Suicidio

Suicidio


1

Página 5 de 6

tortura. Pero corrías rápido y tu cuerpo fue entrando en calor. Al poco tiempo las gotas de sudor que te cubrían el cuello y los muslos te irritaron la piel. Jadeabas, el aire helado penetraba en tus pulmones, que escupían la nicotina acumulada en sus paredes. Pero seguías. Pasados los veinte primeros minutos, dolorosos, la euforia se apoderó de ti. Te olvidaste entonces del frío y del dolor del esfuerzo. Creías poder correr sin fin, tenías el cerebro invadido por una droga natural segregada por tu propio cuerpo. Corriste durante una hora y media antes de plantearte volver. Llegaste a la casa tres horas después, empapado, indiferente al frío y el padecimiento. Pararte en esos momentos hubiera sido peor. Jadeabas en el vestíbulo saltando sobre el sitio para atenuar el brusco final de la carrera. Hacía demasiado calor en la casa. Volver a salir no habría servido de nada, tu cuerpo, que se estaba aclimatando, ya no habría aguantado el frío punzante. Ibas de una habitación a otra. Pasaste por delante de un espejo, tenías la cara cubierta de manchas rojas y amarillas. Te acercaste, reconociste tu fisonomía, pero te parecía la de otra persona. El cansancio te disociaba. Te pusiste entonces a mirar los muebles y los objetos que te rodeaban. Aunque deberían haberte resultado familiares, te eran extraños. Cogiste un diccionario, lo abriste al azar y viste la palabra fracción, de la que leíste la definición. Las palabras eran cuadros abstractos. Reconocías las letras, las unías por consonancias sonoras pero no se desprendía ningún sentido de las frases que leías. El texto era opaco como una superficie monocroma. Cerraste el diccionario y cogiste un caramelo que había en un estante. Le quitaste el envoltorio y te lo metiste en la boca. Un fuerte olor a menta te irrigó el paladar y se expandió por los pulmones. Su violencia mentolada te hizo toser, te sentaste en un sillón, cerraste los ojos y echaste la cabeza hacia atrás. La sangre te latía con fuerza en el corazón. Estaba más espesa que de costumbre. Las arterias y las venas parecían más estrechas. La carne emitía sonidos. No era música sino una pulsación desagradable de la que solo escuchabas el ritmo decreciente. Tenías el cuello destrozado de apoyarlo en la madera del respaldo. Te levantaste. Al cambiar de postura te entró vértigo. Se te acumularon partículas blancas en la superficie de los ojos. Camuflaron el decorado, los muebles desaparecieron. Cuando estabas a punto de desvanecerte un escalofrío te recorrió la columna vertebral. Las partículas blancas se difuminaron, los objetos reaparecieron, como en el fundido encadenado de un diaporama, aunque sin ser más reales que antes. Te dejaste caer en el sofá, el terciopelo te acariciaba pero ningún recuerdo acompañaba esa sensación. Tu memoria parecía anulada. Te acercaste a la fotografía de tu mujer que tenías en un estante de la librería. La miraste con indiferencia, como si fuese el retrato de una desconocida en el lateral de un fotomatón. Esa insensibilidad empezaba a inquietarte cuando oíste pasos sobre el piso. Te volviste, era tu mujer, que te estaba hablando sobre una cena a la que estabais invitados para la semana siguiente, y a la que suponía que no querrías ir. Antes de reflexionar sobre lo que ibas a decir la contradijiste. Tu mujer manifestó su sorpresa pero no viste más que una mueca abstracta. Era ella, claro, la reconocías, pero te preguntabas si la conocías. Era abstracta como el fondo de objetos sobre el que destacaba su figura. Te miraba, esperaba una reacción de tu parte, pero seguías con la cara inexpresiva. El exceso físico de la carrera te había sumido en un sueño en vela del que no podías salir. Lo que te pasaba entre las sienes, los ojos y la parte trasera del cráneo ya no lo controlabas tú. Te guiaban automatismos físicos. Te encaminaste entonces hacia el cuarto de baño para ducharte. El frío de las baldosas bajo los pies, el olor a jabón, el agua caliente que te corría por el cráneo no conseguían sacarte de esa languidez. Después de ducharte te acostaste, pero el sueño no llegaba. Estabas separado de ti mismo, relajado hasta la insensibilidad. Tu indiferencia debería haberte asustado pero eras indiferente a la indiferencia. Te levantaste, te vestiste y fuiste a comer con tu mujer. Una vez en la mesa respondías a su conversación con fórmulas vagas que no implicaban respuesta alguna. Así proseguiste la jornada, como un sonámbulo, hasta que anocheció. Cuando encendiste las luces habían pasado siete horas desde que habías parado de correr. Empezaste a despertar. El exceso de desgaste físico te había extenuado. Decidiste que en el futuro medirías tus esfuerzos para que no se volviesen en tu contra. Tendrías que encontrar la justa medida para que el deporte te desgastara sin llegar a anularte.

Premeditaste tu fin. Habías pensado el guión para que encontrasen tu cuerpo nada más morir. No querías que se quedase varios días descomponiéndose y lo encontrasen putrefacto, como el de un ermitaño olvidado. Le infligiste violencia a tu cuerpo vivo pero no querías que, una vez muerto, fuese víctima de otras degradaciones a las que no lo hubieses sometido tú. Procuraste aparecer ante tu mujer y los que habrían de llevarse tu cuerpo tal y como tenías previsto.

Hablabas poco pero con precisión, y con pasión cuando tu interlocutor te era familiar. No eras muy sociable. En una cena en casa de alguien no eras tú quien se acercaba a desconocidos para entablar conversación. Conocías a gente nueva cuando te abordaban a ti. Con todo, eras capaz de dialogar con cualquiera, aunque preferías el modo interrogativo al afirmativo. Podías escuchar indefinidamente a alguien responder tus preguntas, o a varias personas hablar de un tema que tú hubieses sacado. Como no te gustaba hablar de ti en público, las preguntas te permitían esconderte tras la escucha.

Por la noche percibías menos el paso del tiempo. Los deberes cívicos quedaban relegados al día siguiente. No había ningún acto social que atender, nada te distraía de ti mismo. Te volvías contemplativo sin sentirte culpable, y sin más límite que el cansancio.

Cuando tenías insomnio, con los ojos cerrados, el tiempo desaparecía, pensamientos y escenas se desarrollaban en bucle en tu cerebro, con la regularidad de un reloj. Como un adulto que contempla un tiovivo, observabas el girar de tus ensoñaciones. Te traían a la conciencia recuerdos enterrados que desaparecían justo en el momento en que los reconocías, para reaparecer en la siguiente vuelta antes de volver a desaparecer. Veías escenas que se desplegaban como en una película de la que fueses un espectador pasivo. A fuerza de repetirse, las acciones iban perdiendo su significado. No habrías podido decir cuánto duraban ni cuánto tiempo te pasabas mirándolas. No encendías la luz para ver qué hora era, pero cuando el día despuntaba a través de los postigos, creías no haber dormido desde que te habías acostado. Tu mujer, en cambio, afirmaba al despertarse que te había oído mascullar frases incomprensibles en sueños. Habías dormido sin darte cuenta. Confundías el sueño con la vigilia.

Me contaste dos sueños. En el primero tienes en la mano una tarjeta rosa en la que pone en letra cursiva roja: «El corzo eterno». Comprendes el mensaje cifrado: es la invitación para la boda de un viejo amigo al que perdiste la pista hace diez años. Es ese mismo día en

Finlandia. Un helicóptero te deja en lo alto de un fiordo. Abajo, las mesas están preparadas y los asistentes te saludan desde la distancia como a un invitado estrella. Oyes todas las conversaciones a la vez y por separado, a pesar de que están trescientos metros más abajo. Miras la invitación y ya estás en medio de la fiesta, donde todas las mujeres son antiguas amantes tuyas. A las cinco los padres de los novios se desnudan y se meten en un fiordo. Los invitados los imitan. El agua sabe a grosella azucarada, se puede respirar. En ese líquido amniótico ideal haces el amor con tus antiguas novias, una tras otra. Se aman tanto como tú las amas.

En el segundo sueño intentas escapar de un hombre armado que te persigue por una sala de ópera durante una representación de Norma. Lucháis con saña, en varios asaltos, pero ninguno de los dos toma la delantera, salvo al final de la representación, cuando tu adversario consigue arrinconarte en una pequeña habitación que domina la sala y donde esperas a «un hombre muy peculiar que estará encantado de conoceros». En el cuarto hay ordenadores y pantallas. El hombre te da la espalda, no le ves la cara. Solo cuando te acercas y lo rodeas descubres con pavor que no es un hombre sino un androide de metal amarillo cromado. Te mira con ojos fríos, te señala un sitio y pone un vídeo en el que apareces sobre una mesa de operaciones, tranquilo, bostezando y durmiéndote bajo el efecto de los sedantes. Unos artefactos quirúrgicos, que en realidad son de tortura, descienden de unas cajas disimuladas en el techo. Un brazo articulado con varias agujas se dirige hacia tus testículos, que una mano mecánica acaba de ligar. Te das cuenta de que no hace mucho te raptaron y te operaron sin tú saberlo.

Preferías el primer sueño pero el placer que te había proporcionado uno y el malestar en el que te había sumido el otro no cambiaban en nada el deleite de evocarlos. Sueño o pesadilla, no importaba si podías experimentar el trastorno de revivir despierto el recuerdo de cosas vividas en sueños.

Un día saliste a pasear por una playa de Normandía, la marea estaba baja, te acompañaban tu hermano y tu hermana. Ibais descalzos, en bañador. La vasta extensión de arena y agua semejaba un desierto. Era entre semana, en temporada baja. No había otra cosa que hacer que andar, mirar el mar en la lejanía y las casas a lo largo de la costa. Mientras tú te mantenías silencioso y contemplativo, con tus pensamientos balanceándose al ritmo de tus pasos, tu hermano y tu hermana charlaban entre sí. Se contaban chistes, inventaban juegos tontos, corrían y reían, saltaban charcos donde intentaban atrapar cangrejos o pececi- llos con la mano. No participabas en sus juegos. Pensabas en cosas que nada tenían que ver con el escenario en el que te encontrabas. Aquel paisaje no era un lugar donde vivir, era un telón de fondo en el que flotar. Observabas a tus hermanos: sus cuerpos se parecían pero tú no te parecías a ninguno de los dos. Eran tan felices juntos que no se preguntaban por qué estabas distante. Eras el mayor, los habías visto nacer y crecer. Al ver las diferencias que os separaban te daba la sensación de ser un extraño en tu propia familia.

En julio, con diecisiete años, cenando con unos amigos de tu madre delante de la casa, en el jardín. Habíais puesto la mesa delante de las puertas abiertas del salón, sobre las viejas baldosas de piedra que formaban un umbral antes del huerto. Entre los seis invitados había un psicoanalista de unos cincuenta años. Tú te encargabas de ir trayendo los platos que tu madre preparaba. La cocina estaba lejos, había que atravesar la cocina vieja, la entrada, recorrer un pasillo, la salita y por último el salón para llegar por fin a la mesa colocada en el lugar que tú habías elegido. Rara vez cenabais allí, tu madre prefería la comodidad del comedor y recelaba del frío que traía el anochecer. Pero a ti te gustaba la vista del huerto. A unos quince metros, el camino central se dividía en tres y los senderos laterales le daban un aspecto de laberinto nutricional. Habías puesto velas en la mesa por si se hacía de noche. Cuando oscureció las encendiste, despedían una luz suave sobre las caras de los invitados. La conversación era distendida, disfrutabas con el placer sencillo de una comida agradable en compañía de adultos inteligentes. Participabas en las disquisiciones, te animaban a exponer tus razonamientos, te consideraban audaz para tu edad. El psicoanalista te dijo esta frase cuando te pusiste a hablar de alguien que no paraba de excusarse para redimirse de los errores que cometía: «Quien se excusa se acusa». Cuando llegaron los postres fuiste a la cocina a por la tarta de fresas que te había llevado varias horas preparar. Fuiste sirviéndoles uno a uno a todos los invitados y te dejaste para el final. Reflexionabas sobre lo que había dicho el psicoanalista y tardaste en probar el postre. Los invitados se lo fueron comiendo lentamente, en pequeñas dosis, sin decir palabra. Nadie te felicitó, como habría cabido esperar. Comprendiste por qué a la primera cucharada. La tarta estaba salada. A continuación dijiste: «Pero ¿cómo he podido ser tan tonto para confundir la sal con el azúcar?». El psicoanalista replicó: «Quien se acusa se excusa».

Temías el tedio en solitario, y el tedio en compañía. Pero ante todo temías el tedio a dos, en un cara a cara. No le atribuías ninguna virtud a esos momentos de espera sin aliciente aparente. Considerabas que solo la acción y el pensamiento, que parecían ausentarse, sustentaban tu vida. Infravalorabas el valor de la pasividad, que no es el arte de complacer sino de posicionarse. Estar en el momento justo en el sitio justo exige aceptar el largo tedio de los momentos malos, vividos en lugares grises. Tu impaciencia te privó del arte de lograr algo pasando por el aburrimiento.

Eran las ocho de la tarde cuando llegaste con tu mujer al jardín de Christophe, que celebraba una barbacoa con los amigos del instituto. De esa época solo mantenías contacto con él. Aunque ya nunca veías a ninguno de los que iban a estar esa noche allí, al volver a pensar en ellos el día anterior te entusiasmaste con la idea de los recuerdos que te vinieron. Creías que verlos haría que el pasado y el futuro se reunieran en el presente: los años pasados desfilarían mientras se perfilarían las perspectivas de volver a verse.

En el gran jardín de aquella casa burguesa del centro había unas diez parejas. Los chicos y las chicas de tu adolescencia habían venido con sus acompañantes. Ahora eran adultos, algunos habían traído a sus hijos. Mirabas sus caras y apreciabas esa extraña sensación de ver superponerse las versiones actuales de ellos con los recuerdos que tenías, como en las películas, cuando con un morphing se pasa, en un mismo cuerpo, de una figura a otra en cuestión de segundos. Pero ante ti las caras de hoy no borraban las antiguas, impresas en tu memoria. Sin duda te habría hecho falta frecuentar a esa gente un tiempo para que el presente reemplazase al pasado y las fichas personales que tenías en la mente encajasen con las morfologías que tenías ante ti. Esa noche, si hablabas con una mujer y después te alejabas unos minutos, al mirarla una segunda vez, las dos imágenes se fundían. Te pasaste gran parte de la velada jugando con esos trastornos de la percepción, como cuando vestimos a una muñeca con los dos trajes que trae. Pero si querías también podías obviar las imágenes antiguas y conversar con tus interlocutores como si fuesen personas nuevas. Si por el contrario pensabas en el pasado, las palabras que pronunciaban te llegaban como un murmullo lejano, un discurso pronunciado por un personaje surgido de un sueño, en otro idioma, aunque con sonoridades familiares.

Christophe había preparado carne de ternera y de cerdo, salchichas y patatas, y lo asaba todo en las dos barbacoas instaladas a unos metros de las mesas cubiertas con manteles de papel. Platos, cubiertos y copas de plástico estaban a disposición de los invitados. Varias garrafas de vino a granel, blanco y tinto, aguardaban a los bebedores junto a los zumos y los refrescos baratos. Por lo general, los menús así de vulgares te desagradaban, casi tanto como los humos que despedían al cocinarlos y que envolvían a los invitados cuando el viento soplaba en contra, perfumando las ropas hasta el día siguiente. Pero esa noche no había nada que te importunase. El atractivo de aquel bello jardín, adornado por un lilo en flor, no tenía, sin embargo, nada que ver. Reencontrarte con tus viejos amigos te llenaba de tanto placer que la escena podría haberse desarrollado en cualquier otro lugar. La mirada de tu mujer brillaba de felicidad al verte contento, ella que, como no conocía a nadie, no podía saborear la euforia de los reencuentros. Se sentía ajena a la escena, pero cercana a todas aquellas personas porque lo eran para ti. No reparaste en tu felicidad hasta que comprendiste, al verla, lo contento que te sentías de estar allí. Ella era tu espejo.

Christophe se te acercó con un plato que te había preparado. Conmovido por sus atenciones, lo cogiste y te pusiste a comer. Estaba demasiado hecho, parte de la carne estaba carbonizada. Pero esos detalles no alteraban tu alegría, puede que incluso formasen parte de ella, porque de ese modo solo podías atribuirla al contacto con la gente congregada allí.

Se hacía de noche y pasaban las horas mientras conversabas con unos y otros. Cuando hablabas con un viejo amigo, solos los dos, te daba la impresión de que tus palabras eran las justas. Pero cuando hablabas con dos personas, intentabas articular discursos que conmovieran a las dos a la vez. Rara vez lo conseguías: la proximidad de los cuerpos, que resaltaban sus singularidades, te recordaba lo difícil que resulta comunicarse simultáneamente con cada cual. Sin embargo, si, como más tarde ocurriera, le contabas una historia a un grupo que te atendía, tus palabras no intentaban dirigirse a nadie en particular, y lo que decías podía recibirlo cada uno a su manera, sin que tuvieras que preocuparte de qué era lo que entendían. Ya no veías a una persona, sino a un grupo en el que las individualidades se disolvían. Para hablar a tu aire necesitabas estar lo más cerca posible de tus oyentes en el diálogo y lo más lejos posible en el discurso. En el término medio te sentías incomprendido.

Hacia las tres de la mañana, cuando tenías a tu mujer cogida de la mano y escuchabais a Christophe, que hacía reír al conjunto de los invitados, todos presentes aún, te pusiste a pensar en las conversaciones que habías tenido. Habías pasado de un antiguo compañero a otro, habías contado historias a grupos de varias personas y habías logrado hablar con parejas sin sentir una merma en tus palabras. Al final, esa velada, a la que habías asistido sin mucha convicción, te había llenado. Pertenecías a una comunidad unida por recuerdos. Ninguno de los invitados de esa cena pudo creer, cuando se enteraron, que ya por entonces pensabas en suicidarte.

Sabías que algunos de tus seres más cercanos se sentirían culpables por no haber previsto tu elección de morir y que se odiarían por no haberte ayudado a querer vivir. Pero creías que se equivocaban. Nadie salvo tú mismo podía darte más ganas de vivir que de morir. Imaginabas escenas en las que alguien se esforzaba por alegrarte, como una madre cuando coge de la mano a un niño triste y le enseña cosas que le parecen alegres. La repulsión que se apoderaba de ti en ese momento no provenía del rechazo que habrías experimentado hacia la persona compasiva, ni de la naturaleza de los objetos alegres que te habría enseñado, sino del hecho de que no se te podían imponer las ganas de vivir. No podías ser feliz por encargo, ya fuese de otra persona o de ti mismo. Las alegrías que viviste fueron gracias. Podías comprender las causas pero no reproducirlas.

Te compraste un par de zapatos ingleses de cuero negro, elegantes y sobrios, en una tienda de segunda mano. La piel, buena, apenas estaba desgastada, aunque tenía la impronta del antiguo dueño. La parte delantera del zapato estaba arrugada con la forma de sus pies, similares a los tuyos. Al probártelos en la tienda, se adaptaron a tu morfología a la perfección, como si llevases meses con ellos puestos. Cuando comprabas ropa, solías dudar. Ya tenías el armario lleno y, además, como solo se componía de prendas sobrias y simples, nunca pasaba de moda. Comprar ropa nueva no era necesario a no ser que la vieja estuviese gastada. No era la economía lo que dictaba tus elecciones, sino tu manía de acumular ropa casi idéntica. En las tiendas elegías una versión mejorada de lo que ya tenías, para conformar el atuendo perfecto, el uniforme universal que te libraría del deber cotidiano de elegir qué ropa ponerte. A pesar de que sabías que tal uniforme no existía, seguías con tu búsqueda. Así, los numerosos zapatos de cuero negro que poseías no te impidieron adquirir ese nuevo par. Encontrártelos por casualidad en una tienda de segunda mano te pareció una señal. Todavía no sabías de qué. Pronto lo descubrirías. Unos días más tarde, fuiste a una reunión informativa de un partido ecologista que hacía campaña para las elecciones regionales. Fuiste solo y, después de las charlas, te paseaste alrededor del bufé, dispuesto a entablar conversación con los militantes. Los ecologistas te atraían por sus ideas pero no creías que fuesen capaces, en el caso de salir elegidos, de gobernar con sabiduría. Se te acercó una pareja. El hombre hablaba de la importancia de preservar las culturas regionales, en particular, las lenguas, frente a la globalización y a la contaminación del inglés. Escuchabas sus palabras convencionales respondiendo con movimientos de cabeza que le hacían creer que le dabas la razón. Su mujer, a un lado, no decía nada. Hasta que de pronto se le descompuso la cara. Se te quedaba mirando, luego bajaba los ojos y volvía a mirarte fijamente. Esas subidas y bajadas la alteraban. Fue a servirse una copa de vino blanco. Su conducta te había desconcertado, te sumió en el silencio. El hombre siguió hablando hasta que, ante la falta de reacción por tu parte, se despidió y se fue hacia otra persona. Volviste al bufé para pedir otra copa al camarero y, una vez servido, mientras te abrías camino entre los militantes, te cruzaste con la mujer. Te pidió que la siguieras para hablar en privado. Estaba a punto de llorar, le temblaban los labios. Había reconocido los zapatos que llevabas. Eran los que le había regalado a su sobrino y su madre había vendido después de que se suicidara.

No tuviste hijos. Tu mujer te preguntó si querías. Todavía no te sentías preparado, ni tampoco sabías si lo estarías algún día. Procrear era un acto tan importante y misterioso que no te veías capaz de hacerlo con sensatez. Tenías que admitir que tu capacidad para transmitir vida te superaba. No creías que, al concebirte, tus padres hubiesen sido más razonables de lo que tú lo eras entonces.

Adivinar el egoísmo y la ligereza de su decisión te sumió en el desasosiego. Creíste haber sido menos deseado por lo que eras que por lo que ellos imaginaban que serías.

Te sentías como un impostor, porque sabías que, aunque no los habías decepcionado, nunca te habías parecido a los sueños que se habían hecho. Así y todo, tampoco era que conocieses sus sueños, porque nunca les habías pedido que te los contasen. ¿Para qué tener un hijo? Para prolongar tu vida, y por la curiosidad de ver cómo sería tu prole. A veces pensabas que la vida que llevabas no merecía ser prolongada. Pero tu hijo no sería tú. Sería él mismo. Nada indicaba que fueses a transmitirle tu tristeza. ¿No estaría él, por oposición, destinado a ser feliz? En cambio, a modo de respuesta a tu mujer, te mostrabas evasivo. A la espera de un entusiasmo que no manifestabas, se tomó tu silencio como una negativa. Moriste sin descendencia.

No sufro al pensar en ti. No te echo de menos. Estás más presente en mi recuerdo de lo que lo estuviste en nuestra vida en común. Si siguieses vivo tal vez te habrías convertido en un extraño. Muerto, estás tan vivo como en vida.

Tenías menos ganas de morir de noche que de día y por la mañana que por la tarde.

No les dejaste ninguna carta a tus más allegados para explicar tu muerte. ¿Sabías por qué querías morir? Si es así, ¿por qué no ponerlo por escrito? ¿Por cansancio vital y desdén por las huellas de ti que te iban a sobrevivir, o porque las razones que te empujaban a desaparecer te parecían banales? Tal vez quisiste preservar el misterio alrededor de tu muerte con la idea de que nada debía explicarse. ¿Existen buenas razones para suicidarse? La gente que te sobrevivió se lo cuestionó, no halló respuesta a esas preguntas.

Tu madre te lloró cuando se enteró de tu muerte. Te lloró todos los días hasta tu entierro. Te lloró sola, en los brazos de su marido, en los de tu hermano y tu hermana, en los de su madre y en los de tu mujer. Te lloró durante la ceremonia, al seguir tu féretro hasta el cementerio y durante la inhumación. Cuando los amigos, un buen número, fueron a darle el pésame, te lloró. A cada mano que apretaba, a cada beso que recibía, revivía fragmentos de tu pasado, de esos días en que te creía feliz. Ante tu muerte, las escenas de lo que podrías haber vivido con esas personas le daban la sensación de una pérdida irreparable: con tu suicidio, entristeciste tu pasado y aboliste tu futuro. Te lloró en los días que siguieron, y te sigue llorando, sola, cuando piensa en ti. Bastantes años después, son muchos los que, al igual que ella, ven cómo les brotan las lágrimas al pensar en ti.

¿Remordimientos? Los tuviste por la tristeza de aquellos que te llorarían, por el amor que te habían dado, y que tú les habías devuelto. Los tuviste por la soledad en la que dejabas a tu mujer, y por el vacío que sentirían tus íntimos. Pero esos remordimientos solo los experimentabas de antemano. Desaparecerían contigo: los únicos que tendrían que soportar el dolor de tu muerte serían los que te sobrevivieran. Ese egoísmo de tu suicidio te desagradaba. Pero, en la balanza, la serenidad de tu muerte pesaba más que la agitación dolorosa de tu vida.

Ir a la siguiente página

Report Page