Sushi

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—Eso es verdad —reconoció Molly desde la otra oficina; estaba revolviendo unos papeles—. Yo soy caótica, emocional e impulsiva.

—¿Y usted? —le preguntó Robynne a Henriette.

—Yo me ocupo de los contactos con las instituciones y empresas. Coordino las colectas anuales y organizo eventos culturales como conciertos y exposiciones. Asimismo, dedico cuatro horas diarias a la admisión de clientes para nuestro grupo de psiquiatras y psicólogos. Por lo tanto, la mitad del tiempo trabajo para Molly y la otra mitad para el departamento clínico, que tiene un director distinto.

—¿En qué consiste exactamente el proceso de admisión? —se interesó Robynne.

—Me comunico telefónicamente con las personas a quienes se les aconseja recibir una terapia. Me llaman y yo redacto un informe sobre su problemática. En función de ese informe los derivo a un psicoterapeuta apropiado para su caso.

—Así pues, usted está en estrecho contacto con los clientes y conoce sus problemas —apuntó Robynne.

—Sí, pero como usted comprenderá, esa información es confidencial y ni siquiera puede ser revelada a la policía sin más ni más.

»Todos nuestros voluntarios trabajan bajo nombres supuestos. La comunidad extranjera es relativamente pequeña y el servicio tiene que ser anónimo mientras se encuentren en ese estadio de atención telefónica.

—Lo entiendo. —Robynne Green asintió—. Me falta contarle quién soy yo y qué es lo que hago —intervino Stephany—. Soy la coordinadora de los voluntarios. Dirijo los cursillos de formación, confecciono el horario mensual y coordino las consultas de los solicitantes habituales.

—¿Qué son los solicitantes habituales?

—Las personas que nos llaman de forma regular, un par de veces al día, por ejemplo, y a veces durante años. Para ellos hemos dispuesto líneas especiales. A diferencia de lo que ocurre con las personas que telefonean de forma puntual, para ellos hay un límite de tiempo, de lo contrario tendrían todas las líneas ocupadas permanentemente. Se trata con frecuencia de personas depresivas, lo que nosotras denominamos «víctimas profesionales». La mayoría se niega a someterse a una terapia y sigue llamándonos, presa de temores acuciantes.

—Su organización me ha dejado muy impresionada —confesó Robynne.

—Esperemos que siga así —señaló Henriette con vehemencia—. Imagino que entenderá los riesgos que supone para nosotros una investigación como la que usted está llevando a cabo.

—Sí, lo entiendo —concedió Robynne.

En el distrito de Shibuya, Lucia Valenti aguardaba a los cuatro consejeros profesionales de Help en una sala del edificio anexo de la iglesia baptista. Aburrida, echó un vistazo a la pequeña habitación amueblada con viejas sillas y mesas. En el suelo había una alfombra manchada de color verde claro. Lucia hundió en ella el tacón y hurgó en un trozo suelto del posabrazos del sillón de mimbre en que estaba sentada. Repiqueteó con los dedos, produciendo un sonido lúgubre. A través de la ventana se filtraba una luz cenicienta sobre el empapelado amarillento. Un fluorescente estropeado se encendía y apagaba de manera irritante. El aparato de aire acondicionado hacía un ruido ensordecedor. La estancia era fría y húmeda y olía a colchones viejos. Lucia sintió un estremecimiento. Los cuatro consejeros se presentaron al mismo tiempo. Eran dos mujeres y dos hombres, uno de los cuales se presentó como Ron Sullivan, el director del departamento clínico.

Presentó a los otros tres consejeros: Bob Thomson, consejero y pastor protestante; Ginny Cohen, especialista en problemas de alcoholismo y drogodependencia; y Grace De Vries, especializada en terapia sistémica. Un poco más tarde entró jadeando Henriette Kuwahara, a quien Robynne Green acababa de interrogar.

—¿Podría examinar los informes?

—Eso depende de a qué informes se refiera —respondió Ron Sullivan—, pero si se refiere a los expedientes de nuestros clientes, desde ya le digo que no y que mañana mismo consultaré a nuestro abogado.

—Lo que quiero saber es si entre los voluntarios o clientes de Help hay una persona que responda a las siguientes características: sexo masculino; cabello fino y lacio; viste prendas de cuero; tiene boca y barbilla frágiles; habla inglés con acento suramericano o del norte de Europa; siente fascinación por los cuchillos; tiene una conducta social normal; y es probable que su nombre empiece por I o que se haga llamar Jeromy Wanderfogel.

—No —contestó Ron Sullivan—. Mire, señora Valenti…, debe usted entender que no podemos permitir el acceso a los expedientes de nuestros clientes así como así. No tengo ningún motivo para pensar que entre ellos pueda encontrarse el responsable de los Asesinatos del Pescado, y estoy dispuesto a repetir esta afirmación bajo juramento. En cuanto a los voluntarios, no los conozco a todos. Molly Tender la informará mejor al respecto.

—En ese caso no hay más que hablar —dijo Lucia—. Yo que usted llamaría a su abogado hoy mismo, señor Sullivan, porque mucho me temo que tendrá que darnos esos expedientes.

—No le queda duda que lo haré —respondió Ron Sullivan.

Los consejeros se miraron los unos a los otros por un instante y luego Grace De Vries tomó la palabra. Era una mujer morena con el cabello largo y suelto. Tenía una voz sonora y pronunciaba con precisión y claridad.

—Henriette es quien hace la primera entrevista telefónica. El cliente le llega a través de un voluntario que previamente ha hablado con él. Ella lo interroga sobre la naturaleza de su problema y de acuerdo con éste lo ubica en una categoría determinada. En función de dicha clasificación, decide con Ron Sullivan quién es la persona más adecuada ala que deben derivar al cliente. El siguiente paso es consultar al consejero. Y, si éste está de acuerdo con el caso, se concierta una cita para una serie de sesiones.

—¿Alguna vez se rechaza algún cliente? —preguntó Lucia Valenti.

—En principio, no. Aunque a veces puede darse el caso de que haya una lista de espera. Por muy enfermos que estén nuestros clientes, muy raramente se los dirige a una clínica psiquiátrica, porque irían a parar a una institución japonesa y se encontrarían aún más aislados. Intentamos que mantengan su independencia en la medida de lo posible. Mientras un extranjero sea capaz de mantenerse a flote mal que bien en esta ciudad, es que no está tan mal como piensa.

»Henriette, Ginny, Bob Thomson y yo somos psicólogos y trabajamos bajo la supervisión de Ron Sullivan, que es psiquiatra. No podemos recetar medicamentos, ni siquiera Ron, porque hemos estudiado en una universidad norteamericana. Por ese motivo Ron trabaja con un psiquiatra japonés que hace las recetas y las firma.

»Los clientes tienen que venir a nosotros, pues no hacemos visitas a domicilio. También ese aspecto está relacionado con nuestra estrategia terapéutica. Por supuesto, disponemos de un equipo de crisis que se mantiene en contacto con la policía y con un hospital. Como verá, estamos preparados para cualquier situación posible.

Ese mediodía, Mochizuki recibió un mensaje en que se informaba de cuál era el monasterio zen donde Marco Polo se hospedaba de vez en cuando. Se trataba del monasterio de la secta Rinzai, en las montañas de Minakami. Watanabe lo llevó hasta allí y se quedó esperándolo en el coche. Mochizuki nunca había estado en un monasterio, y miró alrededor con inseguridad. El superior del monasterio, ataviado con negras vestiduras, lo hizo pasar. Con prudencia, Mochizuki cruzó el umbral a otro mundo y fue conducido por un suelo de madera del

dojo. Desde fuera del monasterio se oía un tremendo alboroto: golpes, gritos y el agudo repiquetear de una campana. El ritual del trabajo, le comentó el monje. En el portal había un hombre tendido en el suelo. Para sorpresa y desconcierto de Mochizuki, el superior propinó un bastonazo al hombre, que entró en el edificio para volver a salir casi al instante y apoyar la frente sobre el suelo de madera, inmóvil.

—Esto va en contra de la ley. Usted no puede ir golpeando a la gente con un bastón —le advirtió Mochizuki al superior.

—Ese hombre se ha sometido a este ritual de forma totalmente voluntaria —respondió el superior en tono áspero.

—¿Ritual? Le ha dado un golpe realmente fuerte.

—En su opinión, Mochizuki-san, ¿el ritual es algo que tiene que ver con el cuerpo o con el espíritu?

—Con el espíritu —respondió Mochizuki.

El monje sacudió la cabeza.

—Con el cuerpo —replicó—. Y un ritual tiene que sentirse.

Siguieron caminando por unos largos pasillos al final de los cuales el monje abrió la puerta de una estancia de piedra donde varios monjes calvos limpiaban cuidadosamente el arroz en el más absoluto silencio. Parecían estatuas, hechos de piedra como la estancia en que se hallaban, estáticos e inexpugnables. Mochizuki quiso entrar para hablar con ellos, pero el superior lo detuvo y le dijo que debía esperar.

De fuera llegaba un ruido apagado y el tintineo de unas campanas de cobre.

—El

zazen ha dado comienzo —anunció el superior.

Durante cuarenta minutos observaron a distancia a treinta monjes, vestidos con kimono negro y una prenda blanca debajo del mismo, que iban a sentarse en fila sobre los bajos estrados de espaldas al centro de la sala, con las manos colocadas la una sobre la otra y las puntas de los pulgares unidas. Mochizuki intentó imitarlos con sus manos fuertes y grandes. Uno de los monjes se paseaba entre los sentados, golpeando en el hombro con un trozo de madera a los que se distraían.

Después de la meditación, en otra estancia dio comienzo un servicio en el que se entonaban cantos extraños con voz aguda. Mochizuki escuchó concentrado.

A continuación se sirvió la comida. Del techo del comedor colgaba un pez de madera al que se iba golpeando con un palo mientras en unos cuencos oscuros se servía la sopa de arroz extraída de unos cubos de madera. En unas mesas bajas había bandejas con verduras escabechadas y cuencos con sopa de

miso. Con cuidado Mochizuki fue bebiendo a pequeños sorbos la sopa clara mientras en la cocina se desataba un nuevo tumulto. Unos monjes entraron con cubos de agua y procedieron a limpiar a gran velocidad el suelo y las paredes. El superior le explicó que llevaban cuatro meses haciendo las mismas faenas: cocinar, limpiar, afeitarse la cabeza, trabajar la tierra, limpiar la nieve…

Mochizuki abordó a un grupo. El superior lo dejó hacer.

—¿Es dura la vida aquí?

—Los primeros meses son los más difíciles, y muchos enferman —respondió un monje, con una expresión radiante en el rostro.

—¿Se ha producido alguna muerte?

—Creo que en una ocasión sucedió algo así —contestó otro entre risas.

—¿Por qué están ustedes aquí?

So ne —repuso el primer monje, y se rascó la barbilla, pensativo.

—¿Tiene que ver con la iluminación?

—¿La iluminación? ¿A qué se refiere?

—Al

satori, la liberación espiritual.

So ne

Mochizuki se volvió hacia el superior, que seguía detrás de él, y le preguntó:

—¿Puede decirme por qué le pegaba a ese hombre?

—Para darle la oportunidad de estirar las piernas.

—¿Qué hace ahí todo el tiempo?

—Suplica para ser aceptado como monje.

—¿Marco Polo también tuvo que pasar por eso?

—Sí, por supuesto.

—¿Cuánto tiempo lleva ese hombre ahí?

—Tres días.

—¿Cuándo se le permitirá entrar?

So ne.

—¿Era Marco Polo un buen discípulo?

So ne; no, en realidad no lo era. Le faltaba la disciplina suficiente. La vida monástica lo hacía desgraciado, pero él aún no lo sabía.

—¿Tienen algún teléfono aquí?

—No, hay una cabina fuera, en el camino.

—¿Pueden salir los monjes por las noches?

El superior permaneció pensativo unos instantes.

—No es el propósito, pero no está prohibido.

—¿Salía de vez en cuando Marco Polo por la noche?

—No sabría decírselo; eso es un detalle que no controlamos.

Después de la conversación durante la cual se habían ido apretujando, con curiosidad, en torno a Mochizuki, los monjes volvieron a separarse en grupos disciplinados. Algunos iban a recoger las hojas caídas de los árboles, otros a trabajar la tierra, según le dijo el superior. Éste y Mochizuki siguieron a uno de los grupos hacia el interior del monasterio, donde un anciano monje con un kimono amarillo estaba sentado en una silla de madera. En tono solemne, los monjes le fueron formulando preguntas a las que él daba respuestas descabelladas y a voz en grito, a pesar de que los tenía muy cerca. Mochizuki los escuchaba aturdido. «¿Cuál era la forma de tu rostro antes de nacer? ¿Qué sonido tiene una campana de cobre desprovista de badajo? ¿Cuántos milímetros se desgasta al año la coronilla de una cabeza? ¿Avanza un caracol que va arrastrándose sobre el lomo de un gato en dirección a la cola mientras éste corre sobre el techo de un tren en el sentido opuesto a la marcha?».

Después empezaba abruptamente otra tanda de faenas y a continuación volvían a sentarse, según le contó el superior. A Mochizuki le pareció que ya había visto bastante y se despidió. En el coche, casi sin tomar aliento, le contó todo lo sucedido a Watanabe, que durante todo ese tiempo había estado esperándolo dentro del coche.

Fueron hasta la cabina de teléfonos que había junto a la carretera, más abajo. Cuando llegaron, Mochizuki se bajó del vehículo y le dictó a Watanabe el número de la cabina. En silencio, los dos hombres regresaron a Tokio, Mochizuki profundamente sumido en sus cavilaciones, Watanabe respetando su silencio con deferencia.

Aquella tarde contaron su historia al equipo internacional. El asombro de Mochizuki aún no se había desvanecido y seguía impregnando su voz.

—Hice que la NTT investigase si desde la cabina que hay al costado de la carretera se ha llamado a menudo al mismo número de teléfono. No tardaron en averiguarlo, porque esa cabina apenas se utiliza. Salvo durante cierto período de tiempo. Todas las conversaciones telefónicas se llevaban a cabo por las noches, y las primeras eran muy largas, de una hora o más. Después fueron haciéndose más frecuentes pero más breves, de unos diez o doce minutos. Las llamadas iban dirigidas a Help.

»Marco Polo no era feliz en el monasterio, pero lo ignoraba, según el monje superior. Señoras y señores, ¿no les parece eso una curiosa afirmación por parte de ese religioso?

—¿Cómo es posible que le haya sorprendido tanto la clase de vida que se lleva en un monasterio zen, Mochizuki-san? —le preguntó Bertus, extrañado.

—En realidad, apenas sabía de la existencia de esos monasterios —confesó Mochizuki—. Hay veces que los extranjeros parecen saber más de nuestra cultura tradicional que nosotros mismos. Siempre son ellos los que hablan del teatro

no y el

kabuki, de los tambores

taiko, del budismo zen. Yo jamás me he visto relacionado con esos temas. Una parte de la vida de Marco Polo se desarrolló en ese mundo extraño del monasterio zen.

»Necesito tiempo para pensar —comentó de pronto—. Les deseo buenas noches a todos. Pueden localizarme en la habitación del hotel. En vista de que la investigación se está acelerando, a partir de ahora permaneceré aquí.

7 DE SEPTIEMBRE

Lo impensable ha sucedido: se ha cometido un nuevo asesinato. La víctima es el padre Arturo Adel. El desconcierto es mayúsculo, porque en el escenario del crimen se han encontrado dos tipos distintos de sangre humana. No sólo la del padre Adel, por lo tanto. ¿Significa esto que hay dos víctimas y una de ellas ha sido trasladada a otro lugar? ¿Es obra de «nuestro» asesino? El crimen se cometió un par de horas antes que los demás. ¿Se trata de la obra de un imitador, o el asesino ha entrado en estado de pánico porque estamos tras él y se ha vuelto descuidado?

Cada vez me resulta más frustrante el que cuantas más cosas suceden menos puedo contarle a Matthijs. Nuestras conversaciones telefónicas han pasado a ser un tanto irreales.

Fui a la casa que el grupo de teatro tiene en Daigo un poco a la buena de Dios. Ya sabíamos que Wackwitz y Mechanicus habían estado ahí, pero que ese Wanderfogel también se hubiese hospedado en la casa es algo nuevo. ¿Acaso el vídeo porno de Croo tenía razón? En caso afirmativo resulta doblemente lamentable que lo hayan expulsado.

No he tocado la ropa que había debajo de la casa. Mochizuki se ha deshecho en elogios y reverencias. Lo imposible ha sucedido: Mochizuki me toma en serio.

Hoy Green y Valenti han seguido la pista en la fundación Help. El laboratorio sigue teniendo problemas para entregarme mis fotos. Enfadarse no sirve de nada.

Me he despertado fatal, sin duda a causa del somnífero que me dio Li, aunque quizá se deba a que nos convocaron muy temprano. Según Li, son muchos los miembros del equipo que sufren de insomnio.

Hace una hora he oído ruidos procedentes de la habitación de Lucia, aquí al lado. Hasta ahora Valenti había estado muy tranquila, pero parece ser que Silva le ha hecho una visita. Se lo han pasado estupendamente a juzgar por lo que se oía. Lucia le explicaba a Silva, con voz chillona, que en japonés no se dice «correrse» sino «ir». Cuando se corre, el japonés dice «¡voy!». No paraban de reír.

Hoy Mochizuki me ha parecido conmovedor mientras hablaba del monasterio zen. No tenía ni idea de que existieran instituciones semejantes dentro de su propia cultura. Es ridículo; en Occidente te bombardean con el zen.

Esta tarde me he pasado por una tienda de material de oficina en Shinjuku y ahora estoy escribiendo esto con un bolígrafo nuevo. En esta ocasión se trata de un My Kitty. Ahora tengo doce bolígrafos nuevos.

La cadena del Lejano Oriente informó: Libro de condolencias por la Madre Teresa en la embajada de India; inauguración de un supermercado norteamericano en Osaka; cursos para embarazadas extranjeras en Tokio.

El proceso contra el líder de la secta Asahara está tomando un cariz extraño. Según parece, Asahara habría empleado el término

phowa en relación con el asesinato del abogado y la familia de éste, así como con otros asesinatos. Se trata de un término religioso procedente del sánscrito y que se refiere a «transmutación de las almas al pasar a una esfera más elevada». Asahara cuenta con buenos abogados que, aun cuando nadie duda de su culpabilidad, siguen intentando cargar las culpas en sus seguidores.

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