Stalin

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MUERTE Y EMBALSAMAMIENTO

El 21 de diciembre de 1952 Stalin ofreció una fiesta de cumpleaños en la gran sala de recepciones de su dacha Blízhniaia[1]. El Jefe tenía la intención de pasar un buen momento y había invitado a la dirección política. Su hija Svetlana también estaba presente. Imágenes de niños soviéticos cubrían las paredes. Stalin también había dispuesto que se colgaran cuadros con escenas de las obras de Gorki y Shólojov[2]. Se bebió mucho. El gramófono tocó música folklórica y de baile durante toda la noche y Stalin se encargó de elegir los discos. Era una velada feliz.

Sin embargo, había dos invitados tristes. Uno era Jrushchov, que odiaba tener que bailar y se autodenominaba «una vaca sobre el hielo». Stalin le instó maliciosamente a que bailara la movida danza ucraniana gopak. Tal vez el Jefe, que de niño no lograba dominar el lekuri[3], obtenía una perversa satisfacción al ver el embarazo de Jrushchov. La otra persona que no disfrutaba de la reunión era Svetlana. A la edad de veintiséis años, casada en dos ocasiones y madre, no podía soportar que le dijeran lo que tenía que hacer y se negó a bailar con su padre. Su brazo más corto de lo normal habitualmente le impedía sacar a alguien a bailar, pero esa noche llevaba una o dos copas de más. Cuando Svetlana le rechazó, Stalin se puso furioso. La cogió de su cabellera pelirroja y la arrastró a la pista de baile. Ella se puso colorada y los ojos se le llenaron de lágrimas de dolor y humillación. Otros invitados lo sentían por ella, pero no podían hacer nada. Jrushchov, todavía ofuscado por su propia vergüenza, nunca olvidó la escena: «[Stalin] arrastraba los pies alrededor con los brazos abiertos. Era evidente que nunca antes había bailado». Pero no le juzgó con dureza. «Se comportó con tanta rudeza no porque quisiera herir a Svetlana. No, su conducta hacia ella era en realidad una expresión de afecto, pero de la forma perversa y brutal que le era propia»[4].

Otros invitados estaban preocupados por algo muchísimo peor que ser cogidos por los cabellos y obligados a bailar. La probable inminencia de una purga política los inquietaba a todos. El 13 de enero de 1953 Pravda publicó un editorial sobre «Malvados espías y asesinos disfrazados de profesores de medicina». Stalin había editado el texto[5]. Aunque había permanecido todo ese tiempo en la Blízhniaia, no era un mero espectador del complejo drama político[6]. Los miembros del Presidium del Partido —la nueva designación del Politburó— leyeron Pravda con el corazón en un puño. La tensión alcanzaba un punto culminante. El 28 de febrero Stalin invitó a Malenkov, Beria, Jrushchov y Bulganin a ver una película con él en la dacha. Stalin fue tan buen anfitrión como siempre. Había abundante comida y bebida. Los miembros del Presidium del Partido, después de haber bebido una buena cantidad de vino, trataron de evitar decir cualquier cosa que pudiera molestar al Líder. Cuando terminó la cena, Stalin ordenó a los sirvientes que colocaran el equipo de proyección en la galería de la planta baja. La fiesta terminó a las cuatro de la madrugada del 1 de marzo[7]. Ninguno de los importantes invitados que partían recordó después que Stalin pareciera enfermo. Según Jrushchov, lo dejaron muy borracho y en buenas condiciones[8]. Era lo que se esperaba después de una larga noche de diversión.

Cuando las limusinas de los visitantes se perdieron en la oscuridad de los suburbios de Moscú, Stalin dio rápidas instrucciones a sus guardias. Uno de ellos, Pável Lozgachov, informó de ellas a su jefe Iván Jrustaliov. Stalin había anunciado que se iba a la cama y que ellos quedaban libres de sus obligaciones y podían irse a dormir; también había ordenado que los guardias no debían molestarlo hasta que él los llamara a sus habitaciones[9].

Desde la media mañana del 1 de marzo la inquietud entre los guardias que entraban de servicio fue en aumento porque Stalin no había dado la orden de que pasaran. La rutina había sido la misma durante años. Un grupo conocido como el equipo de seguridad móvil patrullaba la dacha Blízhniaia. Los cambios de guardia alternaban dos horas de vigilancia y dos horas de descanso para mantener el estado de alerta. Las posiciones de los guardias alrededor de la dacha se designaban por medio de números[10]. Cumplían la inusual prohibición de Stalin de no molestarlo y, sin embargo, todos sabían que serían inculpados si algo malo hubiese sucedido. Su costumbre era pedir un té con una rodaja de limón avanzada la mañana. Era tan puntual como un reloj. El segundo del comandante, Mijaíl Stárostin, se puso nervioso al ver que no lo había pedido[11]. En la dacha no había ninguna autoridad superior a la que acudir. Poskrióbyshev y Vlásik ya no estaban en sus puestos y no quedaba claro qué miembro del Presidium del Partido, si es que había alguno, podría contradecir una orden que el Líder había dado personalmente. Esta situación había beneficiado a Stalin cuando estaba bien. Ahora estaba a punto de pagar un precio fatal por su extraordinaria concentración de poder.

A las seis y media de la tarde se encendió una luz en la dacha. Los guardias que patrullaban se sintieron aliviados ante esta señal de vida y supusieron que todo iba bien. Dieron por sentado que, tras haberse levantado tarde, se ocupaba de sus numerosas obligaciones. Sin embargo, Stalin no salió de su cuarto. Tampoco pidió comida ni ordenó que se hiciera cosa alguna. Nadie pudo verlo. Por lo tanto, los guardias permanecieron a la expectativa de lo que debían hacer a continuación. Cerca de las diez de la noche llegó un paquete para Stalin proveniente de las oficinas del Comité Central en Moscú. Esto forzó al grupo de seguridad a tomar una decisión. Después de un intercambio de opiniones se decidió que Pável Lozgachov debía llevar el paquete a Stalin. Entró nervioso en la habitación y se encontró con una escena terrible. Stalin estaba tirado en el suelo. Aunque no había perdido el conocimiento por completo, no podía hablar y se había orinado encima. Evidentemente había tenido un ataque. Su reloj de pulsera yacía en el suelo cerca de él y marcaba las seis y media. Los guardias supusieron con razón que Stalin se había caído a esa temprana hora del anochecer cuando había encendido la luz[12].

Ninguno se atrevía a hacer lo más obvio, que era llamar a un médico. Como necesitaban una orden de una autoridad superior, los guardias telefonearon a Moscú al ministro de Seguridad Estatal, Semión Ignátiev. Éste se sintió superado por la situación y telefoneó a Malenkov y a Beria. Todos los que estaban en la dacha deseaban desesperadamente recibir órdenes. Lo único que hicieron por iniciativa propia fue levantar a Stalin del suelo, ponerlo en su diván y taparlo con una manta[13].

Al recibir las noticias de Ignátiev por medio de Malenkov, los miembros del Presidium se preguntaron si Stalin estaba a punto de morir. Pero el modo en que actuaron exactamente todavía sigue siendo un enigma. No sólo los compañeros de Stalin, sino también sus guardias mantuvieron la boca cerrada durante muchos años respecto del episodio —y los recuerdos se deterioran con el paso del tiempo—. Las vicisitudes de la lucha por la sucesión política también tuvieron el efecto de distorsionar los testimonios. Triunfó Jrushchov, Beria fue ejecutado en diciembre de 1953 y Malenkov, derrotado por Jrushchov, no se sintió inclinado a dejar constancia de su testimonio. Jrushchov y Svetlana Allilúeva fueron los únicos testigos que pudieron contar la historia con libertad antes de que el paso del tiempo oscureciera sus recuerdos. Desafortunadamente ni Jrushchov ni Allilúeva eran reacios a fantasear para exagerar sus conocimientos y virtudes. Fue una situación paradójica. Stalin mismo había regulado rígidamente la publicación de detalles acerca de su vida, que eran extremadamente exiguos y poco fiables. Sin embargo, esos detalles se volvieron todavía menos creíbles desde el día en que perdió ese control. Las fechas, las acciones, las personalidades y los hechos son tan claros como un barril de alquitrán en el período que va del 28 de febrero al 5 de marzo de 1953.

El relato más completo provino de Jrushchov. Según él, varias personas acudieron a la dacha en las primeras horas del 2 de marzo. Supuestamente entre ellos estaban Malenkov, Beria, Bulganin y Jrushchov. No se sabe con certeza si todos —o algunos— realizaron una segunda visita antes de tomar la decisión de pedir asistencia médica[14]. Por la razón que fuera pasaron horas hasta que se convocó a los médicos para que atendieran a Stalin. La hora exacta de su llegada se discute. Svetlana, a la que se mandó llamar cuando estaba en una clase de francés[15], afirmó en sus memorias que fue a las diez de la mañana, pero el testimonio más verosímil del guardia A. T. Rybin, que estaba allí en ese momento, sostiene que fue a las siete de la mañana[16]. De cualquier manera queda claro que los miembros del Presidium no se dieron prisa en procurarle asistencia médica. Esto hizo que surgiera la sospecha de que dejaron que Stalin empeorara deliberadamente. Es una posibilidad, ya que todos ellos eran víctimas potenciales de una purga. Pero tal vez los subordinados políticos de Stalin estaban sencillamente demasiado aterrados como para intervenir antes. Si se recuperaba, pagarían un precio muy alto por actuar como si estuvieran al frente del país. Es una hipótesis verosímil. Sin embargo, lo que es seguro es que se demoraron en una medida que los hace culpables —y tal vez ya eran más conscientes del carácter crónico de la enfermedad de Stalin que lo que dejaban ver.

Los doctores encontraron a Stalin empapado en su propia orina. Lo desvistieron y lo limpiaron con una solución de vinagre. En un momento dado vomitó sangre; a esto siguió la respiración Cheynes-Stokes, con su típico jadeo e irregularidad. Era obvio que estaba muy grave. Los mismos expertos médicos trabajaban bajo la presión de saber lo que les sucedía a los médicos que no satisfacían a los políticos soviéticos. Rápidamente averiguaron lo peor. Las extremidades derechas de Stalin estaban totalmente paralizadas. Aunque hicieron lo que pudieron, tenían pocas esperanzas. Antes del mediodía le administraron enemas, aunque en realidad nadie preveía un efecto positivo[17].

Para el Presidium el problema era que, si Stalin se recuperaba, sus miembros podrían ser culpados si no contribuían a su restablecimiento y también si intervenían sin su permiso. Era imprescindible actuar con cautela. Estaba claro que saber más acerca de su estado de salud era fundamental. Desafortunadamente, después de los arrestos a causa del Complot de los Médicos, los mejores especialistas de Moscú se encontraban en las celdas de la Lubianka. Lo que siguió fue una especie de tragicomedia. Los profesores encarcelados (a los que se había calificado de viles traidores) fueron consultados y se les preguntó acerca del posible diagnóstico de un paciente que tenía la respiración Cheynes-Stokes. Después de semanas de tortura estaban perplejos ante el imprevisto giro que había tomado el interrogatorio. Yákov Rapoport contestó concisamente que era un síntoma «muy grave»; sus palabras implicaban que la muerte era el resultado más probable[18]. No se sabe si los médicos tomaron medidas sobre la base de esta información.

Pero los miembros del Presidium por lo menos tenían la certeza de que eran libres para planificar la sucesión política. Ante sus ojos tenían pruebas que en cualquier caso eran muy concluyentes: Stalin estaba en estado crítico y los médicos que le atendían eran claramente pesimistas. Ahora el médico más distinguido del país, encarcelado en la Lubianka, había confirmado la impresión que ellos habían tenido.

El 4 de marzo comenzaron a adoptar sus disposiciones. No había tradición en cuanto a los procedimientos ni normas; Stalin había dejado todo eso fuera de la agenda premeditadamente. Los principales dirigentes se dieron cuenta de que sólo podrían legitimarse si podían simular la continuidad del régimen y convocaron una sesión de urgencia del Comité Central del Partido. Esto hizo posible que los veteranos del Presidium sortearan la amenaza que suponían los miembros promovidos a partir del XIX Congreso en octubre de 1952. Algunos veteranos estaban mejor situados que otros. Mólotov no podía reclamar el poder supremo después de que Stalin lo hubiera atacado en octubre de 1952. Malenkov y Beria tomaron la iniciativa. Flanqueados por los veteranos del Presidium (con excepción de Bulganin, que cumplía con su deber junto al lecho de Stalin), Malenkov abrió la sesión anunciando que Stalin estaba gravemente enfermo y que el pronóstico médico no era favorable aunque lograra superar el estado crítico en que se hallaba. El Comité Central escuchó en silencio y con angustia. Luego Beria ocupó el estrado y propuso que Malenkov debía ocupar el puesto de Stalin como presidente del Consejo de Ministros con efecto inmediato. Se acordó esto y se declaró terminada la corta sesión[19].

Sin embargo, Stalin todavía no había muerto y los miembros del Presidium volvieron rápidamente a la dacha, donde empeoraba irremisiblemente. Ante sus ojos pasaban fugazmente instantes de su vida pasada: los planes quinquenales, el Gran Terror y la Gran Guerra Patria. Stalin personificaba su carrera colectiva. Habían trabajado activamente para la consolidación del estado soviético, de su poder militar e industrial y de su expansión territorial y su seguridad política. Con la posible excepción de Beria, reverenciaban la inteligencia y experiencia de Stalin al mismo tiempo que le temían. Los había cautivado incluso cuando los traumatizaba. Mientras yacía postrado en el diván, no podían estar seguros de que mediante algún esfuerzo sobrehumano no reviviera y regresara para dominar de nuevo la vida pública. Estos mismos individuos que habían enviado a millones de personas a la muerte en el Gulag bajo el liderazgo de Stalin, temblaban ante la vista de un anciano semiconsciente e inerte, cuya vida se desvanecía. Siguió esclavizándolos hasta el final. Todavía cabía la posibilidad de que pudiera recuperarse lo suficiente, aunque fuera sólo por un momento, para ordenar la destrucción de todos ellos. Aun cuando agonizaba no se podía tomar a Stalin a la ligera.

En la dacha la tensión era muy fuerte. Beria se hizo cargo de la seguridad y dispuso que se aislase la zona que rodeaba la dacha mientras se mantenía la vigilancia sobre el paciente. La mañana del 5 de marzo vomitó sangre de nuevo[20]. Como más tarde descubrieron los médicos, había sufrido una hemorragia masiva en el estómago. Su estado general había sido malo durante años y sus arterias estaban endurecidas. El equipo médico y los políticos se reunieron junto al lecho. Svetlana era su única pariente cercana en la dacha. Los presentes se turnaban para acercarse a su cuerpo yacente y presentarle sus respetos. Le tomaban la mano en busca de alguna señal de sus intenciones hacia ellos. Lo más destacable fue la conducta de Beria, que babeó la mano de Stalin en una melosa demostración de lealtad personal. A las diez menos diez de la mañana el Líder dejó escapar su último aliento. Había muerto.

Algunos se abrazaron. Svetlana, afligida, buscó consuelo en los brazos de Jrushchov. Se permitió a los sirvientes que vieran el cadáver. Incluso los miembros del Presidium, que horas antes habían adoptado disposiciones sobre la política a seguir después de la muerte de Stalin, se sintieron afectados. Se había terminado todo un período de sus vidas y de la historia de su país. No habrían sido seres humanos si no se hubiesen sentido conmocionados por la experiencia. Sólo una persona conservaba por completo la presencia de ánimo. Era Beria, que se comportaba como una pantera a la que se hubiera soltado de la jaula. Ya no dolido ni meloso, gritó: «¡Jrustaliov, el coche!»[21]. Beria corrió al Kremlin para completar una sucesión política programada en la que jugaría un papel destacado. Mientras los demás consolaban a Svetlana o lloraban junto a la cama de Stalin, había mucho que hacer y Beria marcó el ritmo. A diferencia de Mólotov o Mikoián, él no había sido considerado indeseable como posible sucesor. El Caso Mingrelio no se había mencionado en el Comité Central y, hasta donde sabían sus miembros, Beria había estado en buenos términos con Stalin hasta el fin. La batalla por la sucesión había empezado.

El grupo de seguridad se convirtió en la guardia de honor del Líder muerto. Un catafalco negro llegó a la dacha y los guardias lo pusieron allí para llevarlo al instituto especial donde se controlaba regularmente el estado del cadáver de Lenin y donde el de Stalin sería preparado para el funeral. Jrustaliov, el comandante de la guardia, siguió asumiendo la responsabilidad.

A las ocho de la tarde del 5 de marzo el Comité Central del Partido volvió a reunirse bajo la presidencia de Jrushchov. Los miembros del Presidium sabían que tenían que convencer a todos los presentes de que Stalin había muerto por causas naturales[22]. El ministro de Salud de la URSS, A. E Tretiakov, ocupó el estrado para ofrecer un informe médico detallado. Jrushchov, evitando el debate, anunció las propuestas del Buró del Presidium. Se sugirió que Malenkov ocupara la presidencia del Consejo de Ministros. Beria sería uno de sus primeros adjuntos y se haría cargo del Ministerio del Interior (MVD) y del Ministerio de Seguridad Estatal (MGB). Jrushchov permanecería como secretario del Comité Central del Partido. Los veteranos más viejos no fueron ignorados. Voroshílov sería presidente del Presidium del Soviet Supremo de la URSS. Mólotov, que mantenía su ascendiente sobre las mentes de sus compañeros de la dirección a pesar del ataque de Stalin, se convertiría en primer vicepresidente del Consejo de Ministros (como sucedió no sólo con Beria, sino también con Bulganin). Pero las figuras clave eran Malenkov, Beria y Jrushchov. Esto se manifestó claramente en la decisión de confiarles la tarea de poner los papeles de Stalin «en el debido orden». Todas las propuestas fueron aprobadas por unanimidad y el encuentro duró sólo cuarenta minutos[23]. Los deseos particulares de Stalin se ignoraban. Había planeado la caída de Beria, así como la de Mólotov y Mikoián. Sin embargo, Malenkov veía a Beria como un aliado útil y Jrushchov aceptó temporalmente el fait accompli.

Malenkov, Beria y Jrushchov habían conocido a Stalin en los años en que tenía poder sobre sus vidas. No tenían experiencia de la política sin el temor de que pudiera ordenar su arresto. Beria hizo que su hijo Sergo se entrenara como piloto y que aprendiera las rutas internacionales de vuelo por si la familia tenía que escapar[24]. Beria, Mólotov, Voroshílov, Mikoián y Kaganóvich tenían buenas razones para bendecir la hora en que Stalin había dejado este mundo. Otros como Jrushchov y Malenkov también debieron de haberse preocupado porque las amenazas de Stalin recayeran sobre ellos en algún momento. Todo el Presidium había temblado de miedo durante meses. Los subordinados más cercanos a Stalin tenían mucho interés en su fallecimiento y en conspirar para acelerarlo. Las razones de su muerte siguen sin aclararse. Aunque se llevó a cabo una autopsia, nunca se encontró el informe. Esto es más que suficiente para inducir a la sospecha. Más aún, los diez médicos que lo atendieron en sus últimas horas elaboraron una historia clínica de su enfermedad, pero no se completó hasta julio (y sólo puede consultarse desde hace muy poco tiempo)[25]. La conclusión aceptable es que Stalin murió por causas naturales. Pero el retraso en la elaboración de la historia resulta raro, al igual que la pérdida del informe de la autopsia: tal vez se estaba encubriendo algo importante.

El veredicto debe permanecer abierto. Una posibilidad es que fuera asesinado, probablemente con la connivencia de Beria y Jrustaliov. Por lo general se piensa en un envenenamiento de su comida; otra posibilidad es que Beria hiciera que sus hombres entraran en la dacha y asesinaran al Líder mediante una inyección letal. Una extraña versión sostiene que el hombre que murió en la Blízhniaia no era Stalin, sino su doble, pero esto es una especulación muy poco probable y sin el menor fundamento (y en realidad sin explicación de por qué, si el cadáver pertenecía a un doble, Stalin no regresó para vengarse de los conspiradores).

El cadáver se llevó al primer piso del instituto en una camilla y el equipo médico reemplazó a los guardias, que todavía estaban conmocionados —muchos lloraban—. Solamente se quedó Jrustaliov, mientras que los otros guardias bajaron las escaleras en dirección al vestíbulo. Le quitaron la dentadura postiza y se la dieron al comandante de la guardia para que la guardara en lugar seguro. Al igual que Lenin, Stalin iba a ser embalsamado. Había complicado esta tarea en 1952 al arrestar a Borís Zbarski, que había estado al frente del laboratorio del Mausoleo durante muchos años[26]. Pero ya hacía tiempo que se llevaban registros de los procesos químicos para que estuvieran a disposición de otros. Mientras tanto, el cadáver de Stalin fue colocado sobre un catafalco en la Plaza Roja[27]. Los mismos guardias acompañaron el cuerpo al Salón de las Columnas, más abajo de la Plaza Roja, donde permaneció hasta el día del funeral[28]. Se dio la orden de convertir el Mausoleo de Lenin en un lugar de descanso conjunto para Lenin y Stalin. No había nada inesperado en esto, aunque Stalin no había dado instrucciones al respecto. Durante dos décadas había sido celebrado como el principal ser humano viviente. El Presidium sencillamente supuso que su cadáver debía recibir el mismo tratamiento que Stalin había dispuesto para Lenin en 1924.

La radio y los periódicos anunciaron su muerte el 6 de marzo. La conmoción popular fue inmensa, sobre todo porque no había habido ningún aviso previo de su deterioro físico y en realidad durante los años anteriores no se había hecho comentario alguno acerca de su precario estado de salud. Se congregaron multitudes. Los moscovitas se apresuraron a ver los restos del dictador antes del funeral. Los trenes y los autobuses provenientes de provincias distantes llegaban repletos de pasajeros deseosos de ver a Stalin muerto. La gente llegaba en metro o en autobús al centro de la capital y luego iba a pie hasta la plaza adoquinada llena de sombría ansiedad. El 8 de marzo la muchedumbre era tan numerosa que la policía no podía controlarla. Demasiada gente convergía allí desde distintos puntos. Se desató el pánico cuando muchos trataban de volverse. El resultado fue desastroso. Miles de personas fueron pisoteadas, gravemente heridas y cientos de ellas murieron por asfixia (lo que no se publicó en los periódicos). Incluso en su ataúd el Líder no había perdido su capacidad de sembrar la muerte al azar entre sus súbditos. Pero esta tragedia tenía otra dimensión: indicaba los límites del control estatal incluso en la URSS. La mayor parte del tiempo se exhibía una actitud de obediencia a las órdenes, pero la superficie de la calma pública era frágil y la MVD se sentía nerviosa por tener que prohibir a la gente corriente que hiciera lo que quisiera los dos primeros días después de que la noticia se hiciera pública.

El funeral tuvo lugar el 9 de marzo. Era un día frío, seco y gris de finales del invierno. El sol no salió. Hubo una intensa helada[29]. La multitud era compacta. En la capital los trayectos cortos duraban varias horas. Las autoridades se debatían entre el deseo de legitimarse por medio de su vinculación con la memoria de Stalin y el de asegurarse de mantener el orden en las calles. El régimen imperial se había vuelto enormemente impopular cuando miles de espectadores murieron aplastados accidentalmente en el campo Jodynka el día de la coronación de Nicolás II. No era conveniente que se repitiera la historia con el fallecimiento de Iósef el Terrible.

Cualquier otro desenlace que no fuera una ceremonia pacífica habría dado la impresión de que los sucesores de Stalin eran incapaces de gobernar el país: tenían que mostrarse como hombres de acero igual que el Líder muerto.

El catafalco depositado en el Salón de las Columnas tenía una cortina lateral con la consigna: «¡Proletarios del mundo, uníos!». Sólo quedaron visibles la cabeza y los hombros de Stalin. Tenía los ojos cerrados. Se colocaron luces potentes para iluminarlo. Una y otra vez se permitía a los fotógrafos oficiales que se acercaran para registrar el hecho. Las orquestas tocaban. Un coro femenino, vestido de negro, cantaba plantos. A las diez y media de la mañana el Presidium del Partido se incorporó para cantar el himno estatal de la URSS. Malenkov encabezaba el cortejo acompañado por el representante chino Chou Enlai. El ataúd fue colocado en una cureña que salió de la Sala de las Columnas para subir la pendiente hasta la Plaza Roja, donde el Mausoleo, ahora llamado de Lenin-Stalin, lo aguardaba. El cadáver fue sacado de la cureña y transferido a un féretro fuera del edificio. Los miembros del Presidium y los invitados de honor se dirigieron a la parte superior del Mausoleo[30]. En la Plaza Roja se había congregado una enorme multitud. Se colocaron micrófonos y amplificadores para que todos pudieran seguir la ceremonia. Las coronas formaban una elevada pila (el compositor Serguéi Prokófiev había muerto el mismo día que Stalin y sus deudos no encontraron flores en las tiendas porque todos se habían apresurado a comprarlas para ofrecer su homenaje al Líder). Se celebraba el fin de una era política.

Varios destacamentos del Ejército Soviético desfilaron por la Plaza Roja. Como de costumbre, la MVD organizó la seguridad detrás de las vallas. Las orquestas militares comenzaron a ofrecer sus últimos respetos y, a diferencia del 1 de mayo o del 7 de noviembre, cuando las organizaciones sindicales obligaban a tomar parte en las ceremonias, el interés del pueblo por estar presente ese histórico día era inequívoco.

Hubo tres encomios: Malenkov, Mólotov y Beria los pronunciaron desde lo alto del Mausoleo. Los que estaban cerca de los oradores pudieron detectar diferencias entre ellos: sólo el rostro de Mólotov expresaba una sincera pena. Beria hablaba con brusca sequedad (y su mujer Nina se lo reprochó después)[31]. La importancia de Mólotov indicaba a los que estaban bien informados políticamente que ya se hacían sentir los temblores en la cúpula de la política soviética: el cadáver de Stalin todavía no se había enfriado del todo y su antiguo colaborador había sido readmitido en el grupo gobernante. Los visitantes extranjeros no sólo eran comunistas. Los líderes comunistas veteranos como Chou Enlai, Palmíro Togliatti, Dolores Ibárruri y Maurice Thorez ocupaban un lugar preferente, pero también acudieron a la ceremonia otras personalidades, como el líder socialista italiano Pietro Nenni. Los gobiernos extranjeros enviaron sus condolencias a Moscú. Los viejos rivales de Stalin, Churchill y Truman, mandaron las suyas. Los periódicos de los países comunistas destacaron que se había ido el coloso de mayor estatura de la historia. En Occidente la reacción de la prensa era variada. Sin embargo, aunque se mencionaron sus crímenes contra la humanidad, pocos editores deseaban pasar por alto la oportunidad de referirse a su contribución a la transformación económica del país y a la victoria sobre el Tercer Reich. Fue un destino más amable del que merecía.

No obstante, el movimiento comunista mundial no cuestionó sus servicios a la humanidad. Quien había ordenado la construcción del Mausoleo de Lenin estaba a punto de unirse en la muerte al fundador de la Unión Soviética. Los embalsamadores completaron su trabajo. El cadáver había sido eviscerado y sumergido en un líquido cuyos ingredientes permanecieron en secreto. Se había encargado una cabina de cristal. La disposición del interior de la estructura rectangular de granito fue rediseñada, mientras los albañiles cambiaban el nombre por el de Mausoleo de Lenin-Stalin. Iósef Vissariónovich Dzhughashvili, que pasó a la historia con el nombre de Stalin, descansaría allí.

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