Suicidio

Suicidio


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UN SÁBADO DEL MES DE AGOSTO SALES DE TU CASA VESTIDO

para jugar al tenis y acompañado por tu mujer. En medio del jardín le haces saber que se te ha olvidado la raqueta en casa. Vuelves a por ella pero, en vez de encaminarte hacia el armario de la entrada donde sueles guardarla, bajas al sótano. Tu mujer no lo ve, se ha quedado fuera, hace buen tiempo, disfruta del sol. Unos instantes después oye la descarga de un arma de fuego. Corre hacia el interior de la casa, grita tu nombre, se da cuenta de que la puerta de la escalera que da al sótano está abierta, la baja y te encuentra allí. Te has pegado un tiro en la cabeza con la escopeta que habías preparado cuidadosamente. Sobre la mesa has dejado un tebeo abierto por una página doble. Con la emoción tu mujer se apoya contra la mesa, el libro bascula y se cierra antes de que comprenda que se trataba de tu último mensaje.

Nunca he estado en esa casa. Con todo, conozco el jardín, la planta baja y el sótano. He visto la escena cientos de veces, siempre con los mismos decorados, los que imaginé la primera vez que me contaron lo de tu suicidio. Esa casa estaba en una calle, tenía un tejado y una fachada trasera. Pero nada de eso existe. Está el jardín donde sientes por última vez el sol y donde tu mujer se queda esperándote. Está la fachada hacia la que corre cuando oye la descarga. Está la entrada, donde se encuentran la raqueta, la puerta del sótano y las escaleras. Y, por último, está el sótano donde yace tu cuerpo. Está intacto. No te ha explotado el cráneo como me habían dicho. Eres como un joven tenista que descansa sobre la hierba después de un partido. Cualquiera diría que estás dormido. Tienes veinticinco años. Ahora ya sabes más que yo sobre la muerte.

Tu mujer pega un grito. Aparte de ti no hay nadie más que pueda oírlo. Estáis solos en la casa. Se echa sobre ti llorando y te golpea el pecho entre el amor y la rabia. Te coge entre sus brazos y te habla. Solloza y se desploma sobre ti. Las manos se le deslizan hasta el frío y húmedo suelo del sótano. Sus dedos restriegan el pavimento. Se queda así un cuarto de hora y nota cómo se te va enfriando el cuerpo. El teléfono la saca del aturdimiento. Reúne fuerzas para subir. Es la persona con la que habíais quedado para jugar al tenis. «Bueno, ¿qué pasa?». «Está muerto. Muerto», responde.

Ahí se detiene la escena. ¿Quién levantó el cuerpo? ¿Los bomberos, la policía? ¿Le hizo la autopsia un forense, por eso de que un suicidio puede ser un asesinato encubierto? ¿Hubo una investigación? ¿Quién decidió que ese suicidio era eso y no un crimen? ¿Interrogaron a tu mujer? ¿Le hablaron con delicadeza o sospechaban de ella? ¿Se unió el dolor de las sospechas al de tu desaparición?

No he vuelto a ver a tu mujer, apenas la conocía. La habré visto cuatro o cinco veces. Cuando os casasteis dejamos de vernos. Vuelvo a ver su cara. Hace veinte años que tiene la misma. La imagen que conservo de ella se coaguló la última vez que la vi. La memoria, como las fotos, congela los recuerdos.

Viviste en tres casas. Cuando tu madre estaba embarazada de ti, tus padres vivían en un piso pequeño. Tu padre no quería que sus hijos pasasen estrecheces. Hablaba de «mis hijos» y todavía no había tenido el primero. Tu madre y él visitaron un castillo medio en ruinas de un coronel retirado de la Legión que no había llegado a habitarlo por las obras que creía conveniente realizar antes de mudarse. Tu padre, director de una empresa de obras públicas, no se dejó impresionar por lo ingente de la tarea. A tu madre le gustaron los jardines. Se trasladaron en abril. Naciste en una clínica el día de Navidad. Una criada mantenía vivos los tres fuegos del castillo a todas horas: uno en la cocina, otro en el salón y un tercero en la habitación de tus padres, donde dormiste los dos primeros años. Para cuando nació tu hermano las obras no habían avanzado. Vivisteis en una precariedad lujosa durante otros tres años más, hasta que nació tu hermana. Justo cuando decidieron buscar un sitio más confortable, tu padre le anunció a tu madre que la dejaba. Ella encontró una casa más pequeña y menos bonita que el castillo, aunque más acogedora y cálida. Allí tuviste tu segundo cuarto, que ocupaste hasta que te fuiste a vivir con tu mujer, a los veintiún años. En aquella pequeña casa estuvo tu tercer cuarto. Fue el último.

La primera vez que te vi estabas en tu cuarto. Tenías diecisiete años. Vivías en casa de tu madre, en la primera planta, entre el cuarto de tu hermano y el de tu hermana. Salías poco de él. Cerrabas la puerta con llave, hasta cuando estabas dentro. Ni tu hermano ni tu hermana recuerdan haber entrado. Si tenían que decirte algo te hablaban a través de la puerta. Nadie entraba a limpiar, te encargabas tú. No sé por qué me abriste cuando llamé. No preguntaste quién era. ¿Cómo adivinaste que era yo? ¿Por mi forma de acercarme, de hacer crujir el suelo? Tenías los postigos entornados. Una tenue luz roja iluminaba la habitación. Estabas escuchando el I talk to the wind de King Crim- son y fumabas. Me recordó un pub. Era pleno día.

Al cabo de un tiempo tu mujer se acordó de que el tebeo que habías puesto allí estaba abierto antes de caerse de la mesa. Tu padre ha comprado decenas y decenas de ejemplares que regala a todo el mundo. Se sabe de memoria los textos y las imágenes de ese libro que no le decía mucho pero con el que ha acabado identificándose. Busca la página, y en la página, la frase que habías elegido. Anota sus reflexiones en una carpeta de anillas que tiene siempre sobre el escritorio y en la que ha puesto: «Hipótesis Suicidio». Si abres el armario que está a la izquierda del escritorio, te encuentras con una decena de carpetas del mismo formato, llenas de hojas manuscritas con la misma etiqueta. Cita los bocadillos del tebeo como si fuesen profecías.

Rara vez te equivocabas porque rara vez hablabas. Hablabas poco porque salías poco. Cuando salías, escuchabas y observabas. Siempre serás justo porque ya no hablas. Para ser exactos, sigues hablando a través de los que, como yo, te hacen revivir y te preguntan. Escuchamos tus respuestas, cuya sabiduría admiramos. Pero si los hechos desmienten tus consejos, nos acusamos de haberlos malinter- pretado. Para ti las verdades, para nosotros los errores.

Sigues viviendo en la medida en que quienes te conocieron te han sobrevivido. Morirás con el último de ellos. A menos que alguno con sus palabras te haga vivir en el recuerdo de sus hijos. ¿Por cuántas generaciones vivirás así, como personaje oral?

Fuiste a París a un concierto. Al final de la primera parte el cantante se cortó las venas y diseminó la sangre por las primeras filas describiendo arcos con el brazo. En tu cazadora de cuero marrón impactaron algunas gotas que al secarse se confundieron con la tela. Después del concierto te fuiste con tus amigos a un bar cuyo nombre acabarías olvidando. Te pasaste horas hablando con desconocidos. Luego recorristeis las calles buscando más bares, pero estaba todo cerrado. Os tumbasteis en los bancos de una plazoleta de al lado de la estación de Saint-Lazare y os pusisteis a comentar la forma de las nubes. A las seis fuisteis a desayunar. A las siete cogisteis el primer tren de vuelta a casa. Cuando al día siguiente tus amigos te repitieron lo que les habías dicho a los desconocidos del bar, no te acordabas de nada. Era como si otro hubiese hablado por ti. No reconocías ni las palabras ni las ideas pero te gustaban más que si hubieses recordado haberlas dicho. A menudo bastaba con que otro defendiera tu discurso para que te gustase. Anotaste lo que te repitieron. De ese texto que escribiste fuiste el autor por partida doble.

Tu vida fue una hipótesis. Los que mueren viejos son una mole de pasado. Se piensa en ellos, y aparece lo que fueron. Se piensa en ti, y aparece lo que podrías haber sido. Fuiste y serás una mole de posibilidades.

Aunque tu suicidio fue el discurso más importante de tu vida, no recogerás sus frutos.

¿Estás muerto porque te hablo?

Si siguieses con vida, ¿seríamos amigos? Tenía más relación con otros chicos. Pero el tiempo me separó de ellos sin que apenas me percatara. Bastaría una llamada de teléfono para retomar lazos. Ninguno de nosotros corre el riesgo de desilusionarse por el reencuentro. Tu silencio se ha convertido en elocuencia. En cambio, ellos, que todavía pueden hablar, permanecen en silencio. Ya no pienso en ellos, a pesar de lo íntimos que fuimos. Sin embargo, tú, en otros tiempos lejano, distante y tenebroso, brillas ahora a mi lado. Cuando dudo, te pido consejo. Tus respuestas me satisfacen más que las que ellos podrían darme. Me acompañas fielmente, allá donde vaya. Son ellos los desaparecidos. Tú eres el presente en mayúsculas.

Eres un libro que me habla cuando quiero. Tu muerte ha escrito tu vida.

No me pones triste, me pones serio. Dañas mi ligereza incurable. Cuando soy demasiado impulsivo y, por razones que ignoro, se me aparece tu cara, le vuelvo a dar importancia a la gente que me rodea. Las cosas adquieren un relieve que rara vez veo. Disfruto por ti de lo que ya no conoces. Muerto, me vuelves más vivo.

Tenías cinco años, no conseguías ponerte un jersey A pesar de que le sacabas dos años, fue tu hermano pequeño quien te enseñó a hacerlo. Tu padre te humilló cuando, burlón, te sugirió que tomases ejemplo de él; para rematar, te llamó inútil. Tu hermano, que te admiraba tanto como a tu padre, se vio atrapado entre dos autoridades. Como no quería herir a nadie, no se vanaglorió del comentario de tu padre. Su modestia remató la humillación.

Yaces solo en una tumba de piedra negra en la que están grabados en oro tu nombre y tu apellido. Debajo se leen las fechas de nacimiento y de defunción, separadas por veinticinco años.

Cuando me entero de un suicidio, pienso en ti. Sin embargo, cuando me entero de que alguien ha muerto de cáncer, no pienso ni en mi abuelo ni en mi abuela, a quienes este se llevó. Lo comparten con otros tantos millones más. Tú eres dueño del suicidio.

Unas ruinas son un objeto estético accidental. El embellecimiento, indudable, no se elige. Unas ruinas no se fabrican, no se cuidan. Las ruinas tienden hacia lo bajo y el hatajo. Lo más bello es lo que sigue cubierto pese a la expoliación. Tu recuerdo está así de alto y tu cuerpo así de bajo. Tu fantasma sigue de pie en mi recuerdo mientras tu esqueleto se descompone en la tierra.

Te alegrabas de haber nacido un 25 de diciembre: «La gente, con las fiestas, no se da cuenta de que es mi cumpleaños. Al olvidarme me ahorran la molestia de tener que brillar».

Un día un hombre te dijo: «Te quiero». No fui yo. Mientras vivías, no pensé en ello, sin embargo, hoy puedo decirte lo mismo, aunque no se trate del mismo amor que el que te declararon. Mis palabras llegan demasiado tarde. No habrían cambiado tu decisión pero habrían cambiado mi recuerdo. ¿Es amistad amar a alguien a partir de su muerte?

Solo he visto una fotografía tuya. Te la hice el día de tu cumpleaños. Estabas en nuestra casa. Mi madre había preparado una tarta. Tenía mi cámara preparada para que no tuvieses que repetir la escena en varias tomas. Hice la foto sin flash cuando soplabas las velas. La imagen está borrosa. Es en blanco y negro. Tienes las mejillas infladas de aire, los labios fruncidos para expulsarlo. Te encuadré a ti, no se ve quiénes te rodean. Llevas un jersey grueso de lana. La vida se te escapa de los pulmones para apagar las llamas. Pareces feliz.

Muerto joven, nunca serás viejo.

Tu abuelo hablaba menos que tú. Sonreía en silencio cuando le veíamos pasar con su caña de pescar, entre los árboles, por el camino de la ribera, que era el límite de los jardines y donde iba a pasar la tarde. Un día en que, bajo el agua, estaba haciendo acrobacias sobre unas ramas, se me cayó el reloj. Años más tarde, en un verano seco, el caudal del río disminuyó y tu abuelo lo encontró. Lo llevé a arreglar. Volvió a funcionar. Llevabas muerto dos años.

Un amigo tuyo, cuyo suegro dirigía un hotel importante, te buscó unas prácticas para el verano. Eras portero y limpiabas. Me costaba imaginarte en uniforme de botones, con una capa de otra época y una gorra roja y negra. Cuando limpiabas las habitaciones te encontrabas objetos insólitos. Un día, en el cajón de la mesita de noche de un hombre al que habías denominado «el banquero», descubriste varias revistas porno homosexuales todavía en su envoltorio y un consolador sin usar. Me lo enseñaste. No habías abierto nada. ¿Los habrán encontrado después de tu muerte? ¿Cómo habrán explicado su presencia en tu casa?

Solías hablarme de Las ruinas de los Gamieri. Su autor, Prospero Miti, no releía sus libros una vez publicados, solo las galeradas. Un día, a modo de excepción, releyó uno y se dio cuenta de que el orden de los capítulos no se correspondía con el que él había dispuesto. Como le gustó el libro tal cual, no pidió que se corrigiesen las reimpresiones. Te enteraste de la anécdota cuando ya habías leído el libro. No te cansabas de releerlo para descubrir el orden original.

Cogías el ascensor para bajar, para subir, no.

Creías que al ir haciéndote mayor serías menos desgraciado porque, para entonces, tendrías razones para estar triste. Siendo joven, tu desasosiego era inconsolable porque lo considerabas infundado.

Tu suicidio fue de una belleza escandalosa.

Un día, en invierno, te fuiste a dar un paseo a caballo por el campo. Eran las cuatro. Anocheció cuando estabas a unos kilómetros de las caballerizas. Se estaba fraguando una tormenta. Estalló cuando tu caballo galopaba por los campos desolados. A lo lejos se recortaba la silueta del pueblo en azul y negro. El animal no se dejaba amilanar por los rayos y los truenos. Te sentías electrizado por el despliegue de inclemencias. Eras un mismo cuerpo con el animal, cuyo olor exaltaba la lluvia. Acabaste la travesía en la más absoluta oscuridad, a cada paso los cascos del caballo fustigaban la tierra embarrada y húmeda.

Leías más de pie en las librerías que sentado en las bibliotecas. Querías descubrir la literatura de hoy, no la de ayer. Para las bibliotecas el pasado, para las librerías el presente. Sin embargo, te interesaban más los muertos que los contemporáneos. Leías, más que nada, a aquellos que llamabas «los muertos vivientes»: autores difuntos que siguen publicándose. Confiabas en los editores para actualizar hoy el saber de ayer. No creías mucho en los descubrimientos milagrosos de escritores olvidados. Pensabas que el tiempo criba, y que en ese sentido valía más la pena leer autores del pasado publicados en nuestros días que autores de nuestros días que se olvidarán mañana.

En el pueblo había dos librerías. La pequeña era mejor que la grande, pero la grande permitía leer sin sentirse en la obligación de comprar. Había varios vendedores y varias estancias, no espiaban a los clientes. En la pequeña sentías la mirada del librero. Allí no ibas a descubrir libros sino a comprar los que ya habías elegido.

Te oí imitar a un viejo campesino que vivía detrás de la casa de tu madre y que contraía la fórmula de cortesía «¿Cómo le va a usted?» en «¿Lasted?». Te acercabas a tu interlocutor con la mano tendida para desearle unos buenos días normales y en el último momento le soltabas la fórmula. Ningún indicio lo hacía prever. No lo repetías para hacer reír una segunda vez. No divertías por encargo.

Te sentías más pequeño por las noches que por la mañana porque la gravedad te hundía las vértebras. Decías que la noche le daba a tu cuerpo lo que el día le había arrebatado.

Fumabas tabaco rubio americano. Impregnaba tu cuarto con su olor dulzón. Entraban ganas de fumar al verte hacerlo. En tu mano un cigarrillo era un objeto artístico. ¿Te gustaba fumar, o la imagen de ti mismo fumando? Hacías aros perfectos, densos y espesos, que recorrían dos metros antes de envolver un objeto sobre el que acababan disolviéndose. Me acuerdo de la trayectoria que tomaban por la noche a contraluz, delante de una lámpara. La última vez que te vi habías dejado de fumar pero no de beber. Te acariciabas la barriga felicitándote por haber engordado, si bien la diferencia era mínima. Tu figura estaba intacta.

¿Explicar tu suicidio? Nadie se ha atrevido.

No se puede decir que bailaras. La música resonaba con fuerza a tu alrededor, los cuerpos se dejaban llevar por el torbellino de los graves, no penetraba en ti. Esbozabas unos pasos pero, más que ejecutarlo, imitabas el baile. Bailabas solo. Cuando una mirada se cruzaba con la tuya, sonreías como al que sorprenden en una situación absurda.

A tu suicidio no le precedieron tentativas fallidas.

No temías a la muerte. Te adelantaste a ella, sin desearla realmente: ¿cómo desear algo que no conocemos? No negaste la vida sino que afirmaste tu gusto por lo desconocido al apostar a que si en el otro lado había algo, sería mejor que esto.

Cuando leías un libro volvías una y otra vez a la página encabezada con el «Del mismo autor». Sin saber aún si querías leer el resto de obras, te recreabas imaginándote lo que sugerían los títulos. No habías leído Residencia en la tierra por miedo a que los poemas de la colección valiesen menos que el título. Sin conocerlos, existían más que si, una vez leídos, te hubiesen decepcionado.

A veces, entre semana, tenías la sensación de que era domingo.

No te gustaba viajar. Fuiste poco al extranjero. Te pasabas las horas en tu cuarto. Se te antojaba inútil hacer kilómetros para acabar entre paredes menos confortables que las tuyas. Te bastaba con concebir vacaciones imaginarias. Anotabas en un cuaderno las actividades que habrías podido hacer de haber seguido las tendencias del turismo actual. Observar a los priores de un templo indio. Hacer submarinismo en Bali. Esquiar en Val-d'Isére. Visitar una exposición en Helsinki. Nadar en Porto-Vecchio. Cuando te hartabas de tu cuarto, te serenabas releyendo tus apuntes sobre vacaciones imaginarias y cerrabas los ojos para visualizarlas.

Un día te pregunté por qué viajabas tan poco. Me contaste entonces la historia del escritor aquel, amigo de tu madre, al que le habían concedido una beca para pasar varios meses en otro país. Quería documentarse con el fin de escribir una ficción política que se desarrollaba en un país imaginario, inspirado en el país real en el que se encontraba y al que una dictadura había doblegado hacía treinta años. Una vez allí, le bastó un día para comprender lo absurdo de su empresa: documentarse no le sería de ninguna ayuda. Solo contaba con su imaginación pero había tenido que hacer ese viaje para darse cuenta de lo evidente. Su viaje de seis meses se redujo a dos días. Cogió el primer avión de vuelta a casa.

No sabía si hablabas otros idiomas. Un día vino una amiga irlandesa de tu madre. No hablaba francés. Te dirigiste a ella en un inglés impecable.

Solo los vivos parecen incoherentes. La muerte clausura la serie de acontecimientos que constituyen una vida. Nos resignamos entonces a buscarle un sentido. Negárselo sería como aceptar que una vida, y por ende la vida, es absurda. La tuya no había hallado aún la coherencia de las cosas hechas. Tu muerte se la dio.

Un día ibas con tu moto azul hacia el mar. Conducías a ciento ochenta kilómetros por hora. Un coche, al adelantarte, a punto estuvo de haceros chocar. Le levantaste el brazo en señal de ofensa cuando lo pasaste a tu vez. Treinta kilómetros después, fuera ya de la autovía, el coche te rebasó y te cerró el paso en una rotonda. No sabías qué quería el conductor pero el coche estaba parado con el motor a las máximas revoluciones y en punto muerto. Los dos hombres de detrás te miraban, espoleándose el uno al otro. Te bajaste de la moto y fuiste hacia el vehículo. Se largaron antes de que pudieses llegar hasta ellos. Una vez en la playa te los encontraste por casualidad. Cuando te vieron de lejos creyeron que los habías seguido. Te encaminaste hacia ellos con el casco todavía puesto. Estaban en bañador. Recogieron sus cosas a toda prisa y salieron pitando. Miraban hacia atrás mientras corrían.

En público tu manera silenciosa de observar a los demás los incomodaba, como si fueras una estatua que respirara, indiferente a sus urgencias, revelándolas.

Que hayas elegido hacer desaparecer el mundo dispensa de hacerlo a los que te han sobrevivido. Ven lo que faltas. Sus padecimientos les gustan cuando piensan que ya no eres nada.

En arte, quitar es perfeccionar. Desaparecer te ha anclado en una belleza negativa.

En casa de tu madre había un viejo perro guardián y unos gatos domésticos, pasivos e inútiles. Repetíamos este dicho: da de comer a un gato durante toda una vida y un día te dejará; da de comer a un perro durante un día y te será fiel para toda la vida. Tú fuiste el gato, y yo, el perro.

Tenías éxito en lo poco que te proponías.

La última vez que te vi llevabas una camisa de algodón blanca. Tu mujer y tú estabais en el jardín, bajo el sol, delante del castillo donde se celebraba la boda de mi hermano. No eras ajeno al entusiasmo de la ceremonia. Yo, en cambio, me sentía distante. No reconocía a mi familia en esa forma mundana de reunirse. No parecías incomodado ni por el ritual burgués ni por la decisión de mi hermano de hacer aprobar su amor por terceros, no importaba lo lejanos que fuesen. No tenías esa mirada ausente y triste que solías tener en las reuniones públicas. Sonreías observando a la gente algo achispada por el vino y el sol que charlaba en la gran explanada de césped que se extendía entre la fachada de piedra blanca y el cedro bicentenario. Tras tu muerte, me he preguntado muchas veces si esa sonrisa, la última que te vi, era una mueca o, por el contrario, bondad en boca de alguien que sabe que dentro de poco ya no participará de los placeres mundanos. No te arrepentías de dejarlos atrás, pero tampoco te negabas a seguir saboreándolos.

No vacilaste. Preparaste la escopeta. Metiste un cartucho. Te disparaste en la boca. Sabías que los suicidios con escopeta de caza pueden fallar si el tirador se apunta a la sien, a la frente o al corazón, pues el retroceso desvía el cañón del blanco. Si la sujeta con la boca, el error no se suele producir. Si hubieses querido anunciar tu suicidio, es decir, renunciar a él, habrías elegido un método delicado. El tuyo fue violento, el tiro fue radical. Madurabas lo que hacías. Una vez decidido, nada te detenía. Tu mirada ya no estaba en el mundo que la rodeaba sino en el blanco al que apuntaba. Un día el último perro de tu madre se abalanzó sobre otro que pasaba a cien metros de él. Echó a correr, se lanzó encima de él, lo agarró entre los dientes y lo sacudió como si fuese un ratón. Lo habría matado si no los hubieran separado. Teníais la misma mirada.

Tu suicidio fue un acto de efecto invertido: una vitalidad que produce su muerte.

En tu presencia, tu mujer no hablaba. No recuerdo su voz. Por su mirada se podía saber si estaba de acuerdo contigo. Eras la persona a la que más miraba, estuvieseis con quien estuvieseis. Su timidez te sosegaba. Su discreción hacía buena pareja con tu silencio. Fumabais el mismo tabaco. Teníais un paquete para los dos. Ella llevaba el coche y tú la moto. No tuvisteis hijos. Ella trabajaba. Ganaba el dinero para los dos, tú seguías estudiando Economía. Admiraba tus teorías y tu lenguaje. ¿Qué habrá sido de ella? ¿Se habrá recuperado de tu muerte? ¿Piensa en ti cuando hace el amor? ¿Se ha vuelto a casar? Al matarte, ¿la mataste? ¿Le ha puesto tu nombre a un hijo en recuerdo tuyo? Si es una niña, ¿le habla de ti? ¿Qué hace el día de tu cumpleaños? ¿Y el de tu muerte? ¿Lleva flores a tu tumba? ¿Dónde están las fotografías que te hizo? ¿Conserva tu ropa? ¿Sigue oliendo a ti? ¿Usa tu colonia? ¿Qué ha hecho con tus dibujos? ¿Los tiene enmarcados en una habitación de su casa? ¿Te ha erigido un museo? ¿Qué hombres vinieron después de ti? ¿Te conocen? ¿Imposibilitas, con tu recuerdo, la presencia de un sucesor?

Al despertar, tumbado en la cama en plena oscuridad, con los postigos cerrados, tu pensamiento fluía como el agua. Se ensombrecía cuando te levantabas y descorrías las cortinas. La violencia del día borraba la claridad nocturna. Por la noche el sueño de tu mujer te garantizaba una soledad lúcida.

Por el día las gentes eran muros que te dividían y te impedían escuchar lo que escuchabas por la noche: la voz de tu cerebro.

Acaparas mis recuerdos de rock triste. Cuando oigo algunas canciones, las tiñes con tu presencia difusa. No leías poesía, la recitabas. Eran las letras sin música de las canciones que te gustaban. Tu poesía era el rock.

Decías que era mejor escuchar rock en un idioma que no se conoce bien. Que la letra es más bonita si la entiendes a medias. Que el dadaísmo habría dado buen rock de haber coincidido en el tiempo.

No eras de ir al psicoanalista pero pasabas mucho tiempo analizándote. Leías a Freud, a Jung y a Lacan. Reflexionabas sobre el psicoanálisis pero no lo practicabas. Pensabas que una cura te habría normalizado, o habría banalizado la extrañeza que cultivabas. Te gustaba escuchar a los demás. Te contaban sus confidencias. Silencioso, atento y constructivo, ayudabas más a tus confidentes que a ti mismo.

Recolectabas frases dichas en plena calle por transeúntes. Una de tus favoritas era: «Los perros me encantan, pero los dinosaurios... los dinosaurios me fascinan».

Coleccionabas nombres propios. Confeccionaste una lista electoral a partir de candidatos con patronímicos inquietantes.

Guardabas en una cinta una colección de mensajes telefónicos dejados por equivocación en tu contestador. Uno de ellos era: «Hemos llegado bien. Hemos llegado bien. Hemos llegado bien», dicho lentamente por una anciana desesperada.

Charlábamos por la noche, sin más límite que el amanecer. Una noche hablaste durante ocho horas seguidas sobre Freud y Marx, todo ello intercalado con comentarios sobre los ciclos de Kondrátiev. Tus digresiones se alargaban a medida que ibas dando cuenta de los licores de tu madre, que mezclabas al azar. Al amanecer creaste el «cóctel Kondrátiev»: echaste una dosis de cada una de las quince botellas en un vaso enorme. El sabor del pastís predominaba sobre el resto y le daba un aspecto lechoso al brebaje. Te lo bebiste entero antes de irte a la cama.

Guardabas las agendas antiguas. Las releías cuando dudabas de tu existencia. Revivías tu pasado hojeándolas al azar, como si sobrevolaras una crónica de ti mismo. A veces te encontrabas citas que no recordabas y personas cuyos nombres, escritos de tu puño y letra, no te decían nada. Con todo, la mayoría de los hechos sí te venían a la memoria. Te inquietaba entonces no acordarte de lo que había entre las cosas escritas. También habías vivido esos momentos. ¿Dónde habían tenido lugar?

Te negabas a ser excesivo. Hacías poco pero bien, o nada, antes que algo mal. Ignorabas los anhelos contemporáneos. No exigías tenerlo todo al instante. Te gustaba privarte de comer, beber, fumar, hablar, salir. Podías valerte sin luz durante días, feliz en tu cuarto con las cortinas corridas. No te faltaba el aire. Disfrutabas con el silencio. Esa aridez era tu clasicismo.

No cultivabas el gusto por el espectáculo, pero la muerte que escogiste exigía que decidieses un sitio, un momento y una manera. Para llevarla a cabo te sometiste a la puesta en escena.

Te enfrascabas en interminables sesiones de duda. Te decías experto en la materia. Pero dudar te cansaba tanto que acababas por dudar de la duda. Una vez te vi al cabo de una tarde de especulaciones en solitario. Estabas inmóvil y petrificado. Una carrera de varios kilómetros por un bosque frondoso, sembrado de baches y obstáculos, te habría agotado menos.

Tu suicidio hace más intensa la vida de los que te han sobrevivido. Si los acecha el tedio, o si lo absurdo de sus vidas surge en el reflejo de un espejo cruel, se acuerdan de ti y el dolor de existir se les antoja preferible a la inquietud de dejar de ser. Lo que tú ya no ves, ellos lo miran. Lo que tú ya no oyes, ellos lo escuchan. Y lo que ya no cantas, ellos lo entonan. La alegría de las cosas simples se les aparece a la luz de tu triste recuerdo. Eres esa luz negra pero intensa que, desde tu noche, aclara de nuevo el día que habían dejado de ver.

Ibas a esquiar a la montaña con tus amigos. El primer día fuisteis hasta lo más alto, hasta la cima de un glaciar que se veía desde la estación. Tus amigos no tardaron en regresar, tenían frío. Tú te quedaste solo, en un pequeño valle, para contemplar la nieve fresca de la víspera. El sol lo iluminaba a contraluz mientras el viento levantaba una fina película por la superficie. En aquel valle una misma blancura fría recubría las rocas, los matorrales y la tierra. Era la noche de día, una versión negativa de la oscuridad. Te parecía dormir un sueño ideal, despierto, lúcido como en tus mejores sueños.

La misa de difuntos se celebró en la pequeña iglesia de enfrente de casa de tu madre. Esa fue la única vez que entré allí. Era un pequeño edificio gris al borde de la carretera. Para entrar había que dar la vuelta por un camino de arena. No tenía jardín, solamente un árbol. Mientras vivías no te oí pronunciar las palabras misa ni iglesia. Pero sí hablabas a veces de Dios, como si fuese una entidad abstracta, un tema de conversación, una curiosidad reservada a los demás. Resultaba extraño oír hablar de ti a un cura que no te conocía. Vivíais enfrente, pero acababan de trasladarlo a la parroquia. Hizo tu elogio postumo. No dijo nada cierto, ni falso. En su boca eras intercambiable. Aunque había preparado el sermón en el vacío, parecía emocionado al pronunciarlo, como si hablase de un ser querido. No dudé de su sinceridad, si bien lo vi más emocionado por la Muerte que por la tuya. En plena misa alguien empezó a respirar profundamente. No lograba distinguir de dónde provenía el resuello. Parecía una bestia salvaje atrapada en un callejón sin salida después de una larga persecución. Algunas personas se levantaron para coger a tu hermano y tumbarlo sobre un banco. Su llanto se había transformado en crisis nerviosa. Minutos después, cuando todavía sollozaba, a tu hermana le entró el mismo vértigo. También la tumbaron. Dos bestias abatidas en la tristeza de tu entierro. Tu madre se mantenía en pie. El cura, turbado, prosiguió con el sermón. A la salida la gente no se atrevía a mirarse, como si se sintieran culpables. ¿De qué? Tu madre, cabizbaja, avanzaba lentamente apoyada en el brazo de tu suegro. Tu padre, en la retaguardia, era el que se sentía más culpable. Pero su culpabilidad fue tu última humillación: al proclamarse responsable, se apropiaba de tu muerte.

No fue tu padre, que leía poco, quien te transmitió el gusto por la literatura, sino tu madre, que la enseñaba. Te preguntabas cómo, siendo tan diferentes, habían acabado juntos, pero eras consciente de que en ti se mez- ciaban la violencia del uno y la dulzura de la otra. Tu padre ejercía su violencia sobre el resto. Tu madre se compadecía de los sufrimientos de los demás. Un día te asestaste la violencia que habías heredado. Como tu padre, la proyectaste, y como tu madre, la recibiste.

Te gustaban los objetos antiguos, pero no los que se compran en los baratillos. Saber que un objeto había pertenecido a alguien te desagradaba menos que no saber a quién.

En la superficie de tu cuerpo no había ni una pizca de grasa que revelase excesos alimentarios pasados. Eras esbelto, seco y musculoso. Tenías la cara como tensa, aunque una tarde, al verte dormido en una tumbona, los nervios en reposo, comprendí que esa impresión la producía la morfología afilada y angulosa de tu cara.

Hablabas sin gestos. Cuando callabas eran tus ojos los que se expresaban en lugar de tu cuerpo. Los rasgos de tu cara se animaban tan rara vez que podías desencadenar la risa o la intimidación con un simple fruncido de labios.

Tu vida fue menos triste de lo que tu suicidio podría hacer pensar. Se ha dicho que te morías de sufrimiento. Pero la tristeza era menos cosa tuya que de los que se acuerdan de ti. Moriste porque buscabas la felicidad pese al riesgo de encontrar el vacío. Tendremos que esperar a morir para saber lo que encontraste. O para no volver a saber nada, si es el silencio y la vacuidad lo que nos espera.

Tu forma de quitarte la vida ha reescrito la historia de esta en negativo. Los que te conocieron releen cada uno de tus gestos a la luz del último. La sombra de ese gran árbol negro esconde desde entonces el bosque que fue tu vida. Cuando hablan de ti empiezan contando tu muerte, antes de remontarse en el tiempo para explicarla. ¿No es curioso que ese último gesto invierta tu biografía? Desde que moriste no he oído a nadie contar tu vida desde el principio. Tu suicidio se ha convertido en el acto fundacional, y tus actos anteriores, que creías liberar del peso del sentido con ese gesto del que apreciabas la absurdidad, se han visto, por el contrario, alienados por él. Tu último segundo cambió tu vida a los ojos de los demás. Eres como ese actor que, al final de la obra, revela con su última palabra que era un personaje distinto al que representaba con su papel.

No eres de esos que acabaron enfermos y viejos, cuerpos marchitos en espectros, parecidos a la muerte antes de terminar de vivir. Sus muertes fueron el culmen de una decrepitud. Una ruina que muere, ¿no es una liberación, no es la muerte de la muerte? Tú, en cambio, te fuiste en la vitalidad. Joven, vivo, sano. Tu muerte fue la muerte de la vida. Así y todo, me complazco en creer que encarnas lo contrario: la vida de la muerte. No soy capaz de explicarme cómo sobrevives a tu suicidio, pero tu desaparición es tan inadmisible que de ella nace esta locura: creer en tu eternidad.

No fuiste a Perú, no te gustaron ningunos botines negros, no caminaste descalzo por un sendero de guijarros rosas. Las muchas cosas que no hiciste dan vértigo, pues iluminan las muchas cosas de las que nos veremos privados. Nos faltará tiempo. Decidiste no tomártelo. Renunciaste al futuro, que permite sobrevivir, puesto que lo creemos infinito. Queremos poder abrazar el conjunto de la tierra, saborear todos sus frutos, amar a todos los hombres. Rechazaste esas ilusiones, de cuya esperanza nos alimentamos.

Estando de viaje un destino nuevo se te antojaba más deseable que el sitio donde estabas hasta que, al llegar, constatabas que la insatisfacción te perseguía: el milagro se posponía hasta la siguiente etapa. Al mismo tiempo, en cambio, las estaciones previas se embellecían a medida que te alejabas de ellas. El pasado mejoraba, el futuro te atraía, pero el presente te pesaba.

Las veces que viajaste fue por saborear el placer de ser un extraño en una ciudad extraña. Eras un espectador, un no actor: mirón móvil, oyente silencioso, turista accidental. Visitabas al azar los lugares públicos, las plazas, las calles y los parques. Entrabas en las tiendas, los restaurantes, las iglesias y los museos. Te gustaban los lugares abiertos al público, donde a nadie le sorprende que uno se demore, inmóvil en medio del flujo ciudadano. La muchedumbre te garantizaba el anonimato. La propiedad parecía abolida. Sin embargo, esos edificios pertenecían a alguien, esos pasillos y paredes, aunque nada lo indicase. La opacidad de la lengua y de las costumbres locales te impedía saber a quién, o adivinarlo. Flotabas en un comunismo visual, donde las cosas pertenecen a quien las mira. En medio de esta utopía, que solo tus iguales, los viajeros solitarios, percibían, transgredías inconscientemente las reglas de la sociabilidad sin que por ello nadie te guardase rencor. Entrabas por error en urbanizaciones privadas, asistías a conciertos a los que no te habían invitado, te colabas en comidas de empresas de las que no sabías nada hasta los discursos. Si te hubieses comportado así en tu propio país, te habrían tomado por un mentiroso o te habrían tachado de insensato. Pero las maneras inverosímiles del extranjero se aceptan. Lejos de casa, saboreabas el placer de estar loco sin estar alienado, de ser imbécil sin renunciar a tu inteligencia, de ser un impostor sin sentirte culpable.

Un país extranjero era un personaje con el que querías tratar de igual a igual, como a un amigo con el que charlas cara a cara en una cafetería. Si viajabas acompañado, el país encogía: tu acompañante se convertía en el tema del viaje, tanto como el propio país. En cuanto a los viajes en grupo, el país acababa siendo el anfitrión silencioso que cae en el olvido, como un convidado demasiado tímido, un tema principal que se convierte en telón de fondo. Tras un viaje en grupo a Inglaterra, divertido y dicharachero, decidiste que se habían acabado las colonias de vacaciones para adultos. Habías caminado con un grupo de ciegos. De ahí en adelante, viajarías para ver. Y viajarías solo, para difuminarte en el espectáculo de lo desconocido. Los hechos contradijeron estas decisiones: no volviste a ir al extranjero.

En la cafetería te bastaba mirar unos segundos a los transeúntes que pasaban para calificarlos con dos o tres palabras incisivas. De un individuo o de un detalle creabas una categoría cruel: virgen de cincuenta años, enano gigante, ogro en bata, facha aficionado a las orgías, comercial con esclava, viejo teñido con alzas, contable pederasta, gay pasivo hetero. La evidencia golpeaba los oídos de tus interlocutores, en los que desencadenaba una hilaridad más burlesca que la tuya. No eras ni cruel ni cínico, eras implacable. Después de una sesión de visión panorámica de muchedumbre a través de la cristalera del café del centro un sábado por la tarde, uno podía preguntarse al irse cómo lo habrías descrito de haber pasado por delante de ti unos instantes antes. Y temblar ante la idea de que tu ojo penetrante detectara en cada uno de nosotros la encarnación de un tipo.

Leías diccionarios como otros leen novelas. Cada entrada es un personaje, decías, que podemos encontrarnos bajo otra rúbrica. La trama, múltiple, se construye al hilo de la lectura aleatoria. Según el orden, la historia cambia. Un diccionario se parece más al mundo que una novela, puesto que el mundo no es una serie coherente de tramas sino una constelación de cosas percibidas. Lo miramos, objetos sin relación alguna se unen y la proximidad geográfica les da un sentido. Si los acontecimientos se suceden, creemos que es una historia. Pero en un diccionario el tiempo no existe: ABC no es ni más ni menos cronológico que BCA. Describir tu vida en orden sería absurdo: me acuerdo de ti al azar. Mi cerebro te resucita por detalles aleatorios, como uno hurga entre las canicas de una bolsa.

Al no creer en los relatos, escuchabas las historias con la atención flotante, para descubrir el meollo. Tu cuerpo estaba allí, pero tu espíritu se ausentaba, para volver a aparecer a modo de oyente parpadeante. Reconstruías los testimonios en un orden distinto a como se enunciaban. Percibías la duración igual que se mira un objeto de tres dimensiones, dándole la vuelta para representártela en todas sus caras al mismo tiempo. Buscabas el halo instantáneo de los demás, la fotografía que resume en un segundo el acontecer de sus años. Reconstruías las vidas en panoramas ópticos. Acercabas los acontecimientos lejanos comprimiendo el tiempo para que cada instante se tocase con el resto. Traducías la duración en espacio. Buscabas el aleph de tu contrario.

La pista de tenis privada de una urbanización vecina había quedado abandonada. Antes, cuando estaba en funcionamiento, no se utilizaba más de diez veces al año. La falta de mantenimiento la había condenado al olvido: la red caída en el centro, las líneas blancas ennegrecidas, la tierra batida tomada por hongos verdes. La veías a través de los setos de tuya, en un extremo de los jardines de la comunidad, rodeada de rejas oxidadas, dejada de lado por los adultos, redescubierta algunos domingos por los niños, semejante a una casa encantada donde deambulan en pleno día fantasmas con ropa de deporte desgastada. Te asustaba como un vagabundo de veinte años o una tullida hermosa, figuras heridas, medio vivas. A pesar de que veías allí tu autorretrato, no evitabas esas ruinas modernas. Pasar por delante era como bordear una vanidad. Las metáforas de la muerte te inquietaban pero no rehuías su espectáculo. Eran tragos que había que pasar para apreciar la vida, en el recuerdo de su contrario.

No te sorprendía sentirte un inadaptado del mundo, te sorprendía que el mundo hubiese producido un ser que viviese en él como un extranjero. ¿Se suicidan las plantas?, ¿mueren los animales de desesperación? Funcionan o desaparecen. Puede que fueses un eslabón defectuoso, un rastro circunstancial de la evolución. Una anomalía temporal no destinada a florecer de nuevo.

Olvidabas los detalles. Habrías sido un mal testigo a la hora de restablecer el orden de los hechos previos a un accidente. Pero tu lentitud y tu inmovilidad te permitían ver la cámara lenta del movimiento colectivo que, con la urgencia y el detalle, escapaba al resto. En una pequeña ciudad de provincias, al mirar un mercado desde la habitación de un hotel que daba a la plaza, te diste cuenta de que la muchedumbre que la recorría describía un triángulo que se inflaba y se desinflaba con amplitudes cíclicas. ¿Observación banal?, ¿ciencia inútil? Tu inteligencia no desdeñaba los temas gratuitos.

Frente al espejo, feliz o despreocupado, eras alguien. Infeliz, ya no eras nadie: las líneas de tu cara se extinguían, reconocías aquello que la costumbre te hacía llamar «yo», pero veías que era otro quien te miraba. Tu mirada te atravesaba la cara como si fuese de aire: los ojos de enfrente eran insondables. Animar tus rasgos con un guiño o una mueca no era de ninguna ayuda: privada de razón, la expresión era artificiosa. Jugabas entonces a imitar conversaciones con terceros imaginarios. Creías volverte loco pero lo ridículo de la situación acababa haciéndote reír. Interpretar a los personajes de un sainete te devolvía a la existencia. Te volvías a convertir en ti mismo al encarnar a otros. Tus ojos podían entonces posarse sobre sí mismos y, de cara al espejo, volvía a serte posible pronunciar tu nombre sin que te pareciese abstracto.

Creías en las cosas escritas, fuesen verdaderas o falsas. Si eran mentira, sus huellas se convertían en la prueba que algún día utilizaríamos contra sus autores: la verdad solo se retrasaba. Además, los mentirosos escriben menos que hablan. En los libros, la vida, fuese documentada o inventada, se te antojaba más real que la que veías y escuchabas por tu cuenta. Estabas solo cuando percibías la vida real. Y cuando te volvías a acordar de ella, se debilitaba por las imprecisiones de tu memoria. En cambio, la vida de los libros había sido imaginada por otros: lo que leías era la superposición de dos concien cias, la tuya y la del autor. Dudabas de lo que percibías pero no de lo que los demás inventaban. Padecías la vida real en su oleaje continuo pero controlabas la circulación de la vida ficticia leyéndola a tu ritmo: podías detenerla, acelerarla o ralentizarla. Ir hacia atrás o saltar hasta el futuro. Como lector tenías el poder de un dios: el tiempo te rendía sumisión. En cuanto a las palabras, incluso las más justas, pasaban como el viento. Te dejaban huellas en la memoria pero al rememorarlas dudabas de su existencia. ¿Las restituías tal y como habían sido pronunciadas o las remodelabas a tu aire?

Una noche que estabas invitado a cenar en casa de unos amigos, que habían convidado a más gente, al anfitrión, que fue a abrirte la puerta y te preguntó cómo estabas, le respondiste: «Mal». Desconcertado, no supo qué decir, tanto más por cuanto estabas en la entrada y, cuando llamaste, un «¡¡hombre!!» entusiasta e impaciente de todos los invitados reunidos en el salón había resonado por las paredes. No podíais charlar brevemente sobre tu pesar, ni podíais hacer esperar al resto sin arriesgaros a tener que darles explicaciones, que serían más embarazosas si cabe ante un grupo de amigos que se había juntado para pasar un buen rato. No querías aguar la fiesta pero no podías mentir sin más respondiendo a aquella simple pregunta con un «bien, ¿y tú?». Eras más honesto que cortés. Aunque fueses sobradamente capaz, te parecía inverosímil interpretar la comedia del bienestar ante un amigo cercano. Una vez en el salón, no quisiste reiterar la desazón que había causado tu primera respuesta. A los amigos de tu amigo, algunos de los cuales te eran desconocidos, les presentaste una fachada amable. En ese ambiente en el que te sentías un extraño, te sorprendió poder poner cara de circunstancias, que, si bien no contribuía a la euforia, al menos no la aniquilaba con su indiferencia.

Tu dolor se atenuaba con el anochecer. La posibilidad de la felicidad empezaba a las cinco en invierno y algo más tarde en verano.

Te sorprendía que tus estados de conciencia fuesen tan variables sin que tu entorno lo percibiese. A veces le confesabas a alguien que en una comida que habíais compartido unos meses atrás te habías sentido de lo más deprimido. Atónito, descubría su ceguera como una bomba de relojería. Mientras, tú, fiel, no cambiabas el gesto.

Eras tan perfeccionista que querías perfeccionar el perfeccionamiento. Pero ¿cómo juzgar cuándo se ha alcanzado la perfección? ¿Por qué no modificar un detalle más? Llegaba, sin embargo, un momento, temible, en el que ya no podías juzgar las mejoras aportadas: tu gusto por las cosas perfectas lindaba con la locura. Perdías entonces las referencias, trabajabas en el vacío, entre visiones vagas y borrosas. Lo que te costaba no era ni empezar ni continuar sino acabar. O sea, decidir, un día, que tu proyecto no podía trabajarse más sin padecer: una aportación lo mermaría, más que mejorarlo. En ocasiones, hastiado de perfeccionar las perfecciones, abandonabas el trabajo sin destruirlo ni acabarlo. Mirar esas imperfecciones abandonadas podría haberte calmado: habías trabajado, por más que tu desván solo contuviese trabajos viejos. Pero el espectáculo te angustiaba: concreto como eras, querías ver funcionar lo que producías. Tu sentido del atajo hizo que, en vez de acabar los trabajos emprendidos, acabases contigo mismo.

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