Suicidio

Suicidio


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Eras un virtuoso tocando la batería. De joven estuviste en tres grupos de rock: Los Átomos, Crisis 17 y Dragon- fly. También cantabas y escribías la letra de las canciones que tocabais delante de algunos amigos, en salas de fiestas o sótanos cedidos por padres. Los grupos se fueron disolviendo a medida que los componentes terminaron el instituto o se mudaron a otra parte con sus padres. Tú te quedaste, y dejaste de tocar con grupos. Seguiste practicando en el sótano de tu casa, te acompañabas de músicas que surgían de un potente amplificador, o bien interpretabas solos que podían durar horas. Salías de allí agotado, aunque exaltado, como tras una larga sesión de trance. Unos años más tarde, cuando tenías veintidós, Damien, el guitarrista de los Dragonfly, retomó el contacto contigo para proponerte sustituir al batería ausente de su grupo, Lucide Lucinda, en un concierto que iban a dar en Burdeos. A la hora de reservar el billete de tren decidiste quedarte tres días para descubrir la ciudad, que no conocías. El concierto se celebró la misma noche de tu llegada, en un centro de arte contemporáneo donde se inauguraba una exposición en la que participaba el guitarrista, ahora también artista. Estaba lleno de jóvenes aficionados al arte y a la música. Durante el ensayo te diste cuenta de que no habías perdido la habilidad para tocar en grupo. La música de Lucide Lucinda era simple y eficaz como el rock inglés de los sesenta que había influenciado al grupo. Después del concierto te paseaste por la exposición en compañía de los músicos y sus amigos. Te pasaste buena parte de la velada con una joven artista polaca, alta, delgada y rubia, que exponía esculturas enormes con forma de órganos o piedras, formadas por fragmentos ensamblados de botellas de plástico de agua mineral. Te sorprendía que sus manos, tan delicadas, hubiesen ejecutado aquel trabajo monumental. El dorso estaba intacto pero, cuando extendió la mano para mostrarte algún detalle de alguna de sus esculturas, descubriste cicatrices en la palma y en dos de sus dedos. El trabajo de ensamblaje, paciente y lento, conseguía, por medio de la acumulación de pequeños fragmentos, crear objetos desmesurados. Lo comparaste con tus sesiones de música en solitario: te pasabas horas produciendo sonidos que se desvanecían en la soledad del sótano, y eras tu único espectador. Ella edificaba, tú te dispersabas. La velada continuó en diversos bares del centro y en un pub con decoración japonesa high-tech, donde mirabas a la gente bailar mientras bebías copas. Al día siguiente te levantaste en la habitación del hotel de dos estrellas que te habían reservado. El papel pintado era amarillo, y la moqueta, azul real, decorada con motivos que representaban el logo de aquella cadena hostelera barata. La ventana daba a un patio estrecho y blanco sobre el que el sol despedía una luz violenta. El silencio de aquel lugar anónimo te sumergía en una angustia difusa. No conocías nada de aquella ciudad, sobre la que apenas te habías documentado. La explorarías al azar, pedirías a desconocidos, aquí y allá, indicaciones sobre los sitios que había que visitar. Cuando te afeitaste, frente al espejo, creiste ver a un extraño. Era tu cara, sin duda, pero el decorado, que no te decía nada, y lo absurdo de la situación te hacían pensar que eras otra persona. La compasión que te infundías te habría hecho llorar de no haber sonado el teléfono. ¿Quién te estaría llamando? Descolgaste, era tu mujer, que quería saber de ti. Su voz, que debería haberte tranquilizado, no hizo sino acrecentar, desde la distancia, tu sensación de soledad. Le dijiste que el concierto había salido bien y fingiste sentirte entusiasmado con la idea de los dos días de exploración que tenías por delante.

Después de colgar, cuando te estabas preparando para salir del hotel, volvió a sonar el teléfono. Era Damien, que te proponía ir con él a un festival de música tecno en una playa de Biscarrosse. Te sentiste tentado de acompañarlo para disfrutar de su compañía y de la de los músicos con los que se juntaba. Pero ya habías decidido visitar la ciudad, y la perspectiva de pasearte entre cientos de desconocidos en medio de una música ensordecedora no te agradaba mucho. A pesar de su decepción, Damien te sugirió algunos lugares para visitar en la ciudad. Al colgar, te habrías arrepentido de tu elección si no hubieses sabido que titubear te hacía sufrir más que decidir. Saliste a la calle, plano en mano. Estabas en el centro del casco antiguo. Avanzaste por una larga calle peatonal que se extendía varios cientos de metros. Miraste las boutiques de moda, las confiterías, las tiendas de todo tipo que se sucedían. En aquel eje comercial no había ninguna sorpresa al acecho. Llegaste a una placita dominada por la oficina de correos. Viejos a la deriva habían encallado en los bancos. Un hombre de unos cincuenta años que tenía atadas a la cintura varias bolsas de supermercado con el total de sus efectos personales deambulaba alzando un hombro y luego otro al ritmo de sus pasos. Señalaba con el índice objetos invisibles y farfullaba palabras incomprensibles. Aparte de ti, nadie le prestaba atención. Dedujiste que vivía en el barrio y que aquella plaza era su salón. Otros sin techo vagaban por allí, unos sentados por el suelo, otros de pie, inmóviles, esperando no se sabía bien qué. Se mostraban indiferentes los unos con los otros, los transeúntes los ignoraban. Se habían hecho invisibles. Te acercaste a la placa de la calle para saber dónde estabas. La placa rezaba, como en una ironía, «plaza de San Proyecto». Te dirigiste hacia la catedral de San Andrés. Las dimensiones del edificio gótico te impresionaron, entraste, pero la oscuridad y el frío te espantaron al instante. Aparte de varios turistas extranjeros que seguían a un guía, en el interior solo había unas cuantas viejas rezando, sentadas o arrodilladas. Las pinturas que un letrero plastificado indicaba a la entrada apenas se veían, tan mala era la iluminación. Saliste y, dejando atrás el ayuntamiento, te encaminaste hacia el Museo de Bellas Artes. Unos obreros que restauraban el edificio estaban puliendo los sillares de la fachada. Atravesaste la nube de polvo que el viento arrastraba por la puerta de entrada y el césped de al lado. En el interior los dos vigilantes y el de la taquilla eran los únicos entes humanos. Recorriste las salas, donde se sucedían viejos cuadros de las escuelas italiana, francesa, inglesa, flamenca y alemana. Mirabas distraído, a pesar de la calidad de algunas obras. Tenías la impresión de haber estado en aquel museo decenas de veces, en otras ciudades. La pintura sacra y mitológica te remontaba a un pasado conocido y sin sorpresas. En los museos de provincias buscabas los cuadros más insólitos de los modestos maestros locales, cuya originalidad residía en los temas menores y en la factura torpe. Esta colección en concreto estaba poco dotada, salvo quizá por una panorámica monumental de los muelles del Garona. La imagen mostraba la actividad comercial y marítima que se desplegaba a lo largo de varios kilómetros, con innumerables detalles. Decenas de personajes, de un tamaño pequeño en relación con el espacio representado, animaban escenas en las que figuraban todas las clases sociales. La ciudad, idealizada por una luz cálida, se te presentaba en una época totalmente distinta. Tal vez te hiciese falta la mediación de una imagen para apreciar un paisaje urbano. Te quedaste una hora viendo los detalles de las escenas, observando la arquitectura y sumergiéndote en aquella película pintada hacía doscientos años, de la que ahora podías recrear el guión a tu aire. Detrás de ti unos pasos te sacaron de la contemplación. Un vigilante aburrido te observaba a cierta distancia. Al cabo de un minuto concluías tu visita: la inmersión en la que te había sumido la panorámica te impedía fijarte en los retratos del siglo xviii que te rodeaban, a pesar de su calidad. Ni siquiera te paraste ante el de John Hunter pintado por Thomas Lawrence. Tus pasos resonaron en la amplia galería que ningún otro visitante recorría. Saliste del museo bajo una niebla de polvo blanco y te dejaste llevar por las calles rectas, burguesas y elegantes de un barrio residencial. Mirabas hacia arriba, descubriendo como un furtivo interiores que no volverías a ver. A lo largo de la acera los restaurantes acogían en sus terrazas a trabajadores con traje de oficinistas, a turistas y jubilados. Tenías hambre pero no querías almorzar solo en un restaurante. Preferías comprarte un bocadillo en alguna panadería y comértelo en alguna esquina, delante de una plazoleta, observando el desfile de transeúntes. Una chica se te acercó para pedirte un cigarro. Le diste dos, te miró sorprendida y te lo agradeció desmedidamente. Buscaste en el plano el emplazamiento de una galería fotográfica que te había recomendado Damien. Estaba en la otra punta de la ciudad. A tenor de la distancia te llevaría por lo menos una hora llegar hasta allí. Más relajado, atravesaste de nuevo el casco histórico. Tener un destino en tu paseo te tranquilizaba. Bordeaste el Carona, el muelle estaba todo levantado, construían un tranvía. Las obras desfiguraban la calzada y la acera, tuviste que rodear empalizadas, atravesar bancos de arena y evitar los agujeros practicados en el suelo. Las fachadas de las viejas naves abandonadas se iban renovando conforme avanzaban las obras. Le prestabas más atención a esta parte en mutación de la ciudad que a la ya definida de los barrios viejos y bonitos. Te imaginabas la vida que estaba por venir: el paisaje existía menos por sí mismo que por lo que sería al cabo de poco. Antes que la ciudad actual, que habías atravesado, preferías la ciudad pasada que te había mostrado la panorámica del Museo de Bellas Artes, o la ciudad futura que construía tu espíritu a partir de lo que le dejaban ver tus ojos. La galería fotográfica estaba situada en la zona portuaria, en medio de naves industriales rodeadas de contenedores y material de tránsito. Atravesaste varios hangares y acabaste entrando en un gran edificio blanco y gris, iluminado por las cristaleras del techo. La exposición Nuevas Zonas Urbanas presentaba el trabajo de diez fotógrafos que habían recorrido el territorio europeo. Había pocos indicios que permitiesen saber dónde se habían tomado las vistas. Los paisajes mostraban lugares anónimos, zonas industriales o comerciales en el extrarradio de ciudades modernas, a menudo en la frontera entre los territorios urbanos y los rurales. No se veía a ningún personaje. Solo se adivinaban presencias humanas en los coches que circulaban por la calzada. Las impresiones en color de gran formato se alineaban de una forma tan anónima como los lugares que representaban. Costaba distinguir a un fotógrafo de otro. Los encuadres eran frontales, los colores, mates, el revelado, cuidado. No conseguías desear esos no lugares que te ponían ante los ojos. Los fotógrafos no habían querido ni magnificar ni dramatizar sus temas. La neutralidad de su estilo recordaba los edificios que representaban. La vida parecía haberse escapado. Te parecían justas: ¿quién quería vivir en esos sitios ingratos, inmensos y desiertos? Al salir de la galería te pareció que la zona portuaria bien podría haber estado incluida. Pero el viento, el ruido de la vida, el tránsito de gentes y vehículos que la animaban la hacían habitable. ¿Era la fotografía la que mataba la vida al congelarla? Eran las seis de la tarde. Los museos, las galerías y los monumentos cerraban. Volvías a estar solo en la ciudad, sin otra cosa que hacer que andar por las calles y mirar los edificios, las tiendas, los bares. Regresaste por el mismo camino que a la ida para ver el paisaje desde el punto de vista contrario. Te pusiste a contar los edificios que no recordabas haber visto antes. Había decenas. Ya no creías en esa hipótesis según la cual la memoria lo registra todo pero solo somos capaces de restituir una parte, a capricho de ella. Entre las dos calles siguientes había nueve bloques. Solo tres te eran familiares. Cada uno tenía un detalle destacable. La puerta cochera de uno estaba adornada con una cabeza de león pintada de azul. En los bajos de otro había una casa de apuestas de caballos, y las ventanas del último, restauradas hacía poco, estaban todavía cubiertas de una película de plástico verde. El resto de edificios no tenía ningún rasgo significativo, salvo dos. En uno había una placa dorada que rezaba «Charles Dreyfus, psicoanalista», mientras que el otro albergaba una tienda de artículos de submarinismo, en cuyo escaparate dos buzos, vestidos de negro y amarillo, equipados con mascarillas y aletas, flotaban en medio de un universo subacuático formado por descompresores, fusiles de pesca, faroles eléctricos, relojes, tubos, boyas, cuchillos y flotadores. Te preguntabas cómo aquel rótulo, que anunciaba a los transeúntes un gabinete de confidencias, o aquel escaparate rutilante y cómico habían escapado a tu atención. ¿Habías mirado hacia el otro lado de la calle, en dirección al Garona?, ¿estabas perdido en tus pensamientos o en el vacío del caminar? Buscabas explicaciones, no creías en un fallo de tu memoria. Proseguir tu marcha por el mismo itinerario en sentido contrario te confirmó, sin embargo, que de lo que habías visto al venir ya no quedaban más que retazos. Avanzabas por un decorado en el que la mayoría de detalles te eran desconocidos. Cuando llegaste a la altura del teatro, te propusiste volver sobre tus pasos para verificar si, al pasar por tercera vez, tu memoria mejoraba. Pero tenías hambre. Entraste en un bar todo revestido de madera avejentada, con mesas antiguas de tablero de mármol. Algunos parroquianos mayores tomaban el aperitivo mientras los camareros ponían los manteles para la comida. «¿Va a cenar?», te preguntó un camarero justo cuando te decías para tus adentros que el sitio era demasiado triste para pasar la velada solo. Le dijiste que estabas buscando a alguien y, tras recorrer la sala con la mirada, te fuiste. Vagaste durante una hora en busca de un restaurante más contemporáneo. Ya había anochecido cuando descubriste, en un callejón peatonal, una taberna de diseño, iluminada por luces suaves, donde ponían tapas. El sitio era acogedor. Unos treinta jóvenes discutían en el interior y una música electrónica lenta creaba un ambiente distendido. Grupos de amigos ocupaban unas cuantas mesas bajas. Te pusiste en un rincón de la terraza acristalada para poder observar tanto a los clientes del bar como a los transeúntes. Pero el callejón estaba vacío y las únicas personas que circulaban por él o bien salían o bien llegaban al bar. Pediste chipirones, jamón, guindillas, chorizo y lomo, todo acompañado por media botella de rioja. Ya habías dado cuenta de la mitad de la comida cuando la artista polaca con la que habías pasado la noche anterior apareció buscando a unos amigos con los que había quedado. No te vio y fue hacia ellos. Dudaste si saludarla o no, no tenías ganas de conocer a gente nueva a la que no volverías a ver tras tu marcha. Pero no decir nada, estando como estabas solo, te parecía absurdo, más aún cuando no podías evitar mirarla. Se giró hacia ti, te reconoció y te dedicó una sonrisa generosa. Le sonreiste a tu vez, violento al pensar que ella podía creer que la habías ignorado: en la posición en la que estabas, no podías no haberla visto. Ambos dudasteis en el ademán de ir hacia el otro. Os quedasteis mirándoos, el tiempo te pareció interminable. Te levantaste y fuiste hacia ella. Una vez hechas las presentaciones, le propusiste que se sentara a tu mesa, ignorando a sus amigos. Aceptó, a pesar de lo descortés de tu propuesta. Le hiciste preguntas sobre su vida en Polonia, sobre su familia y su arte. Contestaba con respuestas largas y precisas, pero cuando a su vez te preguntaba algo, le respondías con más preguntas. No tenías ganas de hablar de ti pero podrías haberla escuchado hablar de sí misma durante horas. Te preguntabas si estabas ligando con ella, y si ella lo creía. ¿Qué harías si sus amigos se iban sin ella? ¿Y si te acompañaba hasta la puerta de tu hotel? Le eras fiel a tu mujer, pero ¿no era así porque en el pueblo donde vivías no se te había presentado ninguna ocasión de engañarla? Te acordabas de las oportunidades que se te habían presentado de tener aventuras con otras mujeres con las que habías coincidido lejos de casa. Nunca habías caído. Esa noche, cuando aquella mujer te propuso ir a otro sitio a tomar una copa, y comprendiste que sus amigos se habían ido discretamente, decidiste volver al hotel. Te acompañó. Cuando llegasteis a la entrada, no dijisteis nada. Os quedasteis parados, sin hablar, mirándoos. En cuanto se te acercó lentamente, le dijiste que te ibas a la cama. Te sonrió y te marchaste después de apuntar sus señas. Una vez en la habitación, no te arrepentiste de nada, y te quedaste dormido, a pesar de la sensación de haberte pasado el día matando el tiempo que te separaba de tu regreso. Al día siguiente te despertó esa sensación de vacío. Repetiste los mismos gestos que la víspera: levantarte, descorrer las cortinas, afeitarte y ducharte. Bajaste al comedor a desayunar. Estaba vacío, eran casi las diez. Leiste un periódico local del día anterior, por encima. De vuelta a la habitación, apenas recordabas los datos que acababas de conocer. Volviste a salir y vagaste al azar por las calles de la ciudad. Pero tus pasos te llevaban espontáneamente a los mismos sitios por donde habías deambulado la víspera. Le prestabas menos atención a lo que mirabas, los lugares ya no tenían el atractivo de la novedad. Decidiste entonces andar doblando la primera calle a la derecha, la segunda a la izquierda y así sucesivamente, sin desviarte del método, para no dejarte guiar por el atractivo de lo que te salía al paso. Así pasaste el día, mirando de vez en cuando en el mapa dónde te había llevado el azar. Almorzaste en un bar junto a una plazoleta, en un barrio popular, a casi cinco kilómetros del centro. Observabas a los transeúntes y hacías estadísticas para entretenerte. Con tabas el número de mujeres, hombres y niños. Clasificabas a la gente por edad, por oficio imaginado, o según criterios más subjetivos, como el gusto que se desprendía de sus ropas o la gracia de su caminar. Te pasaste dos horas así en la terraza de la cafetería. Tras releer esas «estadísticas», te abrumó lo absurdo de ellas. ¿A qué venía ese inventario que no le serviría a nadie y con el que no harías nada? Rasgaste los folios y los tiraste por la alcantarilla. Eran las tres. En vez de retomar la marcha aleatoria volviste por el camino más corto hacia el centro. Cuando estuviste cerca de tu hotel, era todavía demasiado temprano para cenar. Decidiste entonces repetir el camino de la víspera para verificar si lo que habías visto se te había anclado ya en la memoria. No miraste el plano, no vacilaste ni una sola vez en un cruce de caminos. Te fijaste en los mismos detalles, letreros, aceras, obras en la calzada. Solo los transeúntes rompían la monotonía del espectáculo. Sentías cómo se te cansaba el cuerpo, ese deambular urbano se transformaba en ejercicio gimnástico accidental. De vuelta al punto de partida, habías perdido la noción del tiempo. Miraste la hora y te sorprendió comprobar que habían pasado cuatro horas. Decidiste cenar en el primer restaurante que te saliese al paso. Fue el Clos Saint-Vivien, un restaurante de cocina tradicional casera, elegantemente decorado. Elegiste el primer plato de cada lista de la carta, un fuagrás con mermelada de mango, un entrecot con salsa bordelesa y patatas salteadas y tarta de frambuesas. El ambiente quedo te reconfortaba, pero la persistente atención de los camareros se hacía más pesada a medida que el resto de clientes se iba del restaurante. Antes de que se fuese la última pareja pagaste la cuenta y saliste del restaurante. Eran las doce y media. Una vez en el hotel te pusiste a tomar notas sobre los dos días que acababas de pasar. Describiste lo que habías visto, hecho y pensado. Si bien creías haber atravesado una zona de vacío, la redacción de aquel texto te mantuvo despierto hasta las cinco de la mañana. Al releerlo a la mañana siguiente, en el tren de vuelta a casa, añadiste multitud de notas al margen. Y cuando tu mujer te preguntó qué habías hecho te pasaste toda la velada contándoselo con innumerables detalles. Te habías sentido ocioso en aquella ciudad que habías recorrido solo para matar el tiempo. Pero el vacío al que creías haberte enfrentado era una ilusión: habías rellenado aquellos instantes de sensaciones tan fuertes que nada ni nadie te había distraído de ellas.

Te infligiste una violencia que no tuviste para con los demás, a los que les reservabas toda tu paciencia y tu tolerancia.

Marcabas las casillas incorrectas de los formularios administrativos para jugar a crearte otra identidad con tu propio nombre. A veces marcabas un «Sí» en «Estoy de baja por maternidad», o ponías «3» en «Número de hijos» o «Australiano» en «Nacionalidad».

Pensabas que la música hermosa era triste, y la arquitectura triste, fea.

No variabas los registros de la amistad. Eras previsible y reconfortante como una gran piedra al borde del camino. Contabas con una sonrisa en los labios las revueltas de aquel primo al que sorprendiste en un mismo cóctel quejándose a un viejo amigo de un dolor de espalda persistente y, al poco, exclamando ante otro colega, un cuarto de hora después, que no se sentía tan bien desde hacía años. ¿Qué lógica animaba a aquel hombre?, ¿el olvido de sí mismo, la contradicción inconsciente, la mentira calculadora?

Una frase, «un largo canto negro», resurgía en tu conciencia, imprevisible. ¿Dónde la habías escuchado? No te venía ningún recuerdo: el que se hubiese borrado la procedencia acentuaba su carácter fantasmal.

Te encantaba la historia de ese hombre de negocios parisino cuyo pasatiempo, obsesivo, consistía en documentar su existencia cotidiana. Guardaba las cartas, las invitaciones, los billetes de tren, de autobús, de metro, de viajes en tren o en barco, los contratos, las facturas de los hoteles, las cartas de los restaurantes, los folletos turísticos de los países visitados, las programaciones de espectáculos, agendas, cuadernos de notas, fotografías... Una habitación de la casa, tapizada con archivadores, hacía las veces de receptáculo para esos archivos, en progresión constante. En el centro, una tabla de orientación cronológica en espiral mostraba en distintos colores París, Francia o el extranjero, continentes, mares, meses y días. Con un simple vistazo podía visualizar su existencia. Se había coleccionado a sí mismo.

A veces, ante un objeto cuyo funcionamiento desconocías, aunque supieras que podías llegar a comprenderlo si hacías un esfuerzo, preferías quedarte en el estadio de la especulación y del espectáculo, como cuando te deleitabas ante un paisaje bonito: te bastaba con verlo de lejos, no te hacía falta pasear por él. Contemplar una isla desde un barco podía ser tan placentero como pisar tierra.

Tenías proyectado construir tu tumba. No querías dejar en manos de otros la elección de tu residencia más duradera. Sería de mármol negro brillante, lisa y sin adornos. Ante ella, una estela indicaría tu nombre, tu fecha de nacimiento, pero también la de tu defunción, a los ochenta y cinco años. No sería un sepulcro familiar: te hospedarías solo. Las fechas se grabarían estando tú todavía con vida.

Te imaginabas las reacciones de los visitantes del cementerio al ver una fecha de defunción por anticipado, a unas cuantas décadas del presente. Se podrían dar situaciones muy diversas.

Antes de morir, la fecha programada para el futuro convertiría tu tumba en una farsa, o en una predicción inquietante. Si morías antes de la fecha prevista, se te podría inhumar y reemplazar la fecha indicada por la fecha real, lo que, al acabar con la mentira, banalizaría tu tumba. Pero también se te podría inhumar sin cambiar la inscripción. Los visitantes, creyendo estar ante una broma, reirían delante de una sepultura que, sin embargo, contendría un muerto. La estela llevaría esta farsa hasta la fecha de tus ochenta y cinco años. Pasado ese día, los paseantes ya no sabrían de tu excentricidad: ¿quién podría imaginar que la inscripción era falsa y que el hombre de la tumba no había muerto en la fecha indicada?

O bien morirías en el año anunciado, a los ochenta y cinco. Ya fuera de muerte natural, cosa extraordinaria, puesto que tu muerte cumpliría la previsión, o ya fuera suicidándote, si querías cumplir la promesa grabada en el mármol. En tal caso te inhumarían sin tener que cambiar en nada la inscripción de la estela.

Si vivías más allá de los ochenta y cinco años, los paseantes que leyesen las fechas te creerían muerto, cuando en realidad todavía estarías vivo. Y llegaría el día de tu muerte. Si no se cambiaba nada de la inscripción te enterrarían en una tumba cuya inscripción te rejuvenecería. A no ser que decidieses hacer coincidir la fecha de tu muerte con la de la estela. O que hubieses dejado instrucciones postumas para que renovasen perpetuamente la fecha inscrita de tu muerte, de manera que estuviese siempre anunciada, nunca vencida.

Tu suicidio puso fin a esas conjeturas complejas. Sin embargo, tu mujer, que conocía el proyecto, mandó construir tu tumba de acuerdo con los dibujos que dejaste. Mandó grabar en la estela negra tus fechas de nacimiento y defunción. Las separan veinticinco años, no ochenta y cinco: a nadie más se le ocurrió bromear con tu muerte aparte de a ti.

Te resultaba tan fácil conocer a gente nueva individualmente, de uno en uno, como difícil conocerla en grupo. Un día te invité a venir a comer a la casa de campo de mis padres, a unos kilómetros de donde vivías. íbamos a estar solos, pero a mediodía se presentaron varios amigos por sorpresa y les propuse que se quedaran a comer.

Cuando apareciste por una esquina de la casa, a la hora del aperitivo al sol, te viste ante una mesa para seis personas en lugar de una para dos. Se te descompuso la cara en un segundo. Se te volvió a recomponer al ver que yo me había percatado de tu desconcierto. No intentabas ocultarme tus sentimientos, sino evitar la descortesía de parecerles un maleducado a mis amigos. Sabía que habrías preferido dar media vuelta y volver a casa antes que quedarte y conversar con gente a la que no volverías a ver. Ellos se conocían bastante bien. Tenías un don para percibir en cuestión de segundos la antigüedad de las amistades, por el volumen sonoro de la conversación, por el júbilo de las voces, por el juego de miradas. Habrías preferido juntarte con un grupo de desconocidos en fase de descubrimiento antes que con aquella tribu constituida hacía tiempo, lejos de ti. Pero hiciste el esfuerzo de quedarte. Te pasaste toda la tarde hablando con la misma mujer, a la que conseguiste mantener a un lado, cerca de un castaño, y luego bajo un cedro. Vuestra atracción era recíproca, pero no conseguías disociarla de aquel grupo con el que la habías descubierto. La sombra del resto planeaba sobre ella. Dudabas de si, al volver a verla, podrías obviar la impronta de sus amigos. Te negabas a ser un pariente político. En el caso de que el grupo te acogiese, siempre serías el rezagado. A las amistades ya hechas que uno descubre como extraño, preferías las que se componían en tu presencia: las veías nacer y ere- cer y, si bien no podías prever qué vínculos particulares se establecerían entre unos y otros, sabías que, al llegar a la vez, seríais iguales ante el futuro. Al término de la jornada comprendiste que el pasado común de mis amigos te mantendría siempre apartado. Preferías no acercarte al círculo y quedarte al margen.

Aprobaste con éxito el examen escrito de ingreso de una facultad de renombre. En el examen oral de la prueba de cultura general, te dieron media hora para preparar tu exposición sobre el siguiente tema: «¿Debería uno temerle al hecho de tener que vivir su propia muerte?». Lo paradójico de la formulación te dio vértigo. ¿Se puede vivir la propia muerte? Sí, sobrentendía la pregunta, puesto que preguntaba si se le debía tener miedo. Tenías veinte años. Hasta la fecha habías pensado en la muerte como en un fenómeno que le acontecía al resto y que, llegado el momento, te llegaría sin que fueses consciente. ¿Vivir la muerte propia consistía en verla venir y acogerla, más que sufrirla de forma brutal, sin tener tiempo de sentir la marcha? ¿Consistía en elegirla por adelantado para afirmar el libre albedrío ante lo ineludible? Las preguntas se te amontonaban en el interior e ibas tomando notas desordenadas en tu hoja en blanco. Entre ellas, esta que me citaste: «La muerte es un país del que nada se sabe, nadie ha vuelto de él para describirlo». El tema te importaba demasiado como para mantener las distancias. La media hora se pasó sin que te diese tiempo a ordenar las ideas. Entraste en la sala donde dos examinadores sentados tras una mesa te recibieron con frialdad. Te acomodaste y empezaste a articular las ideas que habías anotado en el caos, tal y como habían surgido. Creiste leer la decepción en la cara de tus interlocutores. Se quedaron callados mientras las palabras te salían mecánicamente de la boca, como si las pronunciara otra persona. Repetías en voz alta los meandros de tu pensamiento. Uno de los dos hombres retomó una de tus afirmaciones, en modo interrogativo: «¿La muerte es a la vida lo que el nacimiento a la ausencia de vida?». Siguió un largo silencio. No respondiste, petrificado, como si fuese la muerte quien te estuviese hablando en persona. No estaba encarnada por los examinadores, rondaba por la sala, entre ellos y tú. Deseabas que la prueba acabase: aprobar el examen era ya lo de menos. A pesar de que al salir de la sala estabas convencido de que habías suspendido, no te arrepentías de haberlo intentado. Haber percibido la muerte, y la incomprensión que la acompaña, te importaba más que el resultado de la prueba. Al rato te comunicaron que habías aprobado. Tu discurso sobre la muerte te había valido una de las mejores notas. Renunciaste a ingresar en la facultad.

Te habría gustado recibir, a la vez que la invitación, el menú de las comidas a las que te invitaban para recrearte de antemano con los platos que ibas a degustar. Al placer futuro se le habría añadido una serie de deseos presentes.

Querías conocer tu futuro, menos por quedarte tranquilo respecto a lo que sería de ti que por vivir por adelantado la vida que te esperaba. Soñabas con una agenda exhaustiva en la que estuviesen escritos todos los días hasta tu muerte. Así podrías estar preparado tanto para las alegrías y las experiencias del día siguiente como para las de los días lejanos. Podrías consultar el futuro como el que se acuerda del pasado, y recorrerlo a tu aire. Pero un día esa agenda imaginaria te presentó tu vida como un gran muro espinoso. Una vida prevista te tranquilizaba porque te la imaginabas hecha de placeres. Ahora bien, nada aseguraba qué contendría la agenda. Podría haber sido tu peor pesadilla, una serie de desgracias programadas que tenías que prepararte para afrontar. Desconocer el futuro podía, bien al contrario, hacerlo deseable.

Te habría gustado ser autor solamente de actos de gran resonancia, de gestos realizados en solo unos minutos cuya huella sería mirada y remirada durante largo tiempo. Tu interés por la pintura dependía de esta suspensión del tiempo en la materia: al tiempo breve de su realización le sucedía la larga vida del cuadro.

En verano, en la playa, salías a navegar tú solo en catamarán. Desplegabas las velas y remabas siempre recto. ¿Para qué hacer una bordada, si las olas eran las mismas? La línea recta te venía bien. No te preocupabas de itinerario alguno, dirigías la proa hacia el horizonte, de espaldas a la costa. Querías olvidar la tierra pero tus expediciones eran demasiado cortas para verte rodeado solo de olas. Se te llenaban los pulmones de aire, el oleaje te inundaba los oídos, los movimientos del barco se apoderaban de tu cuerpo en busca de equilibrio. El balanceo de las olas te hipnotizaba mientras el viento, a su vez, te despertaba. Te gustaba esa somnolencia lúcida, semejante a la de un niño acunado por una nodriza que le canta con dulzura una melodía adormecedora. Luego había que volver. Dabas una bordada e intentabas regresar tan directo como habías ido, a pesar de que la dirección del viento te obligaba a virar. La vista de la tierra a lo lejos te devolvía a la realidad, que el mar te había hecho olvidar. Conforme se acercaba la playa, ibas abandonando el sueño en vela en el que te habían sumido las olas.

Una noche, en una ciudad de la Provenza, te paseaste sin rumbo por las calles durante tres horas. Llegaste a un barrio desprovisto de encanto, delimitado por dos grandes avenidas. Pisos baratos alternaban con viviendas de alquiler protegido, asilos, garajes, supermercados, tiendas de aspiradoras, varios comercios de productos para mascotas y peluquerías de señora. Un olor a fritanga y carne guisada se escapaba de un restaurante de cortinas sucias donde ofrecían un menú de bar de carretera. La iluminación naranja de la urbe fastidiaba el placer que te habría proporcionado contemplar algunos palacetes del siglo pasado, milagrosamente conservados entre el cemento. Llegaste a una pequeña iglesia que lindaba con un cementerio. Las tumbas blancas que se recortaban tras la verja de entrada adornada por un gran ciprés se te antojaron un oasis de belleza reposada. Nunca se te había pasado por la cabeza dar un paseo nocturno a solas por un cementerio. Una obsesión inconsciente con los fantasmas te habría disuadido. Un hueco en una piedra del muro y un apoyo en lo alto de la verja te decidieron. Sin pensar cómo saldrías de allí, te pusiste a escalar el muro. Apareció un coche, bajaste hasta que pasó. Luego pasaron una moto y otro coche. Mientras esperabas, hacías como que mirabas en la plaquita el horario de apertura del cementerio. Eran las dos de la mañana. Volviste a escalar y con un par de movimientos estabas dentro del recinto. No sabías si el cementerio estaba vigilado, como las obras contiguas. La gravilla rechinaba a tu paso. No tenías miedo de los fantasmas: desde hacía un tiempo pensabas tan a menudo en la muerte que te habías familiarizado con ella. Ver aquellas tumbas en la penumbra te serenaba, como si llegases a un baile silencioso organizado por unos amigos bondadosos. Eras el único extraño, el vivo entre los yacentes que lo desean. Si hubiesen aparecido un guarda o un merodeador te habrían inquietado más que un espectro. En aquel decorado de piedras atenuadas por la oscuridad tu pensamiento flotaba como si estuviese entre la vida y la muerte. Eras un extraño de ti mismo, pero aquel lugar poblado de difuntos te era familiar. Rara vez habías experimentado esa sensación: estar ya muerto. Pero, al contemplar las colinas que se desplegaban más abajo del cementerio, donde las luces de las casas parpadeaban a través de las ventanas, volviste de pronto al mundo de los vivos. Un instinto de supervivencia guió tus pasos hasta la salida. Varios apoyos te permitieron escalar el muro para salir. Al bajar por el otro lado empujaste con el pie la puerta del cementerio, que se abrió. No estaba cerrada con llave. El acceso era libre: habías escalado para nada.

El sol, el calor y la luz, que alegraban el entorno, se te presentaban como invitaciones a salir, perturbaciones de tu soledad, obligaciones de pasarlo bien. Te negabas a que el clima dictase tu euforia. Querías ser el único responsable. Si te proponían salir invocando el buen tiempo, declinabas la invitación. El tiempo gris, el invierno, la lluvia o el frío no te desagradaban. La naturaleza parecía entonces concordar con tu estado de ánimo. El mal tiempo te ahorraba el sentimiento de culpabilidad por no salir. Podías quedarte en tu casa sin que se hiciese patente lo anormal de tu encierro. Nadie venía entonces a cuestionar tu gusto por las cuatro paredes.

Decías que la distinción, que es lo contrario de la discreción, era una versión demasiado visible de la elegancia. Tú querías ser discreto, pero la gente te veía elegante. Habrías preferido pasar desapercibido pero en las reuniones tu belleza y tu estatura te hacían destacar.

Pensaste en ponerte ropa que no fuese de tu talla, en ir encorvado, hacer gestos torpes para esconderte tras una fachada menos deseable. Pero temías que reparasen en esos artificios y te hiciesen pasar por el dandi que no eras. No te quedó más remedio que resignarte a tu elegancia natural.

Estando en París entraste en un vagón del metro y te sentaste en un asiento plegable. Tres estaciones más tarde un vagabundo se sentó a tu lado. Olía a queso, orín y mierda. Hirsuto, se volvió hacia ti, olisqueó un par de veces y dijo: «Hummm, aquí huele a popó». Esa mañana te habías echado colonia antes de salir. Por una vez un vagabundo te hacía gracia. Por lo general las personas así te inquietaban. No te sentías amenazado, nunca te habían hecho nada malo, pero no estabas muy convencido de no acabar como ellos. Sin embargo, no había nada que justificase tus temores. No eras ni un solitario, ni pobre, ni alcohólico, ni tampoco un repudiado. Tenías una familia, una mujer, amigos, casa. No te faltaba el dinero. Pero los vagabundos eran como los espectros anunciadores de uno de tus posibles finales. No te identificabas con la gente feliz y, en tu desmesura, te proyectabas en gente que había fracasado en todo o no había tenido éxito en nada. Los vagabundos encarnaban el estado último de un declive hacia el que podía tender tu vida. No los considerabas víctimas sino autores de sus propias vidas. Por muy escandaloso que pudiera parecer, pensabas que algunos vagabundos habían decidido vivir así. Eso era lo que más te inquietaba: que pudieses, un día, decidir perder. No abandonarte, cosa que no sería más que una forma de pasividad, sino querer bajar, degradarte, convertirte en una ruina de ti mismo. Te vino a la memoria el recuerdo de otros vagabundos. No podías evitar, al cruzarte con alguno, pararte a cierta distancia para observarlo. No poseían nada, vivían el día a día sin domicilio, sin objetos, sin amigos. Su indigencia te fascinaba. Te imaginabas vivir como ellos, abandonando lo que se te había dado y lo que habías adquirido. Te desprenderías de las cosas, de la gente y del tiempo. Te instalarías en un presente perpetuo. Renunciarías a organizar tu futuro. Te dejarías guiar por el azar de los encuentros y los acontecimientos, indiferente a una elección u otra. Mientras te representabas, allí sentado en el metro, cómo sería tu vida en su piel, tu vecino se levantó tambaleante y se bajó del vagón para reunirse en el andén con un grupo de vagabundos borrachos. Uno de ellos estaba tumbado en el suelo, durmiendo con la boca abierta, la barriga al aire y un zapato deformado. Parecía un muerto. He ahí tal vez lo que te hacía dudar: volverte inerte en un cuerpo que todavía respira, bebe y se alimenta. Suicidarte a cámara lenta.

Habías colgado un retrato de tu abuelo en el despacho, en la pared de detrás de la mesa, a pesar de que sentado le dabas la espalda. Decías que de esa forma era él quien te miraba y no a la inversa. Tenía permanentemente los ojos puestos en ti y, si querías verlo, tenías que darte la vuelta. Le dedicabas una atención constante, más allá de los vistazos furtivos que le echabas cuando entrabas en el cuarto.

En el pueblo donde vivías no había ni psicoanalista ni psiquiatra. Te preguntabas si tu malestar podía deberse a una disfunción psíquica. Pediste cita con un médico generalista que te prescribió un antidepresivo. Te lo tomaste como una experiencia más. Al cabo de unos días experimentaste una sensación de extrañeza. Oías brotar las palabras de tu boca como si fuesen de otra persona. Tus gestos eran bruscos. Te acercabas a tu mujer y la abrazabas de buenas a primeras. La estrechabas con violencia para luego separarte rápidamente. Ella se quedaba mirando cómo te alejabas sin entender nada, con los brazos tendidos hacia ti. Cogías entonces un libro y te ponías a leer. Las palabras dibujaban sobre la página los trazos de un cuadro abstracto, el sentido se te escapaba. Lo dejabas, te ibas a la cocina y te hacías un bocadillo que no te comías. Salías a la calle a darte una vuelta y volvías a los pocos minutos porque no sabías para qué habías salido. Te fumabas un cigarro que apagabas nada más darle unas caladas. Te sentabas a la mesa de trabajo y te ponías a releer manuales de economía antes de sacar unas facturas para ordenarlas. Nada retenía tu atención. Ordenabas carpetas. Pensabas en la larga lista de cosas que tenías que hacer, sin llegar a disciplinar el espíritu. La agitación te llevaba sin lógica alguna de una acción a otra, si bien no llegabas a completar ninguna. Por la noche el nerviosismo te impedía dormir. Los primeros días estabas embriagado por la falta de sueño, como se está después de una noche en blanco. Pero dos semanas después se te habían fundido las reservas de sueño. El insomnio te idiotizaba. Te volviste tonto. Te fallaba la memoria. Te costaba recordar nombres propios, incluso los de tus amigos más cercanos. Te hicieron falta dos días para dar con el de una amiga a la que habías visto apenas hacía unos meses. Se te aparecían sin problema su cara y su voz pero tenías la impresión de que su nombre nunca había existido. Solo te vino al revisar la agenda. Regresaste a la consulta del médico, te prescribió otro antidepresivo que actuaba también como somnífero. No tardaste en hallar un sueño profundo, pero no lograbas realmente despertarte de él. De día flotabas en la somnolencia. Hablabas a cámara lenta, pronunciabas mal, respondías al rato a las preguntas que te hacían. Tu forma de andar se hizo más pesada. Arrastrabas los talones. Por la calle ibas andando anormalmente recto, evitabas los obstáculos en el último momento. A veces no los salvabas. Atravesabas un charco de agua sin inmutarte, te dabas con el hombro contra una farola. La gente se giraba para mirarte por la calle. Vivías en un presente inmediato. El recuerdo de los hechos recientes se debilitaba. No retenías las historias que te acababan de relatar. Te estaban contando algo y a la mitad te preguntabas cómo había empezado. Tus ausencias solo se descubrían cuando repetías las preguntas o trataban sobre algo que tus interlocutores acababan de mencionar. A la semana de empezar con el nuevo antidepresivo te habías convertido en un fantasma. Solo salías del coma para quejarte de la estupidez en la que te había sumido. El médico, al que visitaste una vez más, te prescribió un tercer antidepresivo. La primera semana no notaste más efecto que la falta de sueño. Pero a partir de la segunda semana experimentaste una excitación anormal en momentos imprevisibles. Un día te levantaste cansado. Habías dormido dos horas, a pesar de que te habías ido a dormir temprano y de que habías estado acostado toda la noche. Viviste a cámara lenta hasta el mediodía y, de pronto, sin razón aparente, se hizo la euforia. Hablabas rápido, te activabas sin orden ni concierto. Mientras hablabas con tu madre por teléfono, modificabas sin parar el sitio de los alimentos en la nevera, todo ello mirando la cocina a la luz de los cambios radicales que de pronto querías aportar a la decoración. Interrumpiste bruscamente la conversación para ir a rebuscar en el sótano a ver si encontrabas una pala. Querías limpiar una parte del jardín que llevaba meses esperando. No había manera de encontrar la pala pero viste varias cajas enmohecidas que te pusiste a apilar. Cogiste la pila, que te sobrepasaba la cabeza, y te fuiste a ciegas a la calle, en dirección al vertedero, a un kilómetro de tu casa. A la vuelta te diste cuenta de que te habías dejado las puertas abiertas y una olla en el fuego. El espectáculo te consternó. Te acomodaste en el sofá y te entró un agudo dolor en las sienes, como si te estuviesen cerrando un pie de rey sobre ellas poco a poco. Te tamborileaste el cráneo, sonaba a hueco como una calavera. De repente ya no tenías cerebro. O tal vez fuese el de otra persona. Te quedaste así dos horas, preguntándote si eras tú mismo. Un documento cuyo borde sobresalía del sofá atrajo tu atención. Era un informe anual sobre un gran banco internacional. No sabías cómo había llegado allí pero te pusiste a leerlo atentamente. En realidad no entendías lo que leías. Estaba en francés pero parecía otro idioma. Al llegar al final de aquel texto abstracto, en el que habías encontrado el encanto de una poesía extraña, te levantaste y te dieron ganas de montar una empresa. Te fuiste a la biblioteca a buscar libros sobre el estatus jurídico de las sociedades. Estaba cerrada, era domingo, pero no habías caído en la cuenta. Volviste corriendo, sentías pinchazos en las piernas, una energía física descontrolada te desbordaba. Te paraste delante de un viejo muro del que sobresalía un trozo de sílex que te entraron ganas de comerte. Fue al acercarte a la piedra cuando reparaste en lo inaudito de tu conducta. Pero se te olvidó al punto. Retomaste la carrera desenfrenada. Tenías calor, hacía buen tiempo, el sol te alteraba. Lo mirabas de cara, desafiante, como cuando eras chico. Se te llenaron los ojos de lágrimas. Te gustaba el dolor leve. El resplandor convirtió la calle en un cuadro monocromo blanco por el que empezaste a caminar más lentamente, para apreciar la belleza. Los colores volvieron poco a poco, como si fuese un efecto especial de cine. Eso te dio la idea de andar a cámara lenta, para probar en tu cuerpo otro efecto especial. Tardaste media hora en llegar a la casa, atravesaste el jardín como una tortuga. Tu mujer apareció en la escalinata y se echó a reír. Te dio una risa loca e incontrolable que se paró de pronto, ante la total incomprensión de tu mujer. Acababas de ver un postigo con la pintura descascan liada y habías decidido ponerte a pintarlo. La oscuridad y el olor del trastero donde guardabas las brochas te devolvieron de repente a la realidad. Aquel olor familiar te recordó tu estado anterior a los antidepresivos. Te diste cuenta de lo artificial que era la euforia en la que te sumían. Las fases de abatimiento que sucedían al entusiasmo eran más intensas que antes. Tenías menos control sobre ti mismo, las medicinas se habían apoderado de tu humor. ¿Valía la pena perder el libre albedrío a cambio de un poco de felicidad ficticia? Decidiste poner fin a aquellas muletas químicas que o te desdoblaban o te atontaban. Pero tu cuerpo se había acostumbrado. Te costó otras dos semanas de agonías y agotamiento volver a ser tú mismo.

De la descomposición de los hechos —principio, desarrollo y conclusión—, preferías el principio porque en él el deseo supera al placer. Al principio, los hechos conservan el potencial que pierden con la conclusión. El deseo se prolongará mientras no se haya completado. En cuanto al placer, marca la muerte del deseo y, en poco tiempo, también la del propio placer. Es curioso que, gustándote como te gustaban los principios, acabases suprimiéndote: el suicidio es un fin. ¿Pensabas en él como en un principio?

Jugabas al tenis, al squash y al pimpón. Montabas a caballo. Hacías natación. Corrías. Navegabas. Andabas por la ciudad y el campo. No practicabas deportes de equipo. Te gustaba cansarte a solas, sin depender de compañeros. Te gustaba jugar contra un adversario, menos por ganar que por estimular tus esfuerzos. Cuando paseabas solo a caballo, por el campo, o cuando nadabas en el mar, en ríos o piscinas, a veces, en pleno esfuerzo, te desalentaba lo absurdo de lo que estabas haciendo: el deporte era una acción vana. Lo practicabas más por la necesidad de cansarte que por el placer del juego. Tu cuerpo, como el de un animal, producía más energía de la necesaria. El exceso de potencia que acumulabas se volvía contra ti si no lo expulsabas. Si te pasabas una semana sin quemar energía, te subías por las paredes, tenías los músculos tensos desde que te levantabas y no se te relajaban hasta que anochecía.

Para calibrar los efectos de la privación te pasaste un mes sin hacer deporte. Ni tenis, ni caballo, ni barco, ni nadar, ni carreras, ni pasear. Te pusiste eléctrico. Como una pila demasiado cargada, amenazabas con fundirte o explotar. Se te aceleraron los gestos. Te notabas torpe con los objetos más corrientes, como si estuvieses manipulando una máquina compleja por primera vez. Rebrotaron tics nerviosos olvidados desde tu infancia. De buenas a primeras estirabas los brazos diez veces seguidas, haciendo crujir los huesos de los codos. Estirabas los hombros forzando las articulaciones al máximo. Te ponías a inspirar y espirar más fuerte de lo normal durante cinco minutos. Cuando estabas de pie, te ponías de puntillas o retorcías los tobillos mientras hablabas con un amigo que te retenía más tiempo de la cuenta. En el cuarto te entraban ganas de boxear o de pegarle patadas al vacío. Tu cuerpo intentaba hacer trampas, fatigarse a pesar de la inmovilidad a la que lo tenías sometido.

Una mañana de invierno saliste de tu casa en pantalón corto, camiseta y zapatillas de deporte. Tomaste un camino al borde del río que se aleja del pueblo y serpentea por el campo. Eran las ocho, estaba saliendo el sol, la niebla se desvanecía. El frío te atravesaba las finas ropas, se te pusieron las manos coloradas y se te congelaron las orejas. Tenías el cuerpo frágil, como si estuvieses desnudo dentro de un congelador. Te preguntabas qué clase de masoquismo te había llevado a infligirte semejante

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