Stalin

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Tercera parte » 24

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Como si quisiera fastidiarme, Trotski continúa trabajando pese a las molestias de la mudanza y del traslado de sus papeles. Su interés sigue centrado en el robo bancario de la plaza Erevan. Pero me alegra advertir que, una vez más, la vanidad de Trotski hace que se le escapen importantes pistas. Cuando Lenin tuvo noticia del robo de la plaza Erevan, comentó que yo era un «espléndido georgiano». Esto, aparentemente, lastima la vanidad de Trotski. No le gusta considerarme unido a Lenin por nada, y mucho menos por el crimen. Y esto le hace desestimar el papel que desempeñé en el robo cuando llega a la conclusión de que Stalin «no estaba en contacto directo con los miembros de los destacamentos, no les dio instrucciones y, por consiguiente, no fue el organizador del hecho en el auténtico sentido de la palabra ni, mucho menos, participó directamente en él».

Al parecer, no se da cuenta de que esto contradice lo que escribió anteriormente acerca de mis visitas a Lenin en Berlín y Londres, que tuvieron como motivo expreso discutir sobre la expropiación. Por mí, estupendo.

Ahora Trotski tendrá que seguir mi pista a través de un laberinto de prisiones y, a no ser que tenga mucha suerte, ahí no encontrará casi nada de utilidad. En los diez años que mediaron entre el robo de 1907 y la Revolución de 1917 me arrestaron cinco veces y cinco veces estuve exiliado en Siberia, la última en el Círculo Ártico. Yo mismo no recuerdo gran cosa de todo ello. Las prisiones se difuminan en mi memoria y la nieve siempre es nieve.

En una ciudad, uno está permanentemente rodeado de desconocidos, pero en una ciudad, uno también conoce a gente constantemente. Lo mismo ocurre en prisión.

Me encontré con Benno, el falsificador al que había conocido en la primera celda en que me encerraron. Fue Benno el que empujó a Sasha al suelo y luego le dio de patadas. Reanudamos nuestra amistad como si los cinco o seis años no hubieran transcurrido.

—Dime una cosa —me pidió—, ¿el de la plaza Erevan fuiste tú?

—Eso ni la policía ha logrado averiguarlo.

—Sin embargo, lo de los números de serie fue una lástima.

—Una vergüenza.

—Hablando de mala suerte, mira esto —dijo Benno mostrándome el índice de su mano derecha, que estaba lleno de cicatrices.

—¿Qué pasó?

—No preguntes.

—Insisto en saberlo.

—No sé cómo, pero el caso es que estaba trabajando en un grabado y se me cayó el ácido.

—Recuerdo que un fabricante de bombas me dijo que su auténtico trabajo consistía en no cometer errores.

—Bueno, pues yo cometí el mío. Ahora no podría falsificar ni un billete de autobús.

—Entonces ¿de qué vives? —quise saber.

—El dedo aún es flexible —replicó Benno doblando y desdoblando el dedo como si apretase un gatillo.

—¿Bancos?

—Bancos. Tiendas. Ciudadanos.

—Hubo un robo en la joyería Goldenhof…

—Ese robo ni la policía ha logrado resolverlo.

Los dos nos echamos a reír.

Benno y yo charlamos varias veces antes de que me enviaran al exilio. Ahora él me trataba con más respeto, incluso con deferencia. Ahora Benno sabía que los revolucionarios no eran simples charlatanes, sino que podían hacer cosas que, él lo sabía por experiencia, no tenían nada de fáciles. Y su respeto hacia mí aumentó cuando le conté que había viajado a Londres y a Berlín para entrevistarme con Lenin, del cual dije que algún día derribaría al zar de su trono. Él seguía mostrándose escéptico.

—Un banco es una cosa y el zar, otra muy distinta.

Aunque Benno sentía mayor respeto hacia los revolucionarios en general y hacia mí en particular, nuestras ideas no le interesaban y, además, no creía que tuviéramos ni la más mínima posibilidad de éxito. Lo que en mi opinión le interesaba a Benno era encontrar trabajo. Por lo que a él respectaba, nosotros y él nos dedicábamos al mismo oficio. Y nosotros habíamos perpetrado el mayor robo bancario de la historia de Rusia. Si lo habíamos hecho una vez, lo repetiríamos. Y, nunca se sabe, podría llegar el momento en que un profesional de confianza nos resultara útil. Fuera como fuese, me explicó cómo podía localizarlo en San Petersburgo, Moscú y Tiflis. Y tuvo la suficiente sensatez como para no pedirme a mí que hiciera lo mismo.

Al poco tiempo de mi encuentro con Benno me trasladaron a otra prisión, donde fui llamado a presencia de otro viejo conocido, el comandante Antónov.

—Estaba hojeando la lista de nuevos prisioneros y ¿con quién me encuentro? Con Dzhugashvili, Josef V.

—¿Así de sencillo?

—Es mi trabajo.

—Cada cual tiene su trabajo.

—Según nuestros informes, has cambiado la poesía por el periodismo.

—Está mejor pagado.

—Pero no tan bien pagado como los atracos.

—Los atracos no me llaman la atención.

Antónov sonrió.

—Ya hemos colaborado antes, así que no necesitamos andarnos por las ramas. La información que me diste acerca de la ubicación de la imprenta clandestina hizo maravillas por mi carrera. En realidad, ya se ha iniciado el papeleo para mi traslado definitivo a San Petersburgo, y me faltan palabras para decirte lo que me alegra la posibilidad de alejarme del calor y de la pegajosa arena de este lugar. Pero llevo mucho tiempo trabajando en esta burocracia y sé que nada es definitivo hasta que ocurre. Para todo puesto hay otros candidatos, otros padrinos. Además, ya sabes, esto es Rusia. Aquí nada funciona a derechas.

Yo también sonreí.

—Y esa es la auténtica razón por la que los revolucionarios terminarán triunfando —dije.

—Es posible que sí —dijo Antónov—, y también es posible que no. Ciertas cosas funcionan bastante bien. Por ejemplo, la policía. Delante de mí tengo informes según los cuales estuviste en Londres. En 1907, ¿no? Sí, aquí está, 1907. Y anteriormente te habías entrevistado con Lenin en Berlín. Parece que ahora te mueves en círculos más elevados.

—Usted siempre dijo que me iría bien.

—Cuentan una historia acerca de Napoleón. Tras salir victorioso en una batalla en Italia, de pronto se da cuenta de que todo puede ser suyo. Todo. Sea cual sea el significado de la palabra todo.

—Todo —repetí más por probar la palabra que por decir nada concreto.

—¿Y en qué consiste todo para ti en estos momentos?

—Buena pregunta.

—Una buena pregunta merece una buena respuesta.

—Lo lamento, pero no puedo decírselo. Hasta mis fantasías son ilegales.

—Bueno, por algunas de tus conversaciones e incluso, lo cual fue un descuido por tu parte, por algunas de tus cartas, sabemos que estás convencido de que aquí, en Rusia, debería existir un comité central, del cual tú, sin duda, deberías formar parte, si es que no eres su líder absoluto.

—¿Yo he dicho eso?

—Aunque no lo hayas dicho, reconocerás que es una excelente idea.

—Sí, no está mal.

—Y si esa excelente idea se hiciera realidad, se produciría también una armoniosa simetría entre nuestras posiciones. Ambos podríamos estar a punto de conseguir cosas que nos interesan. Probablemente, si yo solucionara algún caso importante, eso haría que en San Petersburgo se acelerase el papeleo.

—¿Y qué conseguiría yo a cambio?

—¿Qué desearías?

—Tener mano libre.

—Eso es mucho pedir. A fin de cuentas, tú eres nuestro enemigo declarado. Estás en el bando de los revolucionarios.

—Ya sé en qué bando estoy.

—Y yo también. En el bando de Dzhugashvili, Josef V.

—Usted ya sabe lo que deseo. Que se forme un comité central aquí, en Rusia.

—Eso únicamente se puede arreglar en San Petersburgo. Ayúdame a llegar allí.

—Odiando el sur como lo odia, tal vez cuando llegue a San Petersburgo olvide usted sus promesas.

—Yo no soy de esos.

—Y yo no soy de los que se dejan dar gato por liebre.

—La última vez te fiaste de mí.

—La última vez no quería nada. Esta vez sí quiero algo, y tengo que esperar demasiado para conseguirlo. Así que sospecho que no podremos hacer negocios juntos.

—No tengas tanta prisa. Te diré algo para que reflexiones sobre ello. A lo mejor, no fue simplemente que nos enteramos de que estuviste en Londres en 1907 y de que poco antes del robo en el banco de la plaza Erevan te habías entrevistado con Lenin en Berlín. Quizá lo que ocurrió fue que te permitimos ir a Londres y que te permitimos ir a Berlín.

—¿Y por qué iban a mostrarse ustedes tan generosos?

—Quizá hayamos decidido que tú siempre constituirás un elemento de división. Quizá hayamos decidido que nos interesa que nuestros enemigos estén divididos. Quizá ese fue el motivo de que te permitiéramos viajar, porque veíamos en ti a un agente activo de la escisión.

—Es muy fácil decir que ustedes permitieron hacer algo a una persona cuando se trata de cosas referentes al pasado y que no hay modo de verificar.

—Existen documentos.

—Ustedes pueden falsificar todos los documentos que quieran.

—No me refiero solo a nuestros documentos oficiales. Mira, fíjate en este recorte del Daily Express londinense del 10 de mayo de 1907. En él incluso se identifica al agente que permaneció ante la iglesia de la fraternidad: «El incansable observador era M. Sevrieff, un policía secreto ruso…».

—No debía de ser el mejor de sus agentes si la prensa averiguó su nombre.

—Quizá también para eso había un motivo. El caso es que sabíamos quién entraba y salía de aquella iglesia. Y todos los rusos que asistieron se encontraban allí, bajo un mismo techo, para que a nosotros nos fuera posible vigilarlos. Y si crees que en el interior de la iglesia no teníamos agentes, es que no sabes lo eficaces que realmente somos.

—Cada celda tiene su soplón.

—¿Me crees ahora?

—No, porque si no molestó usted a ninguno de los que asistieron, no me hizo a mí ningún favor especial.

Eso lo desconcertó y, por unos momentos, no dijo nada. Lo había derrotado. Y en buena lid. Lo cual no hacía sino empeorar las cosas. Además, ¿qué le importaban a Antónov las «buenas lides»? A él lo único que le importaba era regresar a San Petersburgo.

Pero de pronto, con una sonrisa, Antónov dijo:

—Tienes razón. No puedo demostrarlo. Salvo en el sentido negativo. No puedo demostrarte que te estábamos dando cuerda, pero lo que sí puedo hacer es quitártela. Y entonces te encontrarás en una situación bastante apurada.

—Antónov, yo le hice un favor y usted me lo devolvió. Estamos en paz.

—La gente nunca está en paz.

—Así que de lo que se trata es de que o ayudo a Antónov a llegar a San Petersburgo o…

—O te pudres en la tierra de los osos polares mientras otro personajillo como Sverdlov o Trotski se convierte en lugarteniente de Lenin. ¿Qué prefieres, Dzhugashvili?

Nunca he llegado a entender por qué, sin vacilar ni un segundo, aparté la vista de mi interlocutor y dije:

—El exilio.

Y al exilio fui. En septiembre de 1908, poco después de mi conversación con Antónov, fui desterrado a Solvychegodsk. En el verano de 1909 escapé y estuve en libertad hasta abril de 1910, cuando me detuvieron en Bakú y me enviaron de nuevo a Solvychegodsk para que terminara de cumplir mi sentencia. En septiembre de 1911 me arrestaron de nuevo, esta vez en San Petersburgo. En diciembre me desterraron a Vologda. Tres arrestos, tres exilios: no me perdían de vista.

Pero yo no terminaba de saber de qué iba aquello. ¿Era Antónov el que me perseguía? ¿O le había confiado mi caso a otra persona? ¿Y por qué a veces me detenían tan rápidamente mientras en ocasiones dejaban pasar casi un año? ¿Era que yo sabía darles esquinazo o que ellos estaban jugando conmigo?

El exilio o mata o cura.

Existe un pánico instantáneo que se inicia en cuanto la puerta de una celda se cierra a tus espaldas; todos los perros detestan las cadenas. Pero el pánico del exilio es distinto. Se trata de la sensación de que la vida se encuentra en otro lugar y tú te la estás perdiendo. Y lo único que queda es el inmenso cielo siberiano, que te aplasta contra el suelo como los campesinos aplastan los piojos entre el pulgar y el índice.

Algunos exiliados sucumben a la desesperación y a la locura. Pero la mayoría combaten lo uno y lo otro dedicándose con furioso empeño a cualquier actividad que antes habían dejado postergada: escribir un análisis sistemático de las ideas de Marx o hacer un estudio etnográfico sobre los habitantes locales.

El gobierno pagaba unos rublos para costear tu manutención y la de otros exiliados en la cabaña de algún pescador siberiano, pero si no te aplicabas tú mismo a cazar y a pescar, podías morir fácilmente de inanición o de enfermedades causadas por ella. En Siberia, la prioridad número uno es sobrevivir al día.

Dediqué cientos de horas a pescar en el hielo y a poner trampas en los bosques. La cosa no era tan dura. Con un buen pez tenías para tres días y, si ponías suficientes trampas, alguna de ellas atraparía un conejo o, si tenías suerte, un zorro o algún otro animal cuya piel pudieras vender por unos rublos. Pero no siempre había cosas que comprar, aunque tuvieras dinero.

En la cabaña en que me alojaba había otro exiliado, un judío barbudo que siempre tenía ganas de hablar. La charla era el medio que utilizaba para tratar de no enloquecer. Yo también estaba enloqueciendo un poco pero combatía mi locura con el silencio. Así que simulaba leer, bebiendo té aguado y fumando cigarrillos hechos con pinocha. Peor es nada. Suspirando, ofendido, el otro exiliado seguía hablando incluso cuando se lavaba los pies. Si hay algo del exilio que deja una honda huella, ese algo es el hedor a pies.

En 1911, por la época en que cumplí los treinta y dos años, estuve a punto de quitarme la vida. Mi esposa había muerto de tifus durante mi último período de libertad. Trotski cita a un amigo de la infancia que describe cómo, cuando la comitiva del entierro llegó a las puertas del cementerio, yo me detuve y, con una mano sobre el corazón, dije:

—Esta criatura ablandó mi corazón de piedra… Con ella han muerto mis últimos sentimientos de afecto hacia el ser humano. Ahora en mi interior no hay más que una increíble desolación.

Yo siempre me mostraba elocuente en los entierros, pero esto me parece un poco exagerado. Y no es que no dijera algo por el estilo, ni que no lo sintiese.

Más adelante me di cuenta de que, incluso al morir, Ekaterina me hizo un gran favor. Si hubiera vivido más y hubiésemos tenido más descendencia —en el año que precedió a su muerte me dio otro hijo, Yákov—, yo me hubiera quedado en comisario para las Nacionalidades, que fue el primer cargo que me encomendó Lenin después de la Revolución. Nunca habría pasado de ser un extranjero bigotudo situado en la fila posterior de las fotos del Politburó que publicaban los periódicos.

Sin embargo, durante aquel destierro me encontraba sumido en la desesperación. La soledad, Siberia y la aflicción formaban una mezcla devastadora. Estaba pescando junto a un agujero en el hielo; la última luz estaba a punto de desaparecer tras el horizonte siberiano. Acababa de destripar un pez cuyas vísceras relucían sobre el hielo y miré su cuerpo, las escamas plateadas, ordenadamente alineadas, tan distintas a las entrañas. Mi propio cuerpo era igual: unas vísceras y unos intestinos que no me era posible ver me mantenían con vida. Yo tenía un cuchillo excelente, finlandés, de filo serrado. Me quité los guantes y pasé el pulgar por el filo, que estaba tan frío que la piel se me pegó a él. Calculé. Un rápido tajo en la muñeca y luego un par de minutos antes de que me desvaneciera a causa de la pérdida de sangre. Podían ser minutos horribles, pero solo serían minutos.

Toqué con la punta del cuchillo las venas de mi muñeca. Instintivamente retiré la mano. El cuerpo no quería morir. El cuerpo era como un perro. Tenía sus propios deseos, independientes de mi voluntad. Así que la única pregunta posible era: ¿Qué pesa más, mis ansias instintivas de vivir o mi deseo de morir?

Y de pronto, en medio del hielo y del crepúsculo siberianos, estallé en carcajadas. Era algo tan estúpido, tan literal. Yo no quería morir en absoluto, solo deseaba librarme de aquella criatura débil y gimoteante que estaba junto al agujero en el hielo.

Necesitaba una nueva identidad, un nuevo nombre. En el pasado, me había transformado asumiendo el nombre de Koba y, lentamente pero con seguridad, me transformé en Koba. En la época de aquel exilio, usé una docena de alias, algunos sencillos como Ivánovich, y otros más complicados, como Oganess Vartánovich Totomiants. Pero ninguno de ellos era el adecuado.

Tendría que inventarme un nuevo nombre, pero esta vez no lo sacaría de una novela. Mi propio apellido, Dzhugashvili, procedía de la vieja palabra georgiana dzhuga, que significa hierro. En ruso, acero es stal. Bastaba con poner «in» al final, como en Lenin y Darwin. Stalin.

Y de pronto, como en los cuentos de hadas rusos, apenas el héroe hubo descubierto su verdadero nombre, todo cambió mágicamente para mejor. En enero de 1912 me enteré de que Lenin había formado un partido propio con el mismo nombre de su facción, los bolcheviques, y de que me invitaba a formar parte del Comité Central. El robo bancario de la plaza Erevan no había quedado sin recompensa. Me sentí eufórico. Mi única preocupación era que el comandante Antónov hubiera metido mano en el asunto con la intención de colocarme a mí, un «factor de escisión», en el núcleo del Partido. Pero no permití que esa preocupación me agobiase. Como miembro del Comité Central, me consideré en el deber de huir inmediatamente.

Tras el frío, las incomodidades y el hedor a pies de Siberia, San Petersburgo resultó embriagador. La ciudad olía a café y a estiércol, pasaban trineos con risueñas jovencitas envueltas en pieles; yo imaginaba que sus coñitos eran como martas cibelinas. Estaba eufórico y me alojaba con una familia de obreros revolucionarios, los Allilúyev. Me mimaban, me servían sopa caliente y me ofrecían una cama limpia en la que me dormía arrullado por el sonido de voces infantiles en la habitación contigua. Andando el tiempo, me casaría con una de sus hijas, Nadia, que por entonces era una colegiala de once años con un lazo en el pelo, pero ya me miraba con ojos adoradores, como si yo fuera un héroe.

Lenin me había confiado una importante tarea: formar un periódico legal, Pravda, en San Petersburgo. Tras años de opresión y estancamiento, aquel era un momento de renovadas energías. Los mineros de los yacimientos de oro del río Lena, en Siberia, se habían declarado en huelga y se habían enfrentado a la policía; a más de un centenar los mataron a tiros. Aquel derramamiento de sangre fue un gran estímulo. Sabíamos que el zar siempre estaba listo para matar a un centenar de obreros, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez en que un centenar de obreros estuvieron dispuestos a morir.

Me arrestaron el día en que salió a la calle el primer número de Pravda, en abril de 1912. Otra vez me exiliaron, otra vez escapé y, para comienzos de octubre, volvía a encontrarme en las calles de San Petersburgo. Me dediqué plenamente a mi trabajo para Pravda, pero no tardé en hacer buena la opinión de Antónov, según la cual yo era un «factor de escisión». Por algún motivo, no me era posible evitar tomar posiciones editoriales que enfurecían a Lenin, y por algún motivo siempre me retrasaba en mandarle el dinero que él cobraba por sus artículos. En sus cartas, Lenin no ocultaba su descontento. Así que me puse nervioso cuando me convocó para una reunión del Comité Central en Cracovia.

Provisto de unos excelentes documentos falsos que me había facilitado el miembro del Partido que se ocupaba de tales menesteres y al que llamábamos en broma ministro de Asuntos Exteriores, no tuve la menor dificultad en las aduanas que crucé durante el viaje. El único problema surgió en el restaurante de una estación ferroviaria polaca en la que tuve que efectuar un cambio de trenes. Yo tenía una hambre de lobo y los camareros, que llevaban sucias chaquetas blancas cruzadas, parecían más interesados en chismorrear entre ellos que en atender a los clientes. Al fin, tras mucho hacer señas, conseguí que uno de ellos se acercara a mi mesa. Tras señalar el reloj, repetí la palabra rusa que significa sopa, con la esperanza de que comprendiera. Al principio, él simuló que no y luego hizo ver que al fin lo había captado: «Ah, zupa, zupa». Desapareció en la trastienda. Me era posible oír el ruido de cacharros, el silbido del vapor y el sonido del desagradable idioma de aquella gente. Mi camarero reapareció con chuletas para una mesa y rollos de col para otra. Ahora simulaba estar terriblemente ocupado y en ningún momento miró hacia mí. ¿Cuánto se tarda en servir un cazo de sopa? Justo el tiempo que tardó en llegar el tren que yo esperaba. De pronto, todos los parroquianos se pusieron en pie tras tomar apresuradamente el último bocado y dejar su dinero sobre las mesas. En cuanto sonó el timbre de aviso, mi camarero salió por la puerta de la cocina con un humeante cuenco de sopa de cebada sobre el que flotaba una cucharada de exquisita crema agria.

Con una expresión de fingido horror que en realidad no era sino satisfacción, el hombre me miró lanzar el cuenco contra el suelo al tiempo que gritaba:

—¡A la mierda tú, a la mierda Polonia y a la mierda la sopa!

Lenin no pudo contener una carcajada cuando le referí la anécdota. Con los ojos húmedos y la voz quebrada por la risa, me dijo:

—Jamás de los jamases se te ocurra pedir en ruso en un restaurante polaco. Es preferible hablar por señas.

Pero ahora la suerte me sonreía de tal modo que el desagradable incidente resultó ser doblemente útil. Rompió el hielo con Lenin y le proporcionó una forma cómoda para abordar el nuevo trabajo que me tenía destinado.

—Mira —me dijo—, todos los imperios son multinacionales: el británico, el austrohúngaro, el ruso. En uno de mis artículos llamé a Rusia «la prisión de las nacionalidades». Quiero que te dirijas a Viena y escribas un estudio sobre lo que va a ocurrir con esas nacionalidades, los letones, los armenios, los georgianos, los uzbecos, los judíos, etcétera, cuando nosotros las liberemos de su prisión.

Eso era lo que más me gustaba de Lenin, siempre daba la victoria por supuesta.

Aunque me sentí honrado por la misión, yo no era ningún estúpido. Sabía que lo que Lenin pretendía en realidad era apartarme de Pravda.

Apenas hablé durante las reuniones del Comité Central. Me limité a observar cómo Lenin lo dirigía todo. De nuevo me di cuenta de que toda organización la gobiernan unos cuantos hombres encerrados en una habitación. Desde la habitación adecuada, uno podía gobernar toda Rusia.

Aunque parezca mentira, de todos mis compañeros en el Comité Central, el que más me agradaba era un polaco, Román Malinovski, que había estado en la cárcel acusado de robo y había demostrado ser un brillante organizador laboral. Había acusaciones, que posteriormente se demostraron ciertas, en el sentido de que Malinovski era un espía de la policía, pero en aquellos momentos Lenin las refutaba con gran ardor. Refiriéndose a un camarada apellidado Lubov, que tenía fama de ser un perfecto inútil, Lenin comentó:

—¿No os parece muy significativo que tales acusaciones nunca se hagan acerca de camaradas como Lubov, sino solo acerca de los hombres que destacan por su capacidad y su utilidad?

Fue en Viena donde me encontré por segunda vez con Trotski. Se me terminó el té y entré en el apartamento de un vecino, en el edificio de obreros socialistas en que me alojaba. Me sorprendió ver a Trotski, a quien hacía unas semanas había atacado por escrito calificándolo de «vocinglero titán de músculos postizos». Yo no sabía si él había leído el artículo o no, pero el caso es que al verme dio un respingo. Trotski dice no acordarse de nuestro primer encuentro en Londres, pero sí recuerda Viena y mis «hostiles y amarillentos ojos». Cinco años habían pasado desde que el deseo de matar a Trotski afloró en mí en el taller de bombas de Vitia, pero verlo frente a mí reavivó aquella llama.

Tras concluir mi estudio sobre las minorías, que ocupó unas cuarenta páginas, regresé a San Petersburgo justo en el momento en que, para conmemorar el primer aniversario de Pravda, iba a celebrarse un concierto y una reunión para recabar fondos. Le pregunté a Malinovski si le parecía seguro que yo asistiera. «Sí, pero ten cuidado», me contestó.

Malinovski me hizo rápidamente un plano del salón de recepciones, donde señaló las puertas principales, así como las laterales que daban a la calle.

Como seguía en racha de buena suerte, decidí arriesgarme. Me salté el concierto y llegué a la fiesta en el momento de mayor animación. Mientras me encontraba sentado a una pequeña mesa de un rincón, de espaldas a la gente, charlando con unos camaradas, fueron a arrestarme.

—Dzhugashvili, acompáñanos.

—No me llamo Dzhugashvili, sino Stalin.

—Cuéntaselo a tu abuela.

Una imagen me obsesionó durante todo el viaje hasta Siberia: una silueta recortada contra una lámpara de gas, entrevista mientras la policía me sacaba del salón. No podía tener la plena certeza de ello, pero algo en la caída de los hombros me indicó que el comandante Antónov había hecho realidad su viejo sueño de regresar a San Petersburgo y había ido personalmente a ver cómo le quitaban toda la cuerda a su antiguo protegido, Dzhugashvili, Josef V.

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