Stalin

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III. El déspota » 30. La psicología del terror

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LA PSICOLOGÍA DEL TERROR

Con frecuencia Stalin le mentía al mundo cuando al mismo tiempo se mentía a sí mismo. Si alguna vez decía que alguien era un traidor, no sólo estaba manipulando las mentes de otros. Ante la necesidad de creer lo peor acerca de ciertas personas o de ciertos grupos, dejaba que sus palabras se deslizaran del hecho establecido a la realidad deseada. Esto se percibe en un mensaje que le envió a Kaganóvich en agosto de 1934 después de un intento de motín del comandante de división de artillería, Najáiev[1]:

Por supuesto (¡por supuesto!) no esta solo. Deberían empujarlo contra una pared y forzarlo a decir —a divulgar— toda la verdad y luego castigarlo con total severidad. Es —tiene que ser— un agente polaco-alemán (o japonés). Los chekistas están haciendo el ridículo al discutir sus «opiniones políticas» con él (¡y a eso lo llaman interrogatorio!).

Stalin estaba de vacaciones en el mar Negro en ese momento, a cientos de millas de Moscú. Todo lo que sabía acerca del incidente de Najáev le había llegado por telegramas. Le habían dicho que Najáev había engañado a sus tropas para llevarlas a la insurrección; no había ninguna prueba que implicara a Najáev en una trama más amplia. Considerar que Najáev estaba actuando como un «agente polaco-alemán» era una especulación fantasiosa. Stalin había confeccionado un cuento para sí y para otros y luego trataba de aplicarle una capa de verosimilitud.

Rara vez exponía en público sus procesos mentales. No llevaba un diario, y las cartas a su esposa Nadia aportan poco a lo que se conoce acerca de sus pensamientos más íntimos: como mucho solía referirse escuetamente a su salud, estado de ánimo o al clima. En su correspondencia con Mólotov, Kaganóvich y otros políticos afloran más pistas de sus maquinaciones. A menudo los contenidos eran suspicaces, conspirativos o vengativos[2]. No creía que un problema se produjese por accidente o por error. Suponía que los conspiradores trabajaban en todas partes y tenían que ser descubiertos y castigados[3]. La correspondencia de Stalin lo muestra implacable en su lucha por llevar a cabo sus propósitos. Cuando daba instrucciones a los miembros del Politburó, rara vez les preguntaba sus opiniones, pero siempre exigía un acatamiento total. Al mismo tiempo que creía en el comunismo, no confiaba en los comunistas ni los respetaba.

Trotski escribió sus memorias (una de sus principales actividades después de ser deportado de la URSS en 1929). Mólotov, Kaganóvich y Mikoián escribieron memorias informativas[4]. La hija de Stalin y algunos de sus parientes políticos también dejaron un testimonio de sus experiencias[5]. A veces Stalin dejaba escapar algo en presencia de ellos que nos proporciona una pieza de su rompecabezas mental. Podía ser una afirmación ocasional a Mólotov o a un pariente cercano; igualmente podía ser un discurso improvisado o un brindis en un banquete privado[6]. Desde luego, sería una estupidez olvidar que cuando hablaba por lo general ocultaba algo. Stalin observaba siempre a la gente como si fueran sus enemigos en potencia. Se presentaba constantemente ante las personas con un propósito en mente. Decidía de antemano lo que quería de ellos y adaptaba su conducta a este fin. Rara vez levantaba la voz y su autocontrol era legendario entre sus colaboradores[7]. Incluso muchos de sus archivos privados constituyen un testimonio ambiguo acerca del funcionamiento de la mente de Stalin. Sin embargo, algo se le escapaba; queda suficiente material disponible para que las generaciones venideras elaboren conjeturas plausibles.

Lo que siempre ha sido intrigante es cómo un burócrata poco expresivo de la década de los veinte pudo convertirse en un asesino de masas[8]. Este interrogante es el resultado de la pereza en el análisis. Incluso los estudiosos anticomunistas copiaron el brillante retrato de Stalin que hiciera Trotski[9]. Pero el relato de Trotski era un relato interesado. Al recordar la Guerra Civil, destacó en particular el modo en que Stalin había conspirado contra la política de organización del Ejército Rojo del partido, pero no mencionó el terror enfermizo perpetrado por Stalin en ese tiempo. El mismo Trotski era un entusiasta del terror durante la Guerra Civil y no tenía por qué criticar un comportamiento que él también había desarrollado. También le disgustaba admitir que debía haber sido capaz de predecir cómo actuaría Stalin en la década de los treinta.

La propensión a la violencia por parte de Stalin, excesiva incluso para las normas bolcheviques, era detectable poco después de la Revolución de octubre. En la Guerra Civil había incendiado poblados enteros cerca del frente del Sur a fin de inspirar temor a los campesinos[10]. Había arrestado a oficiales del Ejército Imperial incorporados a las fuerzas rojas con el menor pretexto y los había subido a una barcaza en el Volga: sólo una intervención de última hora proveniente de Moscú le había impedido ahogarlos[11]. Hasta los reclutas corrientes del Ejército Rojo tenían motivos para estar atemorizados. Stalin y sus camaradas del frente del Sur disponían sus operativos de forma temeraria: las pérdidas humanas sufridas por las fuerzas bajo su mando fueron injustificablemente elevadas. Lenin, al mismo tiempo que admitía que no era un experto militar, se lo reprochó en el VIII Congreso del Partido en marzo de 1919[12]. Un puñado de camaradas despiadados se reunieron en torno a él como si fuera el jefe de su banda. Sus amigos conspiraban juntos y se apoyaban unos en otros cada vez que veían amenazados los intereses de la banda. Stalin estaba dispuesto a pagar cualquier precio humano para lograr sus objetivos, excepto su propia vida. Para Stalin el criterio supremo en materia política era la necesidad de proteger y mejorar su poder personal.

Estaba en su elemento cuando actuaba en un ambiente caótico. Durante la Guerra Civil perfeccionó una artimaña que consistía en un cóctel de sospecha y fanatismo en un ambiente sin escrúpulo moral alguno que les sirviera de freno. Anunciaba los objetivos generales sin especificar cómo debían ser llevados a cabo. Su orden suprema era que había que cumplir los objetivos y, si las medidas que había que tomar implicaban cortar cabezas, no le importaba. Mientras el mundo giraba locamente, sólo Stalin permanecía tranquilo e inconmovible. Así gustaba de actuar Stalin en la Guerra Civil. Su actuación como líder político y militar se conoció entonces, pero posteriormente se ignoró.

Sin embargo, aunque Stalin era despiadado y cínico, también era optimista a su modo particular. Por lo general se deshacía de los colaboradores que cuestionaban sus políticas. Siempre daba por supuesto que era fácil encontrar gente que reemplazara a los que habían sido asesinados deliberadamente o se habían perdido inadvertidamente en el tumulto. «Cuando el pueblo expresa con claridad sus deseos —dijo como si pronunciara un oráculo délfico— empieza a aparecer gente»[13]. Era un activo promotor de los jóvenes y capaces y daba por supuesto que los reclutados entre la clase obrera y el campesinado podrían dominar con rapidez las tareas más especializadas. En su opinión, los expertos de clase media eran una pesadilla y nadie era peor que los oficiales del Ejército Imperial. Trotski estipuló que debían otorgarse ascensos sólo sobre la base de criterios profesionales; Lenin fluctuaba de cuando en cuando, pero también era reacio a deshacerse de gente sólo a causa de su origen de clase si se necesitaba auténtica pericia. En la dirección del partido, Stalin era el ferviente partidario de elegir según la premisa de la clase. Se tomó muy seriamente la panacea leninista de que los líderes comunistas debían liberar el potencial de las clases sociales inferiores de la vieja sociedad y que las tareas de dirección del socialismo eran de hecho más simples de lo que afirmaban los «especialistas burgueses».

No era el único entre los bolcheviques que sostenía este punto de vista, aunque se apegó a él con un fanatismo que ningún otro bolchevique demostró. No sólo Mólotov y Kaganóvich, sino también otros colaboradores cercanos compartían sus perspectivas generales. Se habían unido a Stalin cuando escalaban el resbaladizo palo de la política soviética en las décadas de los veinte y los treinta. Tenían los mismos enemigos y sabían que su destino estaba sellado si se caían del poder. Al igual que Stalin, veían a los opositores de otras facciones como «cerdos» y «escoria» y empezaron a competir en la demanda de sanciones severas. En una carta dirigida a Stalin, Voroshílov se refería a Trotski, Kámenev y Zinóviev como «horribles individuos insignificantes, traidores, gente acabada», y añadía: «Esta escoria venenosa y miserable debe ser aniquilada»[14].

El entusiasmo de los colaboradores de Stalin por la represión política tenía su origen en las tradiciones del bolchevismo. El discurso del estado soviético siempre se había caracterizado por su extremismo en el tono y el contenido. Términos como «elementos antisoviéticos» y «enemigos del pueblo» habían sido de uso común durante la Guerra Civil. Estaba extendida la noción de que categorías sociales enteras merecían una implacable persecución. Los métodos terroristas se habían aprobado y Lenin y Trotski habían «teorizado» sobre ellos[15]. Los juicios ejemplarizantes y la invención sistemática de acusaciones se habían convertido en un lugar común desde que los líderes social-revolucionarios fueron arrestados y sentenciados en 1922[16]. La práctica de acusar a los que se oponían a los bolcheviques de tener contactos directos con los gobiernos extranjeros y sus agencias de inteligencia había sido algo corriente desde la represión del motín de Kronstadt en 1921. La campaña de arrestos durante el Primer Plan Quinquenal resucitó esas tendencias. Todos los bolcheviques compartían la opinión de que la gente tenía que elegir entre estar a favor o en contra de la Revolución de octubre y todos ellos sabían que el estado soviético estaba sitiado por las fuerzas del capitalismo mundial. Stalin y sus colaboradores eran un grupo brutal, pero habían surgido de un partido que carecía de tolerancia.

Sus colaboradores no sólo trataban de congraciarse con Stalin cuando usaban esos términos. Sin duda se esforzaban por complacer al Jefe y varios eran arribistas. Pero muchos de ellos lo servían y respetaban también porque compartían muchas de sus ideas. Esto era especialmente cierto en los casos de Mólotov y Kaganóvich. El Gran Terror, al mismo tiempo que era instigado por el liderazgo exclusivo de Iósef Stalin, también era una concepción —por más retorcida que fuera— surgida del bagaje mental del bolchevismo tal como se había impuesto en el partido a mediados de la década de los treinta. El grupo que rodeaba a Stalin tenía su propia jerga y sus propias actitudes. Sus miembros hacían propuestas dentro de un ambiente característico. Stalin reunió a otros colaboradores que estaban muy próximos a su orientación básica. Yezhov, que comenzó a trabajar en el Secretariado del Comité Central en 1930, era un ejemplo digno de mención. Incluso los arribistas recién llegados probablemente llegaron a imbuirse de varios de los principios básicos.

Aun así, Stalin era el espíritu que animaba la camarilla. Estaba orgulloso de su posición en la URSS y, cuando miraba fuera, veía pocos individuos que suscitaran su admiración. Adolf Hitler era uno de esos pocos. La ocasión de expresar su estima le llegó a Stalin en junio de 1934 cuando el Fürher ordenó a las fuerzas armadas alemanas —la Wehrmacht— que arrestara y matara a los miembros de las SA. Fue un acto de asesinato político en masa. Las SA habían sido el brazo paramilitar del Partido Nazi en su ascenso al poder y su líder era Enrst Rohm, colaborador de Hitler. Cuando Rohm comenzó a criticar la confabulación de Hitler con el establishment político y económico, firmó su sentencia de muerte y la de su organización. Stalin disfrutó con las noticias acerca de la Noche de los Cuchillos Largos: «¡Qué gran tipo! ¡Qué bien lo ha hecho!»[17]. Sabía lo que decía. Pero lo dijo en una conversación casual con Mikoián: el significado del comentario de Stalin sólo le pareció siniestro de forma retrospectiva. Tal vez otros miembros de la banda hablaran de modo similar. Lo característico de Stalin es que expresaba cada palabra que decía sobre Hitler con intensidad apasionada, y estaba dispuesto a actuar del mismo modo cuando surgiera la oportunidad.

El andamiaje psicológico e intelectual de las inclinaciones de Stalin estaba oculto al público. Admiraba enormemente a Lenin. Pero entre los demás objetos de su admiración se contaba Iván el Terrible. La mayoría de la gente culta de la URSS se habría horrorizado ante esto. Se asociaba al zar Iván con la arbitrariedad en el gobierno, la imposición del terror y con una personalidad enfermiza. Pero Stalin no pensaba lo mismo. Durante años se estudió la vida y el gobierno de este zar del siglo XV.

En una recepción en el Kremlin, el 8 de noviembre de 1937, Stalin acusó a los dirigentes de la oposición de estar planeando la desintegración territorial de la URSS en connivencia con Alemania, Gran Bretaña, Francia y Japón. Juró destruirlos a todos. Declaró que, si alguien intentaba segregar aun la más mínima porción de territorio soviético, «es un enemigo, un execrable enemigo del estado y de todos los pueblos de la URSS». Luego llegó el punto culminante[18]:

¡Y aniquilaremos a todos esos enemigos, aunque hayan sido veteranos bolcheviques! ¡Aniquilaremos a toda su estirpe, a su familia! Sin piedad aniquilaremos a todos los que por sus acciones y pensamientos (sí, también sus pensamientos) pongan en peligro la unidad del estado socialista. ¡Por la aniquilación total de todos los enemigos, de ellos y de sus estirpes!

Tanto el estilo como el contenido tenían muy poco de marxismo. ¿Era tal vez un residuo de su propensión a posiciones extremas debido a su crianza en Georgia donde, al menos en las montañas, persistía la tradición de la venganza de sangre? Ésta no puede ser la única explicación. Aunque las tradiciones georgianas bien pueden haberlo alentado a vengarse por cualquier ofensa, éstas no implicaban la idea de que la destrucción tenía que extenderse a toda la familia[19]. Una influencia más plausible es la lectura de la historia antigua de Rusia —durante mucho tiempo había sido un lector entusiasta de la biografía de Iván el Terrible escrita por R. Vipper—[20]. Al proponerse exterminar no sólo a los dirigentes sino también a sus parientes, Stalin reproducía la forma de actuar de Iván el Terrible.

Siguió sopesando las motivaciones del comportamiento humano. Colocó un rasgo del carácter sobre todos los demás: «Lenin tenía razón cuando decía que una persona carente de valor para actuar en el momento crucial no puede ser un auténtico dirigente bolchevique»[21]. Lo escribió en una carta dirigida a Kaganóvich en 1932. Dos años más tarde una opinión similar afloraba en uno de los breves mensajes a su madre: «Los niños le envían sus respetos. Desde la muerte de Nadia, desde luego, mi vida personal es dura. Pero así son las cosas: una persona valiente siempre tiene que ser valiente»[22] (tal vez también intentaba convencerse de su propio valor). Todas sus amistades estaban impresionadas por su fuerza de voluntad. Incluso el testarudo Kaganóvich se plegaba a sus designios. Pero esto no le bastaba a Stalin, que quería mostrarse no sólo decidido, sino también valiente. Esta virtud seguiría siendo un tema dominante de su pensamiento, e insistiría en la necesidad de ella en su último discurso improvisado ante el Comité Central en octubre de 1952, pocos meses antes de su muerte[23].

También se puede entrever su forma de pensar en las anotaciones que hizo en la edición de 1939 de la obra de Lenin Materialismo y empiriocriticismo. Stalin estudió este árido trabajo de epistemología pese a todos los asuntos de estado pendientes de resolución. Llenó los márgenes de comentarios. Stalin saboreaba los ataques polémicos de Lenin, garabateaba frases tales como «¡Ja! ¡Ja!» o incluso «¡Madre mía! ¡Bueno, qué pesadilla!»[24]. Su obsesión por Lenin resulta evidente por el modo en que copiaba una y otra vez el nombre de Lenin en caracteres latinos[25]. Con todo, lo más intrigante es lo que escribió en la guarda al final del libro[26]:

¡NB! Si una persona es:

1) fuerte (espiritualmente)

2) activa

3) inteligente (o capaz)

entonces es una buena persona a pesar de que tenga otros «vicios».

1) debilidad

2) pereza

3) estupidez

son la única cosa [sic] que pueden considerarse vicios.

Esta es con seguridad la más extraña de todas las reacciones que produjo Materialismo y empiriocriticismo. Resulta difícil creer que la lectura del libro pudiera provocar estos comentarios de Stalin; es probable que sencillamente utilizara la guarda como un espacio apropiado para anotar las ideas que acudían a su mente.

Cuando estaba en comunión consigo mismo, Stalin usaba palabras típicas del lenguaje religioso como espíritu, pecado y vicio. Al parecer, el comportamiento humano sólo podía condensarse en tales términos: era evidente que el marxismo no podía por sí solo desempeñar esta función. Stalin volvía al discurso del Seminario de Tiflis; sus primeros años de formación habían dejado en él una huella imborrable.

Sin embargo, el contenido del comentario es profundamente anticristiano; recuerda más a Nicolás Maquiavelo y a Friedrich Nietzsche que a la Biblia. Para Stalin el parámetro de la bondad no era la moral sino la eficacia. Se debía juzgar a las personas por su fuerza interior, su perseverancia, su sentido práctico y su ingenio. Podía perdonarse cualquier borrón en el expediente si iba acompañado de logros sustanciales al servicio de la causa. Más aún, el hecho de que los rasgos despreciados por Stalin fueran la debilidad, la indolencia y la estupidez revela que el asesino de masas dormía tranquilo. La angustia de llevar la corona del estado no era propia de él: adoraba el poder. Pero también era exigente consigo mismo. Quería acción y deseaba que ésta se basara en sólidos juicios, y no podía tolerar la pereza y las conductas carentes de inteligencia. Se ofrecía para ser aclamado por la historia. Al juzgar su propia carrera en la política revolucionaria, larga y sanguinaria, no hallaba nada que reprocharse. Pero, como un calvinista del siglo XVI, sentía la necesidad de seguir preguntándose si verdaderamente había llegado a alcanzar sus objetivos. Aunque era rudo e insensible cuando estaba con sus camaradas, tenía momentos de introspección. Pero no se atormentaba. El mismo proceso de exponer sus criterios al parecer disipaba las dudas que pudiera tener sobre sí mismo. Se convirtió en su propio mito.

El hecho de que anotara sus comentarios en un ejemplar de una obra de Lenin puede que no fuera casual: Stalin se medía según los parámetros de Lenin[27]. No era una mera influencia ideológica. Stalin había visto a Lenin en la intimidad y siempre respetó e incluso honró su memoria. Pero el lenguaje utilizado en las notas no era precisamente leninista. Es posible que la amoralidad de Stalin no proviniera del marxismo-leninismo, sino de un bagaje ideológico muy anterior. Había leído El príncipe de Maquiavelo y anotado su ejemplar (por cierto, la copia ha desaparecido de los archivos)[28]. Su insistencia en la importancia del valor muy bien puede haber derivado de la exigencia suprema de Maquiavelo al gobernante: a saber, que debía mostrar vertú. Ésta es una palabra difícil de traducir tanto al ruso como al inglés, pero se identifica con la virilidad, el empeño, el valor y la excelencia. Stalin, si esto es correcto, se consideraba la encarnación de la vertú de Maquiavelo.

Tenía una mente compleja y una personalidad predispuesta a fantasías persecutorias y, trágicamente, tuvo la oportunidad de llevar a la práctica sus propias perturbaciones psicológicas por medio de la persecución de millones de personas. Vislumbraba enemigos por todas partes; su modo de entender la realidad consistía por entero en suponer que hasta el menor problema en su vida personal o política era el resultado de alguna malévola intervención humana. También era proclive a sospechar la existencia de conspiraciones mucho mayores. No limitaba su recelo a la URSS. En relación con el antibritánico Congreso Nacional Hindú de 1938, afirmó ante los delegados recién elegidos del Soviet Supremo de la URSS en 1938 que más de la mitad eran «agentes comprados con dinero inglés»[29]. Está fuera de discusión que el gobierno británico poseía informantes a sueldo. Pero la idea de que una proporción tan grande se dedicara a denunciar a Mahatma Gandhi carece de fundamento, aunque sí puede indicar el estado mental de quien lo sostenía. Prefería vincular a sus «enemigos» con una conspiración extendida por todo el mundo y conectada con los servicios de inteligencia de las potencias extranjeras hostiles. Sus colaboradores reforzaban esta tendencia. Siempre se sintieron sitiados políticamente.

Este sentimiento se incrementó después de eliminar a la oposición en el partido y llevar a cabo campañas de inmensa brutalidad en el país. Trataban a toda la gente que se resistía o que sencillamente los criticaba como basura que debía ser aniquilada. No todos ellos eran fanáticos del terror, aunque algunos sí lo eran y muchos más colaboraron de buena gana. Cada uno de ellos tenía razones para sentir miedo. El profundo rencor que existía en toda la Unión Soviética era real, y no podían estar seguros de que no surgiría un liderazgo político alternativo que lograra imponerse y derribarlos.

Stalin no sufría de psicosis (palabra que prefieren hoy los médicos en lugar de locura). A diferencia de las personas consideradas enfermos mentales, no pasó por trances que le impidieran desempeñar diariamente su trabajo de forma competente. No era un esquizofrénico paranoide. Pero sí tenía ciertas tendencias que apuntaban hacia un trastorno de personalidad paranoide y sociopático. Le sucedía algo muy extraño, tal como sus camaradas más cercanos reconocieron más pronto o más tarde: no tenía un control total sobre sí mismo. No era un fenómeno nuevo sentirse incómodo ante él. Desde la niñez en adelante, sus amigos, al mismo tiempo que reconocían sus cualidades positivas, percibieron un lado profundamente desagradable. Era extraordinariamente resentido y vengativo. Rumiaba durante años los agravios recibidos. Los efectos de la violencia que ordenaba le dejaban completamente indiferente. Entre 1918 y 1920 y desde finales de la década de los veinte había sometido al terror principalmente a gente que pertenecía a sectores sociales hostiles a la Revolución de octubre; desde mediados de la década de los treinta comenzó a perseguir no sólo a esos grupos, sino también a gente a la que conocía personalmente —y muchos de ellos eran camaradas veteranos del partido—. Su capacidad para volverse contra sus amigos o sus subordinados y someterlos a tortura, trabajos forzados y ejecución ponía de manifiesto un profundo trastorno de la personalidad.

Hubo algunos factores al comienzo de su vida que pudieron haberlo inducido a seguir este camino. Tenía el sentido del honor y de la venganza georgianos. La idea de vengarse de sus adversarios nunca lo abandonó. Sostenía la perspectiva bolchevique de la revolución. La violencia, la dictadura y el terror eran métodos que tanto él como sus veteranos compañeros del partido consideraban normales. El exterminio físico de los enemigos era algo completamente aceptable para ellos.

Las experiencias personales de Stalin acentuaron estas tendencias. Nunca pudo superarlas: las palizas en la niñez, el régimen punitivo del Seminario, el desprecio que sufrió cuando era un joven activista, la subestimación de su capacidad durante la Revolución y la Guerra Civil y el ataque a su reputación en la década de los veinte.

La historia no acaba aquí. El ambiente que lo rodeaba en la década de los treinta era realmente intimidatorio. Desde luego, sus propias políticas lo habían hecho así. Sin embargo, tenía toda la razón cuando sentía que tanto él como su régimen estaban bajo amenaza. A finales de la década de los veinte había introducido una medida que era amplia y profundamente detestada en todo el país. Sus discursos no dejaban dudas acerca de que era él quien concebía las políticas oficiales. Su culto confirmaba esta impresión. Los kulaks, los sacerdotes y los «hombres nep» habían padecido a causa del Primer Plan Quinquenal. No es nada disparatado suponer que millones de víctimas, en caso de haber sobrevivido, habrían anhelado la caída de Stalin y su régimen. Sabía que sus rivales querían deshacerse de él y que lo consideraban poco fiable, estúpido y peligroso. Se acostumbró a planificar las cosas por su cuenta y a deshacerse de sus colaboradores ante el menor signo de que se negaban a secundarle. Veía enemigos por todas partes y tenía la intención de tratarlos con la mayor severidad, por mucho que tuviera que esperar para hacerlo. La situación era terriblemente peligrosa. Stalin era una persona excéntrica. La cultura, la experiencia de vida y probablemente sus características personales le hicieron también peligroso.

Más aún, pese a toda su vida social, Stalin era un hombre solitario —y a los amigos que hizo, o los encontró culpables de deslealtad o murieron—. Nunca más volvió a tener un hogar estable ni tampoco un apoyo afectivo. Su primera esposa había muerto joven. Su vida como activista clandestino del partido había sido inestable y poco satisfactoria, y le resultó casi imposible hacer amigos durante el exilio (no es que lo intentara denodadamente). Su segunda esposa se había suicidado y, entre los mejores amigos con que contaba en la esfera del poder, Kírov había sido asesinado y Ordzhonikidze finalmente terminó oponiéndose a sus ideas estratégicas. Solitario de nuevo, Stalin no tenía paz interior. Era una bomba humana a punto de explotar.

En la relación entre lo que estaba sucediendo en el país y lo que él pensaba sobre ello se producía un círculo vicioso. Sus políticas habían provocado una situación espantosa. Millones de personas murieron en el transcurso de la colectivización en Ucrania, el sur de Rusia, el norte del Cáucaso y Ka-zajstán. La represión fue total tanto en la ciudad como en el campo. El nivel de vida de la población había caído en picado. La resistencia había adoptado la forma de revueltas campesinas y huelgas industriales, y el sector más importante de la dirección del partido no podía depender enteramente de las fuerzas armadas. Aun así, en lugar de cambiar de política, Stalin introdujo más violencia en las tareas de gobierno. A su vez, la violencia alimentaba un resentimiento cada vez mayor y esto indujo a Stalin, de por sí un gobernante profundamente receloso y vengativo, a intensificar y ampliar la aplicación de la coerción por parte del estado. La situación sacó lo peor de él. De hecho, ya había maldad de sobra en él mucho antes de que ejerciera un poder despótico. Explicar no es disculpar: Stalin era tan siniestro como siempre había sido. Ejercer el terror de forma masiva era acorde con su mentalidad. Cuando tuvo la oportunidad de poner en práctica sus ideas, actuó con una decisión salvaje que tiene pocos paralelos en la historia universal.

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