Stalin

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IV. El señor de la guerra » 39. Durmiendo en el diván

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DURMIENDO EN EL DIVÁN

La invasión alemana privó a Stalin de la presencia de su familia. Sus hijos Yókov y Vasili servían en el ejército. Yókov era teniente en la XIV División Armada; Vasili era un jovencísimo comandante de la fuerza aérea. Yókov sufrió un destino terrible. Capturado por la Wehrmacht cerca de Vitebsk en 1941, se descubrió su identidad y fue conservado como un valioso prisionero. Hitler autorizó el ofrecimiento de cambiarlo por uno de los principales generales alemanes. Los alemanes lo interrogaron con la esperanza de que dijera algo que pudiera perjudicar a su padre. Yókov, a pesar de sus desvaríos juveniles, demostró ser un heroico soldado y defendió a Stalin y a la URSS. Stalin soportó la situación y rechazó la propuesta alemana de plano. Aun así, la situación lo afectaba profundamente; le pidió a Svetlana que se quedara con él en su dormitorio durante varias noches sucesivas[1]. Sólo Zhúkov se atrevió a preguntar por Yókov. Stalin dio no menos de cien pasos antes de responder en voz baja que no tenía esperanzas de que Yókov sobreviviera al cautiverio. Más tarde, durante la cena apartó su comida y declaró con rara familiaridad: «No, Yókov preferirá afrontar cualquier tipo de muerte antes que traicionar a la patria. ¡Qué guerra tan terrible! ¡Cuántas vidas de nuestra gente se ha llevado! Obviamente tendremos pocas familias a las que no se les haya muerto un pariente»[2].

La Orden N.º 270, que había sido redactada y endurecida por Stalin[3], prohibía a los soldados soviéticos que se dejaran tomar prisioneros. Los prisioneros de guerra del Ejército Rojo automáticamente eran calificados de traidores. Aun así, Stalin eximió a su hijo Yókov de toda culpabilidad. Sin embargo, tenía alma de acero: quería que se tomara en serio la política de no rendición y no podía permitirse ser visto mostrándose indulgente con su hijo.

La relación entre Stalin y sus hijos no había sido buena antes de la guerra. Yókov no había dejado de disgustar a su padre, negándose incluso a unirse al Partido Comunista. Stalin lo hizo llamar y se lo reprochó: «¡Y tú eres mi hijo! ¿Qué voy a parecer yo, el secretario general del Comité Central? Puedes tener todas las opiniones que quieras, pero piensa en tu padre. Hazlo por mí». Este argumento tuvo efecto en Yókov y se unió al partido[4]. Pero se vieron poco y Stalin siempre estaba dispuesto a recriminar a su hijo. La situación era similar con el otro hijo, Vasili, que se tomó más tiempo del normal para ingresar en el cuerpo de oficiales de la fuerza aérea soviética (que era la parte de las fuerzas armadas que se prefería para los vástagos de los miembros del Politburó). Se dice que Stalin se quejaba: «Hace tiempo que deberías haber obtenido tu diploma de la Academia Militar». Al parecer, Vasili replicaba: «Bueno, tú tampoco tienes diploma»[5]. Tal vez este relato sea apócrifo, pero no resulta inverosímil. Stalin siempre trataba de impresionar a los demás por sus conocimientos en materia de ejércitos y de estrategia militar. Sólo su hijo se habría atrevido a señalar que era un aficionado.

Hasta que empezó la guerra, Svetlana había sido la niña de sus ojos. Los estrictos parámetros de conducta fijados por Nadia se aflojaron después de su muerte[6], y Svetlana quedó a cargo de tutores y de la gobernanta Katerina Til. Una niñera la peinaba. Sin embargo, la supervisión de su rutina diaria se encomendó al jefe de la guardia personal de Stalin, Nikolái Vlásik[7]. Stalin estaba demasiado ocupado para estar detrás de ella y, en cualquier caso, opinaba que «los sentimientos son cosa de mujeres»[8]. Lo que quería de sus hijos era que lo alegraran cuando estaban juntos. A su vez, quería divertirlos. Yákov y Vasili no cumplían con estos requisitos: ninguno de los dos se esforzó en la escuela ni se comportó con la mezcla de respeto y vivacidad que él pedía. Pero Svetlana hacía lo que se esperaba de ella. Stalin le escribía simulando ser su «primer secretario camarada Stalin». A su vez ella respondía dándole órdenes tales como «por la presente le exijo que me permita ir al teatro o al cine con usted». A lo que él replicaba: «Está bien, obedezco»[9]. Como María Svanidze, la cuñada de Stalin de su primer matrimonio, registró en su diario en 1934, Svetlana lo adoraba: «Svetlana siempre estaba acariciando a su padre. Él la abrazaba, la besaba, la admiraba y le daba de comer de su propia cuchara, eligiendo amorosamente los mejores bocados para ella»[10].

Las relaciones entre el padre y la hija se deterioraron después de la Operación Barbarroja. Cuando llegó a la adolescencia, ella comenzó a interesarse por los hombres, y esto sacó a relucir el mal genio de Stalin. Cuando ella le mostró una fotografía donde estaba con ropas que él consideró poco recatadas (y tenía ideas muy severas en este aspecto), se la arrancó de las manos y la rompió en pedazos[11]. Odiaba que ella usara lápiz de labios. Cuando ella quería quedarse a pasar la noche en la dacha de los Beria, que visitaba con frecuencia, él le ordenaba volver a casa de inmediato: «¡No confío en Beria!»[12]. Stalin no ignoraba la inclinación de Lavrenti Beria por las mujeres jóvenes. Aunque ella en realidad visitaba al hijo de Beria, Sergo, Stalin tomó precauciones y asignó a un oficial de seguridad —al que Svetlana llamaba tío Klímov— para que hiciera de carabina.

El descontento de Svetlana aumentó al enterarse de detalles de la historia familiar. Su tía Anna le contó, cuando tenía dieciséis años, que su madre Nadia no había muerto por causas naturales, sino que se había suicidado. Svetlana estaba conmocionada por lo que había oído; su padre siempre había evitado hablar del tema[13]. Anna no le dijo a Svetlana mucho más: ya se había arriesgado bastante al traicionar la confianza de Stalin. Svetlana comenzó a preguntar a su padre para saber más. Según Sergo Beria, a quien ella contó la historia, la respuesta de Stalin fue hiriente. Le molestaba el modo en que Svetlana se pasaba el tiempo viendo fotos de Nadia. Cuando le preguntó si su madre había sido hermosa, Stalin replicó con la mayor insensibilidad: «Sí, salvo porque tenía dentadura de caballo». Añadió que las otras mujeres de la familia Allilúev también habían querido acostarse con él. Esto bien pudo haber sido realmente cierto, pero era muy doloroso para Svetlana. Terminó diciéndole: «Al menos tu madre era joven, y me amaba de veras. Por eso me casé con ella»[14].

Por esa época Svetlana comenzó a salir con el guionista Alexéi Kápler. No es posible imaginar un novio menos adecuado. Kápler era un mujeriego que tenía una larga lista de aventuras. Tenía más del doble de la edad de Svetlana. Además era judío —y Stalin aun antes de la guerra había intentado que él mismo y su familia fueran identificados como rusos—. Kápler era sumamente indiscreto. Consiguió películas occidentales como La reina Cristina (protagonizada por Greta Garbo), Blancanieves y los siete enanitos, de Walt Disney, y se las dejó ver a Svetlana. También hacía circular libros de Ernest Hemingway, entonces inédito en la URSS. Le pasó a Svetlana, que amaba la literatura, ejemplares de poemas de Anna Ajmátova, que había caído en desgracia antes de la guerra.

Kápler hizo que Svetlana se sintiera una mujer deseada, y cayó rendida de amor por él[15]. Cuando se enteró de la situación por boca de Vlásik, Stalin supo lo que debía hacer. ¿Acaso no había seducido él mismo a muchachas en Siberia? ¿Acaso no se había llevado a una mujer que tenía la mitad de su edad a Tsaritsyn en 1918 y explotado sus encantos de hombre maduro? Había que hacer algo. Stalin decidió que lo mejor —por una vez— no era arrestar al sujeto, sino enviarlo como corresponsal de Pravda al frente de Stalingrado[16]. Era mera coincidencia que Kápler fuera a ser enviado a Stalingrado, donde Stalin y Nadia Allilúeva habían pasado varios meses juntos. Stalin quería darle un buen susto a Kapler al asignarlo a un lugar tan cercano al campo de batalla. Después del Gran Terror semejante intervención del Kremlin era suficiente como para aterrorizar a cualquiera, pero Kápler asumió el encargo con despreocupación. Lejos de sucumbir a las presiones, envió artículos a Moscú con notorias insinuaciones de su relación con Svetlana. «En este momento en Moscú —escribió en uno de ellos— sin duda cae la nieve. Desde tu ventana se ve la almenada pared del Kremlin». Esta temeridad hizo que Svetlana recobrara el sentido común y cortara la relación con Kápler[17].

Pero seguía estando en su corazón y cuando volvió de Stalingrado comenzaron a verse de nuevo. Se besaban y acariciaban pese a estar en compañía del tío Klímov. El pobre Klímov tenía la sensación de que estaba condenado si informaba de ello y de que también lo estaba si no lo hacía. Al saber lo que estaba sucediendo, Vlósik, enojado, envió a un oficial para que le ordenara a Kápler que se fuera de Moscú. Lo extraordinario es que Kápler lo mandó al diablo.

Finalmente intervino Stalin. «Lo sé todo —le dijo a Svetlana—. Aquí están todas tus conversaciones telefónicas». Se tocó el bolsillo, lleno de transcripciones. Nunca le había hablado con tanto desprecio. Mirándola fijamente a los ojos, le gritó: «¡Tu Kápler es un espía inglés; ha sido arrestado!». Svetlana gritó: «¡Pero yo le quiero!». Stalin perdió todo dominio de sí y le dijo con tono de burla: «¡Tú le quieres!». Le dio dos bofetadas. «¡Hay que ver a lo que ha llegado! ¡En medio de semejante guerra y ella enredada en todo esto!». Soltó un montón de obscenidades antes de que se le pasara el ataque de furia[18]. Svetlana rompió con Kápler y su padre creyó que se había salido con la suya. Pero su victoria era ilusoria. Apenas se separó de Kápler, se sintió atraída por el hijo de Beria, Sergo. Los padres de Sergo estaban horrorizados por las posibles consecuencias de esta relación y le dijeron que se alejase de ella. La madre de Sergo, Nina, le habló a Svetlana con franqueza: «Ambos sois muy jóvenes. Primero debéis encontrar trabajo. Además, él te considera una hermana. Nunca se va a casar contigo»[19]. Svetlana reconoció la verdad de estas palabras y buscó en otra parte. En la primavera de 1944, después de un corto noviazgo, se casó con uno de los amigos de su hermano Vasili, Grigori Morózov. Esta vez Stalin se contuvo un poco más. Aunque se negó a invitar a Morózov a la dacha Blízhniaia, permitió que su hija se casara.

No podía controlarlo absolutamente todo y, mientras la guerra continuó, no lo intentó. Desilusionado con su familia, dejó que sus pensamientos volaran hacia Georgia y sus amigos de la escuela. Nunca los había olvidado, pese a los años transcurridos sin verlos. De los miles de rublos de sus asignaciones monetarias, que no había tocado, hizo una transferencia de dinero a Péter Kapanadze, Grigol Glurzhidze y Mijaíl Dzeradze (como siempre, fue muy preciso: cuarenta mil rublos para el primero y treinta mil para cada uno de los otros dos). El comandante supremo firmó como Soso[20].

Había seguido viendo a viejos amigos y parientes después del suicidio de Nadia, pero todos percibieron que se estaba convirtiendo en un solitario. Las familias Allilúev y Svanidze fueron bien recibidas en la dacha Blízhniaia hasta finales de la década de los treinta. El Gran Terror cambió la situación. Stalin hizo arrestar a María Svanidze en 1939 y la envió a un campo de trabajo. Su esposo Alexandr Svanidze también cayó víctima de la NKVD: había sido arrestado en 1937 y fue fusilado en 1941. Alexandr se comportó con extraordinario valor en la tortura y se negó a confesar o a pedir clemencia. Aunque Stalin todavía no había tocado a los parientes carnales de su difunta segunda esposa, los maridos no tuvieron tanta suerte. Stanisíaw Redens, el esposo de Anna Allilúeva, fue arrestado en 1938[21]. Anna, junto con sus padres, obtuvo permiso para abogar en favor de su marido en presencia de Stalin y Mólotov. Pero el día de la reunión su padre, Serguei Allilúev, se negó a acompañarles. Stalin se lo tomó a mal y el destino de Redens quedó sellado[22]. Incluso otros parientes más lejanos de Stalin, que no fueron encarcelados, vivían en un constante temor. Así, al igual que todo el mundo en la élite del Kremlin, eran como polillas volando cerca de la luz: incapaces de salirse de sus órbitas.

Durante la guerra habría habido poco tiempo para la convivencia familiar aunque Stalin no hubiese acabado ya con la vida de sus parientes. Las horas de descanso —que eran pocas— las pasaba en compañía de los comandantes y políticos que tenía a mano. Estas ocasiones eran cosa de hombres, y la bebida corría con tanta prodigalidad como la comida. Sin embargo, limitaba las noches dedicadas al placer. Concentraba sus energías en dirigir la guerra.

Es destacable que Stalin pudiera sobrellevar las intensas presiones físicas. A lo largo de la década de los treinta había tenido mala salud. La arteria del cuello seguía molestándole. Sucesivos médicos controlaron su circulación sanguínea, pero no confiaba en casi ninguno: estaba convencido de que la mejor cura para cualquier dolencia eran los baños termales. En 1931 tuvo una grave inflamación de garganta justo después de tomar las aguas en Matsesta y su temperatura llegó a treinta y nueve grados centígrados. Cinco años después tuvo una infección de estreptococos. Su médico personal, Vladímir Vinográdov, estaba tan preocupado que consultó a otros especialistas sobre el tratamiento más adecuado. Stalin no pudo asistir a las celebraciones de Año Nuevo de 1937 porque se encontraba demasiado enfermo. En febrero de 1940 se vio postrado de nuevo presa de una fuerte fiebre y el acostumbrado problema de la garganta[23]. Sin embargo, hasta 1941 pudo contar con largas temporadas de reposo para recuperarse. Solía pasar varias semanas en el mar Negro para darle tiempo a su cuerpo de recobrarse de la severa rutina que se había impuesto en Moscú. Pero esto ya no fue posible después de la Operación Barbarroja. Durante las hostilidades, excepto cuando viajó a Yalta y a Teherán para mantener conversaciones con los líderes aliados o cuando hizo su publicitado viaje a las proximidades del frente[24], Stalin permaneció en Moscú o en sus alrededores. Y trabajó como un perro.

Las consecuencias fueron manifiestas. Su cabello se volvió gris (Zhúkov dijo que era blanco, aunque no resulta muy creíble)[25]. Tenía bolsas debajo de los ojos debido a la falta de sueño. El exceso de tabaco agravó su progresiva arteriosclerosis. No habría escuchado los consejos de los médicos de cambiar su modo de vida. El tabaco y el alcohol eran su consuelo y, en cualquier caso, no consta que los especialistas médicos que lo atendieron le hayan aconsejado que cambiara sus hábitos. Tenían miedo de hacerlo —o posiblemente no consideraron que fuera una conducta peligrosa para la salud—: en ese tiempo, no todos los médicos eran tan estrictos como sus sucesores actuales. Por lo tanto, de un modo inexorable, Stalin iba camino a la tumba mucho antes de lo que habría prescrito la herencia biológica[26].

Stalin vivió una vida irregular después del suicidio de su esposa, pero también otros miembros de su entorno llevaban una vida poco regular. Beria violaba a muchachas jóvenes. Otros miembros del Kremlin también eran muy aficionados a las mujeres, aunque sin hacer uso de la coerción física. Abel Enukidze, ejecutado en 1937, había sido famoso por seducir a empleadas jóvenes y atractivas. Kalinin tenía una especial afición por las bailarinas y Bulganin, por las divas de la ópera. Se ha dicho que Jrushchov acostumbraba a perseguir a las mujeres. La historia sexual de la élite soviética no estaba exenta de promiscuidad en varios casos, e incluso unos pocos no se limitaron a relaciones con mujeres. Yezhov había sido bisexual y muchas veces se deleitaba tanto con el marido como con la mujer de una pareja. Tales individuos usaban su poder político para asegurarse la gratificación. Sabían que en cualquier momento podían ser arrestados. Muchos también hallaban alivio en la bebida. Zhdánov y Jrushchov eran alcohólicos en grado superlativo. Para ellos la noche no estaba completa sin una buena ración de vodka y brandy, y Yezhov con frecuencia estaba borracho antes del mediodía. El terror elevó a individuos extraños a la cima del poder y la presión los hacía todavía más extraños.

Podría parecer sorprendente que se las arreglaran para ejercer como políticos. Pero esto nos llevaría a un error. Aunque habrían estado inmersos en excesos sexuales y alcohólicos incluso si no se hubieran convertido en políticos soviéticos, indudablemente también fueron las presiones —y peligros— de sus cargos las que los arrastraron en esta dirección.

La existencia de Stalin antes de la Operación Barbarroja había sido equilibrada en comparación, pero no estaba exenta de compañía femenina ni de abuso de la bebida. Según un chisme bastante plausible, Stalin se sintió atraído por Yevguenia, cuñada de su difunta esposa Nadia. Lo vio con mucha frecuencia en los meses posteriores al suicidio. Otra mujer que hizo lo mismo fue María Svanidze[27]. Al parecer el esposo de María, Alexandr, no lo aprobaba, pues pensaba que esa cercanía podría conducir a la infidelidad. María no mantuvo en secreto el hecho de que «amaba a Iósef y le tenía mucho afecto»[28]. Era bonita y trabajaba como cantante[29]. Le resultó casi inevitable atraer la atención de Stalin. Pero hubo más chismes acerca de Yevguenia. De hecho, Yevguenia, cuyo esposo Pável Allilúev murió en 1938, enseguida se casó con un inventor llamado Nikolái Molóchnikov. Aunque es dudoso que mantuviera una relación sexual con Stalin, persiste la sospecha de que Yevguenia se casó con Molóchnikov para evitar comprometerse más con él. Su hija Kira ha dicho veladamente: «Se casó para defenderse»[30]. Pero la piedad filial le impidió determinar si era de las atenciones de Stalin de lo que quería escapar. Lo que se sabe es que Stalin la siguió llamando por teléfono y que durante la Segunda Guerra Mundial le pidió que acompañara a Svetlana y otros parientes cuando fueron evacuados de Moscú. Yevguenia rechazó su petición alegando que tenía que ocuparse de su propia familia[31].

Se rumoreó que tuvo otras amantes a finales de la década de los treinta, y hasta se dijo que se había casado de nuevo en secreto con Rosa Kaganóvich. Los medios de comunicación nazi difundieron este chisme. Supuestamente Rosa era la hermosa hermana de Lázar Kaganóvich. Pero no eran sino un montón de mentiras. Lázar Kaganóvich tenía sólo una hermana, Rajil, que murió a mediados de la década de los veinte[32]. También se insinuó que Stalin se había acostado con la hija de Lázar Kaganóvich, Maia. Era verdaderamente bonita. Pero no hay pruebas que acrediten esto. Lázar Kaganóvich no era un mojigato y, ya jubilado, no tenía motivos para pretender que su hija no había tenido relaciones con Stalin de haber sido cierto[33].

Lo que está fuera de toda duda es el tipo de vida de que disfrutaba Stalin entre sus amigos. Le gustaba cantar con Mólotov y Voroshílov, mientras Zhdánov les acompañaba al piano. Mólotov provenía de una familia aficionada a la música y sabía tocar el violín y la mandolina. Durante su exilio en Vólogda antes de la Gran Guerra, había complementado su asignación de convicto uniéndose a un grupo de músicos que tocaban la mandolina en los restaurantes y en el cine del lugar. Zhdánov también tenía inquietudes culturales y se unía a la diversión en la dacha, y Voroshílov sabía cantar bastante bien. De jóvenes todos habían aprendido de memoria la música litúrgica y, dejando a un lado su ateísmo, interpretaban los himnos que tanto les gustaban[34]. Stalin conservaba una buena voz y todavía podía cantar las partes de barítono[35]. También le cantaba a su hija Svetlana y a sus sobrinos y sobrinas de la familia Allilúev. Kira Allilúeva le recordaba meciéndola sobre las rodillas y cantándole sus tonadas preferidas[36]. A pesar de que más tarde fuera apresada y condenada al exilio por la policía de Stalin, conservó el afecto por su tío. En el ámbito privado la jovialidad de Stalin no había desaparecido con el suicidio de su esposa.

Otra forma de diversión era el billar. Cuando lo visitaban los Allilúev, Stalin a veces jugaba con el hermano mayor de Nadia, Pável. En general eran momentos apacibles, pero no siempre. Pável recelaba cada vez más de Iósef. La regla de la casa era que los que perdían a cualquier juego tenían que gatear bajo la mesa. Una noche en la década de los treinta Pável y Iósef perdieron una partida contra Alexandr Svanidze y Stanisíaw Redens. Pável previo un peligroso resentimiento por parte de Stalin y ordenó a sus hijos que gatearan en nombre de ambos. Pero la hija de Pável, Kira, estaba presente. «Esto —gritó con infantil rectitud— va contra las reglas. Han perdido, entonces ¡que gateen!». Pável, asustado, se acercó de inmediato a ella y la golpeó con el palo de billar. No se podía permitir que Stalin fuera humillado[37].

También había que mostrar indulgencia durante las fiestas. A Stalin le gustaba coquetear con las mujeres y probablemente se acostó con algunas. Sería asombroso que semejante egoísta no se hubiese aprovechado por lo menos de algunas de las numerosas mujeres que se mostraban dispuestas. Pero desaprobaba que el libertinaje se hiciese público (esta es una de las razones por las que su vida sexual a partir de 1932 sigue siendo un misterio). El falso pudor que mostraba respecto de las mujeres contrastaba con el goce no disimulado que le producía beber en cantidad. Solía obligar a sus invitados a beber brandy y vodka y después aguardaba hasta que por efecto del alcohol dejaban escapar algún secreto. Tomaba la precaución de beber vino en un vaso del mismo tamaño que el de los que bebían vodka. Otro de sus trucos era tomar un vino del color del vodka, mientras los demás tomaban licores fuertes (reconoció esta estratagema ante Ribbentrop en 1939)[38]. Cuando había logrado que sus incómodos invitados se relajasen, quería observar y escuchar en lugar de emborracharse. Le gustaban las bromas y las anécdotas obscenas y, si alguno no quería sumarse, tenía problemas. Entre sus chistes más infantiles estaba el de poner un tomate en el asiento de un miembro del Politburó. El ruido que hacía al reventarse siempre le hacía reír hasta las lágrimas.

Fiestas de esta índole se sucedieron hasta después de 1941, aunque tenían lugar con menos frecuencia. Pertenecían a la vida secreta de los gobernantes del Kremlin. Los únicos testigos, aparte del escaso número de sirvientes, eran los emisarios comunistas de Europa del Este que llegaban a Moscú en los años de la guerra. Educados para imaginar a Stalin como una persona austera, la vulgaridad de la escena los dejaba estupefactos. Stalin debió de haber sospechado que la mayoría de la gente tendría la misma reacción. Aunque ordenó que se sirviera bebida a discreción para Churchill y Roosevelt, nunca puso en práctica sus habituales chanzas en su presencia.

También cuidó su vestuario en los encuentros con los líderes aliados. Pero esto era excepcional. Con otros visitantes no veía la necesidad de mostrarse elegante. Continuó arrastrando los pies por los alrededores de la dacha Blízhniaia con su chaqueta preferida de la Guerra de Civil recubierta de piel por dentro y por fuera.

Para variar, se ponía una chaqueta corriente de piel (que también había adquirido después de la Revolución de octubre). Cuando los sirvientes intentaban deshacerse de la prenda a escondidas, no lograban engañarlo: «Todos los días buscáis la ocasión de traerme una nueva chaqueta de piel, pero esta todavía tiene para diez años más». No estaba menos apegado a sus viejas botas[39]. Zhúkov se dio cuenta de que llenaba su pipa no con tabaco de calidad, sino con el relleno de los cigarrillos Herzegovina Flor, disponibles en todos los quioscos. Él mismo los desenrollaba[40]. Un joven oficial en ascenso, Nikolái Baibákov, estaba desconcertado por su desaliño. Las botas no sólo estaban gastadas; también tenían agujeros en las puntas. Baibákov se lo comentó al asistente personal de Stalin, Poskrióbyshev, quien le dijo que el propio Stalin había hecho los agujeros para evitar que el roce le molestara en los callos[41]. ¡Cualquier cosa con tal de no someterse a una revisión médica regular!

Aunque ocasionalmente permitía que le arreglaran el cabello, pasaba la mayor parte del tiempo sobrecargado de trabajo. Casi todas las noches se quedaba en su oficina provisional, situada mucho más abajo de la estación de metro Maiakovski. Los días eran largos y agotadores, y por lo general no dormía en una cama, sino en un diván. Desde Nicolás I, el más austero de los zares Románov, los rusos no habían tenido un gobernante de costumbres tan frugales. Stalin era consciente del precedente[42] y se convirtió en una máquina humana para ganar la Gran Guerra Patria.

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