Stalin

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IV. El señor de la guerra » 43. Últimas campañas

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ÚLTIMAS CAMPAÑAS

En el verano de 1944 los aliados occidentales por fin estaban preparados para abrir el segundo frente. La Operación Overlord comenzó el 6 de junio, cuando americanos, británicos, canadienses y otras fuerzas bajo el mando de Dwight Eisenhower desembarcaron en las playas de Normandía, al norte de Francia. Era una operación anfibia de inmensa audacia y habilidad. Tras haber engañado a la Wehrmacht acerca del lugar exacto, los ejércitos aliados obligaron a los alemanes a batirse en retirada. Si Stalin hubiese estado iniciando una ofensiva semejante en el Este, habría reclamado que los aliados occidentales atacaran a los alemanes de forma simultánea. Sin embargo, no se apresuró en sus preparativos más de lo que los americanos y británicos lo habían hecho en los años inmediatamente anteriores. La contrapartida oriental iba a ser la Operación Bagratión. El nombre no se eligió por casualidad: Bagratión era uno de los generales más famosos de Alejandro II en 1812 y también era georgiano, como el comandante supremo de la URSS. El grueso de las fuerzas alemanas permanecía en el Este —228 divisiones, mientras que sumaban 58 las que se enfrentarían a Eisenhower y Montgomery—. El 22 de junio, después de meses de preparación a cargo de Zhúkov y Vasílievski, comenzó la Operación Bagratión. Fue exactamente tres años después de que los alemanes hubiesen cruzado el río Bug en la Operación Barbarroja. Una compleja y sólida combinación de tanques y aviación se desplegó a lo largo del extenso frente[1]. En el Este y en el Oeste estaba claro que las batallas finales del escenario europeo eran inminentes.

Las marismas de Pripet, entre Bielorrusia y Polonia, eran el próximo campo de batalla, y Stalin se regodeaba con la gloria obtenida por el éxito de sus profesionales militares. El 22 de julio las fuerzas de Rokossovski cruzaron el Bug. La Stavka se concentró en el avance del Ejército Rojo en dirección a Varsovia y Lwow. Stalin había tomado parte en batallas libradas en ese territorio en 1920 y esta vez estaba totalmente a cargo de las actividades del Ejército Rojo. Cuando cayó Lwow el 27 de julio, la Wehrmacht retrocedió cruzando el Vístula. Ni Hitler ni sus generales tenían una estrategia que pudiera dar la vuelta a la suerte del Tercer Reich. Las fuerzas alemanas se enfrentaban a la perspectiva de luchar contra dos enemigos formidables en dos frentes compactos. Los aliados occidentales se abrían paso hacia las Ardenas, mientras que el Ejército Rojo podía ver Varsovia con sus prismáticos.

La Wehrmacht se mantuvo firme frente al avance del Ejército Rojo no sólo en Polonia, sino también en todos los países de Europa del Este. La tentación obvia, una vez que el Ejército Rojo cruzó el Bug, era ordenar que el enemigo fuese perseguido hasta Varsovia, pero lo desaconsejaba la constatación de que las fuerzas soviéticas todavía no habían completado la reconquista de los estados bálticos y de que Hitler tenía preparada una defensa importante en la misma Polonia. La Stavka tenía buenas razones para autorizar al Ejército Rojo a que descansara y se reabasteciera para el arduo cruce del Vístula. Stalin también necesitaba asegurarse de que una ofensiva en Varsovia no expusiera sus fuerzas a un movimiento de rotación por parte de los alemanes desde Rumania. Aunque había logrado expulsar a la Wehrmacht del territorio soviético, se daba cuenta de que todavía quedaba por delante una importante campaña militar[2]. Un problema añadido era la debilidad de la inteligencia soviética en lo relativo a la situación polaca. Stalin era en gran medida el culpable. Al aniquilar a miles de comunistas polacos en Moscú durante el Gran Terror, se había privado de agentes que podrían haberse infiltrado al otro lado de las líneas enemigas en 1944. Y su comportamiento criminal hacia los polacos que huían entre 1939 y 1941 había dado como resultado que en Polonia aumentaran las sospechas hacia sus propuestas.

De hecho, la resistencia polaca a los alemanes había estado preparando en secreto un levantamiento en Varsovia y los planes estaban en una fase bastante avanzada. Los nacionalistas, lejos de querer dar la bienvenida al Ejército Rojo, confiaban en echar a los nazis de Varsovia sin la intervención soviética. El propósito era evitar que Polonia se convirtiera en presa de la URSS después de ser liberada de los alemanes. La organización militar era dirigida por el Ejército Patrio y el levantamiento de Varsovia comenzó el 1 de agosto. Fue un intento heroico, pero sin ninguna posibilidad. Los alemanes hicieron intervenir a la Wehrmacht y los rebeldes enseguida fueron capturados y derrotados. La lucha había terminado el 2 de octubre.

El largo período de recuperación y requipamiento del Ejército Rojo provocó muchos comentarios adversos tanto en el momento como en los años posteriores. El Ejército Patrio, aunque planeaba la derrota a los alemanes en Varsovia a manos polacas, suplicaba desesperadamente ayuda soviética y no recibió prácticamente nada. No es que en Moscú no se planteara la cuestión de una intervención militar más temprana; en realidad, no se producía una disputa más encendida en la Stavka desde antes de la batalla de Kursk. Desafortunadamente, no se sabe casi nada acerca de lo que dijo cada uno hasta que terminó el levantamiento de Varsovia. Zhúkov, el militar profesional, seguía sosteniendo la necesidad de una pausa prolongada a principios de octubre. Mólotov se puso del lado contrario y exigió una ofensiva inmediata. Beria sembraba la discordia entre los contendientes y se deleitaba poniendo a unos en contra de otros. Stalin, como era predecible, se inclinó por la postura de Mólotov: siempre prefería la acción. Pero Zhúkov se mantuvo firme. Al final, Stalin tuvo que ceder, aunque con su acostumbrada falta de buena voluntad[3]. Zhúkov había ganado el debate al precio de acumular problemas en su relación con Stalin al final de la guerra. El Ejército Rojo se desplegó en la margen oriental del Vístula y se mantuvo allí durante el resto del año.

Lo que Stalin le dijo a Zhúkov probablemente no fuera todo lo que tenía en mente. Las condiciones de debilidad y cansancio en que se hallaba el Ejército Rojo eran sólo uno de los factores a sopesar. Stalin ya estaba buscando el modo de asegurarse el dominio político sobre Polonia durante y después de la guerra. Su experiencia en la guerra polaco-soviética de 1920 le había convencido de que los polacos no eran de fiar porque su patriotismo superaba su conciencia de clase. «El que es polaco lo será siempre» podría haber sido la consigna de Stalin al tratar con ellos y sus élites. Estaba decidido a que, fuera cual fuera el estado polaco que surgiera de los escombros de la guerra, tendría que someterse a la hegemonía de la URSS. Esto significaba que el gobierno en el exilio, con sede en Londres, tenía que considerarse ilegítimo y que cualquier organización armada formada por los polacos en Polonia debía ser tratada del mismo modo. Stalin no tenía motivos para tratar a los polacos con simpatía. Había ordenado el asesinato de miles de oficiales polacos capturados en abril de 1940 en el bosque de Katyn, en Rusia. No quería que la élite política y militar polaca sobreviviera, como tampoco tenía la intención de preservar las élites de Estonia, Letonia y Lituania —y tenía una larga experiencia en el arte de resolver los problemas políticos por medio de la eliminación física de aquellos que los encarnaban.

Stalin también tenía razones estratégicas objetivas para negarse a comenzar una temprana ofensiva cruzando el Vístula. En agosto Hitler y sus comandantes habían tratado al Ejército Rojo como el enemigo principal y habían dejado la supresión del levantamiento de Varsovia a sus unidades de seguridad, mientras que el grueso de la Wehrmacht se apostaba junto al río para repeler cualquier intento de cruzarlo por parte de Rokossovski. Las autoridades alemanas confiaban en que podrían derrotar con facilidad a los insurgentes polacos. Sin embargo, lo imperdonable de la conducta de Stalin desde el punto de vista militar fue su rechazo a todas las peticiones polacas de ayuda una vez que comenzó el levantamiento de Varsovia el 1 de agosto de 1944. Churchill detectó el juego sucio y censuró al Kremlin[4]. Se enviaron aviones británicos con base en Italia para lanzar suministros a los polacos. Pero Stalin se mantuvo imperturbable y el Ejército Rojo no se movilizó.

El levantamiento de Varsovia no fue suprimido de forma rápida ni fácil. Mientras el Ejército Rojo aprovechaba la oportunidad de descansar, recobrarse y reabastecerse, el Ejército Patrio de los polacos se ocupaba de sus asuntos. Los insurgentes eran dúctiles, estaban bien organizados y completamente decididos. Los alemanes no tenían ni idea de cómo contenerlos hasta que se dio la orden de arrasar hasta los cimientos los distritos insurgentes. Stalin pudo haber tenido dudas justificadas de que la ayuda a los rebeldes polacos por medio de un asalto anfibio a través del Vístula fuese a debilitar decisivamente a la Wehrmacht, pero, de haber sido un gran grupo de rusos o de partisanos ucranianos el que se rebelaba contra el Tercer Reich, seguramente les habría suministrado armas y alimentos y habría bombardeado a los alemanes. Su falta de ayuda a Varsovia implicaba una decisión calculada acerca del futuro de Polonia. Stalin ya había establecido un gobierno provisional. Se proponía instalar en el poder este gabinete, nombrado por el Kremlin y que respondía ante él, después de la derrota alemana. Otros líderes polacos, por muy populares que pudieran ser en todo el país, quedarían al margen de los acontecimientos. Stalin aspiraba a gobernar Polonia por medio de sus títeres comunistas. Cuantos más insurgentes cayeran a manos de los alemanes, más cerca estaría de su objetivo. Las protestas de Churchill acerca de las medidas políticas y militares tomadas por Stalin eran justificadas.

De cualquier modo, Churchill simularía ante Stalin cuando se encontraron en Moscú en octubre de 1944 que no sospechaba que el Ejército Rojo se había mantenido atrás deliberadamente[5]. La cohesión de la Gran Alianza tenía prioridad. La Wehrmacht, a pesar de estar a la defensiva en el Este y el Oeste, no había perdido su capacidad de recomponerse. Los aliados sabían que tenían una batalla por delante mientras los alemanes, a pesar de las quejas acerca de los fracasos militares y económicos de Hitler, fuesen fieles a su Führer. Churchill y Stalin entendían la importancia de llegar primero a Berlín. La conquista del territorio pondría al conquistador en posición de imponer los términos de la paz. Roosevelt y Eisenhower veían las cosas de otro modo; su estrategia se apoyaba en el deseo de minimizar sus pérdidas más que en el de sumarse a una carrera para ver quién llegaba primero a Berlín. Stalin estaba decidido a ganar esa carrera aunque los americanos se negasen a competir. Le preocupaba que los Estados Unidos y el Reino Unido hicieran un trato con los alemanes para terminar la guerra. Esto podría conducir a una cruzada conjunta contra la Unión Soviética y, aunque esto no sucediese, los alemanes podrían rendirse a los aliados occidentales y así privar a la Unión Soviética de los beneficios de la posguerra. Stalin seleccionó a sus mejores comandantes de campo —Rokossovski, Kónev y Zhúkov— para reforzar la campaña cuya finalidad era la conquista de la capital alemana.

Bajo sus órdenes, el Ejército Rojo comenzó la Operación Vístula-Oder el 12 de enero de 1945. Aunque el Ejército Rojo superaba en número a la Wehrmacht en una proporción de tres a uno, la voluntad alemana de resistir no se había apagado. El primer frente ucraniano de Kónev arremetió contra el ala Sur de una fuerza militar que se extendía a lo largo de todo el territorio polaco. El primer frente bielorruso de Zhúkov avanzó por el Norte. Cuando las defensas alemanas cedieron, Zhúkov pudo informar de que controlaba la ribera del Oder. El resto de los alemanes que no se habían replegado fueron capturados en una trampa. Konigsberg y su población quedaron aislados. En su camino a través de Polonia el Ejército Rojo se enfrentó con escenas espantosas cuando entró en los campos de concentración. Las pruebas de los asesinatos en masa habían sido disimuladas en Belzec, Sobibor y Treblinka, pero en Auschwitz (Oswiecim) los alemanes que huían no habían tenido tiempo de disfrazar el confinamiento, el trabajo forzado, el hambre y el crimen. Los soldados soviéticos habrían actuado con furia incluso sin contar con esa experiencia. Las atrocidades alemanas en la URSS habían sido sistemáticas desde el comienzo de la Operación Barbarroja y la propaganda de guerra soviética había arrancado cualquier rastro de sensibilidad hacia los alemanes como pueblo. Mientras avanzaba hacia Europa central, el Ejército Rojo arrasó con todo; las tropas se dedicaron al pillaje y la violación sin que hubiera prácticamente ninguna restricción por parte de los comandantes.

Las tropas soviéticas actuaron casi sin discriminar entre nacionalidades. No sólo los alemanes, sino también otros pueblos fueron tratados con brutalidad y Stalin se negó a castigar a los responsables. El líder comunista yugoslavo Milovan Djilas se quejó ante él en vano. «Bueno, entonces» replicó Stalin[6]:

imagine a un hombre que ha peleado desde Stalingrado hasta Belgrado, por miles de kilómetros de su propia tierra devastada, entre los cadáveres de sus camaradas y seres más queridos. ¿Cómo puede ese hombre reaccionar con normalidad? ¿Y qué tiene de malo pasar un buen rato con una mujer después de tales horrores? Usted se ha imaginado que el Ejército Rojo era ideal. Y no es ideal, ni puede serlo (…) Lo importante es que lucha contra los alemanes.

Djilas, que había peleado en los Balcanes y que no destacaba precisamente por su sensibilidad, apenas podía creer lo que oía.

Sin importarle cómo se comportaran sus soldados fuera de servicio, Stalin estaba decidido a que tomaran la capital alemana. Engañó a los aliados occidentales acerca de sus intenciones. El 1 de abril de 1945, mientras establecía sus planes militares en Moscú, telegrafió a Eisenhower para acordar que las fuerzas soviéticas y occidentales convergerían en la región de Erfurt, Leipzig y Dresde, y añadió: «Berlín ha perdido su importancia estratégica previa. Por lo tanto, el Mando Supremo Soviético está pensando en asignar fuerzas de segundo nivel a la parte de Berlín»[7]. Para completar el engaño, propuso dar el «golpe principal» en la segunda mitad de mayo. Simultáneamente les ordenó a Zhúkov y a Kónev que apuraran los preparativos[8]. Churchill se preocupó todavía más. Desde su perspectiva política, era fundamental reunirse con el Ejército Rojo tan al Este como fuera posible. Pero no logró obtener una respuesta afirmativa por parte de Roosevelt antes de que las fuerzas soviéticas se hubieran movilizado de nuevo. El 19 de abril se lanzaron sobre las defensas de la Wehrmacht entre los ríos Oder y Neisse. El 25 de abril habían alcanzado los alrededores de Potsdam, en las afueras de Berlín, el mismo día en que las divisiones de Kónev trabaron contacto directo con el Primer Ejército de los Estados Unidos en Torgau, en el Elba. Sin embargo, los rojos llegaron primero a Berlín. Zhúkov prevaleció sobre Kónev en la carrera. El 30 de abril Hitler, al darse cuenta de que ya no tenía esperanzas, se suicidó. Lo siguiente fue la rendición incondicional[9].

Muchas divisiones de la Wehrmacht se rindieron a las fuerzas americanas y británicas el 8 de mayo, mientras que Zhúkov recibió esta clase de ofertas sólo al día siguiente. El desmoronamiento del poder militar alemán permitió a Stalin volverse hacia el Este. La URSS nunca estaría segura mientras el agresivo Japón estuviera asentado en sus fronteras. Iba a referirse a la «vergüenza» que había soportado el Imperio ruso por la derrota en la batalla naval de Tsushima en 1905. Tokio había apostado fuerzas en el Extremo Oriente soviético durante la Guerra Civil. Japón había invadido Manchuria en 1931 y había firmado el Pacto Anti-Comintern en 1936. La guerra había estallado entre Japón y la URSS en 1938 y se habían desarrollado las mayores batallas con tanques que se habían visto hasta entonces en el mundo. Hasta mediados de 1941 los gobernantes japoneses no decidieron iniciar la expansión hacia el Sur a lo largo de la costa del Pacífico en lugar de hacia el Este a través de Siberia.

Los aliados occidentales, que habían tenido que dosificar sus recursos materiales y humanos, seguían necesitando ayuda del Ejército Rojo. Todo indicaba que los japoneses se preparaban para defender su territorio hasta el último soldado. En Yalta Stalin había arrancado a Roosevelt y Churchill la promesa de que la URSS recibiría las islas Kuriles en caso de una victoria aliada. Éste era todavía su objetivo después de la victoria en Europa. La Stavka hizo rápidos preparativos para que el Ejército Rojo entrara en guerra en el Pacífico. Tras haber sufrido el expansionismo japonés en la década de los treinta, Stalin intentaba asegurarse un arreglo en la paz que protegiera de forma permanente los intereses de la URSS en el Extremo Oriente. Cerca de medio millón de tropas se trasladaron en el Transiberiano hacia el Extremo Oriente soviético. Sin embargo, el Kuomintang liderado por Chiang Kai-shek se negó a aceptar los términos que Stalin había impuesto a los aliados occidentales. Stalin siguió negociando con los chinos y expuso sus argumentos sin ambages para obtener concesiones de China y territorio de Japón. Afirmó que de otro modo los japoneses seguirían siendo un peligro para sus vecinos: «Necesitamos Dairen y Port Arthur durante treinta años por si Japón recobra sus fuerzas. Podríamos atacarlo desde allí»[10].

Sin embargo, el 16 de julio de 1945, los americanos habían probado con éxito su bomba A en Alamogordo. También había quedado claro que los japoneses pelearían por cada palmo de sus islas, y el presidente Truman consideró que las armas nucleares eran un medio adecuado para evitar la pérdida de gran cantidad de vidas de las fuerzas invasoras norteamericanas. Ya no vio ninguna razón para alentar la intervención militar soviética. Tras haber visto cómo Stalin había engañado a Roosevelt sobre Berlín, no quería que le sucediera lo mismo. En cualquier caso, la política norteamericana hacia la URSS se endurecía gradualmente. Sin embargo, lo que Truman no haría sería retractarse de las promesas específicas hechas por Roosevelt a Stalin en Yalta acerca de China y Japón: no deseaba sentar el precedente de romper los acuerdos entre los aliados. Stalin no lo sabía. Todavía tenía que comprobar la sinceridad de Truman como negociador. Tenía la sensación de que, a menos que el Ejército Rojo interviniera rápidamente, los americanos podrían negarle las islas Kuriles después de la derrota de Japón. Stalin deseaba para la URSS una seguridad absoluta: «Estamos encerrados. No tenemos salida. Japón debe mantenerse vulnerable desde todas partes, Norte, Oeste, Sur, Este. Entonces se mantendrá en calma»[11]. La carrera por Berlín abrió paso a la carrera por las Kuriles.

Stalin, Truman y Churchill se reunieron en la Conferencia de Potsdam el 17 de julio. Esta vez no hubo discusiones acerca del lugar de la reunión; los tres grandes querían saborear la victoria en el centro mismo del caído Tercer Reich. Mientras que Stalin tomó el tren desde Moscú, Truman hizo el largo viaje cruzando el Atlántico y se reunió con Stalin y Churchill en Berlín. Las reuniones tuvieron lugar en Cecilienhof. Las relaciones personales de los tiempos de guerra ya habían terminado con el reemplazo de Roosevelt por Truman. Tal vez Roosevelt también habría dejado de complacer a Stalin en vista de las ambiciones norteamericanas después de la guerra mundial. Sin duda Truman ya tenía esta actitud.

El otro gran cambio en los tres grandes ocurrió en el transcurso de la Conferencia de Potsdam. El 26 de julio las elecciones en Gran Bretaña llevaron al Partido Laborista al poder. Churchill cedió su lugar en las negociaciones al primer ministro Clement Attlee. El nuevo gobernante no era más amable con Stalin que Churchill y la Conferencia de Potsdam se convirtió en una prueba de fuerza entre los Estados Unidos y la URSS, con el apoyo habitual de los británicos a los americanos. Hubo varios temas difíciles: la campaña japonesa, los términos de la paz en Europa y las fronteras y el gobierno de Polonia. Los americanos, confiados en su monopolio del armamento nuclear, ya no estaban ansiosos por obtener ayuda militar soviética en el Extremo Oriente. Esta vez fue Stalin quien insistió en la necesidad de la participación de la URSS. En Europa había acuerdo acerca de la demarcación de las zonas de ocupación aliadas, pero persistieron las disputas. Se decidió que los detalles fueran resueltos por el Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores. Sin embargo, Polonia no podía quedar al margen. Ante la insistencia de Stalin, la Conferencia escuchó los argumentos a favor del establecimiento de un gobierno provisional patrocinado por la URSS. Los americanos y los británicos se quejaron repetidas veces de la manipulación soviética y de la represión política en Varsovia. Los aliados occidentales esperaban que Stalin respetara la independencia polaca y favoreciera una reforma democrática.

Tanto Truman como Stalin sabían que la bomba A norteamericana estaba lista para ser usada, pero Truman no sabía que Stalin lo sabía. En realidad, el espionaje soviético había informado con precisión a Moscú y en esta ocasión Stalin no desconfió de sus agentes. Cuando Truman le informó acerca del avance tecnológico, Stalin ya se había preparado para mostrarse imperturbable —y Truman se quedó atónito ante su sangre fría—. En el mismo período Stalin acorralaba a sus comandantes, instándoles a abrir la ofensiva soviética contra Japón. Pero razones técnicas impidieron cualquier cambio de programa y Stalin contuvo su inclinación a insistir en lo imposible. Los aliados occidentales le ignoraban cada vez más. Truman, Churchill y Chiang Kaishek enviaron su propio ultimátum al gobierno japonés desde Potsdam. Nadie consultó a Stalin[12].

Al volver a Moscú, Stalin se dedicó a molestar a Vasílievski en la Stavka. La respuesta de Vasílievski fue que las fuerzas soviéticas estarían listas para atacar a los japoneses el 9 de agosto como muy pronto. Pero incluso esto era demasiado tarde. Truman había tomado la decisión de dar instrucciones a los bombarderos norteamericanos para que llevaran a cabo su primera operación militar con armas nucleares. El 6 de agosto un B-29 despegó de la isla de Tinian y lanzó una bomba sobre Hiroshima. Una nueva etapa en la historia de la capacidad de destrucción humana se inauguró cuando toda una ciudad fue reducida a escombros por un solo ataque aéreo. Stalin todavía esperaba sumarse a la victoria. El 7 de agosto firmó la orden de que las fuerzas soviéticas invadieran Manchuria dos días después. Pero de nuevo le ganaron por la mano. Como los japoneses no solicitaron la paz, Truman decidió autorizar otra incursión aérea de los B-29 el 8 de agosto. Esta vez el blanco fue Nagasaki. El resultado fue el mismo: la ciudad quedó en ruinas al instante y la población fue aniquilada. El gobierno japonés, a instancias del emperador Hirohito, se rindió el 2 de septiembre de 1945. Stalin había perdido la carrera por Tokio. La campaña de Manchuria todavía seguía adelante como se había planeado en Moscú y el ejército de Kwantung fue atacado. Pero en realidad el destino de Japón estaba en manos del presidente Truman[13].

El único resorte diplomático que le quedaba a Stalin era su impasibilidad. En una recepción a Averell Harriman y el diplomático George Kennan el 6 de agosto, hizo toda una demostración de indiferencia por el destino de Hiroshima y Nagasaki. También exhibió sus conocimientos acerca de los intentos alemanes y británicos de construir bombas atómicas. Evidentemente, deseaba que Truman supiera que los espías soviéticos estaban informando al Kremlin acerca del desarrollo de la tecnología militar nuclear en todo el mundo. Incluso dejó caer a propósito que la Unión Soviética tenía su propio proyecto de bomba atómica[14]. Stalin desempeñó el papel que se había propuesto a la perfección. Los diplomáticos norteamericanos sabían muy bien que la élite política soviética estaba deprimida por el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki. El lugar relevante de la URSS junto a los Estados Unidos y el Reino Unido como potencia victoriosa quedaba en entredicho y pronto sería evidente que los inmensos sacrificios realizados en toda la Unión Soviética entre 1941 y 1945 habían aportado muy pocos beneficios a sus ciudadanos. Stalin había ganado muchas manos sin tener los ases necesarios para rematar el juego.

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