Stalin

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EL GOLPE

La mente de Stalin era un reloj parado. En 1945 no había posibilidad alguna de que pudiera satisfacer el deseo del pueblo de que se produjeran reformas. Sus presupuestos políticos se habían endurecido como estalactitas. Sabía lo que hacía. Si hubiera distendido el régimen, habría puesto en peligro su supremacía personal. Esta consideración contaba para él más que la evidencia de que su modo de gobernar minaba el objetivo de alcanzar una competitividad económica duradera y un dinamismo político. Stalin se limitó a pensar estrictamente dentro del marco de su visión del mundo y de sus presupuestos. Los hábitos del despotismo lo habían anestesiado para percibir el sufrimiento humano. Digería a diario montones de hechos y desechaba la información que no le agradaba.

Sólo su muerte o una drástica incapacidad física podrían haber dirigido los mecanismos hacia una reforma. En realidad, pudo haber muerto en la primera mitad de octubre de 1945 debido a una afección cardiaca[1]. Los años se le venían encima. Había tenido momentos de mala salud desde la Revolución y la Segunda Guerra Mundial le había impuesto una pesada carga. A la edad de sesenta y seis años, ya hacía largo tiempo que había dejado atrás la flor de la edad. El problema cardiaco se ocultó como un secreto de estado y Stalin optó por tomarse dos meses de vacaciones[2], pero estos padecimientos físicos habían sido frecuentes durante los años de entreguerras. Ni siquiera los miembros de su entorno estaban al tanto de los detalles de su estado físico —sencillamente dejó que supusieran que sufría una enfermedad de poca importancia—. Aparte de su médico, Vladímir Vinográdov, nadie conocía los diagnósticos. Los miembros del Politburó sabían que tenían que abstenerse de demostrar cualquier tipo de curiosidad. Habría sido peligroso que Stalin pensara que percibían su creciente fragilidad. Al instante habría sospechado que estaba a punto de producirse un golpe contra él. Bastaba con que albergara en su mente la menor sombra de duda sobre cualquier individuo para que lo pusiera en manos de las fuerzas de seguridad.

A pesar de su deterioro físico, podía seguir gobernando la URSS a través de las instituciones, el personal y los procedimientos existentes. La supremacía personal de Stalin se sustentaba en la continuidad de la dictadura de partido único. El control ideológico y el terror siguieron siendo instrumentos indispensables de su despotismo —y nunca vaciló en su determinación de seguir manteniéndolos—. No dejó de pensar en la política internacional y se propuso fortalecer la posición de la URSS como gran potencia. Reforzó la hegemonía soviética sobre los países de las fronteras occidentales: la zona de Europa conquistada por el Ejército Rojo tenía que permanecer bajo su férreo dominio y buscaría la ocasión de extender la influencia de la URSS en Asia. Tras haber ganado la guerra contra el Tercer Reich, Stalin no tenía la intención de plegarse a los designios de los aliados occidentales. En un encuentro con sus íntimos, les ordenó «asestar un fuerte golpe» ante la menor insinuación de que sería deseable la «democracia» en la URSS[3]. En opinión de Stalin, las aspiraciones democráticas de la sociedad soviética eran la desafortunada consecuencia de la cooperación con los Estados Unidos y el Reino Unido desde 1941. Desde 1917 los políticos occidentales habían temido la expansión del bacilo revolucionario proveniente de Rusia y desde 1945 Stalin temía que su URSS se viera afectada por infecciones contrarrevolucionarias: los parlamentos y los mercados eran en su concepción las plagas del orden capitalista y había que impedir que vertieran su veneno en el país.

Cultivó sus relaciones con los aliados occidentales y buscó beneficios económicos a través del incremento del comercio y los préstamos. Permitió que se extendiera en cierta medida el debate público después de la guerra. Consideró medidas para extender la producción de bienes de consumo industriales. Aun así, hizo que estas tendencias se subordinaran al logro de otras prioridades. Stalin no dejó que nada se interpusiera en el camino de mejorar el poder militar y la seguridad del país —y comenzó a destinar vastos recursos para la adquisición de su propia bomba A y para someter a Europa central y centro-oriental al dominio del Kremlin—. La cuestión no era si Stalin iba a gobernar con moderación o crueldad, sino cuál sería el grado de crueldad que decidiría aplicar. Había una estrecha vinculación entre la política exterior y la interior. La ferocidad dentro de la URSS tenía ramificaciones en el extranjero. Asimismo, era muy probable que cualquier previsible deterioro de las relaciones con los aliados occidentales lo indujera a reforzar las medidas represivas en el país.

Stalin había deportado a varias nacionalidades caucásicas a la inhóspita Kazajstán entre 1943 y 1944. Había arrestado a las distintas élites de Estonia, Letonia y Lituania cuando volvió a anexionarse esos estados en 1944; las víctimas fueron fusiladas, arrojadas al Gulag o expulsadas a asentamientos en Siberia. La deskulakización y la desclericalización se impusieron sangrientamente y 142.000 ciudadanos de estas nuevas repúblicas soviéticas fueron deportados entre 1945 y 1949[4]. Stalin hizo que las agencias de inteligencia trabajaran para capturar a cualquiera que fuese desleal con él o con el estado. Mandó a los prisioneros de guerra soviéticos a campos de «depuración» después de que fueran liberados del cautiverio alemán. La increíble cifra de 2.775.700 antiguos soldados del Ejército Rojo fueron sometidos a interrogatorio al ser repatriados y aproximadamente la mitad de ellos aterrizó en un campo de trabajo[5]. Por todas partes tanto la policía como el partido buscaban indicios de insubordinación. La propaganda marxista-leninista recuperó su lugar preponderante hacia el final de la guerra y se siguió insistiendo en ella después de 1945. Los ciudadanos de la URSS estaban destinados a perder sus ilusiones: el orden anterior a la guerra iba a ser reintroducido con firmeza.

Las fuerzas armadas soviéticas y las agencias de seguridad actuaban plenamente dentro de los límites de la propia URSS. Incluso la tarea de alimentar al ejército era dificultosa[6]. La resistencia en las regiones que habían quedado fuera de la URSS antes de la Segunda Guerra Mundial era intensa. La guerrilla partisana en defensa de la nacionalidad, la religión y los usos y costumbres sociales era fuerte en Estonia, Letonia y Lituania, en Bielorrusia occidental y en Ucrania occidental. Stalin no era el único político del Kremlin que consideraba necesarias las represalias generalizadas. Se corrió la voz de que los nuevos límites de la URSS eran permanentes y no negociables y que sus ciudadanos tenían que aceptar el hecho o sufrir las consecuencias. Stalin estaba convirtiendo el país en un campamento militar. Al asumir el título de generalísimo —al igual que uno de sus héroes, Suvórov—, el 28 de junio de 1945, indicó las reglas que iba a imprimir a la vida pública soviética. Los uniformes, el reclutamiento y el armamento eran objeto de elogio. Los editoriales de Pravda estaban llenos de llamamientos a obedecer al partido y al gobierno. La necesidad de la defensa del estado se transmitía de forma habitual en los medios. No se daba la sensación de que el período de paz fuera a durar mucho tiempo. Los medios oficiales insistían en que la sociedad tendría que realizar más sacrificios.

Mientras tanto, en la mitad de Europa que controlaba la URSS consolidó la victoria obtenida sobre la Alemania nazi. El Ejército Rojo y la NKVD confinaron a los pueblos «liberados» dentro de un marco de políticas favorables a los partidos comunistas locales. Stalin había estado preparando este desenlace durante un par de años. Los antiguos diplomáticos Maxim Litvínov e Iván Maiski, a quienes había destituido cuando consideró que ambos eran demasiado blandos con los aliados occidentales, siguieron encargados de la preparación de documentos secretos acerca del futuro tanto de Europa como de la Gran Alianza[7]. La derrota alemana hizo que fuera urgente establecer líneas de acción para preservar la hegemonía de la URSS sobre Europa oriental. Stalin adoptó una estrategia diversificada. En Alemania se propuso aumentar su influencia en Prusia, que quedaba en la zona de ocupación soviética, sin provocar conflictos diplomáticos con los aliados. En otros países tenía mayor margen de maniobra, pero aún tenía que andarse con cuidado. Los comunistas eran pocos fuera de Yugoslavia y sólo tenían algunos seguidores. Al principio Stalin se movió con cautela. Al incorporar comunistas a los gobiernos de coalición, soslayaba el establecimiento de dictaduras comunistas puras y duras.

La política exterior de Stalin más allá de los países bajo el control directo de la URSS era compleja. Nunca terminaba de desarrollarse. Se lo pensaba dos veces antes de molestar a los otros miembros de la Gran Alianza; no quería poner en peligro sus ganancias en Europa central y centro-oriental y al mismo tiempo carecía de la capacidad militar necesaria para equipararse a los norteamericanos. También estaba ansioso por obtener lo más posible de la relación que había mantenido con los Estados Unidos durante la guerra. Los desastres de la guerra dejaban pocas perspectivas a la URSS de exportar grano, combustible y madera para pagar las importaciones de maquinaria y tecnología, como había hecho Stalin en la década de los treinta. Un préstamo estatal norteamericano ayudaría enormemente y durante un par de años éste siguió siendo uno de sus objetivos primordiales.

Al mismo tiempo, y con la colaboración de Mólotov, trató de ampliar la influencia soviética en todo el mundo. En opinión de ambos, la sangre de los muertos soviéticos en la guerra le otorgaba a Moscú el derecho de afirmarse en pie de igualdad con Washington y Londres. La mitad oriental de Europa no era el límite de sus ambiciones. Después del desmoronamiento del imperio italiano de Mussolini, Stalin dio instrucciones a Mólotov para insistir en que la recientemente liberada Libia fuera declarada protectorado soviético. Tampoco se apresuró a ordenar la retirada del Ejército Rojo del norte de Irán, donde los azeríes eran la mayoría de la población. Hubo conversaciones en el Kremlin para anexionar el territorio al Azerbaiyán soviético —los dirigentes comunistas azerbaiyanos estaban especialmente ansiosos—[8]. No se sabe si Stalin esperaba verdaderamente que los aliados accedieran. Tal vez sólo estaba tirándose un farol. De cualquier modo, era lo suficientemente realista como para darse cuenta de que la URSS no podría minar «la hegemonía anglo-americana» en la mayor parte del globo hasta que sus científicos no hubieran desarrollado bombas del tipo de las que las fuerzas aéreas norteamericanas habían lanzado sobre Hiroshima y Nagasaki. Como Hitler, Stalin no había logrado comprender el poder destructivo de las armas nucleares. Trató de rectificar la situación poniendo a Beria, un miembro del Politburó, a cargo del programa soviético de investigación. El objetivo era que la URSS se pusiera a la altura de los norteamericanos sin demora.

Los otros habitantes del Kremlin no eran menos brutales que Stalin; no habrían conservado sus puestos mucho tiempo de no haber demostrado su nivel de amoralidad. Aun así, su conocimiento de las condiciones en la URSS hacía que algunos de ellos dudaran de que las políticas de antes de la guerra fueran lo más acertado. Finalmente Stalin tuvo ocasión de ser testigo de lo mal que estaban las cosas. En el verano de 1946 fue en coche al mar Negro. Su comitiva de vehículos avanzaba con lentitud. Las carreteras estaban en un estado deplorable y Stalin y sus invitados, acompañados de cientos de guardias, tuvieron que parar en muchas ciudades. Fue recibido por los líderes comunistas locales, que se desvivieron por mostrar su destreza para regenerar el país después de la destrucción ocurrida entre 1941 y 1945. En Ucrania, donde la escasez de grano ya estaba convirtiéndose en hambruna, se le sirvió a Stalin una comida exquisita. Cada noche su mesa rebosaba de carne, pescado, verduras y frutas. Pero los intentos de disimular la situación no surtieron efecto. Pudo ver con sus propios ojos que a los lados de la carretera la gente todavía vivía en agujeros en el suelo y que los escombros de la guerra yacían por todas partes —y esto, según su ama de llaves, Valentina Istómina, lo puso nervioso—[9]. Si hubiese viajado en su vagón de tren FD 3878, no habría visto todo eso.

Se recuperó de esas tribulaciones. No iba a cambiar de política simplemente porque la mayoría de los ciudadanos, después de una guerra agotadora, estuvieran hambrientos y en la indigencia. Confiaba en que podría seguir imponiendo un presupuesto estatal que minimizara la atención al bienestar del pueblo. Los miembros del Politburó pronto lo entendieron. Si deseaban influir en el programa del partido y el gobierno, tenían que ser cautelosos al presentar sus ideas al Líder —y a veces sobrestimaba su nivel de tolerancia—. Después de 1945 se sometieron a discusión algunas ideas. Los miembros del Politburó tenían que actuar con precaución si querían sobrevivir no sólo en el sentido político, sino también físico. Pero al mismo tiempo Stalin los consideraba inútiles si no lograban presentar una propuesta estratégica para afrontar las dificultades de la URSS. Esto era lo que exigía de sus subordinados; no se les permitía simplemente gestionar las políticas existentes. Stalin tenía el talento de hacer que le revelaran lo que tenían en mente. No era muy difícil, ya que tenía poder sobre sus vidas. Al mismo tiempo, ellos lo sabían y aun así tenían que simular ante él y ante ellos mismos que lo ignoraban. Mientras Stalin estuviera vivo, tenían que participar en el juego según sus reglas.

Varios de ellos —Beria, Malenkov y Jrushchov— más tarde revelaron que comprendían que el grado de represión del régimen era contraproducente incluso en el aspecto económico. Cuando se revisaban las cuentas anuales, quedaba claro como el agua que el sistema de trabajo forzado del Gulag le costaba al estado más de lo que ingresaba y comenzaron a introducirse incentivos monetarios para elevar la productividad de los campos[10]. Esto apenas puede sorprender. Los maltrechos prisioneros que trabajaban mal alimentados y sin cuidados médicos en Siberia y en el norte de Rusia no lo hacían con la eficiencia de hombres y mujeres libres. Además, para mantenerlos cautivos se requería toda una legión de administradores, guardianes, ferroviarios y secretarios. Este sistema de esclavitud no declarada no era el modo más efectivo de obtener madera, oro y uranio. Pero nadie podía decírselo directamente al Líder por temor a sumarse a la banda de esclavos. Sin embargo, la cúpula gobernante sabía la verdad sobre el Gulag.

Otros apartados del programa de Stalin también preocupaban a varios de los miembros del Politburó. Malenkov más tarde defendería el desarrollo de la industria ligera, especialmente la necesidad de incrementar la actividad industrial en la producción de bienes de consumo. Beria se preocupó posteriormente por el efecto ofensivo de la política oficial sobre aquellos que no pertenecían a la nación rusa; también puso reparos a los controles extremos de la expresión cultural. Jrushchov, consciente de que la mayoría de los ciudadanos no tenía satisfechas sus necesidades básicas, se daba cuenta de que era fundamental una reforma agraria. Acerca de la política exterior era todavía más peligroso expresar una opinión y, después del debate inicial acerca de las posibilidades del movimiento comunista mundial, Stalin mantuvo una postura drástica: quedó para los dirigentes soviéticos que le sucederían —de nuevo Beria y Malenkov— insistir en que una Tercera Guerra Mundial sería un desastre para la raza humana. Por debajo de la superficie de la política oficial se percibía que algo tenía que cambiar. Varios miembros del Politburó entendían que las rigideces del marxismo-leninismo-estalinismo no aportaban una solución permanente después de la guerra. La situación debía modificarse no sólo por el bien de los miembros del Politburó, sino también para conservar el poder y el prestigio de la URSS.

Sin embargo, mientras Stalin vivió sus políticas fueron indiscutibles. No era completamente inflexible y algunos «compromisos» del tiempo de la guerra permanecieron firmes. No abandonó el entendimiento de entonces con la Iglesia Ortodoxa Rusa. Las iglesias que habían vuelto a abrir sus puertas en la guerra siguieron funcionando y el patriarca accedió a actuar como embajador no oficial de la «política de paz» del gobierno soviético —y la Iglesia Ortodoxa Rusa ocupó ávidamente los edificios que antes habían pertenecido a otras iglesias cristianas.

Stalin también persistió en la preferencia ideológica que había mostrado durante la guerra por los rusos. Esto era obvio en los libros de texto de historia. Antes de 1941 todavía era aceptable mostrar respeto por aquellos que se habían opuesto a la expansión del Imperio ruso. Shamil, el clérigo musulmán que luchó contra los ejércitos de Nicolás I y de Alejandro II en Daguestán y Chechenia, obtenía reconocimiento como héroe antizarista. Después de la Segunda Guerra Mundial su reputación se ensombreció notablemente. En realidad, todas y cada una de las figuras históricas del pasado prerrevolucionario que no habían dado la bienvenida a los ejércitos de los zares fueron condenadas por reaccionarias. Se suponía que Rusia había llevado la cultura, la ilustración y el orden a sus territorios fronterizos. El tratamiento que se le deparó a Shamil fue una prueba evidente del giro político que había experimentado la cuestión nacional. Lo mismo sucedió con los símbolos visuales del paisaje urbano. Para la celebración del octavo centenario de la fundación de Moscú en septiembre de 1947, Stalin encargó que se erigiese una estatua del príncipe Yuri Dolgoruki en la calle Gorki. Su fornido cuerpo cubierto por una cota de malla estaba concebido para inducir un temor reverente ante la grandeza de la Moscovia medieval[11]. El brindis de Stalin por la nación rusa del 24 de mayo de 1945 no había sido una fantasía volátil.

Incluso las limitaciones impuestas a la expresión cultural todavía mantenían la flexibilidad concedida durante la guerra. En las artes y la investigación la situación gozó de un margen de libertad algo mayor que antes de la Gran Guerra Patria. El compositor Shostakóvich y la poetisa Ajmátova todavía podían hacer llegar sus obras al público. Los investigadores también siguieron beneficiándose de un ambiente de trabajo menos riguroso que antes de la guerra.

El acceso de los ciudadanos soviéticos a los bienes materiales continuaba presente en la mente de Stalin y de su gobierno; no dejaban de percibir las altas expectativas que la victoria en la guerra había suscitado entre los pueblos de la URSS. Al principio Stalin no planeó una economía de escasez. Aunque impuso un férreo control sobre la política, todavía tenía el objetivo de expandir el abastecimiento de alimentos y de productos industriales a través del comercio al por menor. Algunos decretos gubernamentales confirmaron este propósito entre 1946 y 1948[12]. Se hablaba mucho de estimular la producción y la distribución de bienes de consumo, y se reconocía que sería necesaria cierta reorganización de las estructuras comerciales[13]. Para que esto pudiera hacerse realidad también tenía que ponerse fin a la inflación de la época de guerra. En diciembre de 1947, el partido y el gobierno anunciaron de golpe una devaluación del rublo. Los ahorros de los ciudadanos se redujeron automáticamente a una décima parte de lo que habían sido. El mismo mes se emitió un decreto para terminar con el sistema de cartilla de racionamiento: los ciudadanos soviéticos tenían que comprar lo que pudieran con los rublos que tenían en los bolsillos o bajo el colchón[14].

La URSS no fue el único estado que tomó medidas drásticas para la recuperación económica de la posguerra. Aun así, pocos gobiernos actuaron con tan poca consideración hacia las dificultades a las que se enfrentaban los consumidores. Las medidas se anunciaban de repente y sin advertencia previa. Stalin siempre había gobernado de ese modo. Esperaba que «el pueblo» aceptara dócilmente lo que ordenaba. Aunque irritó a millones de ciudadanos con la devaluación de la moneda, esto tuvo poca incidencia en su ruina: la razón por la que habían tenido tanto dinero era que no tenían en qué gastarlo. Sus propios ahorros se depreciaron por el decreto de devaluación, pero él nunca había sido un hombre materialista. Cuando murió, en la dacha Blízhniaia se encontraron varios sobres sin abrir con sueldos intactos. Lo que le importaba no era la riqueza, sino el poder. En cualquier caso, tanto él como sus subordinados más cercanos estaban protegidos de cualquier influencia financiera adversa por la cadena de tiendas especiales. Durante largo tiempo Stalin había instado a sus informantes a que restaran importancia a las noticias de la difícil situación. En 1947 tuvo lugar una terrible hambruna en toda Ucrania. Jrushchov tuvo que ocuparse del asunto en su calidad de jefe del partido en Kíev. Aunque solicitó ayuda al Kremlin, se mantuvo cauteloso por temor a que Stalin llegara a la conclusión de que se había vuelto blando. Por lo tanto, no llegaba a oídos de Stalin lo mala que era la situación[15].

Pero incluso las cautas palabras de Jrushchov le preocuparon: «Stalin me envió un telegrama de lo más grosero e insultante donde decía que yo era una persona sospechosa: escribía un memorándum para tratar de demostrar que Ucrania no podría cumplir con la recaudación estatal [cuotas] y pedía un exorbitante aumento de cartillas de racionamiento para alimentar a la gente»[16]. Stalin no era el responsable de la sequía que había echado a perder la cosecha de 1946, pero seguía siendo el fundador y director del sistema de granjas colectivas, y su feroz negativa a la petición de ayuda a Ucrania le hace culpable de la muerte de millones de personas durante la hambruna de finales de la década de los cuarenta. Incluso hubo casos de canibalismo. La experiencia marcó a Jrushchov. Había llegado a entender la brutalidad idiota del orden económico soviético. Stalin era incapaz de tener una reacción similar. Al igual que Lenin, odiaba todo indicio de lo que consideraba como sentimentalismo, y tanto Lenin como Stalin tendían a suponer en primera instancia que cualquier informe acerca de las penurias del campo era producto de los engaños urdidos por los campesinos para obtener el favor de las autoridades urbanas[17].

Pero ni Stalin ni sus subordinados en el poder central podían controlarlo todo. Se concentraron en restaurar la autoridad en aquellos sectores del estado y la sociedad en los que había prevalecido antes de 1941. A veces, pero no siempre, esto suponía algún cambio de contenido en la política. Aun así, no tiene sentido denominar a este período «apogeo del estalinismo», aunque varios estudiosos occidentales han querido afirmar que los años de posguerra fueron excepcionales. De hecho, la política de Stalin era en gran medida reaccionaria: ajustaba el orden soviético al modelo que había impuesto más o menos antes de la Operación Barbarroja. Sin embargo, la sociedad en Rusia y en sus territorios fronterizos nunca llegó a estar absolutamente regida por el Kremlin. La vieja amalgama de reglamentación y caos persistió. Varios grupos sociales se mostraban más proclives a expresar sus deseos que antes de la guerra. Obviamente los primeros eran los partisanos de los nuevos territorios anexionados en el oeste de la URSS. El Gulag tampoco se mantenía inactivo. El arresto de los disidentes ucranianos y bálticos introdujo en los campos de trabajo un elemento intransigente sustentado en la fe religiosa y en el orgullo nacional, que apenas si se había percibido en el complejo del Gulag antes de la guerra.

Si un estado totalitario no podía impedir las protestas y las huelgas en sus lugares de confinamiento, algo andaba mal —y varios de los dirigentes del Kremlin eran conscientes de esto por más que lo mantuvieran en secreto ante Stalin—. La agitación en el Gulag tuvo lugar a pesar de la intensificación de las campañas represivas. Incluso en las partes más consolidadas de la URSS existían ciertas creencias y comportamientos que permanecieron tenazmente reacios a la manipulación política. Las políticas coercitivas durante la guerra habían concentrado sus esfuerzos en erradicar el derrotismo. Pero mucha gente, en particular los más jóvenes, sólo deseaban proseguir con sus vidas sin la intervención del estado.

Los jóvenes adoptaron la música occidental y, en algunos casos, también la forma de vestir de moda en Occidente[18]. La alienación de los estudiantes moscovitas era particularmente pronunciada. Los trabajadores cualificados también se negaban a ser absorbidos por la propaganda oficial; sabían lo valiosos que eran para las empresas industriales, a las que se les había ordenado aumentar considerablemente la producción. La disciplina del trabajo, que ya no se basaba en sanciones legales tan severas como en los años anteriores a la guerra, rara vez era factible.

Resultaba peligroso presentar informes a Stalin acerca de fenómenos de los que podría haber culpado al informante. Sus colaboradores se autocensuraban cuando se comunicaban con él[19]. Gobernaba a través de instituciones y nombramientos que él mismo efectuaba. Nunca visitó una fábrica, granja o tienda durante los años de la posguerra (con excepción de un viaje hasta un mercado en Sujumi; esto tampoco había sido diferente en la década de los treinta)[20]. No recibía visitas ajenas a su entorno político, salvo por la breve estancia de sus amigos de la infancia en una de sus dachas del mar Negro[21]. Se relacionaba con la URSS y el movimiento comunista mundial a través de documentos que revestían la forma de decretos, informes y denuncias. No podía saberlo todo.

La incapacidad de Stalin para erradicar la apatía, el caos y la desobediencia persistió. Era el máximo responsable de la decisión de contestar con un golpe a las aspiraciones populares de algún tipo de distensión permanente del régimen soviético. Las suposiciones de que se realizarían cambios al final de la guerra se vieron completamente defraudadas. Cabe preguntarse si la vida de los trabajadores, los koíjozniki y los funcionarios habría sido radicalmente diferente si Stalin hubiera muerto en el momento del triunfo militar. La respuesta sólo puede conjeturarse, pero es difícil percibir cómo un régimen de este tipo podría haber permanecido en el poder de no haber continuado aplicando una severa represión. La ruina de ciudades, pueblos y sectores económicos enteros significaba una enorme carga para el presupuesto estatal. La preocupación por la seguridad empeoraba la situación. La carrera para desarrollar armamento nuclear estaba destinada a ser extremadamente costosa para la Unión Soviética. Aunque las relaciones diplomáticas amistosas con los Estados Unidos e incluso la ayuda financiera norteamericana podrían haber aliviado la situación, el problema esencial habría seguido existiendo, por lo que lo más probable es que se hubiera pedido a la capa social que se encontraba por debajo del nivel de las élites locales y centrales que cargara con este peso a expensas de un aplazamiento en la mejora de sus condiciones de vida —y sin el Gulag y las agencias de seguridad esta situación no podría haberse mantenido[22].

Los colaboradores de Stalin necesitaban conservar sus mecanismos represivos si querían sobrevivir. Esto no excluyó la moderación de muchas políticas y, de hecho, sugirieron discretamente algunos cambios en la política económica, nacional y exterior. Pero ninguno de ellos era un demócrata en sus actuaciones ni un defensor de la economía de mercado. Estaban sometidos al yugo personal de Stalin. Pero no fue precisamente su naturaleza aterradora lo que detuvo los intentos de llevar a cabo reformas sustanciales. El régimen soviético tenía sus propios imperativos inherentes. Nunca había sido tan capaz de adaptarse como las sociedades occidentales y las condiciones después de la Segunda Guerra Mundial reforzaron más que nunca esta falta de flexibilidad. El estalinismo iba a sobrevivir a Stalin.

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