta ahí todo claro; también he leído esos hechos en las cartas. Lo que no decía en las cartas es que durante esas expediciones los dos chicos hablaban mucho. Tim me dijo que Hendrik se sentía mal con bastante frecuencia. “Pérdida de la identidad” lo llamaba el mismo Hendrik. A menudo le asaltaba lo que él definía como una “sensación rara” en su cabeza que le provocaba sentimientos de angustia cuyo origen no lograba identificar. Decía que a veces la adrenalina le corría desbocada por las venas sin motivo aparente. Tim me confesó que se había sentido impotente y que no sabía qué consejos debía darle a Hendrik. Cuando le pregunté si éste se comportaba de forma extraña en la academia o en compañía de otra gente, me respondió que no y me contó que en una ocasión Hendrik le había dicho que él mismo se sorprendía de que nadie se percatara cuando le sobrevenía uno de sus ataques de ansiedad. En esos momentos le faltaba el aliento, empezaba a sudar y podía oír los latidos de su corazón golpearle los oídos. Experimentaba esas sensaciones de forma regular durante las clases de japonés y en su trabajo o cuando iba a comer con su jefe, Adinda Buisman.

»Tim Smith tenía una teoría sobre el estado de ánimo de Hendrik. Este último estaba intentando escribir un libro sobre su infancia. Lo hacía en inglés. Tim Smith creía que él era el único que estaba al corriente de ello porque Hendrikle había pedido con insistencia que lo mantuviera en secreto. Hendrik también les escribía largas cartas a sus padres. Los dos amigos se veían una vez por semana en un salón de té para revisar el manuscrito. Tim le ayudaba con el inglés. Hendrik le pagaba por esas sesiones semanales la misma tarifa que cobra un profesor particular de esa lengua. Tim creía que la redacción del mencionado libro estaba alterando a Hendrik. Me describió lo excitado que se mostraba al hacer comentarios sobre él. Tim poseía una copia del manuscrito; se titula Broken ritual’s, “Rituales rotos”, y me la ha dado. La he leído. Es un relato sobre su juventud en Holanda, y no está mal escrito. Va de la nostalgia sobre tiempos pasados, tiempos que Hendrik mismo no llegó a conocer, un ensalzamiento de las culturas primitivas y de los vínculos de camaradería, de ahí el título. Salta a la vista que Hendrik es el protagonista, aun cuando el manuscrito esté escrito en tercera persona. Resulta curioso el final que imagina para su protagonista: una kafkiana enfermedad anímica lo sorprende en una ciudad extraña. En uno de los pasajes habla del temor a salir un día desnudo por accidente. Cuando viaja en tren o camina por la calle, el personaje protagonista suele asegurarse de ir adecuadamente vestido. Según Tim, Hendrik también experimentaba ese temor. A pesar de sus miedos, Hendrik era irresistiblemente gracioso en japonés, lengua que empezaba a dominar. En el transcurso de una de esas sesiones de trabajo pidió algo de comer para acompañar el té. La camarera se lo sirvió con unas hojas decorativas de plástico. Él las pinchó hábilmente con los palillos y en un japonés fluido le dijo a la chica… —Bertus consultó sus apuntes—: “Nihon no tabemono wa zenbun oishi dakedo, kore wa mada taberarenai”, lo que significa: “La comida japonesa me parece deliciosa, pero hay cosas a las que nunca podré acostumbrarme”. Para gran alegría de Hendrik, la camarera se fue de allí hecha una furia.

»Tim le había aconsejado que buscara ayuda profesional para sus problemas, pero desconocía si lo había hecho o no. Por las cartas que Hendrik dirigió a sus padres sabemos que sí llegó a hacerlo.

»Hendrik y Tim hablaban a menudo sobre las consecuencias del choque cultural, porque el primero se sentía muy nervioso a veces y lo atribuía al hecho de tener que vivir en una ciudad extraña de millones de personas.

»Así pues, la teoría de Lucia Valenti no me parece tan descabellada: creo que debemos prestar más atención a la salud mental de nuestras víctimas.

—Estoy totalmente de acuerdo con eso —declaró Fowell inclinándose hacia Lucia Valenti, que a su vez se distanció tanto como pudo de él, quedando ladeada en un rincón de su silla.

Silva le dirigió una mirada emponzoñada a Fowell, que empezó con su relato.

—He estado estudiando el diario de Larry Maxwell. Los comentarios sobre esa investigación no aparecían incluidos en el informe anterior porque ayer por la noche aún estaba trabajando en ello. Las señoras de la secretaría debieron de pasarse la noche sin dormir, porque ya tengo aquí una copia del informe.

Yukiko fue distribuyendo las copias.

—En este informe he incluido fragmentos del diario, en extremo abstractos y caóticos, ordenados por temas —empezó Fowell—. He destacado tres temas principales que he llamado: «El ángel», «El látigo» y «El amigo I». «El ángel» trata de una figura; a veces se refiere a una imagen visual y otras a una estatua. Cito:

»“La imagen del Ángel tiene que integrarse en el Látigo. El Látigo tiene que ser compacto y comprensible sólo para unos pocos. James Joyce debe desempeñar un papel. El retrato de Joyce forma el plano de Tokio”.

»Otra cita:

»“A veces estoy sentado en el resbaladizo hombro de bronce del Ángel, en el pliegue entre el ala y el cuello. Siento el frío del bronce a través del tejido de mi pantalón. Mis muslos y genitales se funden con ella. Por encima de nosotros el cielo se desplaza”.

»Os haréis una idea de lo difícil que resulta sacar algo de esto. Continuamente se habla de “El látigo”. Qué o quién es el Látigo, no lo sé, pero en cualquier caso debe… vuelvo a citar:

»“Ser compacto, comprensible sólo para unos pocos, como un poema, e incluir a todos mis amigos. Tiene que chasquear y azotar a su alrededor, unir y castigar y, ante todo, tiene que ser amor”.

—¿No podría ser «El látigo» el título de una película? —preguntó Lucia después de una ardua traducción y de un prolongado silencio—. Larry Maxwell era realizador de vídeos, ¿no?

Jack Fowell giró bruscamente en el asiento y al hacerlo tiró la taza de café. Se puso de pie y, con la mirada puesta en la mancha marrón que se extendía por el blanco mantel, exclamó:

—¡Por el amor de Dios! ¡Pues claro que se trata de eso, Lucia!

Lucia hizo una mueca.

—Pero el relato no es menos raro por eso —apuntó Mochizuki.

—En eso tiene usted razón —convino Jack Fowell y volvió a sentarse—. ¿Qué hago con esa mancha?

—Nada —respondió Mochizuki—. Continúe con su informe.

—Ahora me doy cuenta de que «El amigo I» bien podría ser también el título de una película. Es como si el «I» fuese alguien, ficticio o real, con quien Maxwell habla acerca de todo.

»Cito textualmente:

»“2 de febrero de 1997: I no se muestra sorprendido y está de acuerdo conmigo en que el Látigo debe chasquear. En general, I está conforme con todo lo relacionado con el Látigo”.

»“4 de febrero de 1997: Una larga conversación con I. Yo tenía la sensación de que había alguien más. I lo negó. A veces pone punto y final a un intercambio de ideas antes de que yo haya terminado con él”.

»“8 de febrero de 1997: Le he dicho a I que no confío en él, que no confío en nadie. Hablamos sobre la Gran Desconfianza”.

»“10 de febrero de 1997: Son muchos y tienen unos nombres imposibles. Hay americanos (son de los que más desconfío) y europeos, y hablan en su propia lengua. Un asiático también. No quiero saber nada de ellos”.

»“15 de febrero de 1997: I dice que quiere verme. Hemos hablado sobre el pelo de las mujeres norteamericanas; es una de las razones por las que no me llevarían a los EU de A ni a rastras, ni que me dieran dinero por ello: el pelo de las norteamericanas. Brrrr…”.

»Hasta aquí las citas de “El amigo I”. Estos pasajes están fechados poco antes de la muerte de Maxwell. Hay un lapso de entre dos y cinco días entre las “conversaciones”. La última de éstas data del 17 de julio de 1997 y se refiere a ella del siguiente modo:

»“He visto a I. Las conversaciones van mejor si no lo veo. Su barbilla y su boca me repugnan, y también su cabello tan fino. Con todo, esas cosas no deberían molestarme. Al fin y al cabo, ¿I sólo funciona como espejo…?”.

»“I” podría ser, como he dicho, un personaje ficticio —subrayó Fowell—. Pero pensemos que es real. En ese caso: ¿quién es? Maxwell lo ve a veces y a veces no. Si I es real, entonces se trata de un sospechoso y tenemos que encontrarlo. Del diario de Maxwell no puede deducirse dónde podemos dar con él; no se mencionan lugares ni números de teléfono; tampoco aparece en la libreta de direcciones de Maxwell nadie que aún no haya sido interrogado, ni que responda al nombre de I. Sabemos que I está rodeado de americanos, europeos y asiáticos. Eso suena a una gran empresa internacional. Larry quizá los oiga hablar. Dice que “hablaban en sus lenguas”. Tiene el pelo fino.

»A juzgar por lo que aparece en su diario, Maxwell era un hombre perturbado. Y tenía un amigo misterioso. ¿Empieza a configurarse aquí un patrón? Y la pregunta clave: la letra “I” ¿podría corresponder al pronombre personal “yo” en inglés? ¿Son Maxwell e “I” la misma persona?

A medida que iba progresando el relato, los presentes empezaron a moverse inquietos en sus asientos, cambiaban de posición, se oían suspiros, se servían té y café que bebían de forma maquinal, hacían dibujitos caprichosos en los márgenes de los blocs de notas. Watanabe estaba ronco de traducir y, mecánicamente, tomaba un sorbo de agua a cada instante.

—Mi historia sobre Irina Skoynich también figura en nuestra agenda de hoy —intervino Gerardo Silva—. Tengo la impresión de que nos estamos acercando.

Hubo gestos de asentimiento y suspiros mientras los presentes se aclaraban la garganta y buscaban una posición en la silla preparándose para la siguiente ronda. Yukiko e Yvonne sirvieron té con hielo picado en jarras de cristal.

—¿Podemos salir a fumar un cigarrillo? —preguntó Bertus.

Gerardo Silva empezó con su relato en cuanto los fumadores se hubieron reincorporado al grupo en la sala de reuniones.

—Mi visita al novio de Irina, Morio Abe, me ha aportado una observación interesante que ya he comentado con Bertus pero que ahora quiero exponer ante todos vosotros. Abe me dijo que él hablaba de forma diferente (léase más abiertamente y de forma más personal) con los occidentales que con los japoneses. Me comentó que tenía «una membrana en la cabeza» y que podía moverse entre una y otra forma de pensamiento. Creo que empiezo a percatarme de que eso explica en buena medida por qué la investigación se estancó, y le pido disculpas Mochizuki-san, antes de la llegada del equipo internacional. Parece ser que los métodos que empleamos en los interrogatorios son distintos de los de la policía japonesa. Esperemos que eso suponga una ventaja para nosotros.

»En cuanto a las observaciones de Jack Fowell, Bertus Hogenelst y Lucia Valenti acerca del estado de ánimo de las víctimas, puedo añadir que Irina Skoynich acudía a un psiquiatra americano porque estaba deprimida.

A través de la libreta de direcciones de Irina di con una buena amiga suya en Polonia, Katharina Labovitch, que vive en la ciudad de Poznan. He hablado por teléfono con ella y me mandó por fax las cartas que Irina le envió entre enero de 1995 y mayo de 1996. Os he entregado copias de las traducciones en inglés de todas las cartas, pero querría leeros una de principios de 1995 porque demuestra que Irina se sentía muy sola en sus últimos años de estancia aquí, lo que incrementa las posibilidades de que existiera un conocido misterioso.

Silva empezó a leer:

Tokio, 12 de enero de 1995

Querida Katharina:

Te envío un escrito que hice para aplacar mi espíritu siempre intranquilo. Las pinturas van bien, pero necesito de otras válvulas de escape intelectuales para superar mis recurrentes estados de confusión, enfado y nostalgia. Ahí va:

El mejor lugar para analizar el fenómeno del choque cultural es, sin lugar a dudas, Japón. Eso se debe a que los japoneses se creen únicos, nacidos de los dioses, y en consecuencia mantienen las distancia con todo aquello que sea diferente de ellos. Esta actitud es fácilmente sostenible en una isla. En esta ciudad demencial se puede encontrar cualquier cosa del extranjero: camisetas de Mickey Mouse, Coca-Cola, hamburguesas, espaguetis a la boloñesa, camisas blancas, Mozart, Andy Warhol y, hoy en día, también productos étnicos como ponchos mexicanos, colchas afganas y tallas de la fertilidad africanas. Aquí, las conquistas occidentales —la democracia, el individualismo, las relaciones libres, el derecho a una vida privada, el feminismo— han sido deformadas hasta hacerlas irreconocibles o son desconocidas y temidas.

Cualquier extranjero es «distinto» en Japón. Aquí sólo hay dos tipos de personas: Japoneses y Extranjeros. Eso se hace evidente en el mismo aeropuerto internacional de Narita, donde se divide al torrente de gente que entra en el país en función de las dos categorías mencionadas anteriormente, ya partir de ese momento ya no hay quien lo arregle. El Extranjero debe llevar a mano su tarjeta de registro de extranjero, debe dejar que le tomen las huellas dactilares y pasarse el resto de su estancia en Japón respondiendo a preguntas del tipo: ¿Qué te parece Japón? ¿Qué te parecen los japoneses? ¿Te gusta la comida japonesa? ¿Te interesa la cultura japonesa? ¿Sabes comer con palillos? ¿Hablas japonés?

El Extranjero debe dejar a un lado todos sus valores y normas y empezar desde cero, aprender a caminar de nuevo, eso tanto si se trata de un chino como de un polaco. Pues ni siquiera los vecinos más cercanos de Japón, como coreanos, chinos y rusos, encuentran aquí el menor asidero.

El choque cultural es un fenómeno patológico que puede tener consecuencias tan drásticas como cualquier enfermedad de carácter psicológico y algunas personas llegan a desarrollar una personalidad completamente escindida. Yo me cuento entre ellas. Esa condición de enfermo puede tomar formas terribles. Cabe distinguir cuatro fases en el trastorno: una fase de luna de miel, caracterizada por la excitación y la fascinación; una fase de crisis, el Valle Profundo, que se caracteriza por el rechazo de la nueva cultura y la nostalgia; una fase de recuperación; y una fase de adaptación.

La fase de luna de miel: acabas de llegar y te sientes de vacaciones. Todo es distinto, todo es nuevo, todo es incomprensible y, por tanto, interesante. La duración de esta fase dependerá del carácter de cada persona. Hay algunos que no pasan de ahí, nunca llegan a aprender a leer, escribir, hablar o entender el japonés, y parece ser que son los que salen mejor librados.

Los que pertenecen al tipo de Extranjero más curioso pronto se zambullirán en la lengua y la cultura niponas, empezarán a entender cada vez más cosas para ir descubriendo poco a poco que lo han entendido todo al revés y que no saben nada de nada. En un principio les sorprende, pues nunca les había sucedido nada semejante. Nos hallamos más o menos a mitad de camino de nuestra pendiente hacia la fase de crisis: el Valle Profundo.

Una vez acostumbrado a la idea de que no puede seguir comportándose de acuerdo con sus antiguas normas y valores, el Extranjero, profundamente conmocionado, empieza a hacerse una somera idea de qué es lo que le espera. Tendrá que adaptarse y eso significa que tendrá que cambiar, pues resulta más fácil que cambiar a ciento cuarenta millones de japoneses y además no resulta tan pesado, fatigoso y humillante. Ya casi hemos llegado al Valle Profundo.

En el breve y agotador período que precede al Valle Profundo, el Extranjero lo intentará todo para cambiar a los japoneses. En esa fase quijotesca sobrevienen inesperados sentimientos de amor a la patria y una intensa nostalgia. Acto seguido entramos en el Valle Profundo, que consiste en una virulenta alternancia de odio hacia uno mismo y odio hacia los japoneses. Por regla general, para entonces el Extranjero ya no puede marcharse, pues ha invertido demasiado para dejarlo todo. Se impone «volver a estar bien».

La combinación del estudio de sí mismo y de los japoneses ayuda al Extranjero a salir del Valle Profundo; pero, al igual que sucedía con la de luna de miel, también hay personas que se quedan estancadas en esta fase. Son los que peor lo tienen, porque sólo el cinismo y el sarcasmo los mantiene en pie, y eso a duras penas. El grupo que permanece enclavado en esa fase constituye una minoría. La gran mayoría de Extranjeros van debatiéndose entre la excitación maníaca, la rabia, el odio estúpido, la tolerancia y, nuevamente, el cielo y el infierno… Pueden pasar años antes de que estos movimientos pendulares se hagan menos acentuados. Los valles son entonces menos profundos y ese continuo subir y bajar vuelve a originar problemas de comunicación entre los extranjeros aislados, porque el individuo A en la fase de luna de miel y el individuo B en el Valle Profundo se encuentran en dos mundos completamente distintos y no están de acuerdo en nada.

Pondré el ejemplo de dos Extranjeros que conozco. Empezaré por Antoinette, una inglesa que permanece anclada en la fase de luna de miel. Antoinette es inusualmente alegre y positiva en grado sumo. Sonríe sin parar. Lleva ya siete años viviendo en Japón pero apenas si sabe decir un par de palabras en japonés. Tiene muchos amigos japoneses y está interesada fundamentalmente en temas como la acupuntura, el shiatsu, el zen, el reiki, la macrobiótica y el aikido. Ha llegado al convencimiento de que todo el mundo en Japón practica esas disciplinas, cuando la verdad es que sólo una pequeña minoría lo hace. Como Antoinette siempre se mueve en los círculos de esas minorías, cree que ellos representan a todo Japón. Por su parte esos japoneses algo especiales se sienten atraídos hacia Antoinette, con su cabello rubio, sus brazos pecosos, sus modales abiertos y espontáneos. Antoinette considera a los japoneses un pueblo extremadamente espiritual.

Un ejemplo de habitante permanente del Valle Profundo es Polly, de Australia. Tampoco habla una sola palabra de japonés, y eso que lleva diez años aquí. Es diseñador de moda, ligeramente adicto a la cocaína, en un lugar donde su consumo está duramente penalizado, y ha hecho varios intentos de «triunfar» en el mundillo de la moda tokiota. A raíz de eso ha entrado en contacto con el despiadado mundo de los negocios y se ha arruinado varias veces. Polly ve por todas partes a hombres de negocios japoneses asfixiándose con sus corbatas, haciendo la pelota a los superiores y aplastando a sus subordinados, y está convencido de que todos los japoneses son sanguijuelas sin escrúpulos.

La mayoría de los extranjeros andan desorientados de un lado a otro entre el cielo de Antoinette y el infierno de Polly.

Yo misma, sin ir más lejos, he estado en el reino de Antoinette y en las catacumbas de Polly. Cuando llegué a Japón se me antojó el cielo, y eso me duró mucho tiempo. El clima era benigno, me sentía saludable y despierta, podía trasnochar cada día sin cansarme, ganaba dinero a espuertas y lo gastaba con igual rapidez, me iba con granujas e inútiles y todo me causaba placer. En vista de que la ropa, los peinados y la forma de comportarse eran tan distintos de aquello a lo que estaba acostumbrada, al principio me resultaba muy difícil juzgar a las personas y las situaciones. Recuerdo que a veces me preocupaba por sentirme tan bien, pensaba que había algo antinatural, algo aislante, en esa felicidad.

No tenía por qué preocuparme. Podía comer cuanto quisiese sin engordar, beber alcohol sin emborracharme o sufrir resacas. Mi memoria funcionaba demasiado bien. Podía retener nombres, rostros o números de teléfonos que no tenían la menor importancia. Los temas más útiles, como el japonés, los asimilaba igual de bien. Era angustioso y genial a la vez.

El punto de inflexión se produjo más o menos a los cuatro años del momento culminante. Había asistido dos años a una academia para aprender la lengua, tomaba semanalmente clases con un profesor de sumie y tenía a Morio. Todo parecía ir sobre ruedas, había aprendido nuevamente a comportarme como es debido. Me había esforzado muchísimo para conseguir todo aquello y el resultado era que en mí parecían convivir dos personas distintas: la Irina europea y la Extranjera. Ambas tenían opiniones distintas sobre las cosas, y siempre andaban a la greña la una con la otra. Ese mismo año casi todos mis amigos se fueron. La forma en que se pierden los amigos en Tokio es antinatural; nadie se queda, todo el mundo está de paso. Cuando cuatro de mis cinco amigos se fueron en el plazo de un par de meses, mis dos yoes empezaron una guerra. Perdí seis kilos en tres semanas. Un odio ciego hacia todo lo japonés se apoderó de mí.

Había trabajado duramente para adaptarme, y de pronto me sentía sola. Me teñí el pelo de negro para llamar menos la atención y eludir las eternas miradas. (Vuelvo a llevarlo pelirrojo).

Durante ese tiempo empecé a tener un sueño interesante. Los japoneses tenían en sus casas pequeños hornos en los que se iban quemando a sí mismos milímetro a milímetro, de manera que para cuando les llegaba la muerte, gran parte de su cuerpo ya estaba incinerado. A ellos les parecía el colmo de la eficiencia. No cabe duda de que yo estaba en el infierno, créeme.

Finalmente salí de ese infierno, y ello gracias a que comencé a analizarme. Busqué un psiquiatra occidental (un americano) y dediqué seis meses a reconocer, aceptar y acoplar mis dos personalidades. Al recordar esa época me resulta curioso el esfuerzo enorme que me costó. Ahora, tres años después de aquello, puedo pasar sin la menor dificultad de un yo a otro. Llevo ocho años en Japón. Ahora que ya no me esfuerzo en adaptarme es cuando más adaptada estoy. Aún tengo el sentimiento de estar escalando montañas constantemente, pero las cimas ya no son tan altas ni los valles tan profundos. La joven y rigurosa cordillera se ha ido desgastando hasta convertirse, de manera lenta pero constante, en un paisaje ondulado. No me produce una felicidad mayor, sino más bien melancolía.

Querida Katharina, sigue escribiéndome. Te mantendré informada.

Muchos besos y abrazos,

IRINA

PD: Te adjunto una invitación para mi exposición. Se hará en una pequeña galería. He tenido que pagar una cantidad exorbitante de dinero para alquilar la sala durante una semana, pero lo he hecho. Al fin y al cabo, he de mantenerme ocupada.

—Eso es todo —concluyó Silva, fatigado por la lectura—. Gracias a esta carta he podido formarme una idea mucho más precisa de qué clase de persona era Irina. De ella se desprende, sin duda, que Irina era una mujer sola y que se sentía deprimida. Comparaba el fenómeno del choque cultural con una enfermedad. Podemos asegurar con cierta certeza que lo mismo les sucedía a Larry Maxwell y Hendrik Mechanicus, y probablemente a Marcus Bopp, a pesar de que en su caso no me resulta tan evidente.

Mochizuki miró asombrado en torno a la mesa.

—No tenía ni idea de que los extranjeros lo tuviesen tan difícil aquí —dijo.

Watanabe tradujo sus palabras y añadió:

—Ni yo.

Los dos hombres hicieron una leve reverencia, como si se excusaran.

—Propongo que lo dejemos aquí por hoy —musitó Mochizuki con suavidad—. Les deseo a todos que pasen una buena noche.

Silva se dirigió directamente a Lucia Valenti y entrelazó su brazo con el de ella. Ambos desaparecieron en dirección al bar charlando animadamente en español.

3 DE SEPTIEMBRE

La investigación de las fotografías va con retraso porque Lucia se olvidó la carpeta en el tren y se ha pasado la tarde buscándolas en una sala atestada de objetos perdidos. Mochizuki, que por esa razón regresó solo al hotel, estaba hecho una furia. Lucia llegó a la hora de la cena, eso sí, agitando el sobre con las fotos. El laboratorio las tendrá mañana. Lucia describió su extraña búsqueda por las estanterías del Servicio de Objetos Perdidos de los ferrocarriles. Eso dio pie a una charla durante la cena acerca de qué se hace en Japón con los objetos perdidos que se recuperan. Todo el mundo que haya estado aquí conoce algún ejemplo de la extrema honestidad de los ciudadanos de Tokio. En una ocasión, mientras estaba tomando unas fotografías, Croo perdió un teleobjetivo carísimo que había dejado un momento en la acera, en uno de los puntos más concurridos de Tokio. Al cabo de un cuarto de hora se dio cuenta de que había olvidado volver a meterlo en la funda de la cámara. Después de correr diez minutos, lo que significa veinticinco minutos más tarde, regresó al lugar de la desgracia. El teleobjetivo aún estaba allí, cuidadosamente arrimado a la pared para que ningún transeúnte tropezara con él.

Yvonne Lacoste había aparcado su bicicleta en algún lugar del centro de Shinjuku, sin cadena de seguridad, y se olvidó de ir a buscarla antes de viajar a Francia para celebrar la Navidad y el Año Nuevo. A su regreso, convencida de que en todo ese tiempo ya se la habrían llevado, ni se molestó en ir a averiguarlo. Semanas más tarde pasó casualmente por allí, y cuál no sería su sorpresa al descubrir que la bicicleta seguía en el mismo lugar donde la había dejado. Basándose en las estadísticas del total de usuarios que diariamente pasan por la estación de Shinjuku, calculó que durante ese período habrían pasado más de dieciséis millones de personas por delante de la bicicleta. Bertus y yo, los dos de Amsterdam, donde te roban hasta los neumáticos de la bicicleta, fuimos los más sorprendidos.

Después de cenar me fui directamente a mi habitación y me puse a estudiar nuevamente las fotografías de las víctimas. Por la forma en que están colocados los cadáveres se diría que el asesino es una mujer, ya que no es frecuente ver a un hombre que ordene los objetos de esa forma. Las fotos de los lugares donde se cometieron los crímenes hacen pensar en las revistas de interiorismo y cocinas, donde todo se encuentra al alcance de la mano.

El juego de Li ha vuelto a merecer la pena. Li es una verdadera psicóloga. Te mira a los ojos de forma demasiado prolongada y penetrante, pero aun así es simpática y agradable. Siento curiosidad por saber cuántos trajes chaqueta de color rojo tiene.

Durante la evaluación nos preguntamos si cabía la posibilidad de que el asesino saliera y entrara del país en avión. Quizá viva en Indonesia, por ejemplo, y asesine en Japón, o algo por el estilo. Mochizuki nos aseguró que las fronteras están fuertemente vigiladas, pero ¿y qué? Li nos señaló que los asesinos suelen vivir cerca de donde cometieron su último crimen. Croo aseguró que jamás había oído hablar de asesinos en serie viajeros, pero Silva salió con un par de ejemplos en Estados Unidos. Si bien, y eso hay que tenerlo en cuenta, en ambos casos los asesinatos también fueron cometidos en estados distintos. No se conocen casos de un asesino que vaya y venga continuamente.

De nuevo fue digno de ver cómo comía Watanabe. Con un cuchillo muy afilado, hizo cuatro incisiones perfectas en la piel de la mandarina, ras, ras, ras, ras. Cogió las pieles por un extremo y retiró la pulpa con la misma concentración que si abriese una cajita de oro en polvo. Alineó los gajos en el borde del plato y a continuación los peló. Fue poniendo las finísimas pieles en el centro, y formando un montoncito, y entre una cosa y otra se llevaba pulcramente la servilleta a los labios.

Las relaciones en el seno del grupo empiezan a perfilarse. Fowell va detrás de Lucia Valenti, y no se atreve ni quiere posar sus ojos en mí. Usa un traje marrón repugnante que está pidiendo a gritos que lo lleven a la lavandería.

Lucia y Silva parecen congeniar. Andan siempre charlando en español, gesticulando y se pasan mucho rato juntos en el bar.

Robynne Green tiene la vista puesta en Bertus Hogenelst, y se la ve alerta y animada cuando él le devuelve la mirada. Bertus es amable, un trabajador de equipo y cae bien a todo el mundo.

A Croo no lo acabo de pillar. Esa cara moteada, esas ropas raras a cuadros, ese sonrojarse por cualquier cosa. Yvonne y Yukiko: son personas serias con las que resulta fácil trabajar, eso si tuviera algo sustancial con lo que trabajar, claro está.

He empezado a revisar todos los expedientes. Las fotos que Lucia había perdido salieron de ahí. Las he hecho ampliar cincuenta veces y espero descubrir algo más.

Fowell salió con Watanabe. Los vi abandonar el hotel juntos. Forman un dúo fantástico; un australiano alto, encorvado y mugriento y un japonés pequeño, aseado y perfectamente simétrico.

Lucia Valenti fue con Mochizuki a una empresa llamada Hormona. Así pues, esta tarde me he visto libre de Mochizuki.

Hemos dedicado la tarde a comparar los hallazgos de Fowell, Silva y Hogenelst. Ahora estamos en condiciones de decir con seguridad que tanto Maxwell como Skoynich y Mechanicus se sentían solos.

Estoy molida pero no consigo dormir.

Osaka quiere conseguir la organización de los Juegos Olímpicos de 2008, informa el Japan Times.

En el canal 2 he visto un documental fantástico sobre la educación especial para gente extremadamente tímida. Sólo en Tokio hay millones de personas extremadamente tímidas. Sobre todo chicos. Algunos de ellos tienen las vértebras cervicales deformadas de mirar constantemente hacia abajo. Siguen clases de gimnasia especial para ejercitar los músculos del cuello y los hombros. Otros se pasan el día ruborizados. Comparado con ellos, Croo es un aficionado. Los que se sonrojan emplean un maquillaje especial para el rostro. Existe una base antisonrojo de un tono verde claro que debe aplicarse debajo de una capa de maquillaje natural. También se representan situaciones. Se utilizan actores de verdad para hacer que los alumnos tímidos se desinhiban.

Ir a la siguiente página

Report Page