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III. El déspota » 26. La muerte de Nadia

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LA MUERTE DE NADIA

Stalin estaba cada vez más aislado de la vida cotidiana de la URSS a medida que crecía la preocupación por su seguridad personal. Ya no tenía una oficina abierta en el Secretariado. No visitaba las granjas colectivas. Mientras estaba de vacaciones en Abjasia supuestamente fue a inspeccionar un mercado, pero las autoridades de Sujumi, deseosas de impresionarlo, hicieron que los tenderos bajaran los precios durante el tiempo que duró la visita: de este modo no pudo enterarse del elevado coste de vida[1]. En cualquier caso, nunca inspeccionó las fábricas y minas que se estaban construyendo y, cuando fue a ver el canal del mar Blanco, su viaje fue anunciado en la prensa sólo días después de que hubiese tenido lugar[2]. La OGPU había capturado a un asesino en potencia, Yákov Ogariov, en las afueras del Kremlin en noviembre de 1931. Sin embargo, Ogariov se sintió tan sorprendido por la inesperada aparición de Stalin en la Plaza Roja que no acertó a sacar su revólver[3]. La cuestión de la seguridad no explica por sí sola que Stalin dejara de hacer apariciones en público. El hecho era que había establecido una estructura política que ya no precisaba que saliese y vigilase. Tanto desde el Kremlin como desde sus dachas, podía dar órdenes y hacer que sus subordinados las ejecutaran.

El encierro político no contribuyó a aminorar las tensiones familiares. Su hijo Yákov trató de suicidarse en 1929; fue un intento torpe que le acarreó el desprecio de Stalin más que su comprensión. Las relaciones conyugales con Nadia eran tensas. Era extremadamente desatento con ella y nunca admitió su falta. Muy posiblemente Stalin siguió sintiendo una singular atracción por las jóvenes comunistas y, aunque fuera fiel a Nadia, ella no siempre confiaba en él y se volvía loca de celos. Sin embargo, Stalin nunca se había caracterizado por comprometerse en las relaciones personales, mucho menos con mujeres. Las actitudes de Iósef no eran la única razón de la furia de Nadia. Otro factor era su estado mental. Aunque su naturaleza precisa sigue siendo poco clara, probablemente hoy podría definirse como algún tipo de esquizofrenia. Los días de quietud se alternaban con estallidos de furia. Stalin nunca sabía a ciencia cierta qué le esperaba en el apartamento del Kremlin o en la dacha de Zubálovo —y la falta de sensibilidad que manifestaba frente al estado de su esposa la llevaba a la desesperación—. Nadia siempre había tenido una gran fuerza de voluntad. Stalin había sido el amor de su vida y, a diferencia de otros miembros de su familia, no había mantenido ninguna relación extraconyugal. Al sentirse rechazada y subestimada, en 1926 no pudo soportarlo más y se marchó a Leningrado en un intento de divorciarse de Iósef[4].

Sin embargo, cedió a los ruegos de él y trató de darle al matrimonio otra oportunidad. No quería más hijos; según su propia hija, ya había abortado en dos ocasiones[5]. Stalin no le había impedido matricularse como estudiante en la Academia Industrial. Las cartas entre marido y mujer eran tiernas. El tenía su rutina establecida: todos los veranos solía ir al sur de la RSFSR. Por lo general el destino era Sochi, en la costa nororiental del mar Negro. Nadia llenaba sus cartas con noticias acerca de los niños, la vida doméstica, el clima y sus progresos en los estudios.

La familia Stalin decidió consultar a especialistas extranjeros acerca del estado mental de Nadia. Desde el Tratado de Rapallo en 1922, se había convertido en la norma que los miembros de la élite soviética acudieran a clínicas y balnearios alemanes. Stalin era uno de los pocos que había declinado este privilegio. Como desconfiaba de los médicos y no le agradaban los países extranjeros, nunca pensó en viajar al extranjero por motivos de salud. Gueorgui Chicherin, su comisario de Asuntos Exteriores, trató de convencerlo: «Sería muy bueno que usted, Stalin, cambiara su aspecto exterior y viajara por un tiempo al extranjero con un auténtico intérprete en lugar de llevar a uno tendencioso. ¡Entonces vería la realidad!»[6]. Sin embargo, Stalin aprobó el viaje de Nadia. Deseaba tanto como su esposa que se curara. Sin embargo, incluso para ella la autorización tenía que venir de las instancias superiores. El Orgburó y el Secretariado del Partido tardaron desde abril a julio de 1930 en aprobar la petición de Nadia, avalada por sus médicos de Moscú, de pasar un mes en Alemania. La autorización definitiva fue firmada por Stalin, Mólotov, Kaganóvich e I. N. Smirnov[7]. Stalin dispuso que Nadia pudiera enviarle cartas por valija diplomática[8]. Nadia se encontró con su hermano Pável y con su esposa Yevguenia durante su viaje y, después de visitar a los médicos, volvió a tiempo para el comienzo de las clases de la Academia Industrial en septiembre[9].

Los historiales médicos se han perdido[10], pero según Kira Allilúeva, la sobrina de Nadia, el diagnóstico fue una fusión de las suturas craneanas[11]. Iósef le escribía cartas afectuosas. A lo largo de esos meses —antes, durante y después del viaje— él recurrió al lenguaje sentimental que habían desarrollado a lo largo de los años, incluyendo expresiones tales como «besos enormes, muchas veces»[12].

Con todo, la salud de Nadia no mejoró. En 1932 recurrió a los médicos soviéticos para que le dieran su opinión sobre lo que parecían ser dolencias abdominales. Se ha sostenido que esos dolores eran consecuencia de un aborto anterior[13]. Lo que parece haber sucedido es que una intervención quirúrgica prevista fue pospuesta por recomendación médica. Esto fue lo que ella le confió a su doncella del Kremlin, Alexandra Korcháguina[14]. Nadia seguía tan agitada como siempre y, aunque no hizo nuevos intentos de romper con su esposo, el matrimonio siguió siendo inestable. Stalin apenas se preocupaba de prestarle atención. En una época en que él y sus propagandistas sostenían la importancia de las películas, Iósef no se molestó en llevarla al cine. Cuando no estaba bebiendo con sus rudos camaradas, seguía coqueteando con mujeres. Los niños no eran un consuelo para Nadia. Severa y exigente, apenas les brindaba el afecto que es habitual en otras familias. Solo cuando ellos no estaban Iósef y Nadia volvían a relacionarse afectuosamente. Esto no suponía mucho alivio para una mujer de la que se esperaba que ofreciera el máximo apoyo psicológico a su marido sin poder contar nunca con ser correspondida.

Nadia no limitó su respaldo al ámbito privado, sino que también lo apoyó políticamente. Circularon historias acerca de que, al igual que Bujarin, en quien ella confiaba, Nadia detestaba la campaña de colectivización agrícola. De hecho, era una esposa que defendía celosamente la posición política de su esposo. El 2 de mayo de 1931 le escribió a Sergo Ordzhonikidze acerca de ciertas cuestiones relacionadas con la Academia Industrial. Denunció que las disposiciones de Stalin acerca de la formación correcta de los «especialistas técnicos» estaban siendo ignoradas. Incluso insistió en que sus compañeros de estudios no tenían que enterarse y en que la carta debía ser destruida[15]. Delataba a la gente de la Academia Industrial en apoyo de la línea fijada por la camarilla que regía el país.

Con todo, los problemas derivados de su estado de salud y de su relación con Iósef la habían llevado al borde del estallido. Lo único que sorprende es que nadie se diera cuenta de la situación. Amigos íntimos como Tamara Jazánova (para entonces casada con Andréi Andréiev) y la esposa de Mólotov, Polina Zhemchúzhina, sabían de sus problemas pero no llegaron a comprender los alcances de su padecimiento. Nadia se sentía terriblemente sola. Ciertas situaciones sociales le resultaban sumamente perturbadoras. Tendía a sentirse molesta cuando Iósef se reunía con sus secuaces y sus esposas. Era tradicional que el grupo dirigente quedase a cenar en el apartamento de Voroshílov en el Kremlin para celebrar el aniversario de la Revolución de octubre, el 7 de noviembre (el Sovnarkom había adoptado el calendario gregoriano en 1918, lo que hacía que la fecha se desplazase trece días y, por lo tanto, cambiaba el mes en que se había producido la revolución). Siempre se bebía en exceso y se gastaban bromas pesadas. En 1932 Nadia hizo un esfuerzo especial para arreglarse lo mejor posible. Pero esto no provocó ninguna diferencia en la conducta de Iósef. A última hora de la velada Stalin coqueteó con la esposa de Alexandr Yegórov, que había servido con él en la guerra polaco-soviética. Natalia Yegórova llevaba un vestido llamativo y se comportaba como una coqueta. Al parecer Iósef hizo su burda broma de tirarle una bolita de pan. Atormentada por los celos, Nadia abandonó la reunión en pleno ataque de furia. Los testigos lo achacaron despectivamente a su «sangre gitana»[16].

Hay otras versiones de lo que pasó antes de que ella se fuera. Una afirma que Stalin llamó a Nadia a gritos usando el familiar «tú» y que ella se ofendió. Otra afirma que le arrojó un cigarrillo encendido. Pero la versión más plausible es que verdaderamente coqueteaba con Natalia Yegórova y que Nadia ya no podía soportarlo más. Lo que pasó a continuación está mejor documentado. Polina Zhemchúzhina salió tras ella al frío de la noche. Nadia estaba extremadamente nerviosa y Polina la acompañó a dar una vuelta por los terrenos del Kremlin intentando calmarla. Después Nadia se fue por su cuenta al apartamento familiar mientras que Polina regresó a la fiesta[17].

Los pensamientos de Nadia se sumieron en una oscuridad existencial. Algunos años antes su hermano le había regalado una pistola. A pesar de que parecía una pistola de juguete (como más tarde recordó Stalin), era un arma mortal[18]. Sentada en la cama, la apuntó al corazón y disparó. La doncella de la mañana encontró el cadáver. El personal doméstico, presa del pánico, llamó a Abel Enukidze. Como miembro del Comité Central y administrador del Kremlin, tendría la autoridad para decidir qué había que hacer. Resultó que Enukidze también era el padrino de Nadia[19]. Sin vacilar, mandó despertar a Stalin. El matrimonio se había acostumbrado a dormir en habitaciones separadas y Iósef era a todas luces inconsciente de las consecuencias de su mal comportamiento de la noche anterior. Se convocó a los médicos para que dictaminaran la causa de la muerte. No les iba a llevar mucho tiempo: Nadia se había matado de un disparo en el corazón. Cuando los profesores Rózanov y Kúshner llevaron a cabo el examen post mortem después del mediodía, el cuerpo yacía tendido en la cama. El pequeño revólver estaba cerca. Concluyeron que la muerte debía de haber sido instantánea y se había producido entre ocho o diez horas antes. Nadia se había quitado la vida. Rózanov y Kúshner comenzaron a escribir su breve informe a la una de la tarde.

Los políticos discutían qué debía revelarse al público[20]. Se consideró que no era apropiado decir la verdad, por temor a disminuir el prestigio de Stalin. En su lugar se le pidió a Pravda que afirmara que Nadia había muerto a causa de una apendicitis. Las esposas de los líderes más prominentes firmaron una carta de condolencia para Stalin que también fue publicada en el periódico. Se designó una comisión para el funeral, encabezada por Abel Enukidze. Habría un cortejo fúnebre que seguía a un carruaje tirado por caballos que llevaba el ataúd. Los deudos se reunirían en la Plaza Roja a las tres de la tarde del 12 de noviembre y atravesarían la ciudad hasta el cementerio del monasterio Novodévichi. Tales ocasiones eran motivo de inquietud oficial, por lo que se encargó a la OGPU que se ocupara de la organización y seguridad de la ceremonia. Tanto la OGPU como el Ejército Rojo proporcionarían las orquestas. Iba a tener lugar una breve ceremonia junto a la tumba. Hablarían dos oradores: Kaganóvich, como secretario del partido del Comité de la ciudad de Moscú, y Kaláshnikov, como representante de la Academia Industrial donde ella había estudiado[21]. Stalin dejó que otros se ocuparan de los detalles. Su aparición pública el día del funeral iba a ser una dura prueba y no se ofreció para pronunciar un discurso de homenaje antes de que el ataúd fuera inhumado.

A pesar de lo que muchos insinuaron posteriormente, asistió a la ceremonia. El cortejo fúnebre fue a pie por la ciudad. Era un día sin nieve. Las multitudes se alineaban en las calles. En el cementerio el ataúd abierto fue sacado del carruaje y bajado hasta la dura tierra. El discurso de Kaganóvich mencionó brevemente a la difunta y terminó con la petición a los miembros del partido comunista de que llevaran a cabo los deberes que les correspondiesen como consecuencia de la pérdida de Stalin. Kaláshnikov hizo un elogio de Nadia que destacaba sus virtudes de estudiante buena y aplicada[22]. El funeral concluyó en pocos minutos. Stalin y sus camaradas volvieron en limusina al Kremlin. Una sencilla lápida se erigió en la tumba de Nadia, donde permanece hasta ahora.

Cuando la Academia Industrial solicitó permiso a Stalin para examinar los materiales de trabajo de Nadia, él dio su inmediato consentimiento y le pidió a Anna Allilúeva, la hermana de Nadia, que lo acelerara. Stalin estaba muy lejos de ser un viudo posesivo. Le pidió a Anna que inspeccionara la caja fuerte con la ayuda de Tamara Jazánova[23]. La hija de Nadia, Svetlana, afirmaría que había dejado una nota de suicidio, pero sólo muchos años después supo que su madre se había quitado la vida y, en cualquier caso, sus memorias no siempre son dignas de crédito. No puede darse por supuesto que una nota de ese tipo necesariamente lo explicaría todo. Lo que estaba claro es que el control oficial sobre la información en 1932 sólo servía para alimentar la proliferación de rumores. En los círculos diplomáticos se comentaba que se había suicidado[24]. Las habladurías dentro del Kremlin eran incesantes. Era una actividad peligrosa. Alexandra Korcháguina, la doncella de Iósef y Nadia, fue acusada por otros empleados del Kremlin de haber dicho que Stalin la había matado; fue sentenciada a tres años de trabajo correctivo en el canal del mar Báltico y el Blanco. Korcháguina declaró que fueron precisamente los denunciantes los que hicieron tal afirmación acerca de Stalin[25]. Estos mismos denunciantes fueron arrestados en la depuración del personal auxiliar del Kremlin de 1935[26].

Indiscutiblemente Stalin estaba profundamente conmocionado. «Fui un mal marido —admitió ante Mólotov—. Nunca tenía tiempo para llevarla al cine»[27]. Esto estaba muy lejos de ser un reconocimiento pleno de toda la ayuda que habría tenido que darle a Nadia. Pero, aun así, indica cierto grado de remordimiento. Significativamente, también implica que fueron las circunstancias, más que su propia conducta, lo que determinó su parte en la tragedia. Pensaba tanto en sí mismo como en su esposa muerta. Su egocentrismo aumentó. En unas pocas semanas la culpaba directamente y se preocupaba por la suerte de sus hijos. Se acordó del atentado contra su vida cometido por el joven Yákov Duzhghashvili y durante una cena con sus amigos exclamó: «¿Cómo es que Nadia, que tanto condenó a Yasha por hacer una cosa así, explotara y se pegara un tiro? Hizo algo muy malo: me dejó lisiado». Alexandr Svanidze, cuñado de Stalin por su primer matrimonio, trató de calmarlo preguntando cómo pudo haber dejado a sus dos hijos sin madre. Stalin se enojó: «¿Qué pasa con los niños? Ellos la olvidaron en unos pocos días: ¡es a mí a quien dejó lisiado de por vida!». Pero luego propuso: «¡Bebamos por Nadia!»[28].

Poco a poco llegó a tener una visión menos benévola del suicidio de Nadia[29]:

Los niños crecieron sin su madre, ése era el problema. Las niñeras y gobernantas —por buenas e ideales que fueran— no podían reemplazar a su madre. Ah, Nadia, Nadia, ¿qué hiciste? ¡Cuánto te necesitábamos los niños y yo!

Concentraba sus pensamientos en el daño infligido a los niños y, sobre todo, a él. Sumido en la introspección, no se confió a nadie. Les dijo a los niños que su madre había muerto por causas naturales. Por duro y gélido que fuera en su comportamiento externo, en su interior Stalin podía ser afectuoso.

Durante varias semanas existió el temor de que también él pudiera acabar con su vida. Estaba pálido y desatendía sus necesidades diarias. Su típico sentido del humor campechano había desaparecido. Semanas después empezó a recuperarse. En busca de compañía, se volvió hacia sus compañeros del Politburó. Kírov era uno de sus amigos. Siempre que Kírov salía de Leningrado, Stalin iba a ver a la familia Ordzhonikidze, pero con frecuencia los invitaba a su casa y Kírov se quedaba a dormir allí[30]. También invitaba con frecuencia a Mikoián. Esto le causaba problemas a Mikoián, ya que no le resultaba fácil convencer a su esposa Ashken de que verdaderamente estaba donde le decía. Pronto Mikoián empezó a declinar las invitaciones de Stalin, y entonces éste se volcó en Alexandr Svanidze[31]. Necesitaba desesperadamente el apoyo y la compañía de la gente de su entorno. El gobernante de la Unión Soviética era un viudo solitario. Según Lazar Kaganovich, nunca volvió a ser el mismo. Se encerró más en sí mismo y endureció su actitud hacia todo el mundo en general[32]. Comía y bebía sin moderación; a veces se sentaba a la mesa durante tres o cuatro horas después de haber trabajado[34] una jornada completa en su despacho[33].

Aun así, todavía no se acercó a la familia y los amigos de su última esposa (eso vendría después). Los Allilúev trataron de mantenerse en contacto con él sin tener demasiado en cuenta el momento o la conveniencia. El padre de Nadia, Serguéi, le escribió para saber si todavía podía ir a pasar un tiempo en la dacha de Zubálovo. No estaba bien de salud y tenía la esperanza de pasar la convalecencia en el campo[34]. La petición, escrita dos meses después de la muerte de Nadia, sacó a Stalin de su ensimismamiento. En realidad, lo exasperó: «¡Serguéi! ¡Usted es una persona muy rara! ¡Qué clase de “permiso” necesita cuando tiene pleno derecho de venir y residir en “Zubálovo” sin ningún “permiso”!»[35]. Otros miembros de la familia Allilúev también eran bien recibidos, y Yevguenia —cuñada de Nadia— se esforzó por lograr que él mantuviera una vida social. La familia Svanidze también iba a verlo cada vez que podía. Tanto para Stalin como para ellos la sangre era más espesa que el agua.

Pero Zubálovo le traía recuerdos de sus años de casado. Tener otra dacha fuera de Moscú le pareció una idea razonable, y Stalin encontró a un arquitecto cuyas ideas le agradaban. Mirón Merzhánov diseñaba casas de campo de muros gruesos y sombríos como si estuvieran concebidas para ser fortalezas inexpugnables. Como no estaba Nadia para disuadirlo, Stalin encargó una residencia que habría servido mejor como lugar de trabajo que como residencia familiar. Se halló un paraje rural cerca de Kúntsevo, al oeste de Moscú. Estaba a sólo siete millas del Kremlin y se podía llegar allí en pocos minutos con la limusina oficial. Stalin tuvo la dacha que quería. Había una gran sala de reuniones, así como varios dormitorios y habitaciones para tomar el té, jugar al billar o ver películas. La construcción terminó en 1934; enseguida Stalin se estableció allí y dejó de dormir en el apartamento del Kremlin. La dacha fue conocida como Blízhniaia («Dacha cercana»), Se construyó otra más lejos y se la llamó Dálniaia («Dacha lejana»), pero Blízhniaia era su preferida. Merzhánov tenía que tener paciencia con su patrón. No bien estuvo lista la Blízhniaia, Stalin exigió reformas, incluso hasta el extremo de pedir que se añadiera un segundo piso[36]. Siempre pensaba en cómo convertir el pequeño castillo rural en la casa de sus sueños.

Tenía un temperamento inquieto y insatisfecho. Aunque vivía apartado de su familia por propia elección, no se sentía a gusto estando solo, y Moscú donde había pasado la mayor parte de los años de su segundo matrimonio, nunca iba a permitirle olvidar el pasado. Le apetecía mucho pasar sus vacaciones en el Sur. Aunque había estado allí con Nadia, sus obligaciones de estudiante la habían retenido en Moscú en los últimos tiempos. Ya había dachas estatales en la costa entre Sochi y Sujumi, y Merzhánov fue enseguida comisionado para que diseñara otras nuevas.

Stalin pasó casi todas sus vacaciones después de 1932 en Abjasia. Aunque vivía solo en las distintas dachas locales, pasaba el tiempo acompañado. El vino fluía y las mesas rebosaban de comida. Su compañero favorito era Néstor Lakoba. Durante las disputas entre facciones de los años veinte, Lakoba había logrado mantener al Partido Comunista de Georgia libre de toda influencia de la oposición. Había peleado en la Guerra Civil y era un magnífico tirador con rifle de caza; a Stalin le divertía que Lakoba avergonzara a los comandantes del Ejército Rojo cuando iban a cazar a las montañas[37]. Más aún, Lákoba era huérfano —como Stalin— y había tenido una infancia difícil; también había estudiado en el Seminario de Tiflis[38]. Era un caucásico rudo que se encargaba de que Stalin tuviera tiempo para disfrutar de las delicias del Cáucaso: el paisaje, la vida salvaje, los vinos y la cocina. Incluso cuando Stalin permanecía en Sochi, en la frontera con Abjasia, Lakoba solía visitarlo. En 1936, cuando Lakoba tuvo problemas políticos con la autoridad superior del partido de la Federación Transcaucásica y se le privó del derecho de salir de Sujumi sin permiso, Stalin se puso furioso. Cualesquiera fuesen las intrigas de la política local, deseaba la compañía de Néstor Lakoba[39].

Las primeras vacaciones después de la muerte de Nadia fueron dignas de mención en varios sentidos. El 23 de septiembre de 1933 Stalin y sus guardaespaldas hicieron un viaje en barca a Sujumi. De repente empezaron a recibir disparos de rifle desde la costa. El jefe de los guardaespaldas, Nikolái Vlásik, se arrojó sobre Stalin para protegerlo y pidió permiso para devolver los disparos. Mientras tanto, el barquero se alejaba del área. Lo primero que supusieron fue que se trataba de un intento de asesinato, pero la verdad resultó ser mucho más vulgar. La NKVD de Abjasia había estado sospechando de una barca que no venía de la localidad y supusieron que esos extranjeros no estaban haciendo nada bueno. Los guardacostas reconocieron su error y rogaron misericordia. Stalin recomendó que se les sometiese únicamente a medidas disciplinarias (durante el Gran Terror el caso fue reabierto y los fusilaron o los enviaron a campos de trabajos forzados)[40].

El poder y la preeminencia de Stalin atrajeron la atención de los políticos del sur del Cáucaso. Su presencia era como una ocasión caída del cielo para impresionarlo. Entre los que suspiraban porque Stalin les tomase bajo su protección estaba Lavrenti Beria. En 1933 era el primer secretario del Comité Transcaucásico del Partido y una luminosa mañana de verano encontró un pretexto para visitar a Stalin antes del desayuno en una dacha del mar Negro. Beria llegó demasiado tarde. Stalin ya había bajado a los arbustos que crecían alrededor de los edificios y, cuando Beria alcanzó a verle por primera vez, vio para su desgracia que Stalin estaba acompañado por Lakoba. Pero esto no le impidió adularle. Después del desayuno Stalin observó: «Hay que arrancar esos arbustos salvajes que entran en el camino del jardín». Sin embargo, los esfuerzos para arrancar las raíces fracasaron hasta que Beria, quitándole el hacha a un visitante de Moscú, se puso manos a la obra.

Beria se aseguró de que Stalin lo oyera decir: «Puedo cortar las raíces de cualquier árbol que me señale el propietario de este jardín, Iósef Visariónovich»[41]. Prácticamente se ofrecía como purgador de Stalin. Eran escasos los encuentros sociales carentes de contenido político. Stalin, incluso de vacaciones, no podía aislarse de las ambiciones de los intrigantes.

Sin embargo, la mayoría de sus visitantes eran funcionarios del partido y del gobierno de la región. Ninguno, ni siquiera Mólotov o Kaganóvich, era tan cercano como lo había sido Kírov; y Lakoba era más un anfitrión ocasional que un auténtico amigo íntimo. Tras haber levantado barricadas para frenar cualquier intromisión psicológica, Stalin se limitaba al esparcimiento juguetón. Sentaba sobre sus rodillas a sobrinos y sobrinas. Cantaba himnos litúrgicos ortodoxos al piano. Iba de cacería, retaba a sus visitas al billar y recibía con agrado a sus parientes femeninas. Pero su personalidad se había endurecido mucho más. El hielo había penetrado en su alma. Mólotov y Kaganóvich, que lo admiraban inmensamente, no acertaban a descubrir qué lo mantenía vivo. Más tarde dirían que había cambiado mucho después de la muerte de Nadia. Pero esto mismo pone de manifiesto lo que le hacía excepcional: la fuerza de voluntad, la claridad de visión, la resistencia y el coraje. Mólotov y Kaganóvich siempre lo observaban desde fuera. Sentían por Stalin un temor reverente. Al ser ellos también voluntariosos y decididos, valoraban a alguien que poseía estas cualidades con extraordinaria intensidad. Cuando Stalin actuaba mal, le concedían el beneficio de la duda. Pensaban que se había ganado el derecho a tener cualquier rareza por los servicios que había prestado a la URSS.

Hasta finales de la década de los treinta, la mayoría de ellos no vieron razones para preguntarse por el estado mental de su líder. Sin duda Stalin los había mantenido ocupados con órdenes de intensificar las campañas políticas y económicas. Con todo, la política había sido la del sector en ascenso de la dirección del partido y el lado negativo de la personalidad de Stalin había pasado desapercibido. Sus antiguos conocidos habían sido más perceptivos. Sus compañeros de Gori y Tbilisi, al igual que muchos de sus camaradas del partido antes de 1917, habían observado su hipertrofiado sentido de la importancia y su excesiva tendencia a ofenderse. Cuando Lenin se sirvió de él como comisario político durante la Guerra Civil o como secretario general del partido, sabía que Stalin tendría que ser cuidadosamente controlado para que su inestabilidad y crueldad no perjudicaran los intereses de la revolución. Después, a principios de la década de los treinta, Stalin comenzó a pedir la pena capital para sus adversarios del partido comunista. Si el suicidio de Nadia lo cambió, fue sólo para empujarlo a seguir por el camino que ya venía recorriendo desde siempre.

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