Stalin

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EL RÉGIMEN ESTALINISTA

Al dejar a un lado su trabajo en la Stavka en 1945, Stalin retomó su vida social. Sus posibilidades se habían visto reducidas por sus propios actos. A mediados de la década de los treinta había buscado la compañía de las familias numerosas de los Allilúev y los Svanidze. Pero después había matado o arrestado a varios de sus miembros y los supervivientes estaban en un estado de crisis psicológica nada propicio para compartir una velada.

Los alemanes habían fusilado a Yákov. Vasili era un vago que ocupaba un puesto que no merecía, enfurecía a sus compañeros de la oficialidad y sus fiestas y borracheras hicieron que su padre se apartara de él. Svetlana tampoco le deparaba satisfacciones. Después de romper con Kápler comenzó a engatusar al hijo de Beria, Sergo, para que se casara con ella —con pocas probabilidades de éxito, ya que Sergo ya estaba casado—. Contrariada, se casó contra los deseos de Stalin con Grigori Morózov en 1943. El matrimonio fue tormentoso y terminó con un divorcio de mutuo acuerdo en 1947. Ese verano Stalin la invitó a pasar algunas semanas con él en Jolódnaia Rechka, en el mar Negro[1]. Había hecho construir una dacha para ella al pie de la empinada ladera en la que se hallaba su propia dacha, mucho más grande[2]. Aunque fue un gesto afable, no estaban en condiciones de compartir el mismo techo: ambos se sentían incómodos. Muy pronto ella empezó a dirigir su atención hacia el hijo de Zhdánov, Yuri, y la pareja se casó en 1949. Stalin no mostró entusiasmo ni siquiera por este irreprochable matrimonio y se abstuvo de asistir a la ceremonia; aunque los hijos de Svetlana iban a la dacha, les prestaba atención sólo de vez en cuando. Svetlana y Yuri muy pronto tuvieron desavenencias y se separaron. Ella exasperaba a Stalin. La gente que Stalin quería que formara parte de su entorno afectivo debía cumplir con sus expectativas o de otro modo quedaba fuera de él.

Stalin siguió siendo una persona que necesitaba compañía: no le agradaba la soledad. Se consolaba bromeando con sus guardaespaldas de la dacha. Le tomaba el pelo al jefe de su guardia personal, Vlásik, y a su asistente principal, Poskrióbyshev. Charlaba con su gobernanta, Valentina Istómina, y, aunque los rumores que afirman que fue su amante no se han probado hasta ahora, se sentía cómodo en su compañía.

Sin embargo, estas relaciones no le hacían feliz y sus pensamientos volvían a períodos anteriores de su vida. En 1947 escribió a un tal V. G. Solomin, al que había conocido en el distrito de Turujansk durante la Primera Guerra Mundial[3]:

Todavía no le he olvidado, como tampoco a los amigos de Turujansk y en realidad nunca los olvidaré. Le envío seis mil rubios de mi sueldo de diputado [del Soviet Supremo], No es una gran suma, pero aun así le resultara útil.

Durante las vacaciones en Jolódnaia Rechka en el otoño de 1948 le invadió una profunda nostalgia y ordenó que se dispusiera todo para que sus compañeros de escuela de Gori pudieran quedarse allí con él. Invitó a Péter Kapanadze, M. Titvinidze y Mijaíl Dzeradze. Al principio hubo cierto embarazo cuando llegaron. Kapanadze rompió el hielo al expresar sus condolencias por la muerte de ese «pobre muchacho», el hijo de Stalin, Yakov. Stalin le respondió que él no era sino uno de los millones de padres que habían perdido a un pariente. Kapanadze, que tenía cosas que hacer, partió al cabo de unos días. Cantaron y charlaron bastante en las noches siguientes, pero Titvinidze y Dzeradze comenzaron a mostrarse inquietos al cabo de una semana. Stalin les preguntó si se aburrían. Titvinidze contestó que sabían que él tenía mucho trabajo por delante. Stalin entendió la insinuación. Pronto hicieron las maletas y, después de una cálida despedida, se les condujo a sus hogares en Georgia[4]. Se dio cuenta de que el pasado no podía recuperarse de manera artificial y nunca volvió a ver a sus amigos.

Sus subordinados del Politburó eran huéspedes más entusiastas, ya fuera en el mar Negro o en la dacha Blízhniaia. Las fiestas ahora eran casi siempre cosa de hombres. Para los políticos, una invitación significaba que seguían contando con su favor y que su vida se prolongaba. A las horas de comida y bebida por lo general seguía la proyección de una película. A Stalin todavía le gustaba entonar cánticos litúrgicos en el trío que formaba con Mólotov y Voroshílov —acompañados por Zhdánov en el pianoforte—, aunque su voz había perdido fuerza y precisión[5]. Sin embargo, en otras ocasiones las cenas eran ruidosas. Como antes, trataba de colocar a sus amigos en situaciones embarazosas. Se realizaban interminables brindis a la salud de los distinguidos visitantes y a Stalin, pese a su falsa modestia, le agradaba recibir elogios.

Sin embargo, la amabilidad que mostraba como anfitrión en las dachas podía desaparecer en un instante. Como sus invitados políticos sabían demasiado bien, el Jefe utilizaba esas invitaciones para que soltaran la lengua. Muchos de ellos no necesitaban que se les estimulase demasiado. El editor de Pravda, Leonid Ilichov, nunca olvidó la última vez que fue a la Blízhniaia. Stalin lo había llamado a medianoche y le había invitado a discutir un artículo que estaba a punto de publicarse. Al llegar se encontró con Beria, Malenkov y Mólotov, que se solazaban con el Líder. Después de una hora de trabajo todos se trasladaron a la mesa, donde les esperaba una cena abundante. Le ofrecieron a Ilichov un vaso de vino georgiano mientras Beria se servía un brandy y proponía un brindis por Stalin. Con prudencia, porque todavía no había comido, Ilichov sólo bebió la mitad del vaso y cogió un bocado. Pero Beria había detectado la falta en la etiqueta: «Usted debería apurar su vaso cuando se brinda por el carnada Stalin». Cuando Ilichov trató de murmurar una excusa, Beria exclamó en tono trágico: «Camarada Stalin, ¿me permitiría beber a su salud lo que queda de ese vaso?». Los ojos de Stalin destellaban burlones, pero no dijo nada. Ilichov sostenía el vaso con fuerza. Beria trató de arrebatárselo gritando: «¡Deseo beber por el camarada Stalin!». Pero Ilichov lo retuvo y se bebió el resto.

Stalin anunció mordazmente que el siguiente brindis sería por Beria y preguntó por qué Ilichov parecía reacio a participar. El editor de Pravda estaba mudo de miedo. «Muy bien, entonces, camarada Ilichov —aventuró el provocador Stalin— yo voy a apurar su vasito y a beber por nuestro muy respetable amigo Lavrenti.» Ilichov no pudo seguir al margen de las rondas de brindis y cuando se emborrachó se convirtió en el blanco de las burlas de todos. Cuando amanecía, Malenkov le ayudó a ponerse la chaqueta y a subirse al coche que le esperaba.

Stalin preguntó a los miembros del Politburó qué pensaban de Ilichov como editor. Se servía de sus payasadas para hacer una valoración profesional. Beria opinó que Ilichov hablaba con demasiada libertad; Malenkov añadió que se necesitaba una persona «más sólida». Cuando se repuso de la borrachera, el editor supo que lo habían despedido[6]. Sin embargo, nunca culpó a Stalin; no fue capaz de comprender en absoluto que por medio de esos mecanismos sociales Stalin escrutaba y menospreciaba a sus colaboradores. Los que se hallaban más cerca de Stalin eran más conscientes de lo que sucedía. Mientras mantuviera dividido al Politburó, su dominación sería segura. Los celos, los malentendidos y las disputas componían el juego de herramientas del déspota. Los miembros del Politburó se daban cuenta de todo, pero no podían hacer nada al respecto como no fuera asesinarlo. Si alguna vez se les pasaba por la cabeza tal pensamiento, enseguida lo desechaban. La apuesta habría sido demasiado arriesgada porque a Stalin lo custodiaban hombres que le eran completamente fieles. Incluso si un grupo de políticos hubiera organizado una conspiración, siempre cabía la posibilidad de que otros se asociaran contra ellos. Con seguridad la cosa habría acabado en arresto.

Los actos de Stalin siguieron siendo brutales, pese a los intentos de aplacarlo —y sistemáticamente minaba la posición de quienes tenían autoridad y prestigio después de la guerra—[7]. Sus métodos eran particularmente tortuosos. La esposa de Mólotov, Polina Zhemchúzhina, fue arrestada en 1949. Zhemchúzhina era judía y Stalin puso reparos a la calidez de la bienvenida que le había dado en Moscú a la enviada israelí, Golda Meir[8]. Mólotov se abstuvo cuando se votó en el Politburó su expulsión del partido, pero luego se disculpó con Stalin:

Declaro que, tras haber meditado sobre la cuestión, voto a favor de la decisión de este Comité Central, que se corresponde con los intereses del partido y del estado y enseña una comprensión correcta de la mentalidad del partido. Más aún, confieso mi grave culpa por no haber evitado que Zhemchúzhina, una persona cercana a mí, diera pasos en falso y se vinculara con nacionalistas judíos antisoviéticos como Mijoels[9].

Mólotov no fue el único dirigente que se vio privado de su pareja. Yelena Kalínina y Tamara Jazanova —esposa de Andréi Andréiev— pasaron largo tiempo en campos de trabajo (aunque Kalínina fue liberada a tiempo de ver morir a su esposo)[10].

Los políticos soviéticos tenían que convertirse en maestros del halago. Después de un malentendido con Stalin en diciembre de 1945, Mólotov le aseguró: «Trataré de ser merecedor de su confianza por mis acciones, una confianza en la que todo bolchevique de honor ve no sólo la confianza personal, sino también la confianza del partido, que para mí es más valiosa que mi vida». Su «error garrafal y oportunista» había consistido en permitir que se reprodujeran en Moscú extractos de los discursos de Churchill[11]. El asunto no tenía gran importancia, pero Stalin se había negado a verlo así. «Ninguno de nosotros —aulló por telegrama desde Abjasia— tiene derecho a llevar a cabo una decisión unilateral que implique una alteración de nuestro rumbo político. Sin embargo, Mólotov se ha arrogado ese derecho. ¿Por qué y con qué fundamento? ¿No es debido a que tales tretas forman parte de su plan de trabajo?»[12]. Mikoian también tuvo que humillarse cuando Stalin se enojó debido a sus decisiones sobre la recaudación de grano[13]:

Tanto yo como otros no podemos plantear las cuestiones del modo en que usted puede hacerlo. Haré todos los esfuerzos para aprender de usted cómo trabajar adecuadamente. Haré todo lo posible para aprovechar todas las lecciones necesarias de su severa crítica, de modo que me ayuden en mi trabajo futuro bajo su liderazgo paternal.

¡Qué padre! ¡Qué hijos! Las manos de Mólotov y Mikoian estaban manchadas con la sangre de las víctimas de las políticas estatales soviéticas y, sin embargo, ellos también tenían que postrarse. Sabían que tenían que acercarse a Stalin como si fuera el patriarca severo pero justo de la URSS —y así quizás podrían sobrevivir.

Las funciones paternales de Stalin incluían humillaciones habituales y tenía inventiva para llevarlas a cabo. Mólotov invitó a bailar un vals al líder comunista polaco Jakub Berman durante una de las veladas de Stalin. Esta infracción de las convenciones masculinas agradaba a Stalin e iba con él. Mólotov llevaba al torpe Berman mientras Stalin presidía la escena junto al gramófono. Berman daría un tinte positivo al episodio: el vals con Mólotov no había sido una ocasión para susurrar dulces naderías al ministro soviético de Asuntos Exteriores, sino para murmurar «cosas que no se podían decir en voz alta»[14]. Se las ingenió para olvidar de qué modo tanto él como Mólotov habían sido humillados para deleite de Stalin.

El dominio del Líder implicaba también la imposición de horarios. Se almorzaba por la tarde, a eso de las cuatro o las cinco, y la cena no estaba dispuesta antes de las nueve. Así vivía Stalin y todo el grupo dirigente tenía que ajustar su reloj biológico a sus hábitos[15]. Kaganóvich los imitaba al pie de la letra[16]. Mólotov intentaba arreglárselas echando pequeñas siestas durante el día; tal era su autocontrol que era famoso por anunciar a sus ayudantes: «Ahora voy a descansar en el cuarto de al lado durante trece minutos». Se levantaba del diván como un autómata y volvía justamente trece minutos después[17]. Todos sabían que el Líder trabajaba desde el anochecer en adelante; todos los miembros de las capas superiores de la élite soviética tenían que hacer lo mismo —y sus familias tenían que avenirse a esto; era el precio que tenían que pagar por su sustento y sus privilegios—. Con la extensión del comunismo a Europa del Este, el horario de trabajo cambió allí también. En toda la extensión de la URSS y hasta Berlín, Tirana y Sofía las figuras dirigentes del partido y del gobierno no se atrevían a alejarse del teléfono. Stalin podía llamar desde cualquier hora de la noche hasta las primeras horas de la mañana[18].

Cuando se alargaban las vacaciones de Stalin en el Sur, recurría con frecuencia a los telegramas. No podía controlar toda la maquinaria del estado con detalle. Esto era obvio para él desde largo tiempo atrás. «No puedo saberlo todo», le dijo a Iván Kovaliov, ministro de Comunicaciones después de la Segunda Guerra Mundial. «Presto atención a los desacuerdos y a las objeciones y descubro por qué han surgido y a qué se refieren»[19]. Stalin explicaba que sus subordinados constantemente le ocultaban cosas y que siempre emprendían alguna negociación a sus espaldas antes de informarle. Le parecía que esto equivalía a conspirar. Sólo Voznesenski se mantuvo contrario a estas prácticas —y Stalin le admiraba por eso—. Stalin odiaba la «falta de sinceridad» de otros miembros del Politburó. No podía detectar casos particulares de engaño, pero sabía que podían engañarle y actuaba dando por sentado que no había que confiar en ellos. El resultado era que Stalin, con sus energías mermadas, buscaba las discrepancias entre lo que le decían uno y otro[20]. Era probable que cualquier desacuerdo ocultase una falta de carácter político. Stalin había encontrado un modo eficaz de penetrar en los secretos de lo que se hacía en los pasillos del Kremlin.

La información también le llegaba por canales secretos. Los «órganos» —conocidos como MGB desde marzo de 1946 y que se mantenían separados de la MVD— informaban con regularidad acerca de sus escuchas de las conversaciones entre los líderes soviéticos. Sabía que otros miembros del Politburó tenían grandes ambiciones personales y, como habían liquidado a millones bajo sus órdenes, suponía que podían llevar a cabo una conspiración violenta contra él. Durante toda la guerra con Alemania había ordenado que se instalaran micrófonos en los apartamentos del personal militar. Esta práctica se aplicó también a una creciente lista de políticos. Hacia 1950 incluso Mólotov y Mikoián fueron espiados[21].

Otra de sus modalidades era sembrar los celos entre sus subordinados. Las riñas eran constantes y solamente Stalin podía actuar como mediador. Rara vez permitía que los líderes políticos más importantes permanecieran en el mismo puesto durante mucho tiempo. Nada era estable en el Kremlin; Stalin se daba cuenta de que crear inseguridad entre sus sucesores potenciales aumentaba su capacidad de dominarlos. El tiovivo político de Moscú hacía que algunos individuos salieran despedidos cada cierto tiempo y los que quedaban a menudo tenían que bajar de su asiento y ponerse en otro. Esto no era suficiente por sí solo. La mala salud de Stalin le impedía llevar a cabo la vigilancia absoluta y detallada que había ejercido en la década de los treinta y durante la Segunda Guerra Mundial. Necesitaba alguien en quien pudiera confiar para que actuara como sus ojos y oídos en la dirección del mismo modo en que Lenin había recurrido a su ayuda en abril de 1922. Stalin obraba con astucia. Después de 1945, en un momento dado tenía un favorito político y a veces insinuaba que el favorito era el sucesor elegido. Pero tal favor nunca se concedía formalmente y Stalin elevaba a una persona sólo para dejarla caer más tarde. Nadie podía aferrarse a los resortes del poder hasta el punto de adquirir la capacidad de suplantar a Stalin.

Había muchos resortes. En 1946, el Consejo de Ministros (como se denominó al Sovnarkom ese mismo año) tenía cuarenta y ocho ministros y comités, cada uno responsable de un amplio espectro de funciones del estado[22]. Stalin dejó de presidirlo. En cambio, incrementó el énfasis en las «curadurías». Era un sistema por medio del cual a todo colaborador destacado de Stalin se le asignaba la responsabilidad de un grupo de instituciones[23]. Aunque Stalin se inclinaba por la fluidez y la vaguedad como último medio de salvaguardar su gobierno, necesitaba estar seguro de que el estado cumplía con las intenciones que él había declarado. Los curadores eran la solución. Se reunían frecuentemente con él y nunca sabían cuándo iba a reprenderlos con severidad porque alguna de las instituciones a su cargo le había dado motivos para inquietarse. Cada grupo de instituciones se convertía en objeto de rivalidades. Los miembros del Politburó querían dirigir tantas como fuera posible; era una señal de la aprobación de Stalin y una garantía de verdadero poder. La reducción del número indicaba que un individuo en particular había caído bajo la sombra de la desaprobación —o incluso bajo la letal sospecha del Líder—. Sus colaboradores estaban continuamente bajo una presión intensa y constante. Siempre temían que cualquier tonto traspié de alguno de sus propios subordinados pudiera traerles consecuencias adversas. Esto podía pasar en cualquier momento porque el Líder sembraba los celos entre todos ellos.

También los espoleó para que adoptaran su feroz estilo de liderazgo: en un pleno del Comité Central del partido en marzo de 1946, declaró: «Un comisario del pueblo debe ser un animal salvaje, debe trabajar y asumir la responsabilidad directa del trabajo»[24]. El gobierno, tal como Stalin recomendaba que lo ejercieran tanto sus comisarios del pueblo como sus curadores, no se parecía en nada al modelo burocrático descrito por los sociólogos a partir de Max Weber y Roberto Michels. Incluso en sus últimos años, cuando el orden soviético se había estabilizado y en muchos sentidos petrificado, conservaba rasgos militantes y dinámicos.

La política era un nido de víboras. Los miembros del Politburó podían morderse y arañarse entre ellos con tanta brutalidad como gustaran mientras produjeran los resultados que Stalin exigía. Sólo en presencia de Stalin se veían obligados a moderar su conducta. El Politburó había dejado de reunirse durante la guerra y la tradición anterior a la guerra no se retomó[25]. Stalin siguió consultando a otros dirigentes mediante métodos poco formales. Siempre le agradaba hacer que los dirigentes del Politburó escribieran, enviaran telegramas o telefonearan para declarar su consentimiento a sus preferencias políticas. El Orgburó y el Secretariado —así como el Consejo de Ministros y su Presidium— deliberaban en ausencia de Stalin. El Congreso del Partido, que ejercía formalmente la autoridad suprema sobre todos los órganos del partido, no fue convocado hasta 1952. Stalin esperaba gobernar mediante canales no oficiales; sabía que la discontinuidad de la regularidad institucional le ayudaba a prolongar su despotismo personal. Podía intervenir con una orden según su capricho. Deliberadamente imponía un esquema de trabajo contradictorio a sus subordinados. Ellos, al revés que él, tenían que respetar los procedimientos administrativos puntillosamente. Al mismo tiempo tenían que obtener resultados prácticos con independencia del manual de instrucciones. La presión era incesante. Así le gustaban las cosas a Stalin y los otros dirigentes no se atrevían a hacer objeción alguna.

El hecho de que Stalin estuviese a menudo fuera de Moscú llevó a muchos contemporáneos (y a estudiosos posteriores) a suponer que estaba perdiendo poder. Esta percepción es errónea. En las grandes cuestiones de la agenda internacional, política y económica muy poco era lo que quedaba fuera de su dominio y los políticos del Kremlin le temían demasiado como para intentar engañarle. La estructura del gobierno en la capital y en las provincias también siguió siendo objeto de su atención. Al final de la guerra había cuatro órganos de la máxima importancia: el gobierno, el partido, las fuerzas de seguridad y el ejército. Stalin los necesitaba a todos. También precisaba una situación en la que ninguna institución alcanzara una preeminencia que pusiera en peligro su posición. La amenaza más obvia después de la Segunda Guerra Mundial era el Ejército Rojo y el héroe militar del país, Gueorgui Zhúkov, cayó de inmediato bajo sospecha.

En cuanto terminó de encabezar el desfile de la victoria en la Plaza Roja y de completar las negociaciones militares con Eisenhower y Montgomery en Berlín, Zhúkov fue barrido del primer plano de la política. Stalin tenía muchísimo material comprometedor en su contra. Las agencias de seguridad informaron al Kremlin de que Zhúkov había robado el botín de un tren alemán. La lista era enorme, incluía 3.420 piezas de seda, 323 pieles, 60 cuadros con marco dorado, 29 estatuas de bronce y un piano de cola[26]. Era la costumbre de las fuerzas rojas de ocupación. Prácticamente todos los comandantes podrían haber sido acusados de los mismos cargos. Stalin jugó con la idea de un juicio, pero en junio de 1946 se limitó a relegar al héroe de Kursk y Berlín al distrito militar de Odessa (del cual fue a su vez destituido en febrero de 1947). Pravda dejó gradualmente de destacar los nombres de los mariscales. Se otorgó poder a la policía para incrementar la vigilancia sobre los cuerpos de oficiales. Era innegable que el Ejército Rojo (denominado Ejército Soviético en 1946) seguía siendo fundamental para las tareas de mantenimiento del control político en la URSS y en Europa del Este; era también el destinatario de gran parte del presupuesto desde que el Gosplan concedió cada vez más importancia al gasto militar en la planificación económica central. Sin embargo, Stalin seguía ansioso por mantener a las fuerzas armadas bajo su control civil.

Las agencias de seguridad también se convirtieron en objeto de sospecha. En este caso el método de Stalin fue diferente. En tiempos de paz Beria, a diferencia de Zhúkov, era demasiado útil como para prescindir de él. Sin embargo, a Stalin le pareció bien reemplazarlo al frente de la policía. Beria sabía demasiado y tenía demasiados clientes propios a los que había puesto en sus cargos. Por lo tanto, Stalin puso a Beria a cargo del proyecto soviético de la bomba atómica e incorporó a hombres más jóvenes al Ministerio de Seguridad Estatal (MGB) y al Ministerio del Interior (MVD). En diciembre de 1945 se nombró a Serguéi Kruglov para el MVD, mientras que se le encargó a Alexéi Kuznetsov la supervisión de los asuntos de seguridad en nombre del Politburó; Víktor Abakúmov se convirtió en jefe del MGB en mayo de 1946. Aunque en teoría la continuidad de la dirección administrativa era deseable, el objetivo principal de Stalin era mantener su poder personal inviolable. Un jefe de policía que se consolidara en su cargo podía representar un gran peligro para él, en especial desde que el MGB tenía fuerzas uniformadas que podían ser desplegadas en circunstancias normales. Stalin también retuvo su propio cuerpo de seguridad paralela bajo la forma del Departamento Especial. Confiaba firmemente en que Poskrióbyshev le mantuviera al tanto de cualquier cosa que fuera importante para sus intereses. También se aseguró de que el jefe de su guardia personal, Vlásik, le informara sólo a él. Era un estado policial en el que el gobernante desconfiaba permanentemente de su policía.

Sin embargo, su dependencia simultanea del MGB y del MVD era fuerte.

Sin la eficacia operativa de ambos habría sido difícil reducir el prestigio de la cúpula del Ejército Soviético. El presupuesto soviético siguió destinando amplios recursos a las agencias de seguridad. El Gulag todavía producía una cuantiosa proporción de los diamantes, el oro y la madera del país, y las minas de uranio se desarrollaron después de 1945 mediante el trabajo de los presos. En realidad, la confianza de Stalin en sus agencias de seguridad creció a medida que reforzaba las políticas que frustraban las esperanzas de la mayoría de los ciudadanos de una distensión política y económica. La coerción social era extremadamente importante.

Pero ni siquiera cuando el MGB y el MVD constituían el gobierno real Stalin planificaba el futuro de la URSS. El Consejo de Ministros retuvo esa función. La creciente complejidad de la economía requería conocimientos especializados que faltaban en las agencias de seguridad. El Consejo de Ministros también intentaba liberarse de la excesiva tutela de los órganos del partido: varios dirigentes destacados deseaban afianzar el imperativo tecnocrático. Esta era una vieja discusión que había hecho reflexionar a Stalin durante toda la década de los treinta. Como antes, osciló entre dos alternativas. Una era ceder ante el grupo de presión ministerial y poner freno a la injerencia del partido. Ésta fue la orientación propugnada en particular por Gueorgui Malenkov. La otra solución era extender y reforzar los poderes del partido, si no hasta el extremo de finales de la década de los veinte al menos en detrimento del Consejo de Ministros en la década de los cuarenta. Entre los defensores de esta última tendencia estaba Andréi Zhdánov. En los primeros años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial Stalin se inclinó efectivamente en la dirección señalada por Zhdánov. Pero luego Zhdánov cayó en desgracia, de modo que comenzó a respaldar a Malenkov[27].

Los argumentos, desde el punto de vista estructural, fueron expuestos de forma sutil. Zhdánov y sus amigos podían señalar que el Consejo de Ministros por sí mismo no podía garantizar la rectitud ideológica estalinista. Sin esto, la Revolución de octubre estaba minada y la razón de ser de la URSS, arruinada. La Unión Soviética no podía sobrevivir exclusivamente gracias al empuje tecnocrático. Sin embargo, la otra postura tenía fundamentos igual de sólidos. La URSS actuaba en un mundo en el que la competencia militar y económica era enorme. Si el sector doctrinario del partido prevalecía sobre los especialistas ministeriales, la capacidad del país para igualar a los Estados Unidos y a sus aliados capitalistas se reduciría. La tutela meticulosa por parte del partido situaría a la URSS en desventaja frente a Occidente.

Stalin no necesitaba que le convencieran de que la URSS tenía que llegar a ser más competente ni de que el adoctrinamiento ideológico y el control político eran importantes. Su estado no podía sostenerse sin el gobierno y sin el partido y, aunque le daba preferencia a uno sobre el otro, se abstenía de elegir definitivamente entre los dos. La tensión institucional jugaba a favor de su provecho personal. Al mantener la rivalidad entre los dos organismos, reforzaba su posición de árbitro. Pero esto a su vez significaba que tenía que conformarse con un nivel más bajo de eficacia administrativa del que en otras circunstancias habría querido. Partió de la premisa de que cada institución perseguía sus propios intereses a expensas de las demás. Las persistentes rivalidades llevaron a una obstrucción sistemática. Las enredadas competencias del gobierno, el partido y la policía produjeron una montaña de papeleo burocrático que hacía lentos los procesos de deliberación y puesta en práctica. El dinamismo se introducía cuando Stalin daba una orden directa o cuando permitía a un grupo influyente de subordinados que llevaran a cabo una iniciativa deseada. Pero Stalin sabía que no podía estar al tanto de todo. La red de los organismos institucionales centrales trabajaba para mantener su despotismo; era menos efectiva para hacer posible un gobierno flexible y eficaz. Stalin pagó un precio por su tiranía.

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