¿Suicidio?

¿Suicidio?


Segunda parte. El caso de John Gillum. (Narrado por Christopher Jervis) » Capítulo XIV. Nuevas exploraciones

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CAPÍTULO XIV. Nuevas exploraciones

Las ventajas de los transportes modernos incluyen la facilidad de hablar. El hecho fue reconocido por nosotros dos mientras permanecíamos sentados en el interior del autobús que nos llevaba a enorme velocidad —cuando no era detenido por otros artefactos más veloces— desde la cosmopolita región donde el doctor Peck había levantado su tienda, hacia la menos pintoresca pero más respetable parte Oeste. Pero hasta en un autobús puede uno reflexionar; y así pude armonizar el viaje con reflexiones acerca de nuestra reciente visita.

En cuanto a los resultados obtenidos eran, por lo que a mí se refería, los que yo esperaba. El hombre estuvo ausente de Inglaterra durante toda la época del chantaje y, por lo tanto, no tenía nada que explicar. Y si Thorndyke había averiguado algo acerca de su personalidad, cosa que a mí no me había ocurrido, lo descubierto podía ser sólo curioso y sin importancia, pues en mi opinión el doctor Peck, por lo que hacía referencia a nuestras investigaciones, estaba completamente fuera de cuadro.

Cuando el autobús nos hubo dejado en Holborn Circus y emprendimos la marcha por la amplia acera, me aventuré a exponer mis puntos de vista anteriormente citados, añadiendo:

—No parece que las investigaciones de Snuper nos hayan ayudado mucho, aunque, desde luego, ignoro los descubrimientos que haya podido llevar a cabo.

—No fueron muy sensacionales —replicó Thorndyke—. Por lo general concuerdan con las cosas que nosotros hemos averiguado. Peck acaba de instalarse en Whitechapel. Su consulta se limita ahora a una placa de latón y una sala de espera completamente vacía, y su manera de vivir le evita las molestias de las llamadas nocturnas.

—¿Es que no vive en la misma casa?

—No. Vive en Loughton, junto al bosque de Epping. Un lugar encantador en verano, pero en invierno es sombrío y fangoso.

—No comprendo por qué abandonó su anterior alojamiento. Staple Inn se encuentra más cerca de Whitechapel que Loughton. ¿Qué más averiguó Snuper acerca de él?

—Muy poco. Confirmó que Peck parece ser un hombre solitario, sin que se le conozcan amigos ni parientes; que emplea el tiempo sobrante paseando por el Este de Londres o dando largas caminatas por el bosque. Y también, y esto es lo más curioso de todo, que tiene tres Bancos y que los visita regularmente dos veces por semana.

—Sí, es raro —dije—. ¿Para qué diablo necesitará tres Bancos? ¿Y a qué se deberán esas visitas regulares? Si no tiene clientes no tendrá dinero que imponer, y tampoco creo que saque fondos de tres Bancos y dos veces por semana.

Thorndyke sonrió en su exasperante forma.

—He ahí un buen problema para que medites acerca de él, Jervis.

—¿Has encontrado alguna respuesta? —pregunté en el momento en que torcíamos hacia Fetter Lane.

—Tiene que haberla. Seguramente habrá varias, y una de ellas será la justa. Te recomiendo el problema. Atácalo de una manera constructiva. Piensa en todas las posibles explicaciones y luego pregúntate cuál de ellas es aplicable al presente caso. Y, entre tanto, aconsejo que nos dejemos caer por Clifford’s Inn y veamos cómo progresa Polton.

—¿Qué hace Polton en Clifford’s Inn? —pregunté.

—Querido mío, está llevando a la práctica tu sugerencia: recoge polvo para su examen microscópico.

Sonreí acremente ante la burla, ya que mi indicación fue hecha irónicamente, como ejemplo de superlativa inutilidad. La idea fue enteramente de Thorndyke; y como por fuerza tenía que obedecer a algún fin, estaba deseando averiguar cuál era ese propósito. Pero esto no pude descubrirlo por el proceder de Polton, que era, como siempre, sistemático y meticuloso. El aspirador que utilizaba iba provisto de un saco de lona, al que iba a parar todo el polvo. Polton se había provisto de seis o siete de esos saquitos, y cuando llegamos vimos que la mayoría estaban ya llenos y se encontraban en un rincón, provistos cada uno de una etiqueta que anunciaba la fuente de su contenido.

—Casi he terminado ya —dijo Polton cuando Thorndyke echó una mirada a la hilera de saquitos y hubo leído las etiquetas—. He limpiado el dormitorio, la cocina y la despensa. Y ahora estoy haciendo esta habitación por secciones. Pero temo que la cosecha sea muy pobre. Los suelos estaban muy limpios. El limpiaalfombras debió de llevarse la flor y nata de polvo verdaderamente bueno. De todas formas, he limpiado concienzudamente los cepillos del limpiaalfombras y con el aspirador he sacado todo lo utilizable.

—Muy bien —aprobó Thorndyke—. El limpiaalfombras era, sin duda, un almacén de polvo antiguo. Y, a propósito, ¿has tenido tiempo de hacer la llave?

—Sí, señor. Pero es más una ganzúa que una llave. De todas formas, abre la puerta con toda facilidad. Lo he probado.

Mientras hablaba, Polton sacó del bolsillo una monstruosa ganzúa y la tendió a Thorndyke, quien comentó, al tomarla:

—En los días en que estas casas fueron construidas, les gustaban hacer las llaves de buen tamaño.

—¿Qué llave es? —pregunté.

—Abre la puerta del rellano que sospecho conduce al piso de encima, donde, según el señor Weech, se guardan las maderas viejas. Espero que arriba no nos encontremos con otra puerta cerrada. ¿Vamos a comprobarlo?

Asentí y fui con él hasta el rellano, preguntándome cuál sería el objeto de aquel paso. Sin embargo, no hice pregunta alguna ni comentario. Su manera de proceder en aquel caso me tenía desconcertado.

La enorme ganzúa obró un efecto inmediato sobre la cerradura, corriendo el cerrojo con inesperada facilidad, pero los antiguos goznes chirriaron violentamente cuando Thorndyke empujó la puerta, revelando los primeros escalones de un intermedio entre escalera y escala. Sólo se veían los primeros peldaños, pues los demás se perdían en seguida en la oscuridad superior de una especie de tubo de chimenea. Sin embargo, observamos claramente que se advertían huellas de pasos en su polvorienta superficie. Thorndyke fue el primero en subir iluminando el camino con la linterna eléctrica que siempre llevaba encima. Al llegar cerca del final de la escalera, una tenue claridad mitigó las tinieblas, yendo en aumento a medida que ascendíamos.

La escalera no terminaba en un rellano, sino en un espacio cuadrangular abierto en el suelo del piso superior, especie de trampa de escenario.

Una vez arriba, Thorndyke se detuvo junto a la trampa y dirigió una mirada a su alrededor. Yo le imité, procurando apartarme del pozo, y miré también con curiosidad en torno a mí.

El lugar resultaba algo estremecedor; era una estancia amplia, desnuda y poco mejor alumbrada que la escalera, pues aunque había tres grandes ventanas, estaban completamente cerradas y los únicos vestigios de luz se filtraban por las rendijas. Pero a nuestros ojos, ya acostumbrados a la penumbra, el sitio quedaba completamente visible, pudiendo descubrir en los lados montones de maderas viejas, sillas rotas, baños, mesas, candelabros, tubos de hierro y un sinfín más de objetos inutilizados que habían sido acumulados allí durante un siglo o más. Pero lo que atrajo la atención de Thorndyke no fueron los montones de trastos, sino una clara y doble hilera de pisadas marcadas en el polvo y que, partiendo de la trampa, se perdían en la oscuridad del extremo del desván.

—Alguien ha estado aquí hace muy poco —dijo—. Debió de subir a buscar o dejar algo en el extremo del desván. Tal vez podamos averiguar de qué se trató. Pero antes de desordenar esto, creo que convendría copiar estas pisadas. Polton tiene abajo la cámara pequeña. Le haré subir a que impresione un par de fotografiás. Entre tanto, puedes abrir una de las ventanas.

Me entregó una linterna y, en cuanto le vi abajo, me dirigí a la única ventana accesible y tras algunos esfuerzos conseguí abrirla. A la brillante luz que invadió el ático, pude ver con cuánta claridad se destacaban sobre el suelo las pisadas. Durante los años en que nadie había subido hasta allí, el polvo se había ido posando sobre el suelo, hasta formar una capa de bastantes milímetros de espesor, y por ello las pisadas se destacaban con la misma claridad que si hubieran sido impresas sobre nieve o arena. En algunas se advertían incluso los detalles de las suelas y tacones.

Las estaba examinando y preguntándome a qué se debería el interés de Thorndyke por ellas, cuando reapareció mi colega con una lámpara y seguido de Polton, que traía la cámara y el trípode. Sin duda había recibido ya instrucciones, pues avanzó paralelamente a las pisadas, examinándolas atentamente, hasta llegar a una que le satisfizo. Entonces extendió el trípode, fijó la cámara a él y la enfocó sobre la pisada.

Después de la exposición necesaria, que calculó con su reloj, procedió a fotografiar otra pisada, ésta del pie izquierdo, cuya perfecta impresión hizo notar a Thorndyke.

—Y ahora, —dijo mi compañero, después que Polton hubo guardado la cámara y el trípode— veamos si podemos averiguar cuál fue el objeto de la visita a este lugar, si se vino a buscar algo o a esconder alguna cosa. Esto último me parece lo más probable.

Siguió la doble línea de pisadas hasta un oscuro rincón, donde se confundían con distintos objetos pesados, algunos de los cuales debían de haber sido movidos de sitio. Se veían huellas de manos en los polvorientos tablones y muebles removidos.

—Es indudable que todo esto fue movido por la persona que dejó las huellas de sus pies. Ahora bien, el asunto está en averiguar si se llevó algo o bien si dejó alguna cosa.

—Es imposible decir si hizo una cosa u otra —comenté—. Pero de todas formas, esas piezas de madera del final me parecen más nuevas que el resto. Y si lo son, entonces es indudable que fueron traídas aquí, aunque resulta un poco extraño que fueran colocadas al fondo. ¿Qué dice Polton a eso?

—Si se refiere a esos trozos de caja o armario, diré que no tienen más de seis meses. Y en cuanto a esos trozos rotos, creo que son muy recientes. ¿Quieren que los saque?

Y sin aguardar nuestra respuesta, empezó a sacar los objetos de encima del montón, pasándolos a Thorndyke y a mí, hasta llegar a seis tablones, cuya limpia superficie contrastaba con la vejez y suciedad de lo que se había ido retirando. Después que los hubo sacado, él y Thorndyke, con gran asombro por mi parte, que no veía nada notable en ellos, procedieron a examinarlos con el mayor cuidado. Me parecieron fragmentos rotos de una caja o cosa por el estilo.

—Lo que me asombra —comentó Polton— es la forma en que han sido rotos esos tablones. No parece que la rotura sea accidental, y, por otra parte, no comprendo que nadie haya sentido deseos de romper unas maderas tan buenas.

—¿Que cree usted que fueron antes? —pregunté—. ¿Alguna caja de embalaje?

—No, señor, no puede ser. La madera es demasiado buena, excepto ese trozo de pino blanco americano. Y lo mismo puede decirse del trabajo. Como puede ver, hay tres partes encoladas, y han resistido perfectamente. Ha sido la madera la que se ha roto, no las junturas, lo cual indica que el carpintero que lo hizo era un buen ebanista, que sabía encolar como es debido. Además, todos los tablones están pintados por las dos caras y barnizados por la parte que debió corresponder al exterior. Sospecho que debieron de formar parte de alguna caja destinada a llevar algo permanentemente. Pero lo que debieron de llevar era, sin duda, muy pesado para requerir unas tablas de dos centímetros y medio de grueso. Y mire esos agujeros para tornillos. Sin duda eran tornillos del número ocho, y había muchos.

—¿Formarán todas las piezas parte de una misma cosa? —pregunté.

—Así parece —replicó Polton, midiendo una de las tablas—. Todas tienen el mismo largo, noventa y nueve centímetros, y esas tres piezas rotas encajan formando una superficie o fondo de cincuenta y un centímetros de ancho, en tanto que las otras dos piezas rotas, parecen formar las dos terceras partes de una superficie o fondo similar, y los agujeros para tornillos que hay en ellas corresponden a los que aparecen en lo que debieron de ser los lados.

Al terminar miró interrogadoramente a Thorndyke, quien se mostró acorde con la reconstrucción.

—Pero —añadió— creo que deberíamos examinarlo más atentamente en casa. ¿Tiene algún cordel, Polton?

—¿Te propones llevártelo? —pregunté, mientras Polton sacaba su inevitable cordel y procedía a unir los tablones.

—Sí. Es algo irregular, pero lo explicaré a Weech.

Pero la explicación no fue necesaria, ya que mientras hablábamos oímos ruido en la escalera, como si alguien subiera lenta y difícilmente por ella. Al aproximarse más los ruidos nos volvimos para averiguar quién era el intruso, y en el mismo instante apareció un sombrero de copa, luego unos lentes y, por fin, la persona del señor Weech, con su inseparable paraguas. Cuando hubo salido de la escalera se detuvo unos instantes para mirarnos fijamente. Luego avanzó hacia nosotros con una expresión que no tenía nada de cordial.

—Al pasar por delante de la casa he observado que la ventana estaba abierta —dijo—. Y como la llave de la puerta que conduce aquí se encuentra colgada en mi habitación, he supuesto que alguien había entrado aquí sin mi permiso y valiéndose de medios irregulares. Al parecer, no me he equivocado.

—En efecto, no se equivocó usted, señor Weech —dijo Thorndyke—. Como de costumbre, ha tenido usted razón. Somos unos desautorizados intrusos. Debí haberle pedido permiso para inspeccionar este desván, mas como daba la casualidad de que tenía una llave que encajaba en la cerradura, y sólo quería echar un simple vistazo por aquí, dejé a un lado las formalidades, pensando explicárselo todo en cuanto nos viéramos.

—Comprendo —replicó Weech, fijando su atención en las maderas que Polton conservaba debajo del brazo—. De todas formas, creo que hubiera sido más regular conseguir el permiso antes de hacer eso. ¿Me permite preguntarle por qué deseaba usted inspeccionar el desván?

Ésta era, precisamente, la pregunta que yo me había estado haciendo. Pero no tenía la menor esperanza de verla aclarada. Mi inteligente compañero no parecía dispuesto a revelar sus motivos. De todas formas, estaba deseoso de ver cómo respondía a la pregunta.

—Por ciertos asuntos relacionados con mis investigaciones, deseaba comprobar si este desván, que al parecer nadie utilizaba, había sido visitado últimamente.

—Se lo habría podido decir si usted me lo hubiese preguntado —replicó Weech—. Le hubiera dicho que nadie ha subido aquí en muchos años.

—Entonces, señor Weech, me hubiera contestado falsamente, pues acabo de comprobar que alguien ha subido aquí en el curso de los últimos seis meses; y la persona que subió aquí lo hizo, al parecer, con el exclusivo objeto de depositar esos restos de una caja o mueble nuevo.

—Del que, según observo, ha tomado usted posesión —declaró, con acre sonrisa, el señor Weech—. Sin embargo, aunque no se ha solicitado permiso para ello, no pongo ninguna objeción. La cosa carece de valor y de minimus non curat lex. No comprendo para que puede necesitarlo, pero eso es asunto suyo. ¿Ha terminado usted su exploración?

—Sí, nos disponíamos a retirarnos; y vale más que me permita tenderle el paraguas una vez este usted abajo.

Weech aceptó la oferta, y después de cerrar la ventana, se embarcó en el peligroso descenso, seguido por nosotros. Se detuvo en el rellano, aguardando a que bajáramos. Cuando Polton hubo entrado en el piso, nos siguió y miró en torno a él.

—Veo que hacen limpieza primaveral —dijo, examinando el aspirador de polvo—. No lo creo muy necesario, pero quizá sea lógico, después de lo que ha ocurrido.

Recorrió las habitaciones mientras Thorndyke se dirigía al dormitorio, donde le encontré examinando los zapatos de Gillum. Al acabar el examen y salir de la casa, nos detuvimos un momento a hablar con el señor Weech, y fue entonces cuando ocurrió algo verdaderamente curioso.

Mientras estábamos de pie frente a la casita del portero, vi aparecer un hombre por el pasaje que ponía en comunicación los dos patios. Se detuvo un instante a la salida del pasaje y después de dirigirnos una rápida mirada, se volvió de espaldas, consultó su reloj y retrocedió por donde había venido. La visión que tuve de él fue sólo instantánea, pero no obstante me pareció que el hombre tenía una semejanza extraordinaria con el doctor Peck.

Estaba reflexionando sobre la coincidencia, cuando otro hombre salió del pasaje. Estaba tan preocupado con el primero, que apenas me fijé en el recién llegado, que, por otra parte, tenía un aspecto completamente vulgar. De una forma subconsciente me di cuenta de que llevaba lentes con montura de concha y que llevaba una cartera y un paraguas, caminando con una leve cojera. Sólo al pasar junto a nosotros, en dirección a Fetter Lane, tuve la impresión de que me era conocido. Esta impresión pudo ser debida al hecho de que al pasar por nuestro lado dirigiera una rápida mirada a Thorndyke, quien pareció contestar con otra instantánea mirada de reconocimiento.

—¿Reconociste al hombre que pasó junto a nosotros hace un momento?

—Con mucho trabajo —rió Thorndyke—. No le reconocí hasta que me miró. ¿Le conoces?

—Me parece haberle visto, antes, pero no recuerdo quién es.

—Me alegro infinito, pues se trataba nada menos que de nuestro buen amigo el señor Snuper.

—¡Claro! —exclamé—. Nunca puedo reconocer a ese hombre. Cada vez que le veo tiene un aspecto diferente En cambio, un momento antes vi a otro hombre salir del pasaje, y el efecto fue completamente distinto. Creí reconocerlo, pero es indudable que me equivoqué. ¿Te fijaste en él?

—Sí. ¿Qué impresión te produjo?

—Me pareció que era el vivo retrato del doctor Peck.

—Lo mismo creí yo.

—Entonces la semejanza era real, no una simple ilusión. Pero la coincidencia es muy extraña, pues el hombre aquél no podía ser Peck.

—No es imposible, aunque sí improbable. No tenía por qué seguirnos, ya que le entregamos nuestras tarjetas y por ellas podía saber nuestro domicilio. Pero en caso de que deseara seguirnos, pudo hacerlo sin dificultad alguna. Snuper lo hizo.

—¡Snuper! —exclamé—. ¿Dices que Snuper nos siguió? ¿Cómo lo sabes?

—Le vi en Whitechapel High Street, cuando salíamos de casa del doctor Peck.

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