Sushi

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Bertus y Robynne estaban comprimidos el uno junto a la otra en el abarrotado tren de la línea Ginza.

—Hoy no vamos a hablar de Frank Laing.

—De acuerdo —convino Bertus con voz ronca.

—En su lugar jugaremos un juego. ¿Te gustan los juegos, Bertus?

—No; a excepción del Momopoly, odio todos los juegos.

—¿También si me los he inventado yo? A mí me chiflan los juegos.

—Eres una mujer muy extraña, Robynne Green.

—Bueno, empezaremos con el juego de contar cuentos. Yo te cuento un cuento a ti y tú uno a mí.

—Empieza tú.

—De acuerdo. ¿Por qué todo el mundo tiene el pelo de otra persona?

—¿Qué?

—Nadie tiene el pelo que le corresponde. Yo odio mi pelo. ¿Tú no?

—Jamás se me había ocurrido pensar en ello —repuso Bertus en tono áspero.

—Bueno, pues a mí sí. Estoy convencida de que mi vecina tiene mi pelo. Está claro que posee una cabellera larga, espesa y pelirroja.

—Y tú querrías tener un pelo igual —sentenció Bertus.

—¿Querer tener un pelo igual? ¡Me pertenece! ¡Lo echo de menos! ¡Tengo derecho a él! Lo que pasó fue lo siguiente: hace mucho tiempo, antes de que naciéramos, estábamos en el cielo. El cielo era un gimnasio, y el profesor de gimnasia era Dios. Podíamos pasarnos todo el día jugando al fútbol. El equipo ganador soltaba un grito de triunfo. A esa señal, los miembros de los dos equipos corrían hacia el centro de la sala, arrojaban sus cabelleras al aire y corrían hacia la pared. Ésas eran las reglas del juego. A la siguiente señal, hecha por el equipo perdedor, y ahora presta atención, todos corrían de nuevo hacia el centro de la sala y volvían a coger su cabellera. En ese momento me despisté, y mi vecina se llevó mi cabellera. Terrible, ¿no?

»Mira alrededor, Bertus. Es repugnante ¿no crees? Todos esos polos Lacoste. ¡Y todos esos bolsos de charol! Fíjate en ese banco; sólo en él cuento cinco de esos polos con el cocodrilo —dijo Robynne, señalando a los aludidos.

—No señales —susurró Bertus, y se ruborizó.

—Ya va siendo hora de que lleguen los «arrancacocodrilos» —anunció Robynne—. Nadie que lleve un polo Lacoste podrá hacerse miembro del Club.

—¿A qué club te refieres?

—Al Club de la Gente Divertida.

—El Club de la Gente Divertida… —repitió Bertus, fatigado—. Y ¿podré hacerme socio?

—Habrá que fijar las reglas.

—Robynne…

—¿Qué preferirías ser, Bertus, un oso o una serpiente?

—Ni idea.

—Venga, ¿un oso o una serpiente?

—Un oso.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Mira que eres soso, Bertus. Pero me debes una historia.

—No me sé ninguna, Robynne, y aunque me supiese una, seguro que no sería tan absurda como la tuya. Además, estoy prácticamente afónico.

—Será mejor que te vayas inventando una historia. Si te esforzaras un poco…

—No, Robynne, no pienso hacerlo, no tengo ganas, pero tú cuéntame lo que quieras.

Robynne miró al frente, algo mosqueada, y al cabo de unos instantes se volvió hacia Bertus.

—Me gustaría tener una aventura contigo, ¿nos vamos a algún sitio?

Bertus palideció y, con toda la calma de que fue capaz, dijo:

—Eso es imposible, y lo sabes, Robynne.

—¿Percibo arrepentimiento en tu voz?

—No —repuso Bertus, indeciso.

—¡Qué pena!

—Es imposible —reiteró él.

—¿Significa eso que te gustaría?

—No. No significa eso.

—Pues ya no entiendo nada. ¿No quieres o no te gustaría?

—No quiero.

—Sí, pero ¿te gustaría?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque soy demasiado viejo para eso. Y porque estoy enamorado de mi mujer. ¿Falta poco?

—Sí —respondió Robynne—. Primero vamos a tomar un café en el Mozart.

—¿El Mozart?

—Es un conocido café de Shibuya.

—Suena bien. No me vendría mal una taza de café.

—No me vendría mal una taza de café —remedó Robynne en tono de burla—. Sí que pareces un viejo cuando hablas de ese modo.

—Ya te lo decía yo.

—No está nada mal —comentó Bertus mientras buscaban donde sentarse en el pequeño café Mozart—. Espero caber en una de esas mesas.

—Sentémonos allá, junto a la ventana —propuso Robynne. Caminaban al ritmo de la música de Mozart, pasaron por delante de retratos de Mozart, bustos de Mozart…

—Es una pena que los camareros no lleven una de esas pelucas a lo Mozart —comentó Robynne.

—No me gusta nada esta música. Acabas andando a su compás te guste o no —señaló Bertus—, contra tu voluntad, se diría.

—¡Vaya, Bertus sabe lo que es ir contra su voluntad!

—Oh, Dios, eres imposible.

—Llámame Robynne. No, escucha un momento, el juego de ir en contra de tu voluntad es muy divertido. Me pasé meses jugándolo con una amiga mía. Nos inventábamos títulos para la serie de novelas de Bouquet. Los títulos tenían que acabar todos con «en contra de su voluntad». —Fue enumerando lenta y rítmicamente—: «Ella se sentía atraída por los patinadores como un imán, en contra de su voluntad. Ella se convirtió en Framçaise, en contra de su voluntad. Él se hizo monje zen, en contra de su voluntad. Ella estampó contra una pared, en contra de su voluntad». Ahora tú, Bertus.

Bertus se quedó pensativo por unos instantes.

—Ella bailó un tango con Jesús, en contra de su voluntad.

—Muy bien —exclamó Robynne—. Empiezas a cogerlo.

—Él llevaba un Rolex, en contra de su voluntad.

—Ése estuvo un poco más flojo. ¿Qué vamos a tomar?

—Un Mozart vienés especial —repuso Bertus, estudiando la carta—, en contra de mi voluntad.

—¿Y no querrías también, en contra de tu voluntad, tener una relación conmigo? —inquirió Robynne. Después, con expresión más seria añadió—: ¡Oh, Bertus! Estoy loca por ti. Me siento tan a gusto en tu compañía.

—Yo también pienso cada noche en ti. En contra de mi voluntad.

—¿De veras? —preguntó Robynne, y a Bertus le pareció que los ojos de ella se empañaban.

—Sí —confesó él—; pero no vamos a hacer nada al respecto. ¿De acuerdo? —Tendió la mano por encima de la mesa y le acarició la mejilla a Robynne. El ademán era a la vez triste y paternal.

Robynne lo miró fijamente a los ojos y respondió:

—De acuerdo, no haremos nada al respecto.

—Hay una cosa más que me gustaría saber: tú también estás casada; ¿cómo va tu matrimonio?

El rostro de Robynne se ensombreció.

—Mi matrimonio es mi ancla. Por lo demás, hago lo que quiero.

—¿Y te va bien así?

—No. No me va bien, pero tampoco me va mal.

En silencio, se tomaron su café servido en tazas floreadas sobre una bandeja de plata.

Estuvieron paseando por los principales barrios de Tokio. Robynne le mostró el fabricante de pinceles. Había brochas del tamaño de una escoba, auténticas colas de caballo estaban colgadas como barbas en las cajas de cobre, encima de bastones de madera de caoba. En la cuchillería, admiraron el filo de las hojas, muy cerca el uno del otro.

—¡Qué pericia! —murmuró Robynne, y ambos se echaron a reír como si hubiesen dicho una broma.

—Quiero ir a la galería Lunami, en tu honor —dijo Robynne—. Hay una exposición de la obra de Hans van Olmen, un pintor holandés. ¿Lo conoces? Vive en Amsterdam. Debe de ser de tu edad.

—No, pero hay tantos pintores en Amsterdam que deberían prohibir el oficio por algún tiempo.

—Éste me parece interesante. Desde hace unos años tiene mucho éxito en Tokio.

Al llegar a un enorme edificio, Robynne cruzó las puertas de cristal por delante de Bertus. Tomaron un ascensor y las escaleras de servicio, atravesaron una complicada red de pasillos grises y llegaron a un gigantesco aparcamiento para bicicletas y a una sala de teatro vacía. Al fin, Robynne abrió una puerta metálica y entraron en una pequeña galería de arte.

—¿Cómo sabe aquí la gente adónde tiene que ir? —preguntó Bertus—. ¿Conocías el camino?

—Conozco las galerías de Ginza como la palma de mi mano. Ésta es una dependencia de una galería más grande. Hay cientos de lugares como éste metidos dentro de grandes edificios.

—Es bonito —comentó Bertus, y se acercó lentamente a los lienzos serenos y sobrios de Van Olmen.

—Sí, creo que entiendo por qué a los japoneses les gusta su obra. Es tan simple, tan estética.

—Sí —coincidió Bertus, pensativo—, y sin embargo no es decorativo. Es extraño. Y a la vez también es muy holandés.

—¿A qué te refieres? —preguntó Robynne. Estaba muy cerca de él y lo miraba fijamente.

—Su obra transmite cierta sensación de tedio que raramente se encuentra en otros sitios. A mí me gusta. Hay muchos pintores holandeses que trabajan de forma igualmente contenida. No hay nada sobrecargado ahí.

—Una pintura como ésa es una especie de nicho, que está ausente y presente al mismo tiempo.

—Sí —convino Bertus, sorprendido—, y eso no es nada holandés.

—No, es más bien japonés.

—Cuando regrese a Amsterdam compraré una de sus pinturas en recuerdo de este día contigo.

Robynne lo miró con asombro.

—¿De veras?

—Te enviaré una foto mía y del artista, ¿qué te apuestas?

Las siguientes galerías del itinerario de Robynne también se hallaban ocultas en un laberinto de pasillos y escaleras. Fueron contemplando, el uno muy cerca del otro, esculturas coreanas, pintura japonesa y las instalaciones de vídeo de un artista tailandés.

—Muy interesante, Robynne —comentó Bertus—. De verdad, estoy disfrutando mucho. ¿Podría invitarte a comer en algún restaurante cerca de aquí? Y, en caso afirmativo, ¿conoces alguno?

—Sí, me gustaría mucho. Pero vayamos a otro barrio. Ginza es caro. Hay un buen restaurante shabu shabu en Akasaka Mitsuke, a una parada de distancia de nuestro hotel. De ese modo, después de comer estaremos cerca de éste. Se llama Shabu Gen.

—¿Qué es eso de shabu?

—Ya lo verás. Ven, tomaremos un taxi. —Robynne se precipitó hacia el bordillo, alzo un brazo y un taxi se detuvo al instante.

—Mientras está conduciendo, el taxista no puede distinguir a primera vista que quien le solicita que se detenga es una gaijin —comentó Robynne sonriendo.

En el Shabu Gen fueron conducidos hasta una barra de bar de madera de forma circular, detrás de la cual había seis cocineros con delantales impecables muy ajetreados y gritando sin parar. Dejaban caer los cuchillos afilados raudos como flechas sobre gruesos tajos de madera, cortando la carne blanca y veteada en filetes muy finos. Cocineros de amplias sonrisas llenaban cuencos de cobre con un caldo aromático y transparente con cucharones gigantescos. En un abrir y cerrar de ojos se prepararon los platos con distintos tipos de carne cortada muy fina, cestas de setas, hojas de crisantemos, tofu y fideos crudos. Las tazas de humeante té verde eran servidas y deslizadas por la lisa superficie de la barra hasta los clientes.

—Primero sumerge la carne en el caldo —le explicó Robynne—, luego, las verduras, el tofu y las setas, y por último los fideos. Éstas son salsas para la carne: una salsa picante de miso y una suave de sésamo. Cuando te hayas acabado los fideos, el caldo habrá cogido todo el sabor de la comida que le has echado. Entonces te dan un cuenco para la sopa y te bebes el caldo de postre. ¿Qué te apetece beber? Te aconsejo una cerveza.

—Pues cerveza entonces. Es un lugar muy bonito, Robynne, y he pasado una tarde estupenda. Muchísimas gracias.

—Ha sido un placer. ¿Has escrito un diario durante la investigación?

—No.

—Yo tampoco. Zhiqiang Li había insistido en que lo hiciésemos.

—No íbamos a hablar de trabajo.

—Es cierto. ¿Jugamos a otro juego?

—No. Ya basta de jueguecitos.

—Qué lástima.

—No soporto esa música; está por todas partes —se quejó Bertus mientras abandonaban el restaurante tomados del brazo—. ¡La oyes! You are the sunshine of my life —cantó con voz aguda mientras caminaba al compás—. You are the apple of my eyehahahay. Pasas junto a una mujer a la que no conoces de nada en una calle comercial, y antes de que te des cuenta los dos vais andando al mismo ritmo, moviendo las bolsas arriba y abajo al compás de alguna que otra canción romántica. Es terrible.

—¿De qué hablas?

—Olvídalo —dijo Bertus con un suspiro. Había perdido la voz casi por completo. Su paso habitualmente enérgico era ligero como una pluma.

En el sótano del cuartel general de la policía, en el barrio de Kasumigaseki, un vigilante abría la gruesa puerta de hierro de la celda para dejar pasar a Silva.

Frank Laing estaba sentado en un banco de obra, se puso de pie y se dirigió hacia Silva con el desparpajo de un anfitrión y le estrechó cordialmente la mano. Los ojos le resplandecían y sonreía con expresión amigable.

Hairburger —recordó—. No pude parar de reír en todo el día.

—Sí —comentó Silva, sorprendiéndose por la simpatía que sentía hacia Laing. Le habría gustado estrechar los delgados hombros del hombre. En su lugar fue a sentarse sobre la tapa de la taza del váter. Frank Laing se dejó caer nuevamente en el banco. No había más mobiliario en la celda.

—¿Porqué; Laing? —preguntó Silva en voz alta.

Laing desvió abruptamente la mirada hacia la puerta de la celda. Se encogió de hombros y dijo:

—No es tan sencillo. —Su voz sonaba distinta, más sonora que antes.

Silva deslizó involuntariamente la mano hacia el bolsillo interior de su chaqueta, donde había puesto en marcha un pequeño magnetófono. Fuera de la celda, Bertus Hogenelst permanecía sentado en una silla de madera con un auricular de color naranja chillón en el oído izquierdo.

—¿Qué lleva usted en ese bolsillo, inspector? ¿Un revólver? No tiene nada que temer de mí. Ya lo sabe ¿no? ¿Qué podría hacerle yo?

Silva hizo caso omiso de esto último.

—¿Qué es lo que no es tan sencillo, Frank?

—No me llame Frank, me siento más cómodo con Iman.

—O Jeromy Wanderfogel; ¿prefieres que te llame así, Laing?

—No, nada de Wanderfogel ahora.

—¿Dónde has dejado a tu última víctima, Iman?

—¿Ha oído alguna vez hablar del buto, inspector?

Silva reparó en que Laing todavía llevaba una gruesa venda en la pierna.

¿Buto?

Ankoku buto. ¿Le dice algo ese nombre?

Silva negó con la cabeza.

—La danza. La danza japonesa con la que los muertos fueron devueltos a la vida después de la bomba, inspector. La danza de la oscuridad, la danza que representaba la vida después de la bomba atómica. La danza rigurosa, terrenal y retorcida que aspira a mostrar el interior del cuerpo en lugar de su exterior.

Ankoku buto —repitió Silva—. ¿No es ése el estilo de danza que practica Yamaguchi con su grupo?

Frank Laing puso los ojos en blanco, abrió mucho la boca y sacó la lengua hasta casi tocarse con ella el mentón. Las manos descarnadas se agitaban como murciélagos por encima de su cabeza. Se incorporó y comenzó a caminar por la celda apoyando en el suelo la parte exterior del pie. Metió el vientre y combó la espalda como un gato asustado. Silva retrocedió un par de pasos.

Laing puso fin a su representación y fue a sentarse de nuevo.

—Te he preguntado que dónde dejaste a tu última víctima —insistió Silva.

—Hay tres grandes maestros del buto —siguió Frank Laing.

Silva guardó silencio.

—Hijikata, que ha muerto. Ono, que a sus ochenta años sigue bailando y cuya danza es hermosa, inspector, hermosa, con esas piernas viejas y arrugadas debajo de los bordes deshilachados del vestido… Y no hay que olvidar a Yamaguchi, claro está, que se considera hijo de Hijikata. ¿Sabía usted que Hijikata también estuvo en la cárcel?

Silva meneó la cabeza.

—Bailaba desnudo con un enorme falo dorado atado delante —explicó Laing—. Era justo después de la guerra, y no podía hacerse, por supuesto.

—¿Por qué me cuentas todo esto, Laing?

—Iman —lo corrigió Laing.

—Iman —repitió Silva con mansedumbre.

—La belleza de la muerte, eso es lo que expresan esas personas. Es absolutamente fascinante inspector. Al final de su vida Hijikata hablaba casi exclusivamente con su hermana muerta. Desde la muerte de ésta, él no había vuelto a cortarse el pelo. Cuando se lo dejaba suelto le llegaba casi hasta el suelo, y lo llevaba recogido en un moño asegurado con dos grandes palillos de cocina.

—¿Qué tiene que ver eso contigo?

Frank Laing volvió a ponerse de pie, se alzó de puntillas sobre los dedos de los pies y dejó la cabeza colgando hacia atrás. De este modo se alejó a pasitos cortos de Silva y a continuación volvió la cabeza del revés hacia el inspector. Tenía un aspecto muy extraño con su calva cabeza en aquella posición. La boca, que parecía encontrarse en el lugar de la frente, se abrió para emitir una vocecilla:

—El interior del cuerpo es muy hermoso.

Laing enderezó la cabeza, se apoyó nuevamente sobre las plantas de los pies y se volvió hacia Silva. Dejó las manos flácidas colgando con los antebrazos algo levantados, como si de ellas gotease agua, y se puso a andar levantando mucho las rodillas.

—Así caminaban en Hiroshima, justo después de la bomba —explicó—. La piel se les desprendía de las manos.

Silva tuvo que reconocer que ésa precisamente era la imagen, que daba.

—Ése es el aspecto que debían de tener después de Armagedón. Lo que escenifica con su danza el grupo de Yamaguchi es el momento irracional del juicio final. Lo hacen extraordinariamente bien: con los miembros retorcidos, orientando su energía hacia la tierra.

La noche de los muertos vivientes —apuntó Silva en tono sarcástico—. Sigo sin comprender qué tiene todo eso que ver contigo.

—El juicio final, inspector; la justicia, inspector. Eso es lo que me fascina.

—¿Qué tiene eso que ver con la muerte?

—Todo. —Laing miró a Silva fijamente a los ojos—. No hay ninguna víctima escondida —anunció entonces de pronto.

—En el cuerpo del padre Adel encontramos sangre de dos personas distintas, Laing, y en una de ellas se detectó el virus VIH.

—Esa sangre es mía, inspector. Tengo el sida.

Silva no dijo nada.

—Con el padre Adel me corté en la pierna. Nunca me había pasado.

—¿Y los regueros de sangre?

—Debían de ser de mi propia pierna. No sentí nada. La muerte es extática.

—Eres muy diestro cortando. ¿Dónde lo has aprendido?

—Mi padre era carnicero. —Laing fue a sentarse como si se dispusiese a contar un agradable cuento. Se rodeó con los brazos las rodillas encogidas.

Silva guardó silencio. El corazón le latía con mucha fuerza.

—Mire, inspector —explicó Laing con voz calma—, yo pertenezco a un grupo que es minoritario por partida triple: soy extranjero, soy homosexual y tengo el sida. Nunca me he quejado, siempre me he preocupado por el prójimo. Por ponerle un ejemplo, le diré que he sido uno de los voluntarios más activos de la Fundación Help. Cuando mi salud me lo permite, doy clases en inglés, francés, alemán, español, portugués o japonés a otros pacientes con sida. No me ocupo de mí mismo. Soy pobre como las ratas. Vivo en un apartamento que más parece un agujero, y a diario tengo que desinfectarlo todo con lejía.

—Y, de vez en cuando, como tentempié, asesinas a un cliente, ¿verdad, Laing?

—Si quiere que le siga hablando tendrá que llamarme Iman —apuntó Laing.

—Iman —repitió Silva.

—En Help recibía llamadas de jóvenes blancos, rebosantes de salud, heterosexual es y no discriminados. Se sentían fatal. Llamaban cada día. ¡Los consultantes habituales! Personas que no tenían absolutamente nada. Que pensaban que podían pillar el sida con sólo beber de una taza sin lavar, mientras que en sus estanterías tenían la última edición de la Enciclopedia Británica encuadernada en piel. La estupidez, inspector, merece un castigo. Y la arrogancia, inspector, también. Es algo muy típico de Tokio. Todo el mundo está absorto en su propia importancia, inspector. Eso es porque los japoneses les dan un trato especial a los extranjeros. ¡Oh, son tan interesantes!

—De modo que puede decirse que los has ejecutado.

—Sí, he representado el juicio final.

Al fin y al cabo, lo que Dios puede hacer también puedo hacerlo yo.

—¿Por qué esa disposición de los cadáveres? ¿Por qué tenían que ser servidos como pescados abiertos en una bandeja?

—Eso era teatro, inspector. Y el teatro necesita un decorado.

—¿Te consideras un artista?

—Sí, he sido cineasta.

—Jeromy Wanderfogel, porno duro —señaló Silva.

—El que escenificó Armagedón. El último bailarín de buto. Yo mostraba el cuerpo de dentro hacia afuera.

—¿Cómo llegaste a Japón, Iman?

—Ya le he dicho que soy hijo de un carnicero —dijo Laing en tono jovial—. Cuando tenía diez años ya era el mejor trinchador de la familia. Más adelante trabajé también como ayudante de un médico forense en el depósito de cadáveres de un hospital de Río. Amortajaba cadáveres y me encargaba de mantener la temperatura de las cámaras frigoríficas. No había ningún trabajo mejor para un homosexual perseguido.

—¿Eras perseguido en Río?

—Sí, por tener relaciones con un menor. Me pillaron y fui violado por un policía en la celda. A partir de entonces me he pasado la vida huyendo. Aquí en Japón tuve la oportunidad de empezar de nuevo. Conseguí hacer un trabajo muy bueno dentro de la comunidad de extranjeros, también como hipnoterapeuta.

—Oh, venga ya, ¿también eres hipnoterapeuta?

—Obtuve mi diploma aquí.

—Valiente combinación, Iman: diseccionador de cadáveres e hipnoterapeuta.

—Una buena combinación —convino Laing de buen humor—. El inconsciente colectivo y la muerte. La muerte es muy interesante, inspector, de veras, no hay que tenerle ningún miedo.

—Eso se lo podrás contar al psiquiatra con pelos y señales, más tarde. ¿Cómo te sientes ahora, Iman?

—Tengo el sida, inspector, y no me encuentro nunca muy bien, pero no padezco ninguna enfermedad mental, como usted describe en su libro. —Citó textualmente de memoria—: Límites variables del ego. Reacción desencadenante límbico psicótica. Actos automáticos arcaicos. Desviación del lóbulo frontal…

Consternado, Silva se dio cuenta de que Laing había leído su libro en profundidad.

—No, inspector —prosiguió Laing—, me subestima usted. No soy una simple máquina que, alimentada con un combustible arcaico, golpea cuanto tiene alrededor. Soy un artista que, purificado por su enfermedad, ha pasado a estar por encima de cualquier ley. Veo lo que está mal con absoluta claridad. En mí se ha abierto el Tercer Ojo, lo que sólo les sucede a quienes meditan mucho y experimentan un gran sufrimiento corporal.

—¿Dónde está el Tercer Ojo? —preguntó Silva.

—En mitad de la frente, pero eso usted ya lo sabe, inspector. Usted también lo tiene, sólo que en su caso está cerrado.

Silva reprimió el impulso de llevarse una mano a la frente.

—¿No tiene remordimientos? —preguntó con voz nasal.

Laing recitó rítmicamente, como a golpe de tambor:

—Hago lo que hago porque quiero hacerlo; hago lo que hago porque debo hacerlo; hago lo que hago porque es necesario que así se haga; hago lo que hago porque alguien tiene que hacerlo y siento que he sido elegido para hacerlo. Cuando me halle delante del Trono, Nuestro Señor me juzgará. Confío en que me permita vivir en el reino de su paz eterna.

—Rezaré por usted.

Laing dejó que las rodillas fuesen deslizándose poco a poco del cerco de sus brazos, y se volvió lentamente hacia Silva. Puso los pies en el suelo el uno junto al otro, apoyó las manos en el regazo e inclinó ligeramente la cabeza hacia delante con un elegante gesto, como un bailarín de ballet en reposo.

—Se lo agradezco mucho inspector —dijo con una sonrisa radiante.

—Un trabajador al servicio del cosmos —señaló Silva, sombrío.

—Es una descripción muy acertada —afirmó Laing, y soltó una carcajada—. Es usted un hombre extremadamente sensible.

11 DE SEPTIEMBRE

Le hablo a la anciana que seré cuando relea estas páginas:

No, no he consignado en mi diario el momento supremo. Es una verdadera lástima, y también es imperdonable, porque es para ti, anciana dama, para quien escribo este diario.

Sí: sabemos quién es y por qué lo ha hecho. Frank Laing, poseído por la danza de la oscuridad, Armagedón…

Le hablo ahora a la niña que fui en otro tiempo y que se sentiría orgullosa de mí.

Sí: yo lo arresté. ¿Sabes qué sentí una vez que ya había pasado todo? Nada en absoluto. Sólo estaba vagamente contenta por poder regresar en breve a casa.

He dormido; dos veces nada menos; durante el día. A cargo de Mochizuki he llamado a casa durante dos horas en pleno día y por fin he podido hablar con Matthijs de la investigación.

Mañana tomaremos un avión hacia Helsinki. Desde allí cada uno seguirá su camino.

Para ti, vieja dama, volveré a detallado todo cronológicamente:

La noche del 9 al 10 de septiembre ni siquiera vi la cama, porque el 9 de septiembre recibí una llamada de Momo Ashikawa, la primera bailarina de Yamaguchi —la cual, he oído decir, se hizo extraer todos los dientes para poder recrear la mejor imagen posible para la Danza de la Oscuridad—. Ella creía que Jeremy Wanderfogel pasaría a buscar su traje de motorista. Ella había llamado para preguntarle si el grupo estaría en casa aquella tarde. Con ese pequeño indicio me fui a la casa con Mochizuki. Tendimos una elaboradísima trampa a Laing, en la que trabajaron cientos de personas. Una maquinaria humana se puso en marcha. Arresté a Frank Laing en la madrugada del 10 de septiembre. Eso me hará famosa, dijo Mochizuki.

También hará famoso a Laing.

Mochizuki había planeado una tarde alegre en un club nocturno. Ahí teníamos que ir anoche después de la cena. El club está en un sótano y se llama Pussy Cat. Me conmovió saber que Mochizuki pasaba ahí sus ratos de ocio, aunque no en compañía de Watanabe. Muebles de caoba, tapices bordados en las paredes, escenas pastoriles, felpa roja… En un rincón un piano de cola y al teclado un hombre de pelo ralo. El establecimiento estaba regentado por una Mama-san a la que llamaban Midori porque siempre iba vestida de verde. Era miope, llevaba unas gafas enormes y lucía un peinado de paje demasiado juvenil. También estaba bastante sorda, contó Mochizuki —a causa de un accidente con una escopeta en su juventud—, y por eso movía la cabeza de un lado a otro sin parar. Su parecido con un búho era sorprendente. Con todo, interpretó canciones españolas en un micrófono que resonaba demasiado. Granada, a petición de Mochizuki. Varias chicas se dedicaban a calentar a nuestros caballeros, mientras que a las mujeres nos dejaban totalmente de lado. Fowell tenía sentada en las rodillas a una tal Yoko. Ella cantaba también; una especie de jazz. Lo peor era que nos animaban continuamente a ir a cantar junto al piano. Era una especie de Karaoke en vivo. Pasaron libros con letras de canciones. Fowell cantó, desafinando, Let it Be, a dúo con Yoko. Mochizuki cantó Ginza no Koi no Monogatari junto con Mama-san. Para entonces ya estaba considerablemente borracho, pero aún se le entendía. Era casi conmovedor. Estribillo (cantado con una seriedad pasmosa): «Solo en Tokio, solo en Ginza, ésta es la historia de un amor en Ginza». Al acabar, Watanabe los vitoreó y aplaudió como un idiota. Tenía las orejas rojas como un tomate y estaba más borracho que Mochizuki. Esos dos no paraban de darse golpecitos en la espalda como si fuesen grandes colegas.

Al irnos, me pareció ver que Mochizuki le pasaba a Mama-san más de doscientos mil yenes. Mama-san y toda su pandilla nos despidieron con discreción. Discretas sí fueron. Debieron de adivinar quiénes éramos pero no dieron la menor señal de reconocemos. A pesar de que estábamos a quinientos metros del hotel, a instancias de Mochizuki tomamos un taxi.

Hoy he estado en el lugar donde se produjo el arresto y lo he estudiado a fondo. En ese entorno fantasmagórico Wackwitz había hallado su final. Un trozo de Tokio que por accidente había pasado inadvertido para los urbanistas.

Dentro de un año se alzará en ese lugar un rascacielos. A menos de diez minutos a pie de allí hay un gigantesco Tokyu Hands. Allí compré regalos para Matthijs y para mí. Una sierra con dientes por ambos lados de la hoja, calcetines en los que el dedo gordo queda separado, chikatabi, almohadillas para sellar, pisapapeles verde cobrizo en forma de animales, papel hecho a mano, tinta indonesia en botellas de plástico de litro, pinceles recargables…

Hoy Silva y Lucia Valenti han salido a comer juntos. Bertus y Robynne han estado todo el día recorriendo la ciudad. Mochizuki y Watanabe se han quedado en casa con sus esposas. Fowell ha invitado a todas las mujeres del grupo a ir al bar esta noche. Iré a ver qué hace ese cabeza de chorlito.

Mañana estallará el circo de los medios de comunicación y saldré en el Canal 2 (NHK), creo.

¿Llevo bien el pelo? ¿Qué me pongo?

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