Stalin

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EL GRAN TERRORISTA

Si la mente de Stalin estaba predispuesta hacia terror de masas, falta explicar por qué intensificó repentinamente las medidas represivas en los últimos meses de 1936 y las expandió. Durante dos años había estado engrasando la maquinaria de la violencia estatal. Había acabado con la oposición activa. Había arrestado a miles de antiguos miembros de la Oposición Unida y había matado a Zinóviev y a Kámenev. Había deportado a miles y miles de «gentes de antes» de las grandes ciudades. Había llenado hasta los topes el sistema de campos del Gulag con auténticos o supuestos enemigos del régimen. Su supremacía personal era indiscutible. Sobornaba a su entorno para que aceptaran sus principales exigencias políticas y, cuando intuía una falta de acatamiento total, reemplazaba al personal con facilidad. Desde el asesinato de Kírov se habían simplificado los procedimientos judiciales. Stalin seguía consultando formalmente a los miembros del Politburó, pero se trataba meramente de que ratificaran las medidas que la NKVD se disponía a aplicar mediante sus troiki. El gobierno del partido había dejado de funcionar en la forma acostumbrada.

En el pleno del Comité Central en diciembre de 1936 se dio un paso más hacia lo que llegó a ser conocido como el Gran Terror[1]. Stalin soltó a sus perros y los azuzó contra Bujarin y los derechistas veteranos. Yezhov, que encabezaba la jauría, declaró que Bujarin sabía de antemano todo lo concerniente a los planes y actividades terroristas del (inexistente) bloque trotskista-zinovievista. El plan era obvio. Se había dado vía libre a Yezhov para que ampliara la red de las anteriores víctimas de la oposición y las etiquetara a todas como si estuvieran relacionadas entre sí y trabajaran para las potencias extranjeras. Durante meses Bujarin había vivido con el temor de que algo así sucediera. Cuando efectivamente ocurrió, le cogió por sorpresa. Todavía era el editor de Izvestiia. Había escrito artículos que, si se leían entre líneas, podían interpretarse como advertencias acerca de los efectos de las políticas de Stalin, pero se había mantenido alejado de los supervivientes de la Oposición de Izquierdas. No había tenido nada que ver ni con Zinóviev ni con Kámenev durante años. Aun así, Stalin y Yezhov querían darle caza. Bujarin pidió un careo con los prisioneros de Yezhov que le incriminaban. Se dispuso que tuviera lugar en presencia de Stalin y del Politburó. Después de que lo sacaran a rastras de la Lubianka, Yevgueni Kulikov declaró que Bujarin había presidido un Centro de Unión[2]. Gueorgui Piatakov fue más lejos y declaró que Bujarin se había relacionado con regularidad con conocidos trotskistas como él mismo[3].

Todavía no se arrestó a Bujarin, pero desde diciembre de 1936 hasta julio de 1937 la red de represión se extendió cada vez más y se terminó de confeccionar la lista de víctimas agrupadas en distintas categorías. La NKVD arrestó a los seguidores de la oposición tanto de izquierdas como de derechas. Arrestó a cargos del partido, del gobierno, del ejército y de otras instituciones públicas. Arremetió contra sectores más amplios de la sociedad que tenían conexiones con las élites prerrevolucionarias. Arrestó a miembros de los viejos partidos antibolcheviques, del clero y a antiguos kulaks. Arrestó y deportó a distintos grupos nacionales y étnicos de las regiones fronterizas de la URSS. Tras haber identificado a las categorías que iban a ser objeto de la represión, la maquinaria de terror de la NKVD se mantuvo en acción a todo gas hasta noviembre de 1938.

Una cosa es segura: fue Stalin quien instigó la carnicería de 1937 y 1938, aunque hubo una corriente popular de opinión en la URSS que sostenía que no era el principal culpable. Se suponía que sus colaboradores y consejeros lo habían convencido de que sólo las medidas más extremas salvarían el estado de la destrucción y en las últimas décadas un puñado de autores ha seguido sosteniendo esta idea[4]. Pero era un autoengaño. Stalin inició y mantuvo el impulso hacia el Gran Terror. No le hacía falta que otros lo empujaran. Fue él y nadie más quien planeó los encarcelamientos, la tortura, los trabajos forzados y el fusilamiento. Recurrió al terror sobre la base de las doctrinas bolcheviques y de las prácticas soviéticas precedentes. También se dedicó a él al margen de un impulso psicológico interno[5]. Aunque no necesitaba muchos incentivos para mutilar y matar, tenía una estrategia en mente. Cuando actuaba, su brutalidad era tan mecánica como una ratonera. Stalin sabía qué estaba cazando durante el Gran Terror y por qué lo hacía. Había una lógica básica en su actividad criminal. Era una lógica que cobra sentido en el marco de sus rasgos personales, que interferían en la práctica y la teoría del bolchevismo. Pero él era el déspota. Lo que pensaba y ordenaba se había convertido en el factor dominante de lo que se hacía en las instancias superiores del estado soviético.

De todas sus razones, la principal era la seguridad, y no distinguía entre su seguridad personal y la de sus políticas, del liderazgo y del estado. Ya viejos y atontados, Mólotov y Kaganóvich sostendrían que Stalin había tenido temores justificados acerca de la posibilidad de que una «quinta columna» apoyara a las fuerzas invasoras en caso de guerra[6]. Stalin insinuó algo al respecto. Estaba perplejo ante lo fácil que le había resultado al general Franco conseguir partidarios durante la Guerra Civil española, que estalló en julio de 1936[7]. Se proponía evitar que alguna vez sucediera esto en la URSS. Esto explica en cierto modo por qué él, que estaba convencido de la eficacia del terror de estado, intensificara la violencia en 1937 y 1938. Aun así, es probable que se hubiese sentido compelido a ejercer el terror incluso sin las presiones de la situación internacional. Ya antes de finales de la década de los treinta había sentido este impulso. Dentro del partido cundía el descontento hacia él y sus políticas, y en realidad en todo el país había una furia general. Aunque su poder era enorme, nunca se permitió el lujo de bajar la guardia. No podía desechar la posibilidad de que el amargo descontento estallase en un movimiento que se le opusiese con éxito. La ruptura revolucionaria de Stalin con la NEP había provocado sacudidas que estaban muy lejos de haberse extinguido. Bajo la apariencia de tranquilidad y obediencia bullía un profundo resentimiento en el estado y en la sociedad que ya le había dado motivos de angustia.

Así, si su reacción ante la Guerra Civil española fue la cerilla, el conjunto de la situación política y social de la URSS durante los años inmediatamente anteriores fue el yesquero. Stalin estuvo muy cerca de afirmarlo en el mensaje que él y Zhdánov enviaron desde el mar Negro a Kaganóvich y Mólotov el 25 de septiembre de 1936[8]:

Consideramos que es un asunto totalmente necesario y urgente nombrar al camarada Yezhov como comisario del pueblo de Asuntos Internos. Queda claro que Yagoda no ha estado a la altura de la tarea de desenmascarar al bloque trotskista-zinovievista. La OGPU lleva cuatro años de retraso en este problema.

Al encender la cerilla, Stalin no tenía necesariamente un plan predeterminado, del mismo modo que no lo tenía para la transformación económica a comienzos de 1928. Aunque las categorías de víctimas se solapaban unas con otras, podría haber evitado arremeter contra todas ellas en tan corto lapso de tiempo. Pero el yesquero había estado cerca y a la vista. Estaba ahí para que lo encendieran y Stalin, considerando una categoría tras otra, acercó la llama.

El antiguo aliado de Trotski Gueorgui Piatakov había sido arrestado antes del ascenso de Yezhov. Piatakov había trabajado con eficacia como adjunto de Ordzhonikidze en el Comisariado del Pueblo de Industria Pesada. Ordzhonikidze, en discusiones que siguieron al pleno del Comité Central de diciembre de 1936, se había negado a creer las acusaciones de terrorismo y espionaje que pesaban sobre Piatakov. Era una batalla que Stalin tenía que ganar si quería seguir adelante con su campaña de represión. Bajo presión psicológica, Piatakov confesó haber cometido traición relacionándose con grupos contrarrevolucionarios. No pudo soportarlo más. Cuando lo llevaron a entrevistarse con Ordzhonikidze en presencia de Stalin, confirmó el testimonio dado a la NKVD. A finales de enero de 1937 tuvo lugar un segundo juicio de grandes dimensiones. Piatakov, Sokólnikov, Rádek y Serebriakov fueron acusados de dirigir un Centro Antisoviético Trotskista. Había muchas discrepancias en los testimonios, pero el tribunal no dudó en sentenciar a Piatakov y a Serebriakov a muerte y disponer largos períodos de confinamiento para Rádek y Sokólnikov. Mientras tanto, el hermano de Ordzhonikidze había sido fusilado por orden de Stalin. El propio Ordzhonikidze se quitó de en medio: salió de su apartamento el 18 de febrero después de un violento altercado con Stalin y se pegó un tiro. Ya no quedaba nadie en el Politburó que estuviera dispuesto a enfrentarse a Stalin y detener la maquinaria represiva[9].

El suicidio de Ordzhonikidze tuvo lugar durante el transcurso de un pleno del Comité Central que se prolongó hasta marzo de 1937. Stalin, sin esconderse detrás de Yezhov, afirmó que el bloque trotskista-zinovievista había instalado una agencia de espionaje, sabotaje y terrorismo que trabajaba para los servicios de inteligencia alemanes[10]. Yezhov repitió que los trotskistas, los zinovievistas y los derechistas operaban en una misma organización y Stalin, con el consentimiento del pleno, le ordenó llevar a cabo una investigación exhaustiva[11]. Stalin también amenazó a todos los que ocupaban puestos en el partido. Se proponía desmantelar el sistema de clientelismo que obstaculizaba la acción de una jerarquía administrativa vertical[12]:

¿Qué significa si juntáis todo un grupo de amigos a vuestro alrededor? Significa que habéis adquirido cierta independencia de las organizaciones locales y, si queréis, cierta independencia del Comité Central. El tiene su propio grupo y yo tengo el mío y responden ante mi persona.

La alarma anunciaba una purga en el partido y en la policía. Bujarin fue arrestado el 27 de febrero; Yagoda, el 29 de marzo. Las expulsiones masivas del partido se realizaron durante todo el verano. El mariscal Tujachevski fue arrestado el 27 de mayo junto con la mayoría de los miembros del Mando Supremo. Tanto el partido como la policía y las fuerzas armadas eran instituciones bajo sospecha. Tujachevski fue fusilado el 11 de junio: había firmado una confesión con la mano ensangrentada después de una tremenda paliza.

Caían las altas amapolas de la URSS. Todavía se convocó otro pleno del Comité Central el 23 de junio. Yezhov dio cuenta de sus investigaciones. Falseando descaradamente las pruebas, informó de que se había descubierto un Centro de Centros que reunía a los derechistas, los mencheviques, los socialrevolucionarios, el Ejército Rojo, la NKVD, los zinovievistas, los trotskistas y los dirigentes provinciales del partido. Afirmó que se trataba de una conspiración a escala máxima. No sólo los antibolcheviques y los antiguos miembros de la oposición bolchevique, sino también actuales dirigentes del partido habían conspirado para derrocar a Stalin y sus camaradas. Yezhov daba a entender que sólo gracias a su vigilancia se había evitado que el golpe tuviera lugar[13].

Stalin manipuló el proceso con astucia. De nuevo se las arregló para ocultarse tras las propuestas de Yezhov y simular que él no tenía nada que ver con la planificación de la represión. Pero cuando comenzaron las maniobras contra los miembros del Comité Central, le resultó imposible no decir nada y, en cualquier caso, las críticas abiertas a los arrestos enseguida le ponían furioso. En el pleno del Comité Central de junio de 1937 G. N. Kaminski, comisario del pueblo de Salud, objetó: «Si seguimos así vamos a matar al partido entero». Stalin replicó con ferocidad: «¡Y usted no tendrá amistad con esos enemigos!». Kaminski estaba convencido de su posición y se mantuvo firme: «No son mis amigos en absoluto». Stalin volvió a la carga: «¡Bueno, en ese caso quiere decir que es una baya del mismo prado!»[14]. Otro valiente fue Osip Piátnitski, un destacado funcionario soviético de la Comintern, que con vehemencia se opuso a la propuesta de ejecutar a Bujarin y acusó a la NKVD de inventar sus casos. Stalin suspendió las sesiones y reunió al Politburó para discutir este estallido. Voroshílov y Mólotov intentaron persuadir a Piátnitski de que se retractara. Piátnitski se negó. Cuando el Comité Central volvió a reunirse, Yezhov denunció que Piátnitski había sido agente de la Ojrana. Los días de Piátnitski estaban contados. Stalin cerró el pleno el 29 de junio. Había desmantelado toda oposición e instado al Comité Central a expulsar de sus filas a treinta y cinco miembros, entre miembros de pleno derecho y candidatos. El Comité Central, conmocionado, votó a favor[15].

Con la aprobación del atribulado Comité Central, el 2 de julio el Politburó se decidió a promulgar un decreto para llevar a cabo una purga definitiva de «elementos antisoviéticos». No sólo había que eliminar a la supuesta dirección del Centro de Centros (totalmente inventado), sino que también había que ensañarse con categorías sociales enteras[16]. Esto afectaría a los antiguos kulaks, mencheviques, social-revolucionarios, sacerdotes, miembros de la oposición bolchevique, miembros de partidos no rusos, soldados del Ejército Blanco y delincuentes comunes liberados. Stalin y Yezhov redactaron la orden número 00447, que fue sancionada por el Politburó el 31 de julio. Se había dispuesto que la campaña comenzara el 5 de agosto, y Stalin dio señales de su intención de supervisarla al no tomarse sus habituales vacaciones en el mar Negro. Yezhov, que lo consultaba con frecuencia, estableció una amplia cuota de gente a condenar en la URSS. Con refinada precisión, decidió que 268.950 individuos debían ser arrestados. Los procedimientos implicarían una farsa judicial; se obligaría a las víctimas a comparecer ante las troiki revolucionarias del partido y la policía y, sin derecho a defensa o apelación, serían declarados culpables. También se indicaba con exactitud cuántos debían ser condenados a trabajos forzados: 193.000 individuos. El resto, 75.950, serían ejecutados.

El hecho de que ordenara el asesinato de cerca de tres de cada diez personas arrestadas en virtud de la orden número 00447 invalida la hipótesis de que las purgas masivas de Stalin de mediados de 1937 se hicieran principalmente para obtener mano de obra esclava[17]. Indudablemente las iniciativas de la NKVD necesitaban esa fuerza de trabajo para cumplir con sus objetivos en la construcción, la minería y la manufactura. Pero el Gran Terror, si bien tenía un propósito económico, significó una pérdida sistemática de recursos humanos. Los asesinatos en masa demuestran que los intereses de la seguridad estaban en primer plano en la mente de Stalin.

El 25 de julio de 1937 Stalin y Yezhov presentaron también la orden número 00439, que esparció una red de terror sobre otra categoría de gente. Debían ser arrestados los ciudadanos alemanes y los ciudadanos soviéticos de nacionalidad alemana. La orden no especificaba una cuota: a la NKVD se le encargó simplemente que llevara a cabo la operación según su propia iniciativa. De hecho, 55.000 personas recibieron sentencias punitivas y esto incluía 42.000 ejecuciones[18]. Stalin había llegado a la conclusión de que cierto tipo de extranjeros eran tan peligrosos para él como los kulaks y otros «elementos antisoviéticos». No se conformó con los alemanes que residían en la URSS. Después fueron los polacos, los antiguos emigrados de la ciudad china de Jarbín, los letones y otros pueblos. Los «operativos nacionales» de esta naturaleza continuaron durante lo que quedaba de 1937 y durante todo 1938.

La conclusión es inevitable. Stalin había decidido lidiar con quienes suscitaban sus preocupaciones en materia de seguridad mediante la práctica continua de arrestos y asesinatos masivos a cargo de la NKVD. Una y otra vez se aumentaban las cuotas establecidas para la operación contra los «elementos antisoviéticos» y crecía la lista de nacionalidades consideradas hostiles. No se desalentaba a los dirigentes de las provincias para que solicitaran autorización para elevar el número de víctimas. Stalin escribía telegramas en los que fomentaba el entusiasmo criminal. No se ha conservado ningún documento que atestigüe que tomara otro camino y tratara de detener el flujo de arrestos, tortura y asesinatos. Cuando el Comité Regional del Partido de Krasnoiarsk le escribió acerca de un incendio de un almacén de grano, se limitó a responder: «Ocúpense enseguida de los culpables. Condénenlos a muerte»[19]. No se les daba a los dirigentes locales ninguna directriz para que se cuidaran de reprimir sólo a la gente «correcta». Lo que más le importaba era conseguir que sus subordinados llevaran a cabo el Gran Terror con fanatismo. Se cortaron tajadas grandes y sangrientas del personal del partido, del gobierno y del resto de las instituciones. Se corría la voz de que el único modo de salvar la vida, si era posible, era cumplir con entusiasmo las órdenes acerca de la represión.

Incluso Kaganóvich tuvo que defenderse ante él cuando Stalin le echó en cara su pasada vinculación con un «enemigo del pueblo», el mariscal lona Yakir. Kaganóvich juntó coraje para señalar que había sido el propio Stalin quien había recomendado a Yakir una década antes[20]. Nikita Jrushchov, secretario del Comité del Partido en Moscú, fue objeto de una amenaza similar cuando Stalin lo acusó de ser polaco. En una época en que los emigrados comunistas polacos en Moscú eran rutinariamente fusilados, es comprensible que Jrushchov se aplicara para probar que era un ruso genuino[21].

La participación de Stalin siguió siendo directa y muy comprometida cuando sus enviados acudían a los principales centros para presidir los saqueos y arrestos de los líderes locales. Uno de esos embajadores era el miembro del Politburó Andréiev, miembro arrepentido de la Oposición Obrera cuyo pasado le obligaba a llevar a cabo las órdenes sin rechistar. Fue a ciudades como Cheliábinsk. Krasnodar, Samara, Sarátov, Sverdlovsk y Vorónezh y también a repúblicas soviéticas como Bielorrusia, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán[22]. Andréiev decidía rápidamente a quién había que arrestar y quién iba a reemplazarlo, pero consultaba a Stalin antes de seguir adelante con sus planes. Desde Stalinabad, en Tayikistán, informó de que los «enemigos han estado trabajando aquí de manera preponderante y lo han podido hacer con bastante libertad». Stalin le contestó en un telegrama el 3 de octubre de 1937[23]:

Nombramos a Protopópov como Primer Secretario [del Partido], a Iskandérov, como segundo, a Kurbánov como Presidente del Sovnarkom, a Shagodáiev como Presidente del Comité Ejecutivo Central.

Hay que arrestar a Ashore y a Frolov. Usted tiene que partir a tiempo para estar de regreso aquí en Moscú para el pleno del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, el 10 de octubre.

Deje que Belski vaya a Turkmenia dentro de unos días para llevar a cabo una purga. Recibirá instrucciones de Yezhov.

Andréiev, Malenkov, Zhdánov y otros viajaron por diversas regiones llevando a cabo la política de su amo.

Aunque era físicamente imposible ratificar todas y cada una de las operaciones llevadas a cabo en cada localidad, Stalin todavía se las arregló para examinar 383 «álbumes» de víctimas del Gran Terror propuestas por Yezhov. Sólo estos álbumes contenían los nombres de cerca de 44.000 personas. Cuanto más elevada era la posición de la víctima, más probable era que Yezhov requiriera la firma de Stalin antes de proceder. Se esperaba que Stalin, que era un hombre ocupado, revisara las listas y señalara las sentencias que recomendaba cuando distinguiese un nombre conocido y tuviese alguna preferencia sobre lo que debía hacerse. Lo hacía con su acostumbrada diligencia y no hay señales de que pusiera objeciones a hacer las cosas según la «modalidad del álbum». Todo el tiempo hizo que el resto del Politburó también participara en el proceso. Se solicitó la aprobación de Mólotov, Kaganóvich, Voroshílov y otros, y con frecuencia ellos añadían florituras retóricas a los nombres. «¡Que el perro muera como un perro!», fue una de las aportaciones de Mólotov. Stalin todavía trataba de evitar que toda la responsabilidad recayera sobre él. Obviamente, en el fondo seguía preocupándole salir mal parado de las atrocidades que organizaba. Tras haber coaccionado a sus camaradas para que aprobaran sus medidas, quería que continuaran con esa complicidad formal.

El hecho de que Stalin escogiese como blanco a millones de personas que no habían contravenido ninguna ley tuvo consecuencias operativas. Lo mismo pasó con su decisión de purgar todas las instituciones públicas. En esta situación, era esencial obtener el apoyo y la cooperación de los cargos del partido, del gobierno y de la policía, que de otro modo podrían haber interrumpido el proceso —y al final muchos de ellos fueron condenados a pagar su sumisión con sus propias vidas—. Fue presumiblemente por esta razón por la que Stalin necesitaba que se celebraran juicios, por más espurios y sumarios que fueran. No sólo eso: se sentía constreñido a obtener pruebas del crimen. De algún modo tenía que demostrar a los supervivientes del Gran Terror, incluyendo a los individuos que promovió desde orígenes oscuros, que la temible violencia estatal tenía justificación. La comparación con la Alemania nazi viene al caso. Cuando las fuerzas de seguridad alemanas persiguieron a los judíos, gitanos, homosexuales y deficientes mentales, el antagonismo del régimen hacia ellos no era un secreto. Hitler mantuvo en secreto el número de arrestos y el destino de los que habían sido arrestados, pero esta reserva tenía la intención de evitar una oposición innecesaria de parte de los ciudadanos del Reich: desde su punto de vista, no tenía necesidad de simular que las víctimas eran espías o saboteadores. Lisa y llanamente habían sido arrestados por ser judíos, gitanos, homosexuales o deficientes mentales.

Esta comparación no favorece a Stalin. Los kulaks, los sacerdotes, los mencheviques, los alemanes, los jarbinitas y los trotskistas carecían del antagonismo popular que Hitler había inducido contra sus víctimas. Había que mostrarlos como una presencia maligna en la respetable y leal sociedad soviética. Stalin dirigía un régimen de terror. Aun así, hasta para él era necesario conservar la confianza de los funcionarios cuyas vidas perdonaba. No importaba demasiado que sus acusaciones contra las víctimas fueran intrínsecamente inverosímiles. Lo que contaba era que los taquígrafos pudieran registrar que, en lo concerniente al estado, se había llevado a cabo el debido proceso legal. Stalin siempre había visto el mundo en términos de blanco y negro. Los matices no existían para él, e implícitamente creía que las personas en las que sentía que no podía confiar realmente trabajaban activamente para conspirar contra él y sus políticas. Por lo tanto, por razones psicológicas también necesitaba que se demostrara que sus víctimas habían actuado mal y, como la NKVD no poseía pruebas materiales, la única opción posible para condenar a los supuestos espías y saboteadores era hacer que se declararan culpables. Los intereses del estado convergían con los aberrantes propósitos de un líder desequilibrado.

Aparentemente actuaba así porque le habían mostrado pruebas de que la NKVD había puesto al descubierto a los «enemigos del pueblo» —agentes imperialistas, subversivos y contrarrevolucionarios—. Stalin era tan proclive a la sospecha que es probable que se convenciera de que muchos de los que condenó al Gulag o a muerte verdaderamente eran culpables de esos crímenes contra el estado.

Lo más cerca que estuvo de ser testigo del resultado de su barbarie fue cuando dispuso los careos entre algunos dirigentes destrozados deseosos de «confesar» y algún otro dirigente denunciado, pero al que todavía no se había arrestado. Cuando tuvo lugar el careo con Kulikov en diciembre de 1936, Bujarin parecía una mariposa mirando el alfiler que estaba a punto de clavarla en un tablero.

Aunque aparentemente a Stalin le agradaban estos careos, los organizó únicamente en el período en que todavía necesitaba la sanción de sus camaradas del Politburó para emitir veredictos particulares. Después de comienzos de 1937 renunció a ellos porque ya no eran necesarios. A lo largo de los últimos meses de 1937 las purgas continuaron. Afectaron tanto a los funcionarios locales como a los de la administración central y también a gente «corriente». Se anunciaron premios para los heroicos carniceros de la NKVD. Yezhov ocupaba el segundo lugar después de Stalin en el reconocimiento oficial. El 16 de diciembre le tocó el turno de ser juzgados por un Colegio Militar a Abel Enukidze y a sus compañeros, acusados de ser espías, nacionalistas burgueses y terroristas. Todo se hizo en secreto y con suma rapidez. Todos fueron fusilados[24].

En marzo de 1938 le tocó el turno a Bujarin. Junto con él en el banquillo de los acusados también había otros tres antiguos miembros del Comité Central del Partido en época de Lenin: Alexéi Rykov, Nikolái Krestinski y Christian Rakovski. Yagoda también estaba acusado, así como varias figuras de segunda fila. El tercer gran juicio fue organizado por figuras dirigentes de la NKVD que hasta el momento habían sobrevivido al Gran Terror. Los cargos eran tan grotescos e inverosímiles como los anteriores. De Bujarin en particular se dijo que había conspirado en 1918 para asesinar a Lenin y a Stalin y tomar el poder. Rechazó esta acusación, aunque aceptó la responsabilidad política por las supuestas conspiraciones contra Stalin de finales de la década de los treinta. Krestinski no se mostró tan dispuesto a cooperar. En su primera aparición en el tribunal se retractó del testimonio dado en prisión. Al día siguiente, aún más demacrado, reafirmó el testimonio acordado con sus captores. Casi todos los acusados habían sido golpeados salvajemente. Aunque Bujarin se ahorró esto, claramente era un hombre destrozado. Desde su celda de la prisión le había escrito una nota a Stalin: «Koba, ¿para qué necesitas mi muerte?». Pero Stalin quería sangre. Consultado sin cesar por el fiscal general Andréi Vyshinski y por Vasili Ulrij al final de cada jornada de trabajo en el tribunal, ordenó que la prensa mundial debía convencerse de la veracidad de las confesiones antes de que se dictaran las sentencias[25]. Realmente lograron engañar a muchos periodistas occidentales. El veredicto se anunció el 13 de marzo: casi todos los acusados iban a ser fusilados.

Dos días más tarde Stalin autorizó una operación más amplia para purgar los «elementos antisoviéticos». Esta vez quería que se arrestara a 57.200 personas por toda la URSS. Había acordado con Yezhov que 48.000 de ese total, rápidamente pasarían por el procedimiento de las troiki y serían ejecutadas. Yezhov, para entonces ya muy ejercitado en la organización de estos operativos, llevaba a cabo sus deberes con entusiasmo. Durante la primavera, el verano y el otoño de 1938 la carnicería siguió mientras la máquina de picar carne de la NKVD cumplía con su horrenda tarea en nombre de Stalin. Tras haber puesto los mandos en manos de Yezhov y haberle ordenado que encendiera la máquina, Stalin podía mantenerla en funcionamiento tanto tiempo como le pareciera adecuado.

Stalin nunca vio los sótanos de la Lubianka. Ni siquiera echó un vistazo a la picadora de carne de los operativos. Yezhov solicitaba y recibía enormes recursos para hacer su trabajo. Necesitaba más cosas aparte de sus oficiales ejecutivos de la NKVD para poder cumplir su cometido. El Gran Terror requería taquígrafos, guardias, verdugos, personal de limpieza, torturadores, administrativos, ferroviarios, camioneros e informantes. Los camiones con letreros como «Carne» o «Verduras» llevaban a las víctimas a zonas rurales tales como Butovo, cerca de Moscú, donde estaban listos los campos de exterminio. Los trenes, que a menudo atravesaban las ciudades por la noche, transportaban a los prisioneros del Gulag hacia el extremo norte de Rusia, a Siberia o a Kazajstán en vagones de ganado. Los infortunados no tenían agua ni comida suficiente y el clima —terriblemente frío en invierno y espantosamente caluroso en verano— agravaba el tormento. Stalin decía que no quería que los presos de la NKVD fueran tratados como si estuvieran de vacaciones. Sistemáticamente se suprimieron las pocas comodidades de las que él mismo había disfrutado en Nóvaia Udá, Narym, Solvichegodsk e incluso Kureika. Cuando llegaban a los campos de trabajo se les mantenía constantemente hambrientos. Los nutricionistas a las órdenes de Yezhov habían calculado el mínimo de calorías que debían suministrárseles para llevar a cabo pesados trabajos de talado de árboles, minería de oro o construcción de edificios, pero la corrupción en el Gulag estaba tan extendida que los internos rara vez recibían sus raciones enteras —y no consta que Stalin hiciese ningún esfuerzo por averiguar cuáles eran las verdaderas condiciones de vida allí.

Tal era el caos del Gran Terror que, a pesar de la insistencia de Stalin en que todas las víctimas debían ser procesadas formalmente por las troiki, el número de arrestos y ejecuciones no puede determinarse con exactitud. El caos impidió tales precisiones. Pero todos los registros, por más que difieran en los detalles, apuntan en el gran terrorista la misma dirección. En conjunto parece ser la NKVD arrestó a un total aproximado de un millón y medio de personas entre 1937 y 1938. Tan sólo unas doscientas mil fueron finalmente liberadas. Caer en las fauces de la NKVD significaba por lo general enfrentarse a una sentencia terrible. Las troiki desempeñaban su horripilante tarea con empeño. Circulaba la versión —o se permitía que circulara— de que Stalin utilizaba a casi todos los detenidos como trabajadores forzados en el Gulag. En realidad, la NKVD tenía la orden de llevar aproximadamente a la mitad de las víctimas no a los nuevos campos de Siberia o del norte de Rusia, sino a las fosas de ejecución situadas en las afueras de la mayoría de las ciudades. Cerca de 750.000 personas perecieron bajo una lluvia de balas en ese breve período de dos años. El Gran Terror tenía su espantosa lógica.

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