Stalin

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Cuarta parte » 31

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Ahora mi única esperanza está depositada en la arrogancia de Trotski. En su investigación del período que va desde 1921 hasta la muerte de Lenin en 1924, tendría que enfrentarse a los errores que cometió en esos años, que le costaron perder todo cuanto le era querido. Pero eso, claro, no quiere hacerlo. ¿Quién querría? Por eso su sentido crítico estará sin duda adormecido y tal vez no logre atar los cabos más esenciales.

Tras la guerra civil la nación estaba en ruinas. Fábricas bombardeadas, campos calcinados, tifus, hambruna, canibalismo. Salvo por un núcleo duro de obreros y políticos, a los comunistas no nos quería nadie. Gobernábamos mediante el terror y la muerte. Ahora los cañones los teníamos nosotros.

En el Décimo Congreso del Partido, celebrado en abril de 1921, Lenin tomó dos medidas inteligentes. Presentó su Nueva Política Económica, a la que todos terminaron llamando NPE. Lenin hizo de tripas corazón y permitió el capitalismo a pequeña escala, sabedor de que la codicia siempre resulta una excelente motivación. Trotski estuvo en contra. Quería «ejércitos del trabajo», batallones de reclutas obligados a marchar hacia las fábricas y los campos. Pero los vertiginosos y románticos días de la Revolución y la guerra civil habían terminado. Había llegado el momento de las componendas y los chanchullos. Había llegado mi momento.

La otra sabia decisión de Lenin pasó en su momento casi inadvertida. Si había algo que Lenin temiese, eso era una escisión en el Partido. Nuestro control del poder ya era bastante precario; una fractura y seríamos hombres muertos. Así que Lenin introdujo una cláusula secreta según la cual cualquier miembro del Comité Central que fuera encontrado culpable de crear una oposición podría ser expulsado del Partido mediante una votación de dos tercios. En aquellos días, todo era muy democrático.

La precariedad de nuestro control del poder no tardaría en ponerse de manifiesto. Apenas hubimos terminado las sesiones del congreso, los marineros destacados en la isla de Kronshtadt, frente a San Petersburgo, se rebelaron. Su lema era: «Soviets sin comunismo», es decir, sin nosotros. El problema radicaba en que, como Trotski dijo, los marineros eran «el orgullo y la gloria de nuestra Revolución», los más valerosos y más rojos de todos. Pero Lenin no se hacía ilusiones. Uno no abandona el poder por haber perdido unas elecciones, y uno no abandona el poder porque unos marineros resulten ser más fieles a tus principios que tú mismo. Envió a Trotski a aplastar la rebelión. Era el tipo de acción que a Trotski le gustaba: cargas de caballería a través de la bahía helada, vítores, asaltos contra los bastiones.

Se trató de otra chapuza más, absolutamente imprescindible, pero que los camaradas nunca le perdonaron a Trotski. Lo de que un judío matara a nuestros muchachos olía a chamusquina.

Yo traté de pasar inadvertido y me mantuve ocupado haciendo los tediosos trabajos para los que mis largos años en Siberia me habían preparado. Encabecé el comité supervisor, conocido oficialmente como Inspectoría de Obreros y Campesinos, y dirigí el Orgburo, que estaba encargado del personal. Trotski hacía discursos de siete horas y asaltaba fortalezas; yo me quedaba sentado en mi oficina estudiando fichas, ascendiendo a unos hombres, degradando a otros. Por entonces se me conocía por el apodo de Camarada Archivo. Lenta, muy lentamente, iba situando en los principales órganos de poder a hombres sabedores de que me debían a mí sus ascensos. Y, además, procuré pasar el mayor tiempo posible con tales hombres, fumando y charlando con ellos. La mayoría eran jóvenes y estaban hambrientos. Para ellos, la Revolución significaba que el hijo de un fontanero podía gobernar una ciudad.

Aparte de mi buen olfato, disponía de otros medios para saber lo que la gente pensaba realmente. Fui el encargado de la instalación de un sistema telefónico especial en circuito cerrado para el uso exclusivo de los miembros del círculo interno del Partido. Diseñado por un ingeniero checo, el sistema originalmente solo tenía ocho terminales. Le ordené a ese ingeniero que añadiese un teléfono especial para mí que me permitiera escuchar cualquier conversación que se estuviera desarrollando a través del sistema. Pero, cumplida ya su misión, aquel desdichado poseía una peligrosa información. Aunque mi acto tal vez no fuera tan grandioso como el de Iván al cegar al arquitecto de San Basilio, ordené que le pegaran un tiro al ingeniero, que era lo máximo que uno podía hacer en el siglo XX.

Trotski cometió uno de sus errores más graves en el Undécimo Congreso del Partido, celebrado en abril de 1922. Lenin me había nombrado secretario general del Partido, un puesto que por entonces no tenía demasiado peso, y le ofreció a Trotski el cargo de vicepresidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, el puesto número dos, el que se confía al heredero del poder. Trotski ya había demostrado tenerse por tal cuando se apresuró a volver a Moscú nada más enterarse de que habían atentado contra Lenin. Pero ahora, cuando le ofrecían lo que él consideraba que le correspondía por derecho, lo rechazaba.

¿Por qué? Aquel fue el principal tema de especulación en los pasillos durante un descanso en las sesiones. Me dediqué a ir de grupo en grupo escuchando lo que la gente decía.

—Es demasiado radical.

—Le preocupa que ya haya demasiados judíos en el consejo.

—No quiere que lo nombren; desea obtener el puesto por aclamación popular.

—Aún está avergonzado por haber vuelto tan deprisa a Moscú tras el atentado contra Lenin.

Escuchando conversaciones telefónicas tuve la primera noticia de los problemas de salud de Lenin. Este aún tenía en el cuerpo dos balas del intento de asesinato de hacía cuatro años. Había estado sufriendo terribles dolores de cabeza y entonces, inmediatamente después del congreso, los médicos decidieron operarlo. Había distintas teorías: el plomo de los proyectiles lo estaba envenenando, las balas eran dumdum y las habían bañado en curare. Pero tal vez los motivos de los dolores de cabeza fueran otros. A Lenin le preocupaba el aumento de la burocracia y que siguiéramos teniendo enemigos, mencheviques y otros revolucionarios que no se habían pasado a nuestro bando. Para eso, él tenía una solución: colocarlos contra un muro y llenarlos de balas.

La operación quirúrgica fue un éxito, pero un mes más tarde, a finales de mayo de 1922, Lenin sufrió un ataque de hemiplejía. Recibíamos boletines médicos diarios. Lenin estaba sometido a un estricto régimen. Nada de política, nada de periódicos, nada de trabajo, nada de visitas. Sentado en la habitación desde la que se gobernaba toda Rusia, cogí un pedazo de papel y eché unas sencillas cuentas. Lenin tenía cincuenta y dos años, y yo cuarenta y dos. Si él se recuperaba del ataque, tal vez pudieran quedarle nueve o diez años útiles. Eso significaba que, si jugaba bien mis cartas, para cuando cumpliera su edad podría ser yo quien mandase. En el caso, claro, de que Trotski no cambiara de pronto de idea y decidiese aceptar el puesto que le ofrecían.

Tenía que averiguar cómo se encontraba Lenin, así que viajé hasta Gorki, una aldea situada a media hora de Moscú. Lenin no tenía mal aspecto, aunque le costaba hablar. Su humor seguía siendo bueno, mordaz. Con sarcástica ironía, me dijo:

—No me dejan leer los periódicos. No me está permitido hablar de política. Así que tengo el buen cuidado de no tocar ni el más mínimo pedazo de papel que haya sobre la mesa, no vaya a ser que pertenezca a un periódico. Debo obedecer las órdenes de los médicos.

Por supuesto, lo único que deseaba era hablar de política. Lo puse al corriente de todo al tiempo que insertaba algunas pullas contra Trotski, aunque no demasiadas, para que no se notase mi antipatía. Sin embargo, pude darme cuenta de que a Lenin no le hizo gracia lo que le conté.

En las visitas siguientes lo encontré muy abatido. Hablaba del suicidio e incluso me pidió que le llevara veneno para que pudiera quitarse la vida en el caso de que se hiciera obvio que iba camino de convertirse en un vegetal. Para un hombre que, como él, había dedicado toda su vida a alcanzar el poder y ejercerlo, la posibilidad de quedarse inmóvil y babeante en una silla era demasiado horrible. Lenin también le pidió veneno a su esposa y a otros amigos, y no dejaba de hablar del suicidio de la hija de Marx. Yo le aseguré que él siempre sería mi líder y que siempre le obedecería, aunque las cosas, desde luego, nunca iban a llegar a tal extremo.

—Piensa que esto es como una mala resaca —le dije—. Uno jura que no volverá a beber, pero ese juramento también forma parte de la resaca. Los médicos dicen que para finales del verano estarás otra vez trabajando.

Y hacia finales de septiembre así ocurrió. El 31 de octubre de 1922 Lenin efectuó su primera aparición en público pronunciando un discurso que, salvo por el hecho de que arrastró algunas palabras, salió bastante bien. No obstante, parecía demacrado, débil, un poco perdido.

Quizá Lenin volvió al trabajo con demasiado ímpetu, ya que el 16 de diciembre sufrió un segundo ataque. Entonces se creó un comité médico-político para ocuparse de la salud y las actividades de Lenin. Yo presidí ese comité, que decretó: «Lenin tiene derecho a dictar entre cinco y diez minutos todos los días… Se le prohíbe recibir visitas. Ni sus amigos ni las personas que lo rodean deben darle noticias de índole política».

Resultaba raro ordenarle y prohibirle cosas a Lenin, aunque, naturalmente, todo se hacía por su bien.

Pero Lenin, que siempre había considerado que con la palanca adecuada podía mover cualquier cosa, comenzó a utilizar esos cinco o diez minutos diarios a modo de palanca para librarse de mí. A finales de diciembre de 1922 y en enero de 1923, obsesionado por las desavenencias entre Trotski y yo, Lenin encauzó todas sus fuerzas contra esa «trágica eventualidad», y escribió lo que llegaría a ser conocido como su testamento. Lenin conservó una copia, le entregó tres a su esposa y escondió una quinta en un lugar secreto.

En su testamento, Lenin decía de Trotski que «quizá sea el hombre más capaz del actual Comité Central», aunque criticó su «excesiva seguridad en sí mismo».

Pero las palabras más duras las reservó para mí.

El camarada Stalin, tras alcanzar la Secretaría General, ha concentrado un inmenso poder en sus manos, y no estoy seguro de que siempre utilice ese poder con la suficiente cautela.

Stalin es excesivamente brutal, y esta característica, aunque tolerable en los tratos entre los comunistas, resulta intolerable en un secretario general. Por lo tanto, propongo a los camaradas que encuentren el modo de separar a Stalin de su puesto y que nombren para él a alguien que no se parezca en nada al camarada Stalin.

Lenin me había traicionado. Y se había traicionado a sí mismo. Se había vuelto blando e infantil. Una débil sonrisa de indulgencia flotaba siempre sobre aquellos labios que habían ordenado diez mil ejecuciones. Y, encima, estaba dándose golpes de pecho. «Creo ser… irremisiblemente culpable ante los obreros rusos…»

Y sus ataques no solo iban contra mi persona, sino también contra mi base de poder. Escribió artículos en Pravda abogando porque los comités que yo dirigía fueran o bien reducidos de tamaño o anegados de tal cantidad de nuevos miembros, que las mayorías que yo había logrado forjar con tanto esfuerzo se convirtiesen en pequeñas facciones sumamente fáciles de aislar. Ahora me arrepentía de no haberle dado el veneno cuando me lo pidió. A aquel paso yo no me convertiría en el líder, ni dentro de diez años, ni nunca.

Pero luego, en marzo de 1923, tras romper todas sus «relaciones de camaradería» conmigo, Lenin sufrió un tercer ataque. «Dios votó por Stalin», comentó irónicamente el periodista Karl Radek.

Lenin se sentía asustado por haberse vuelto en mi contra y por haberme pedido veneno en una ocasión. Insistió en comer lo mismo que el resto de los que vivían en la casa. Pero, como reza el dicho, el miedo tiene los ojos grandes. Yo, por mí parte, había dejado de preocuparme por él. Sabía que la recuperación después de un tercer ataque era poco menos que imposible. Lenin apenas podía andar y su capacidad de expresión se había reducido a unos cuantos monosílabos. Estaba acabado. En aquellos momentos, el único que me preocupaba era Trotski.

Dediqué todos mis esfuerzos a formar un bloque contra Trotski. Como de costumbre, asumí una posición comedida y aseguré que mi único deseo era formar parte de una dirección colegiada, a diferencia de Trotski, que era por naturaleza incapaz de compartir el centro de la escena. Hacia finales del año, algunos camaradas acusaban a Trotski de traición y exigían que fuera arrestado.

Pero de pronto y contra todo pronóstico, a finales de 1923, pareció que Lenin iba camino de recuperarse. Aunque nunca volvería a ser el amo del cotarro, podía utilizar sus renovadas energías en promover a Trotski en detrimento mío. Comprendí que debía efectuar mi jugada en la Decimotercera Conferencia del Partido, en enero de 1924, ya que a ella no acudirían ni Lenin ni Trotski. A Trotski lo habían enviado al sur, al balneario de Sujum, en el mar Negro, para que descansara y se recuperase; al cabo de tantos años de trabajos y tensiones, su salud también había comenzado a deteriorarse.

Durante la conferencia machaqué implacablemente a Trotski: «Se ha elevado a sí mismo a la categoría de superhombre y se considera por encima del Comité Central, por encima de sus leyes y por encima de sus decisiones. De este modo, ha dado a algunos grupos existentes en el Partido un pretexto para socavar la confianza en el Comité Central». En otras palabras: Trotski era culpable del mayor de los pecados, dividir el Partido; era Trotski el que había cometido la traición que Lenin más temía y de la que, equivocadamente, me había acusado a mí. Ahora ya solo era cuestión de tiempo antes de que me fuera posible utilizar contra Trotski el arma ideada por Lenin: la cláusula secreta que permitía que los oposicionistas fueran expulsados mediante una mayoría de dos tercios de los votos.

Lo único que faltaba por saber era cómo reaccionaría Lenin. Pero entonces Dios votó de nuevo. Cinco días más tarde, Lenin murió. La autopsia reveló una avanzada esclerosis del cerebro. Este se había endurecido tanto que pinchaba al tocarlo, como si estuviera hecho de cerámica.

Actué con rapidez. Primero, le hice una bonita jugarreta a Trotski. Le envié un telegrama informándole de la muerte de Lenin y diciéndole que el entierro se celebraría el 26 de enero. Eso no le daría tiempo a regresar, así que debía quedarse donde estaba. En realidad, el entierro sería un día más tarde, lo cual le habría dado el tiempo necesario para regresar a Moscú. Su error garrafal fue hacerme caso.

Aunque el frío era intensísimo, al entierro acudieron millones de personas. A las cuatro en punto, y durante tres minutos, todas las sirenas de Rusia sonaron y todas las piezas de artillería dispararon.

Al pueblo le escandalizó la ausencia de Trotski, y tomó esta como la prueba definitiva de su arrogancia y su falta de respeto. Y a la gente le emocionó la oración fúnebre que pronuncié. También fui uno de los principales portadores del féretro. Decidí tocar una nota religiosa, utilizando los florilegios retóricos que aprendí en el seminario.

«Al dejarnos, el camarada Lenin nos ordena mantener pura y elevada la gran vocación de ser miembro del Partido. Te juramos, camarada Lenin, que sabremos hacer honor a este tu mandamiento. [Lo cual significaba que en Rusia no existía más poder que el del Partido.]

»Al dejarnos, el camarada Lenin nos encomienda la misión de cuidar de la unidad del Partido como cuidamos de la niña de nuestros ojos. Te juramos, camarada Lenin, que sabremos hacer honor a este tu mandamiento. [Lo cual significaba que la ausencia de Trotski era indicio de que este trataba de romper filas.]

»Al dejarnos, el camarada Lenin nos encomienda la misión de mantener y fortalecer la dictadura del proletariado. Te juramos, camarada Lenin, que no regatearemos esfuerzos para hacer honor a este tu mandamiento. [Lo cual significaba que la fortaleza y la unidad del Partido solo podían mantenerse cerrando filas tras el sucesor de Lenin, quien, naturalmente, era la persona que estaba pronunciando el elogio fúnebre y no Trotski, que se encontraba conspicua y desdeñosamente ausente.]»

Por último, y haciendo caso omiso de las enérgicas protestas de Krúpskaya, la viuda de Lenin, ordené que el cuerpo fuera embalsamado y convoqué un concurso a fin de diseñar un mausoleo para Lenin en la plaza Roja. Krúpskaya aseguraba que eso era lo último que él hubiera deseado. Tenía razón. Pero yo quería el mausoleo, y le dije a Krúpskaya que si no cerraba la boca le buscaríamos a Lenin otra viuda.

Esperaba que Trotski se ocupase detalladamente de este período y, sin embargo, hasta ahora ha escrito muy poco acerca de él. ¿Se deberá esto a que no quiere recordar la serie de fatídicos errores que cometió: oponerse a la NPE, aplastar la sublevación de Kronshtadt, no asistir al entierro de Lenin? ¿O existirá tal vez alguna otra razón? En realidad, según nuestros informes referentes a fines de enero y comienzos de febrero de 1940, Trotski ha dejado por completo de trabajar en mi biografía. ¿Por qué guarda silencio? ¿Habrá conseguido al fin descifrar la clave de mi vida?

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