Stalin

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IV. El señor de la guerra » 40. ¡A muerte!

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¡A MUERTE!

La victoria de Stalingrado en febrero de 1943 hizo posible la derrota de la Wehrmacht, pero todavía no segura. Las fuerzas de Hitler en el Este eran valientes y estaban bien equipadas. Sitiaron Leningrado. El Camino de Hielo que unía la ciudad con el resto de Rusia era objeto de continuos bombardeos. También Moscú seguía en peligro. Cualquier error estratégico o mengua del compromiso patriótico habría tenido consecuencias catastróficas para la URSS.

El Ejército Rojo se esforzó para consumar una victoria total en Stalingrado. La creciente disposición de Stalin a escuchar los consejos de la Stavka y del Comité Estatal de Defensa dio buen resultado. Cambió también sus métodos, aunque fuera sólo mientras duró la guerra. Después de la derrota de Stalingrado, Manstein reagrupó apresuradamente las divisiones de la Wehrmacht para una campaña que denominó Operación Ciudadela. Avanzando desde Ucrania, su objetivo era enfrentarse al Ejército Rojo en un gran saliente del frente orientado al sur, cerca de Kursk, en la frontera ruso-ucraniana. Manstein planeaba una acción rápida. Pero Hitler le prohibió que abriese una ofensiva que habría cogido por sorpresa a la Stavka. Como Stalin, Hitler había aprendido que la preparación cuidadosa de cada campaña era fundamental y sin quererlo estaba dando tiempo al Ejército Rojo para reflexionar y reaccionar. Esto debía haber sido aprovechado por la Stavka. Sin embargo, desafortunadamente las precauciones de Stalin eran sólo intermitentes. El impulso a atacar en toda ocasión no había muerto en él. Al saber que la Wehrmacht estaba replegándose, no pudo evitarlo: ordenó que la Stavka organizara una ofensiva total sin demora.

Zhúkov no quería saber nada; envió un informe a la Stavka insistiendo en que una defensa integral era la mejor opción: un desgaste sangriento pero controlable era mejor que un ataque sangriento y arriesgado —y Zhúkov predijo que el lugar en que se daría la batalla decisiva sería Kursk—[1]. El 12 de abril se celebró una conferencia de la Stavka. Stalin aceptó de mala gana la propuesta de Zhúkov, que fue respaldada por sus colegas militares Alexandr Vasílievski y Alexéi Antónov[2]. Las intenciones de los alemanes de inmediato quedaron a la vista cuando cincuenta de las mejores divisiones de Hitler fueron movilizadas y puestas en posición de ataque en el lugar que había predicho Zhúkov. Sin embargo, en mayo Stalin reconsideró su posición y volvió a argumentar en favor de una ofensiva preventiva. Zhúkov, Vasílievski y Antónov se mantuvieron firmes y lograron el respaldo de la Stavka[3]. Stalin aceptó el resultado y apremió a Zhúkov y a Vasílievski para que asumieran el mando directo. El 4 de julio Zhúkov tenía plena certeza de que el ataque era inminente, por lo que ordenó a Rokossovski que pusiera en marcha el plan acordado. Stalin fue informado de la decisión sin ser consultado previamente. Era un gesto osado por parte de Zhúkov, pero logró salirse con la suya. Stalin recibió la noticia sin mostrar su habitual inquina: «Estaré en la Stavka aguardando el desarrollo de los acontecimientos»[4].

Cuando comenzaron las hostilidades a primera hora de la mañana del día siguiente, Zhúkov estaba enfrascado en la tarea de reaccionar ante las decisiones imprevistas que habían tomado los alemanes. Fue Stalin quien lo llamó por teléfono en lugar de ser a la inversa: «Bien, ¿cómo va todo? ¿Ya han empezado los alemanes?». Zhúkov se limitó a responder: «Ya han empezado»[5]. Stalin tenía que esperar el momento oportuno y controlar sus nervios. El destino de la URSS estaba en manos del Ejército Rojo, y no había nada que pudiera hacer desde Moscú para influir en el desenlace de la batalla.

Los tanques de la Wehrmacht avanzaron los dos primeros días, pero después las líneas soviéticas los contuvieron. Zhúkov y Mainstein competían por sacar ventaja y golpear. Las tácticas despiadadas de Zhúkov eran efectivas. En lugar de esperar a que la artillería batiera al enemigo antes de lanzar los tanques contra ellos, llevó a cabo las dos acciones simultáneamente. Las pérdidas soviéticas fueron inmensas, pero aunque los alemanes sufrieron menos, no podían soportarlas a la luz de su creciente disminución de hombres y suministros. Zhúkov, según sus propias estimaciones, tenía un 40% más de tropas, un 90% más de armamento, un 20% más de tanques y un 40% más de aviación[6]. Aunque despilfarrara sus recursos, había calculado que los alemanes se enfrentarían al desastre a menos que lograran una victoria rápida. El triunfo alemán no era nada probable. De acuerdo con el plan elaborado hacía tiempo, el Ejército Rojo contraatacó tanto desde el frente de Briansk como desde el frente occidental. La Wehrmacht tuvo que retroceder. Stalin no pudo resistirse a exigir la intensificación de las operaciones ofensivas y, como de costumbre, recayó sobre Zhúkov la tarea de pedirle tiempo para la recuperación física y el reagrupamiento táctico. Las disputas proliferaron y Stalin hizo un montón de acusaciones hirientes[7]. Pero Zhúkov era tenaz y se apoyaba en la confianza en un triunfo inminente. En agosto tuvo su momento de gloria cuando pudo informar a la Stavka de la victoria final.

Los alemanes no lograron ganar la batalla de Kursk. El Ejército Rojo no había ganado en términos convencionales porque la Wehrmacht llevó a cabo una retirada planificada y ordenada, de modo que la batalla no tuvo un desenlace definitivo. Pero Hitler lo consideró una derrota estratégica simplemente porque no habían sido capaces de ganar. Después de Kursk la Wehrmacht fue obligada a retirarse sin cesar hacia el Oeste. La moral del Ejército Rojo aumentaba mientras el entusiasmo alemán se desmoronaba. La URSS incorporó al ejército a su vasta reserva de soldados campesinos, mientras que los alemanes y sus aliados se estaban quedando sin tropas. Las fábricas soviéticas alcanzaron un máximo de producción que se aceleraba a un ritmo mayor que el de la capacidad industrial alemana. Stalin y su Stavka creían que los reveses sufridos por los ejércitos alemanes en Kursk indicaban el principio del fin del Nuevo Orden de Hitler en Europa.

Los comandantes soviéticos tenían razón en afirmar que Stalin había contribuido menos que ellos a la victoria de Kursk. Sin embargo, sólo veían el lado militar de su actividad: sabían muy poco de sus otras intervenciones en el esfuerzo bélico de la URSS. La Stavka no tenía nada que ver con la política exterior, la organización política, la política cultural y social o la movilización económica. Stalin intervino en todos estos sectores y su influencia fue profunda. Entre 1941 y 1942 esto ya había llevado a hacer varios ajustes que creyó necesarios para los intereses de la URSS. Las grandes pérdidas territoriales de los primeros meses de la guerra precipitaron un desmoronamiento del suministro de alimentos cuando el trigo, las patatas y la remolacha azucarera de Ucrania cayeron en manos de los alemanes. Aunque no se emitió ninguna directriz, las autoridades disminuyeron sus esfuerzos por luchar contra el mercado negro en la producción agrícola. Las excepciones eran las ciudades sitiadas como Leningrado, donde la NKVD castigaba a cualquiera que estuviera comerciando en la calle. Pero la economía de mercado circuló con mayor amplitud en el orden soviético cuando las autoridades del partido y de los municipios aceptaron que los campesinos que llevaban sacos de verduras para vender aliviaban la desnutrición urbana[8], y Stalin, que había despotricado contra la falta de acatamiento de las leyes de comercio en la década de los treinta, guardó silencio sobre el asunto durante la guerra.

También entendió la necesidad de ampliar las limitaciones a la expresión cultural. A muchos intelectuales, antes sospechosos para las autoridades, se les dijo que sus servicios creativos serían bien recibidos. Entre ellos destacaron la poetisa Anna Ajmátova y el compositor Dmitri Shostakóvich. Ajmátova había estado casada con el poeta Nikolái Gumiliov, ejecutado por ser considerado militante antisoviético en 1921; su hijo Lev todavía languidecía en prisión y las obras de Anna no se habían publicado en años. Pero los miembros cultos de la sociedad la recordaban con afecto. Stalin estaba interesado en permitir que se leyera su obra por la radio y en recitales. Este permiso era selectivo. Se daba preferencia a los poemas que destacaban los logros del pueblo ruso. Shostakóvich había aprendido la lección a causa de sus problemas antes de la guerra y había dejado de acompañar su música con palabras. Escribió la partitura de su Séptima Sinfonía (de Leningrado) mientras trabajaba como guardabosques en el turno de noche. La audiencia que estuvo presente la noche del estreno en 1942 reconoció la grandeza de la obra.

En el frente se repartieron ediciones baratas de los clásicos rusos. Stalin, como escritor, también pertenecía al panteón literario soviético y los comisarios entregaron sus panfletos a las tropas, pero de hecho no era el autor preferido de los hombres en servicio activo. El régimen se dio cuenta de ello y moderó su insistencia en colocar su oeuvre en el centro de la propaganda.

Asimismo, Stalin desechó la Internacional como himno estatal de la URSS (o nacional) y convocó un concurso para uno nuevo. El ganador fue Alexandr Alexándrov con una melodía que conmovía el alma. Serguéi Mijalkov y Garold El-Registán le pusieron la letra, que fue uno de los elementos más efectivos del arsenal de la propaganda oficial. Los primeros versos decían así[9]:

La unión indestructible de repúblicas

Formada por la Gran Rus.

¡Larga vida a la unida y poderosa Unión Soviética

Creada por la voluntad del pueblo!

La segunda estrofa vinculaba el patriotismo con la fidelidad a la Revolución de octubre:

Después de la tormenta el sol de la libertad brilla sobre nosotros

Y el gran Lenin ilumina nuestro camino:

¡Stalin nos guía, nos impulsa a ser fieles al pueblo,

Al trabajo y a las hazañas heroicas!

El himno tuvo una resonancia emotiva auténtica para la generación de la guerra; apenas si era una «concesión» cultural, ya que contenía un elogio a Stalin, pero indicaba que las autoridades comprendían que el cosmopolitismo personificado por la Internacional no ayudaba mucho a que los rusos pelearan por la patria.

Aún más importantes fueron las decisiones de Stalin acerca de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Hacia 1939 sólo quedaban unos cien lugares de culto abiertos para los creyentes[10]. Ningún monasterio había sobrevivido a los años soviéticos. Decenas de miles de sacerdotes habían sido asesinados durante la Guerra Civil, el Primer Plan Quinquenal y el Gran Terror. Pese a todo, la gente creía en Dios. Cuando se realizó el censo de la URSS en 1937, aproximadamente el 55% de la población rechazó la propuesta de un estado ateo y se declaró religiosa —y naturalmente la verdadera proporción de creyentes debió de haber sido mucho mayor.

Stalin, antiguo alumno del Seminario de Tiflis, saludó con agrado la postura patriótica del patriarca Serguéi. También le complacían las ofrendas que se recogían en las iglesias para la producción de armamento. La columna de tanques Dmitri Donskói provino de estos recursos. A Stalin le venía muy bien que la Iglesia Ortodoxa Rusa fortaleciera el compromiso de sus feligreses con la guerra. Se permitió discretamente que se reabrieran los edificios para fines religiosos. Stalin formalizó esta actitud al invitar al patriarca Serguéi a reunirse con él en el Kremlin el 4 de septiembre de 1943. Serguéi llegó preguntándose qué sería exactamente lo que le esperaba[11]. Stalin actuó como si jamás hubiese habido ningún conflicto entre el estado soviético y la Iglesia Ortodoxa. Le preguntó jovialmente a Serguéi por qué había ido con tan pocos sacerdotes. Serguéi venció la tentación de decirle que podría haber reunido fácilmente a más clérigos si Stalin no hubiese pasado la década anterior arrestándolos y ejecutándolos. Pero la atmósfera se aligeró ante la propuesta de Stalin de que a cambio del fin de la persecución y la autorización de la libertad de culto, la Iglesia debía reconocer la legitimidad del estado soviético y abstenerse de criticar su política interior y exterior[12].

Stalin nunca explicó la fecha elegida para esta concesión; ni siquiera permitió que Pravda hiciera un anuncio público. Aun así, era un concordato en todo salvo en el nombre. Esto ha llevado a pensar que la política exterior pudo haber sido el factor desencadenante. Stalin iba a encontrarse poco después con Roosevelt y Churchill en la Conferencia de Teherán. Se ha sugerido que una disminución demostrable de la persecución religiosa probablemente se consideró que le permitiría hacer un trato más ventajoso con los aliados occidentales[13].

Sin embargo, esta hipótesis sería más aceptable si Stalin también hubiese aflojado la presión sobre otras iglesias cristianas, especialmente las instituidas en el Oeste. Pero Stalin privilegió abiertamente a la Iglesia Ortodoxa Rusa. La explicación probablemente esté relacionada con sus cálculos acerca del gobierno de la URSS. El encuentro con el patriarca tuvo lugar muy poco tiempo después de las batallas de Stalingrado y Kursk. El Ejército Rojo estaba a punto de comenzar una ofensiva para recuperar los territorios fronterizos occidentales. Hitler había permitido que las iglesias cristianas, incluyendo la Iglesia Autocéfala Ucraniana, funcionaran durante la ocupación. Como habían probado de nuevo la libertad religiosa, sería difícil volver a reprimirla de inmediato. Al mismo tiempo que restauraba una autonomía limitada para la Iglesia Ortodoxa Rusa, Stalin la autorizó para que volviera a hacerse cargo de edificios que no le pertenecían desde la década de los veinte. Mientras las fuerzas armadas soviéticas se abrían paso en Ucrania y Bielorrusia, las iglesias se transferían a manos de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Evidentemente, Stalin juzgó que se podría controlar con mucha más facilidad a los creyentes cristianos si Serguéi, elegido patriarca en el Sínodo celebrado en septiembre de 1943, tenía autoridad sobre ellos. Stalin no dejaba nada al azar. Designó a G. Kárpov para el Consejo Gubernamental de la Iglesia Ortodoxa Rusa a fin de que supervisara las relaciones con esta última. Stalin quería sacar tajada.

En el movimiento comunista internacional se produjo otro cambio político. Stalin cambió su disposición de abolir la Comintern a comienzos de 1941. Recurrió a Dimítrov y le dio órdenes de organizar las formalidades necesarias. En los encuentros del Comité Ejecutivo de la Comintern, en mayo de 1943, los dirigentes comunistas extranjeros aceptaron dócilmente las demandas de Stalin[14]. Afirmó que había llegado a la conclusión de que había sido un error intentar —como lo había hecho Lenin— dirigir el movimiento comunista mundial desde un solo centro. También él había repetido el error y el resultado fue que los enemigos acusaban a los partidos comunistas de depender del Kremlin. Stalin quería que pudieran apelar a sus respectivos partidos sin tener esta soga al cuello[15].

No hace falta subrayar que Stalin no era sincero. No tenía la menor intención de aflojar su control político sobre los partidos comunistas del extranjero. Al permitirles una autonomía aparente, tenía la intención de seguir atándolos corto. El secretario general de la Comintern, Guiorgui Dimítrov, simplemente sería trasladado al Departamento Internacional del Secretariado del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética. Sus obligaciones se mantendrían en secreto y en lo esencial no cambiarían. Siempre se había esperado que Dimítrov aconsejara y obedeciera a Stalin en relación con el movimiento comunista mundial, y la misma situación persistió después de la disolución de la Comintern. Esto da una pista sobre las razones que tuvo Stalin para tomar tan asombrosa decisión. Se supuso entonces, y también posteriormente, que había tratado de hacer que los aliados confiaran en sus intenciones. Pero este no puede haber sido el motivo principal. El período en que Stalin más necesitaba conseguir su apoyo ya había pasado. La URSS era más débil antes de Stalingrado y Kursk, cuando la Wehrmacht tenía esperanzas de ganar la guerra. Sin embargo, durante dos años Stalin no había hecho nada al respecto. Había aguardado hasta que la victoria del Ejército Rojo comenzó a percibirse como algo factible.

Es poco probable que la fecha escogida haya sido accidental. Stalin y sus consejeros hacían planes para la Europa de posguerra. Iván Maiski y Maxim Litvínov, trasladados como embajadores a Londres y Washington, aportaron sus ideas. Dimítrov añadió las suyas. Mólotov siempre estaba disponible. Todos se esforzaban por llegar a la mejor conclusión acerca de lo que debía hacerse para aumentar al máximo la seguridad y el poder del comunismo en Occidente. Las agrupaciones comunistas habían logrado sobrevivir en la clandestinidad durante los primeros años del conflicto militar nazi-soviético. Mientras la URSS estaba a la defensiva, todo lo que pudieran hacer los partidos extranjeros de la Comintern para sabotear el Nuevo Orden de Hitler era bien recibido. Pero a mediados de 1943 los límites a su ambición tenían que disiparse. Stalin quería consolidar el apoyo a los partidos comunistas de Europa oriental y centro-oriental. Los partidos en sí eran frágiles —y no había ayudado mucho a su fortalecimiento el hecho de que Stalin exterminara a tantos camaradas polacos como pudo en 1938—. El Ejército Rojo estaba intentando recuperar los territorios fronterizos de la URSS hasta la línea de demarcación anterior al acuerdo diplomático nazi-soviético en 1939. En realidad, estaba a punto de conquistar la mayoría de los países al este de Alemania y Stalin sabía que los comunistas de estos países eran considerados agentes de Moscú. Era fundamental tanto para ellos como para Stalin simular que no eran títeres de Moscú. La disolución de la Comintern era por tanto una condición previa fundamental.

Esto significaba que los partidos comunistas debían encontrar el modo de presentarse no sólo como internacionalistas, sino también como defensores de los intereses nacionales. Stalin se aseguró de que tanto los líderes comunistas extranjeros residentes en Moscú como los que se mantenían en contacto desde sus respectivos países lo entendieran. Los comunistas tendrían que aceptar a los héroes, símbolos, poemas y canciones con resonancias nacionalistas y Stalin suponía que de este modo aumentaría el apoyo local a los partidos comunistas. Así se había hecho para los rusos en la URSS y ahora debía repetirse en los países que estaban a punto de ser conquistados por el Ejército Rojo. El comunismo no era ni un movimiento internacionalista ni uno exclusivamente ruso; a instancias de Stalin, intentaba incorporar la diversidad nacional[16].

Esta concesión enmascaraba objetivos militares. Durante la segunda mitad de 1943 se llevaron a cabo otros cambios políticos con menos disimulo. Entre ellos estaba la reafirmación del marxismo-leninismo. Pero el sentimiento nacional ruso estaba muy lejos de ser rechazado. Los héroes de la vieja Rusia —aquellos aceptables para el régimen— siguieron vigentes: Iván el Terrible, Pedro el Grande, Suvórov, Lomonósov, Pushkin y Tolstói. Sin embargo, había que respetar los límites. Y mientras la guerra se acercaba a su fin, el Kremlin empezó a insistir en los motivos soviéticos. El patriotismo se puso por encima del internacionalismo, y se afirmó la «amistad fraternal» entre los pueblos soviéticos. El término «cosmopolita» se convirtió en un insulto. Cualquier demostración de admiración por las sociedades y culturas de Occidente se castigaba severamente. Stalin sospechaba de la influencia que podía tener la presencia de vehículos todoterreno, explosivos y otros equipamientos militares que los Estados Unidos habían proporcionado a la URSS mediante el sistema de préstamo y arriendo. El prestigio de los productos extranjeros de calidad podía socavar los alardes oficiales soviéticos. En 1942 se añadió al código legal de la URSS el delito de «elogiar la tecnología americana», lo que significaba que cualquiera podía ser arrojado a los campos del Gulag por el simple hecho de haber expresado su admiración por un todoterreno[17]. Stalin se proponía volver a extirpar de la mentalidad soviética toda influencia extranjera al mismo tiempo que aumentaba la esperanza de que el Ejército Rojo se reuniera con sus aliados occidentales en Alemania para derrotar al poder nazi.

Se pusieron a prueba ideas para incrementar el apoyo al Ejército Rojo en Europa oriental y centro-oriental. Entre ellas estaba el paneslavismo, según el cual los eslavos, no importa cuál fuera su nacionalidad, tenían mucho en común en el aspecto político y cultural. Alejandro III y Nicolás II habían explotado esta idea para incrementar la influencia del Imperio ruso en Bulgaria y Serbia. Stalin autorizó la formación de grupos dedicados a la unificación de los eslavos en la lucha contra Hitler[18]. Brindó al historiador no marxista Yevgueni Tarle una plataforma para promover estas ideas. Para Stalin, la URSS —a diferencia del Imperio ruso— practicaba el paneslavismo (o la eslavofilia, como la llamaba) sobre una única base: «Nosotros, los nuevos leninistas eslavófilos —los comunistas y bolcheviques eslavófilos— no estamos a favor de la unificación de los pueblos eslavos, sino de su unión». Para Stalin esta unión era fundamental para que los eslavos solucionaran el viejo problema de protegerse contra los alemanes[19].

El intento era obvio: la conquista de la mitad oriental de Europa sería más fácil si la URSS contaba con la simpatía generalizada de la población de esos países más allá de los feudos electorales habituales de los partidos comunistas. Era la política que los Románov habían empleado con mucho éxito en las relaciones diplomáticas con Bulgaria y Serbia, y Stalin pensaba proceder de un modo similar. Pero tenía defectos que se manifestarían en cuanto jugara la carta paneslavista. No todos los eslavos pertenecían a la Iglesia Ortodoxa ni tenían un sentimiento tradicional de vinculación con los rusos. Los polacos y los checos, de religión católica, recordaban siglos de antagonismo. Más aún, no todos los pueblos de Europa oriental y centro-oriental eran eslavos. El paneslavismo representaba una amenaza directa para los húngaros, rumanos y alemanes (tampoco era bien recibido por los estonios, letones y lituanos, pero en cualquier caso iban a ser reincorporados a la URSS). Stalin persistió en esta política hasta después de la derrota de la Alemania nazi. Era un signo de su obcecación. No todos los cambios políticos que realizó durante la guerra tuvieron éxito. Esto también puso de manifiesto una aguda percepción de que la campaña para ganar la paz debía ser cuidadosamente elaborada mucho antes de que terminara la guerra. Stalin tenía conciencia de los problemas que iba a tener que afrontar.

La prueba de que su paneslavismo tenía otros objetivos puede encontrarse en el desarrollo de la política interna soviética. El motivo de la Patria dominaba las declaraciones oficiales y gradualmente se incrementaron las referencias negativas al anti-internacionalismo. Alexandr Fadéiev, presidente de la Unión de Escritores de la URSS, condenó de plano el «cosmopolitismo sin raíces»[20]. Stalin no hizo comentarios acerca de esta actitud en público, pero el hecho de que el provocativo artículo de Fadéiev se convirtiera en la línea indiscutible del partido prueba que esta versión chovinista del patriotismo contaba con la aprobación de Stalin y que en realidad había sido instigada por él. Entre los grupos más claramente amenazados por la acusación de cosmopolitismo, por supuesto, estaban los judíos soviéticos. Stalin ya jugaba con uno de los instrumentos más repugnantes de gobierno: el antisemitismo.

Esto merece ser tenido en cuenta por quienes desean entender a Stalin y también la política soviética. La vida pública durante el tiempo de guerra en la URSS no era homogénea. Tampoco hubo un corte repentino en 1945.

Desde luego, Stalin hizo concesiones en la guerra, pero varias de ellas —especialmente las relacionadas con la Iglesia Ortodoxa y la Comintern— pertenecían en realidad a un plan de incremento y no de disminución de la presión estatal. Stalin cedió cuando tuvo que hacerlo, pero se deshizo de sus limitados compromisos tan pronto como se le presentó la ocasión. Su conducta era misteriosa para quienes lo rodeaban. Les parecía que tenía una postura más abierta que en el pasado sobre el asesoramiento militar y las tradiciones religiosas y culturales del país. Tenían la esperanza de que se hubiese producido algún tipo de conversión y de que siguiera comportándose del mismo modo después de ganar la guerra. Pero se engañaban. Había muchos indicios ya en 1943, y aun antes, de que Stalin había cedido terreno sólo por razones tácticas. Los que lo conocían en la intimidad, especialmente el resto de los miembros del Comité Estatal de Defensa, no percibieron nada que indicara que el Jefe deseara cambiar; entendieron que la tolerancia reciente no sería necesariamente duradera. Tenían razón.

Sin embargo, el resto de la sociedad soviética —o por lo menos aquellos miembros suyos que querían pensar lo mejor de él— no tenían información. La guerra no les dejó tiempo para sopesar las cosas. Estaban peleando, trabajando y buscando comida. Recibieron con agrado el alivio de las presiones, pero esperaban mucho más. En realidad, miles de prisioneros de guerra rusos, una vez fuera de la coerción del régimen de Stalin, decidieron que Stalin también era un enemigo y se ofrecieron como voluntarios para ayudar a los alemanes a derrotarlo bajo el liderazgo del teniente general Andréi Vlásov. Pero la inmensa mayoría de los que fueron capturados por la Wehrmacht se negaron a cambiar de bando[21]. Como otros ciudadanos de la URSS, esperaban contra toda esperanza que se llevaran a cabo profundas reformas al final de la guerra. Los rigores que habían sido soportables en la batalla contra el nazismo, se considerarían innecesarios e intolerables una vez que Alemania hubiera sido derrotada.

La gente se engañaba. Stalin sólo había hecho las concesiones mínimas necesarias para conseguir el triunfo militar. La base del orden soviético quedó intacta. Desde el inicio de la Operación Barbarroja, Stalin había ordenado que la NKVD castigara sin misericordia a los «cobardes» en el plano militar y a los «holgazanes» en el trabajo. Cualquier indicio de desviación de la obediencia absoluta conllevaba represalias inmediatas. Las agencias de planificación estatal destinaban los recursos disponibles a las fuerzas armadas a expensas de los civiles, que quedaron con apenas lo suficiente para sobrevivir. Se reforzaron las cadenas de mando verticales. Se requería un elevado grado de compromiso por parte de los dirigentes de las administraciones central y local de llevar a cabo todo decreto desde el Kremlin a pie de la letra. La dictadura de partido único estaba siendo sometida a la prueba final y se reorganizaba para servirse de su poder con la máxima efectividad. El partido en particular adquirió importancia como una organización que coordinaba las relaciones entre el Ejército Rojo y las instituciones gubernamentales de cada localidad; también concibió la propaganda para elevar la moral de los soldados y los civiles. Aun así, la URSS siguió siendo un aterrador estado policial y las estructuras básicas de coerción siguieron vigentes. Los ciudadanos poco informados no debieron haber esperado ninguna otra cosa por parte de Stalin. Había gobernado sirviéndose del miedo durante demasiado tiempo como para que quedara alguna duda acerca de lo que haría cuando se volviera a la paz.

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