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Día segundo » Capítulo 15

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15

La doctora Judith Isaacs no podía sacudirse de encima la sensación de que allí pasaba algo raro. A primera vista, todo parecía normal: Carolyn Mason, de veinticuatro años, había acudido a la clínica de Star’s para someterse a un chequeo prenatal rutinario.

—He venido aquí a descansar, doctora —había explicado la joven cuando Judith empezó a examinarla—. Mi tocólogo me aconsejó que me examinara un médico durante mi estancia aquí, por si acaso.

Por si acaso, ¿qué?, se preguntó Judith mientras se quitaba los guantes y se apartaba de la mesa de exploraciones. Que ella supiera, se trataba de un saludable embarazo normal sin ninguna complicación. Carolyn Mason estaba de seis meses, la amniocentesis practicada a las dieciséis semanas no había detectado ninguna anormalidad en el feto, que, por cierto, era una niña; y la propia Carolyn no tenía ninguna molestia. Tampoco parecía preocupada por su estado o por el de la niña. Se había presentado en la clínica muy alegre y confiada, comentando las bellezas de Star’s y señalando que hubiera querido quedarse a pasar las Navidades allí, pero tenía que regresar a casa en cuestión de unos días. Por consiguiente, ¿qué motivo tenía Judith para dudar y por qué se había disparado en su mente una silenciosa alarma que le decía que allí ocurría algo aunque no lo pareciera?

Mientras ayudaba a Carolyn a bajar de la mesa de exploraciones, le dijo:

—Ya puede vestirse, señorita Mason.

—¿Todo bien, doctora?

—Muy bien. Tanto usted como la niña están perfectamente.

—Sí, ya lo sé —dijo Carolyn con una sonrisa—. Me encuentro muy bien y esta niña es muy especial.

Mientras se lavaba las manos en la pila, Judith estudió el breve informe médico que había escrito para Carolyn. El informe contenía muy pocos datos: la paciente era una modelo que vivía en Hollywood Norte, gozaba de excelente salud, era soltera y aquel era su primer embarazo.

—No estoy engordando demasiado, ¿verdad, doctora Isaacs?

—No. Un moderado aumento de peso es normal. Pero no intente seguir un régimen demasiado estricto. Ambas necesitan alimentarse.

Carolyn se paso un jersey por la cabeza y dijo:

—Me he hecho socia de Starlite. ¿Le parece bien?

—¿Qué dijo su tocólogo?

—Dijo que hacia bien en controlar el peso, siempre y cuando tuviera cuidado y eligiera una cosa segura como Starlite. Tienen un programa dietético especial para mujeres embarazadas, ¿lo sabía usted? Pero me está volviendo loca. ¡Me chiflan las hamburguesas! Esas especiales de barbacoa, ¿sabe? Hace algún tiempo oí en la televisión que la propietaria de la cadena de hamburgueserías Royal Burger… ¿cómo se llamaba?… Beverly Highland… aún estaba viva. Como lo de Elvis. ¿Sabe? Qué disparate. ¿Por qué iba una mujer a simular su muerte? Sobre todo, teniéndolo todo como ella.

Judith dijo que no lo sabía, que ella no prestaba demasiada atención a los chismorreos sensacionalistas.

—¡Qué suerte tiene usted de vivir aquí, doctora! —exclamó Carolyn con entusiasmo mientras se ponía las botas de esquiar—. ¡Y no es que a mí no me guste mi trabajo, que conste! Pero vivir todo el año en un lugar tan hermoso como este tiene que ser una maravilla. Apuesto a que debe de conocer a muchos famosos.

—Pues sí —contestó Judith con una sonrisa, pensando en el señor Smith que ocupaba una de las suites privadas al final del pasillo y al que iría a visitar en cuestión de unos minutos. No le había vuelto a ver desde la primera visita de la víspera.

—¿Cuánto tiempo lleva usted viviendo aquí, doctora? —preguntó Carolyn.

—En realidad, llegué anoche. Carolyn, ¿me permite que le pregunte una cosa? El padre de la niña, ¿está aquí con usted?

—Sí, claro. No me hubiera permitido venir sola. ¡No me permiten ir sola a ninguna parte!

—¿Que no le permiten dice usted?

—El padre de la niña y su mujer. Vamos juntos a todas partes. —Carolyn se echo a reír—. No es lo que usted piensa, doctora. No tengo un lío con un hombre casado ni formamos un trío ni nada de todo eso. Bueno, es que el padre también es especial. No solo está casado con otra, sino que, además, es mi hermano.

Judith la miró inquisitivamente.

—Es un poco complicado —añadió Carolyn— ¡bien sabe Dios lo que va a ocurrir cuando nazca la niña! Mi hermano y yo estamos muy unidos y yo soy capaz de cualquier cosa por él. Por consiguiente, como él y su mujer se habían pasado muchos años intentando tener hijos sin conseguirlo y ella había tenido tres abortos y le habían dicho que no podría llevar un embarazo a feliz término, me ofrecí a ser portadora de su hijo. —Carolyn hizo una pausa—. Los médicos llevaron a cabo la fertilización in vitro, ya sabe, eso que llaman fertilización de probeta, utilizando esperma de mi hermano y un óvulo de su mujer. Después, me implantaron el embrión y me administraron unas inyecciones de hormonas para facilitar el embarazo. ¿No le parece una maravilla, doctora? ¡Voy a dar a luz a mi propia sobrina!

Cuando la chica se fue, Judith buscó a Zoey, la enfermera, extrañándose de que tardara tanto. Había pasado previamente por la clínica enfundada en un arrugado uniforme para decir que tenía que atender a alguien en una de las casas. Parecía tan enfurruñada, que Judith se preparó para una borrasca.

Judith se miró al espejo en el cuarto de baño antes de ir a visitar al señor Smith en su suite del final del pasillo.

Mientras se alisaba el cabello, se quedó repentinamente helada. ¿Cuándo se había acicalado por última vez antes de ir a visitar a un paciente? Judith comprendió con creciente inquietud que no estaba comportándose con Smith a un nivel de médico-paciente, sino a un nivel mucho más básico de hombre-mujer. También sabía que no tenía ningún motivo profesional para ir a verle: su propio médico, el doctor Newton, había subido a Star’s aquella mañana y se había pasado casi una hora con Smith. Y, al marcharse, el doctor Newton había informado a Judith de que regresaría por la noche para seguir la evolución del estado de su paciente.

No obstante, pensó Judith, asegurándose de que su bata de laboratorio estuviera inmaculadamente limpia y sin ninguna arruga, cuando Newton no estaba, ella era la responsable del señor Smith.

No había podido quitárselo de la cabeza. No solo por el hecho de que fuera un famoso ídolo de la pantalla sino por él mismo como hombre, por su penetrante mirada, por su hermosa voz de barítono y su acento escocés y por el sincero interés que había mostrado por su persona, preguntándole de dónde venía y por qué estaba allí a pesar de las visibles molestias que estaba sufriendo. Judith recordó lo que Zoey le había dicho la víspera al darle la bienvenida a Star’s: «Algo tiene este lugar que la gente se vuelve romántica». Judith se preguntó si solo sería eso… la atmósfera de Star’s que de alguna manera se le subía a una a la cabeza.

La víspera tuvo la sensación de que efectivamente algunos huéspedes parecían estar felizmente enamorados cuando ella los vio al cruzar el vestíbulo. Cuando, al final, se sentó a cenar con su nueva patrona, la señorita Beverly Burgess y con Simon Jung, Judith intuyó la existencia de algo especial entre ambos. Fueron dos horas muy agradables; Simon Jung actuó como un exquisito anfitrión y llevó casi todo el peso de la conversación mientras la señorita Burgess se limitaba a escuchar. Para asombro de Judith, Beverly llevaba unas enormes gafas de sol que le ocultaban casi medio rostro. Una dolencia ocular, había explicado vagamente. Judith salió de la cena sin haber averiguado casi nada sobre su nueva jefa.

A excepción de una cosa: Simon Jung estaba visiblemente enamorado de Beverly, pero, por alguna razón, esta se apartaba de él.

—Bueno, doctora —dijo el señor Smith cuando Judith terminó de tomarle la tensión—, ¿le gusta todo esto? ¿La tienen muy ocupada?

Judith cerró el maletín y se sentó. El sol invernal penetraba a través de las ventanas cortando unos rectángulos casi cegadores de luz en la alfombra color de rosa. Su paciente, el legendario señor Smith con su acento escocés y su pijama de seda con las iniciales bordadas, estaba incorporado en la cama y la miraba con curiosidad. ¿Qué podía decirle? Que, de momento, había atendido dos esguinces de muñeca en unos jugadores de tenis y un caso leve de gripe. Que, además, había examinado a una joven que llevaba en su vientre el feto implantado de la mujer de su hermano y le había asegurado a Frieda Goldman que su cliente Bunny Kowalski estaba en perfectas condiciones de recibir visitas. El nerviosismo de Frieda y la forma en que esta estrechaba contra su pecho la cartera de documentos le habían inducido a preguntarse si la señora Goldman habría acudido a Star’s para la firma de uno de aquellos astronómicos contratos cinematográficos de que siempre hablaba la prensa.

—Estoy bastante ocupada —contestó—. Y no me aburro, desde luego.

—¿Está atendiendo a algún personaje famoso? Excluyéndome a mí, quiero decir.

—Usted sabe que yo no puedo hablar de mis restantes pacientes. ¿O acaso me está poniendo a prueba para ver si soy capaz de revelarles a otras personas su secreto?

—Confieso que esto me tiene muy preocupado. No temo que usted lo cuente, pero tengo miedo de que el secreto se divulgue. Dígame la verdad, Judith. ¿Qué opina usted de un hombre de mi edad que se somete a esta clase de intervención? De esta vanidad que me impulsa a querer retrasar el reloj. No encaja demasiado con la imagen que la gente tiene de mí… los verdaderos hombres no recurren a subterfugios tales como la liposucción, ¿no es cierto?

—¿Por qué no? —replicó Judith—. Si eso les ayuda a sentirse más a gusto…

—Doctora —dijo Smith, empujando la manta hacia abajo—. ¿Quiere ayudarme a acercarme a la ventana? Me temo que este vendaje de compresión me impide caminar como es debido.

Judith le pasó un brazo alrededor de la cintura y le ayudó a cruzar la estancia. A pesar de tener casi setenta años, Smith estaba en muy buena forma; Judith notó una fuerte y atlética figura bajo el pijama de seda. A su alrededor se aspiraba un suave aroma de perfume caro, la señal distintiva de un hombre que, a pesar de encontrarse hospitalizado y con molestias, se preocupaba por su aspecto. Judith volvió a experimentar una vaga e inquietante punzada de deseo sexual.

—¿Reconoce usted a alguna de estas personas, doctora? —preguntó Smith cuando ambos miraron por la ventana y vieron a unos clientes disfrutando de una mañana en el pinar—. Fíjese en aquel de allí abajo, por ejemplo, el que está haciendo poses. Es Larry Wolfe, el guionista. Me lo presentaron una vez. Es un presumido insufrible. —Smith le dirigió a Judith una sonrisa—. ¿Le sorprende oírme decir eso?

—No tengo ni idea de quién es Larry Wolfe.

—Tanto mejor para usted. Si él lo supiera, se moriría del disgusto. Tengo entendido que Larry Wolfe se está preparando para ocupar el lugar de Dios; ya le ha dicho a Dios que baje del pedestal —añadió Smith, contemplando el nevado pinar—. Recuerdo la primera vez que vi la nieve —dijo en tono levemente nostálgico—. Hace muchos años y yo era solo un niño. Mi padre me había llevado a pescar en el valle de Liffey, donde raras veces nieva, pero aquel invierno recuerdo que nevó. Liffey está en Tasmania, donde yo nací. Más tarde me crie en Escocia, pero Tasmania es mi verdadero hogar. También era el de Errol Flynn, ¿sabe usted? Una vez hicimos una película juntos; Flynn era el pirata bueno y yo el malo, pero yo sabía manejar la espada mejor que él. Me asombra que haya tanta gente que no sepa en qué parte del mundo se encuentra Tasmania. ¿Lo sabe usted, doctora? —preguntó, mirando a Judith con expresión burlona.

—¿No es una isla situada frente a la punta sur de Australia?

—Un millón de puntos para usted, doctora. Acaba de ganar… De pronto, el señor Smith hizo una mueca.

—¿Le duele?

—No es… nada.

Mientras le ayudaba a sentarse en una silla, Judith le dijo:

—Aquí no hace falta que interprete el papel de pirata.

Él esbozó una sonrisa y, en el breve instante que medió antes de sentarse, mientras Judith lo sostenía y su rostro se encontraba a escasos centímetros del suyo, le dijo:

—¿Sabe a quién se parece? A la encantadora Jennifer Jones cuando le dio la réplica a Gregory Peck. Tiene la misma tez y el mismo aspecto vulnerable.

Judith vio el fino rocío de sudor de su frente y la expresión de dolor de sus ojos. Le ayudó a sentarse en la silla y después se acercó a su maletín y lo abrió.

Mientras sacaba una jeringa, Smith le dijo:

—Se estará usted preguntando por qué me he hecho esta operación en secreto aquí en Star’s en lugar de hacérmela en la clínica de algún médico de Beverly Hill y recuperarme en casa, ¿verdad?

Hizo una pausa y se remangó la manga para que Judith pudiera ponerle la inyección.

—Eso le aliviará las molestias —dijo Judith—. Por favor, ¿qué me estaba usted diciendo?

—Es porque quiero mantener esta operación en secreto. Los hombres que gozan de la fama que yo tengo no pueden permitirse la debilidad de recurrir a la cirugía plástica. Por lo menos, no para mejorar una tripa que estaba empezando a traicionar mi edad. Siempre me he mantenido en forma; hago ejercicio a diario. Pero la naturaleza estaba empezando a burlarse de mí y, cuando vi que esta vez no me iban a servir de nada ni las dietas ni las sesiones de gimnasia, opté por un gesto desesperado. Solo rezo para que eso no se divulgue.

—¿Tan malo sería? Hoy en día la gente recurre constantemente a la liposucción.

—Temo que eso influya negativamente en mi imagen y, además —el señor Smith se bajó la manga—, no sé qué pensarían de mí las mujeres. Siempre me preguntaría si una mujer con quien yo quisiera entablar una relación me vería menos hombre por el hecho de haber caído en algo tan poco viril como una operación de cirugía plástica.

—Es usted demasiado duro consigo mismo. Los hombres también se someten a intervenciones plásticas, eso no es un monopolio de las mujeres.

—Los de mi generación no, doctora. Eso es algo totalmente ajeno a mi forma de ser. Y me resulta extremadamente embarazoso.

En aquel momento se abrió la puerta y entró una malhumorada Zoey con unas sábanas dobladas.

—Vengo a hacerle la cama, señor Smith —dijo sin mirar a Judith.

La enfermera trabajó en silencio, llenando la atmósfera de la estancia con una hostilidad casi palpable. Smith le dirigió a Judith una mirada inquisitiva y dijo:

—Qué lugar tan extraordinario para un hospital. Hasta hace un minuto, yo había olvidado que me encontraba en una clínica, recuperándome de una intervención. Fíjese qué habitación y qué panorama —añadió, señalando la ventana—. Ojalá todos los hospitales pudieran ser así —miró a Zoey y la vio alisar las sábanas y remeter las esquinas con tal furia que no tuvo más remedio que dirigirle a Judith otra mirada de extrañeza—. ¿Conoce usted la leyenda de este lugar, doctora? —preguntó, tratando de disipar la tensión que se respiraba en el aire—. A pesar de mi edad, yo no estaba aquí la noche en que Dexter Bryant Ramsey fue asesinado. Yo entonces tenía apenas diez años. Pero muchos famosos estaban presentes… Dicen que entre los invitados figuraban Gary Cooper, Fairbanks e incluso Hearts. Aquella noche se había celebrado una gran fiesta y la lista de invitados incluía a la flor y nata de Hollywood. Pero, curiosamente, cuando llegó la policía al día siguiente, todo el mundo se había largado y tenían unas sólidas coartadas en otros lugares. Eran los días dorados de Hollywood —hizo una pausa, miró con expresión pensativa a Judith y añadió bajando un poco la voz—: Marion Star fue mi primer amor, ¿sabe? Yo tenía catorce años y sus películas acababan de llegar a Tasmania. La reina del Nilo se llamaba la primera que vi. Bastó una sola mirada de aquellos melancólicos ojos intensamente maquillados de negro para que yo me enamorara perdidamente de ella. Jamás volví a ver a una mujer que pudiera compararse con ella —su mirada se desvió hacia Zoey, la cual se estaba moviendo por la habitación con una eficiencia rayana en la caricatura. Vació las papeleras, volvió a llenar la jarra de agua y se dirigió al cuarto de baño con un montón de toallas limpias—. ¿Es usted aficionada al cine, Judith?

—Lo era en otro tiempo —contestó ella, mordiéndose la lengua para no añadir: «Y estaba locamente enamorada de usted». El sol de la mañana penetraba a través de la ventana, iluminando los plateados reflejos del cabello del paciente—. En realidad, en Green Pines no tenemos cine.

—Las películas de hoy en día me dan miedo —dijo el señor Smith—. No hay reglas ni límites. Hubo una época en que la industria cinematográfica se autocensuraba. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de la Oficina Hays? Willie Hays nos decía lo que podíamos y lo que no podíamos hacer en una película. ¿Recuerda que en los años cuarenta y cincuenta las parejas, incluso los matrimonios, dormían en camas separadas? Si se mostraba a dos personas en una cama, una de ellas tenía que aparecer totalmente vestida… no solo en pijama sino también con bata o alguna otra cosa. Y el hombre siempre tenía que tener un pie apoyado en el suelo. Ahora nos parece algo increíble —el señor Smith hizo una pausa y sus ojos intensamente azules se posaron en Judith de tal forma que esta pensó que le iba a decir algo de tipo personal y sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho—. La Oficina Hays era la responsable de la moralidad de la sociedad. ¿Sabía usted que hubo que cambiar el final de la película Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams? En la obra de teatro, Stella regresa junto a Stanley a pesar de contarle que este violó a su hermana —dijo Smith mientras Judith contemplaba cómo un halcón colirrojo se posaba en una rama de un pino cuya copa rozaba la ventana de la habitación—. En la película, en cambio, Stella lo abandona. Eso era mejor para la moralidad pública, decía Hays. Por supuesto, entonces no se podía pronunciar la palabra violación. En los periódicos se llamaba agresión criminal. En los años cincuenta, aunque una mujer recibiera una paliza y fuera arrojada escaleras abajo, los periódicos no decían que había sufrido una agresión criminal. ¿Sabía usted, Judith, que Marion Star fue parcialmente responsable de la creación de la Oficina Hays? De hecho, la Legión de la Decencia se fundó como reacción a sus películas.

—¿Tan malas eran?

—Eran maravillosas, pero el mundo estaba sumido en una depresión y había muchos que envidiaban el liberal estilo de vida de Marion. Y entonces decían que era inmoral. Hoy en día sus películas son clásicos del cine… resultan refrescantes y divertidas y nos recuerdan una época cinematográfica mucho más amable. Ahora hacen… Rambo —añadió, estremeciéndose.

Zoey salió del cuarto de baño, arrojó las toallas y las sábanas usadas al interior de una canasta y se retiró sin decir ni una sola palabra.

—Adivino una… mmm… discordancia entre usted y su enfermera. ¿Hay algún problema? —le preguntó Smith a Judith.

—No lo sé. ¿Qué tal se encuentra ahora? ¿Le está haciendo efecto la medicación?

—Pues la verdad es que sí. ¿Me puede ayudar a regresar a la cama, por favor?

Mientras Judith lo ayudaba a caminar, rodeándole la cintura con su brazo, Smith añadió:

—Me dijo usted que había estado catorce años casada. ¿Sigue casada?

—Nos divorciamos el año pasado.

—Lo siento. ¿Tiene hijos?

—Prefiero no hablar de eso.

Smith se detuvo antes de acostarse y miró a Judith.

—¿Qué le pasa? —le preguntó—. ¿Qué ocurre?

—No ocurre nada.

—Supongo que es usted una mujer muy fuerte. ¿Dura por fuera para ocultar algo vulnerable que lleva dentro?

Mientras lo ayudaba a acostarse y lo arropaba con los cobertores, Judith le preguntó:

—¿Por qué tiene una mujer que ser dura solo por fuera? ¿Acaso no puedo ser dura por dentro y por fuera? Pégueme un mordisco y me encontrará tan dura como una suela de zapato hasta la mismísima columna vertebral.

Smith sacudió la cabeza.

—Usted tiene un núcleo tierno. Lo adivino en sus palabras. Lo veo en las pupilas de sus ojos. ¿Me quiere usted contar de que se trata?

Judith se sentó en el borde de la cama.

—Nunca sé qué decir cuando la gente me pregunta si tengo hijos. A estas alturas ya tendría que tener ensayada una respuesta, pero no es así. Tuve una hija. Murió hace dos años. Pero, siempre que me preguntan si tengo hijos, no sé qué contestar. ¿Digo que no como si ella jamás hubiera existido? ¿O digo que sí aunque haya muerto y entonces tengo que pasar por las preguntas y las explicaciones?

—Yo no le pido que me explique nada.

—No, pero quiere saber y yo no se lo voy a decir. Kimmie ha muerto y no hay más que hablar.

—¿Por eso se ha enterrado aquí arriba entre la nieve y los pinos y los astros del cine?

—Ahora ya conoce usted mi secreto.

—¿Sabe una cosa? Acabo de darme cuenta, mientras le hablaba de mi problema y de por qué me había hecho operar aquí, de que nunca le dije al doctor Newton cuál era la verdadera razón. Le dije que deseaba recuperarme en paz y tranquilidad, lejos de los teléfonos y las interrupciones. No le dije que la operación me avergüenza y que no quiero que se conozca mi secreto. Pero a usted le he revelado el verdadero motivo, Judith, y usted es la única persona del mundo que lo conoce. ¿No cree que eso significa algo?

—Aun así, no puedo hablarle de Kimmie —dijo Judith en un susurro.

—Ni yo le pido que lo haga.

Judith le miró a los ojos y se sorprendió al ver en ellos una expresión de desafío que no estaba en consonancia con la suave textura de su voz. De pronto, se le había puesto cara de protagonista y la estaba mirando directamente como si le dijera: «Ahora te toca a ti».

Judith se apartó de aquella mirada y aquel desafío. Se negaba a aceptar el reto… el reto de ser mujer. Desde la muerte de Kimmie y su subsiguiente divorcio de Mort, un lamentable divorcio en el que ambos se habían echado mutuamente la culpa, Judith había notado que el corazón se le había endurecido poco a poco, como si el paso del tiempo lo estuviera petrificando. Pensaba que su capacidad de amar había muerto con Kimmie y que Mort había matado su deseo sexual. En el tiempo transcurrido desde entonces, había mirado a todos los hombres con quienes se tropezaba, incluso al atractivo Simon Jung, con una sorprendente indiferencia.

Hasta aquel momento.

—¿Usted tiene hijos? —preguntó.

—Nunca me atreví a casarme y a fundar una familia. Pero todavía estoy a tiempo.

—Mire, señor Smith —dijo Judith—, no me parece justo. Los hombres pueden producir hijos durante casi toda la vida y pueden aplazar el momento de crear una familia. En cambio, las mujeres están limitadas por los años.

—Eso compensa el hecho de que solo las mujeres puedan tener hijos —dijo Smith—. ¿No fue Erica Jong la que dijo algo sobre el resentimiento de los hombres contra las mujeres por su capacidad de seguir desarrollando su vida cotidiana, trabajando y jugando mientras en el interior de sus cuerpos van creando unos nuevos seres humanos?

Judith le miró, sorprendida.

—¿Acaso es usted feminista, señor Smith? Que nadie se entere, porque eso dañaría sin duda su gran reputación de amante.

—Muy al contrario. Para ser un auténtico amante, un hombre tiene que conocer a fondo a las mujeres, tal como las conocieron los legendarios amantes… Casanova, Errol Flynn. Yo conocí bien a Flynn y no era un sinvergüenza en absoluto. Era bueno y generoso y se preocupaba por las mujeres. Las amaba sinceramente.

—¿Y usted? —Judith experimentó un sobresalto al darse cuenta de que estaba coqueteando con él, pero no podía evitarlo—. Parece que es usted irresponsable e infiel, señor Smith.

—No soy ni una cosa ni otra. Cuando amo a una mujer, lo hago con entrega y pasión. Y, cuando ella está conmigo, puede estar segura de que es la única persona de mis pensamientos.

De pronto surgió una imagen en la mente de Smith: sus manos desenredando la gruesa trenza de cabello color caoba que le caía a Judith por la espalda, y desparramando el cabello suelto sobre sus hombros y su pecho desnudo. Se sorprendió. ¿Cuándo había experimentado por última vez aquella clase de deseo por una mujer?

Ahora la pulcra trenza de la doctora lo estaba volviendo loco; viéndola descansar sobre la casta blancura de su bata de laboratorio, había observado que su extremo estaba sujeto con una sencilla cinta elástica y apuntaba hacia unas fuertes y atléticas nalgas. Se imaginó acariciándolas.

—He oído decir que es muy corriente que los enfermos se enamoren de sus médicos —comentó—. ¿Ocurre también lo contrario? ¿Se enamoran alguna vez los médicos de sus pacientes?

Los ojos de ambos volvieron a encontrarse y Judith se preguntó de pronto qué sentiría si la besara aquel hombre.

—Solo los que saben apreciar a los buenos conversadores —contestó Judith, levantándose bruscamente de la cama en la que estaba sentada antes de que él pudiera ver la súbita pulsación de su cuello.

—¿Querrá usted cenar conmigo, Judith?

—Yo nunca ceno con los pacientes, señor Smith. Además, se irá usted a casa en seguida. El doctor Newton le dará el alta dentro de unos días.

—Lo sé. Al día siguiente del baile. ¿Asistirá usted al baile de Navidad, Judith? ¿Me haría usted el honor de acompañarme?

—Ya veremos qué tal se encuentra usted para entonces —contestó Judith.

«Qué tal nos encontramos los dos…». Pensó.

—¿Y la cena? Cualquier cosa que sirvan en el comedor nos la pueden subir aquí arriba. La gallina de caza de Cornualles es excelente y las chuletas de cordero también.

Súbitamente Judith se lo imaginó: una mesa para dos junto a la chimenea, unas velas encendidas, el vino brillando en las copas de cristal. Pero sabía que no hablarían de la comida ni de la amistad; por lo menos, ella no. Para ella sería una trampa que la haría enamorarse en contra de su voluntad. Y eso era algo que no estaba dispuesta a volver a hacer.

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