Stalin

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LOS TRES GRANDES

Los intereses vitales de la URSS, los Estados Unidos y el Reino Unido coincidieron después de los acontecimientos de junio y diciembre de 1941. Churchill ofreció su colaboración a Stalin tan pronto como estalló la guerra germano-soviética. Se firmó un acuerdo el 12 de julio de 1941. Una delegación británica encabezada por lord Beaverbrook y de la que formaba parte el diplomático americano Averell Harriman voló a la URSS para reunirse con Stalin en septiembre. Las negociaciones entre Washington y Moscú continuaron cuando comenzó la guerra entre Alemania y los Estados Unidos en diciembre. Se creó un comité de Mando Conjunto para coordinar las operaciones británicas y norteamericanas. Los líderes de los países aliados —Churchill, Roosevelt y Stalin— pronto fueron conocidos como «Los tres grandes».

La Gran Alianza estaba dominada por las sospechas mutuas. Se estaba librando una guerra mundial y todavía no se había llegado a un acuerdo acerca de la distribución de recursos en los campos de batalla de Europa y Asia. También debían consultarse las operaciones estratégicas. Mientras continuaba la lucha entre el Tercer Reich y la URSS, los americanos y los británicos debían decidir el momento de abrir un «segundo frente» en Europa occidental. También estaba la cuestión de la ayuda mutua. Tanto la URSS como el Reino Unido esperaban que los Estados Unidos, la mayor potencia económica del mundo, fuera la fuente de equipamientos, alimentos y financiación. Los gobiernos tenían que llegar a un acuerdo acerca de los términos de esta ayuda. También había que dejar claros los objetivos de la guerra. Había una tensión constante entre los americanos y los británicos, ya que Washington no tenía deseos de fortalecer el Imperio británico en el caso de una victoria aliada. Del mismo modo, ni los americanos ni los británicos deseaban dejar a Stalin las manos libres para tratar con Europa del Este. Tampoco habían discutido qué hacer con Alemania después de Hitler. Tales eran los dilemas que los líderes mundiales tenían que resolver.

Los tres grandes se mantenían en contacto por medio de telegramas y por las embajadas. Sin embargo, era deseable que se realizaran negociaciones directas. El problema era que Roosevelt estaba incapacitado físicamente y volar a larga distancia con frecuencia era demasiado agotador para él. Churchill, en cambio, era un viajero entusiasta. El primer ministro británico cruzó el Atlántico para reunirse con Roosevelt en la bahía de Placentia en agosto de 1941 y en Washington en diciembre del mismo año. Hizo viajes todavía más peligrosos para mantener conversaciones con Stalin en Moscú en agosto de 1942 y en octubre de 1944 (que precisaron de escalas en Gibraltar, El Cairo, Teherán y el aeródromo de Kúibyshev).

Stalin, que tenía la obsesión de controlarlo todo en Moscú y ningún deseo de arriesgarse a viajar en avión, desechó tales viajes siempre que pudo evitarlos. Mólotov, como comisario del pueblo de Asuntos Exteriores, había sido enviado a Berlín en 1940. También voló al Reino Unido sobre el Báltico y el mar del Norte en mayo de 1942; tal era su desconfianza de la pérfida Albión que durmió con un revólver bajo la almohada. El egocéntrico Stalin esperaba que otros corrieran los riesgos. Su falta de movilidad exasperaba a Roosevelt y a Churchill. Roosevelt describió el esplendor de las pirámides de Gizeh para persuadir al líder soviético de que volara a El Cairo[1]. Como señaló, él mismo deseaba viajar, aunque la Constitución de los Estados Unidos restringía el tiempo que un presidente podía pasar en el extranjero[2]. Stalin no podía seguir postergando indefinidamente el encuentro de los tres grandes y, después de desechar El Cairo, Bagdad y Basora, aceptó reunirse con ellos en Teherán en noviembre de 1943. No estaba lejos de la URSS y había tomado las disposiciones necesarias para que la embajada soviética de la capital iraní pudiera garantizar su seguridad. De otro modo se negaba a viajar fuera del territorio bajo jurisdicción soviética. La siguiente conferencia tuvo lugar en Yalta, al sur de la RSFSR, en febrero de 1945. Stalin se había acostumbrado a trabajar por la noche y dormir la mayor parte del día. Tenía que volver a una rutina más normal en vista de las reuniones con Roosevelt y Churchill[3].

Stalin había llevado a cabo sus propios preparativos para el viaje. En 1941 ordenó que se dispusiera un vagón de tren especial que le permitiría seguir trabajando mientras viajaba. De ochenta y tres toneladas, estaba fuertemente blindado. Dentro tenía todas las comodidades —estudio, sala, baño, cocina y compartimento para los guardaespaldas— dispuestas en el estilo severo que él prefería. Desprovisto de lujos, la solidez de la madera y el metal del interior revelaban un gusto por la austeridad y que exigía las condiciones necesarias para el trabajo habitual. El vagón FD 3878 era como un despacho del Kremlin móvil[4].

Los acuerdos con los aliados occidentales se habían puesto en marcha mucho antes de que Stalin hiciera uso de su nuevo recurso. La URSS necesitaba suministros con urgencia. Churchill había ofrecido su ayuda después del inicio de la Operación Barbarroja y se enviaron convoyes militares al océano Ártico. Pero los británicos mismos confiaban en los barcos de abastecimiento americanos. Por lo tanto, era importante que el gobierno soviético buscara la ayuda de Roosevelt una vez que Hitler declaró la guerra a los Estados Unidos. De hecho, los americanos tenían interés en acceder a esta petición si servía para que la Wehrmacht se debilitara debido al fortalecimiento de la resistencia del Ejército Rojo. El acuerdo de préstamo y arriendo que ya se había formalizado con el Reino Unido se extendió a la URSS. Se destinaron créditos, equipamiento militar y alimentos para uso soviético. Los envíos se hacían por medio de convoyes que atravesaban el Ártico hasta Múrmansk y también a través de la frontera con Irán. La guerra con Japón en el Pacífico descartaba las demás rutas. Los vehículos todoterreno americanos, la carne en conserva, el azúcar y la pólvora llenaban con regularidad lagunas vitales de la producción. El ataque de los submarinos alemanes destruía con frecuencia los buques británicos, pero Stalin consideraba que la cuantía de las pérdidas no merecía mayor comentario cuando el Ejército Rojo daba la vida de millones de sus soldados en la lucha contra los alemanes.

La otra cuestión que inquietaba a Stalin le dejó todavía menos satisfecho. Quería que los aliados occidentales organizaran la apertura de un segundo frente en Europa como un modo de aliviar la presión que sufrían sus propias fuerzas armadas. Nunca dejó pasar la ocasión de reclamar a los Estados Unidos y el Reino Unido que se apresuraran a hacerlo. Como aún no habían combatido contra las tropas de Hitler, los americanos hablaban con ligereza de organizarlo a finales de 1942. Pero Churchill era más cauto y, durante la visita que hizo a Moscú en agosto de 1942, desplegó un mapa de Europa occidental para explicar las enormes dificultades logísticas de una invasión por mar desde Gran Bretaña. Stalin siguió azuzándolo: «¿Es que la marina británica carece de sentido de la gloria?»[5]. Churchill estuvo a punto de volverse a Londres sin discutir más. Ya estaba harto de las coléricas demandas del líder soviético. Al ver que tal vez había ido demasiado lejos, Stalin le invitó a otra cena y la crisis se disipó. Roosevelt y sus consejeros, cuando se familiarizaron con la logística militar, aceptaron la pertinencia de la hipótesis de Churchill y Stalin tuvo que reconocer que hasta que no estuvieran preparados y dispuestos a hacer zarpar sus barcos para cruzar el Canal de la Mancha, no había nada que pudiera hacer para que se dieran prisa.

Aunque Stalin continuó reprendiendo a Churchill y a Roosevelt en su correspondencia, también podía tener tacto. El 14 de diciembre de 1942 escribió a Roosevelt, del que dependía para la ayuda financiera y militar[6]:

Permítame también expresar mi confianza en que el tiempo no haya pasado en vano y en que las promesas acerca de la apertura de un segundo frente en Europa, que me fueron hechas por usted, señor presidente, y por el señor Churchill, referidas a 1942, se cumplirán y que, en cualquier caso, lo serán en la primavera de 1943 (…).

Esto no implicaba ninguna diferencia. Los americanos y los británicos se negaban a acelerar los preparativos.

La obstinación de los líderes incrementó la premura de Stalin por acceder a su invitación para que los tres grandes se reunieran. Así se organizó la Conferencia de Teherán. Para entonces, Churchill ya conocía muy bien a sus dos aliados, pero Stalin y Roosevelt nunca se habían visto. Los líderes soviético y americano intentaron simpatizar. Y se cayeron muy bien. Stalin se comportó de la mejor manera posible, dando al presidente la impresión de que se trataba de alguien con quien se podía negociar. Tanto Stalin como Roosevelt deseaban ver desintegrado el Imperio británico y Roosevelt lo expresó en un momento en que estaban a solas. Roosevelt se enorgullecía de saber cómo manejar a Stalin, que le parecía un negociador rudo pero fiable; no se le ocurrió que Stalin era capaz de estimular su propia cordialidad para conseguir sus propósitos. A mitad de la guerra Roosevelt estaba enfermo. Sus energías y su capacidad intelectual disminuían. En las conferencias de Teherán y Yalta, Stalin cultivó principalmente la amistad con Roosevelt y trató de introducir una cuña entre él y Churchill. No siempre lo consiguió. Pero pudo hacer bastante para evitar que Churchill insistiera en que se adoptara una línea más firme contra las pretensiones soviéticas en Europa oriental.

Sin embargo, también había que tranquilizar a Churchill. Churchill había sido el principal defensor de una cruzada contra la Rusia soviética durante la Guerra Civil. Se había referido a los bolcheviques como mandriles y había abogado por «estrangular» en la cuna a la Revolución de octubre. Stalin mencionó el tema de una manera jocosa. Churchill replicó: «Trabajé activamente para la intervención y no deseo que crea otra cosa». Mientras Stalin simulaba una sonrisa, Churchill se arriesgó a preguntar: «¿Me ha perdonado?». El comentario diplomático de Stalin fue: «Todo eso es agua pasada, y el pasado está en manos de Dios»[7].

En cualquier caso, los líderes occidentales de la Gran Alianza podían contar con el tratamiento regio à la soviétique cuando viajaban para reunirse con Stalin. Fue Churchill quien recibió la bienvenida más suntuosa como resultado de su concesión de ir a Moscú. En octubre de 1944 Mólotov, como comisario del pueblo de Asuntos Exteriores, organizó una gran fiesta en la que las mesas rebosaban de comida y bebida. La delegación oficial británica comió en abundancia antes de asistir a un concierto en la Sala Chaikovski. La orquesta tocó la Quinta sinfonía de Chaikovski y la Tercera de Rajmáninov. Stalin había aceptado cenar esa noche en la embajada británica. Estaba pasando un buen momento con Churchill en la cena y su cordialidad era tanta que se dirigió a las habitaciones del piso de abajo de modo que el resto de los visitantes británicos pudieran verlo. Brindaron a su salud antes de que volviera a por otra ración de comida y bebida. Por lo general, Stalin evitaba emborracharse bebiendo un vino del color del vodka mientras otros consumían licores fuertes. Había admitido esta treta ante Ribbentrop en 1939[8]. Pero esa noche se permitió una buena dosis antes de retirarse de la guarida de la reacción capitalista anglosajona a las cuatro de la madrugada[9]. Según su costumbre, a esa hora Stalin estaba bien despierto, pero los anfitriones británicos no lo sabían: se llevaron la impresión de que habían tenido un invitado magnífico que había actuado de acuerdo con la ocasión.

La hospitalidad fue similar en la Conferencia de Teherán y esto creó una atmósfera propicia para llegar a importantes acuerdos entre los tres grandes. Stalin, Roosevelt y Churchill estaban decididos a evitar a toda costa que Alemania volviera a convertirse en una amenaza para la paz mundial. Estuvieron de acuerdo en que la medida más efectiva sería desmembrar el estado[10] y algunos miembros del entorno de Roosevelt deseaban llegar hasta el extremo de la desindustrialización forzada del país. Las fronteras de Europa oriental y centro-oriental también fueron objeto de atención en Teherán. La preocupación de Stalin por la seguridad soviética indujo a Churchill a proponer un rediseño del mapa europeo. Lo demostró con la ayuda de tres palillos. Al parecer pensó que sin una ayuda visual no podría hacer comprensible su idea al caucásico. Churchill deseaba desplazar Polonia y Alemania hacia el Oeste[11]. Según sus estimaciones, la frontera occidental de la URSS debía llegar hasta la línea propuesta a mediados de la década de los veinte por lord Curzon (la cual, como señaló Anthony Edén, era prácticamente la misma que se conocía en Occidente como la frontera Ribbentrop-Mólotov, a la que Mólotov no hizo objeción alguna)[12]. La URSS se expandiría a expensas de Polonia. Polonia sería compensada por adquisiciones en Alemania oriental[13]. Para garantizar la seguridad en el continente Stalin también exigió que la ciudad portuaria de Konigsberg pasara a manos de la URSS, y Roosevelt y Churchill estuvieron de acuerdo[14].

Stalin tenía que ajustar su horario diario para conseguir sus objetivos, porque, mientras podía intimidar a todos los políticos y comandantes soviéticos para que adoptaran sus hábitos nocturnos de trabajo, no podía esperar que Roosevelt y Churchill negociaran a la luz de las velas. Stalin jugaba su baza con un aplomo basado en la secreta ventaja que tenía sobre sus interlocutores: hacía grabar sus conversaciones. El hijo de Beria, Sergo, escribió al respecto[15]:

A las 8 a.m. Stalin, que había cambiado sus hábitos para la ocasión (solía trabajar toda la noche y se levantaba a las 11 a.m.), me recibió junto con los otros. Se preparaba cuidadosamente para cada una de nuestras sesiones, tenía a mano archivos acerca de todos los temas que le interesaban. Incluso llegaba al punto de preguntar por detalles relativos al tono de las conversaciones: «¿Lo dijo convencido o sin entusiasmo? ¿Cómo reaccionó Roosevelt? ¿Lo dijo con decisión?». A veces se sorprendía: «¡Saben que podemos oírlos y aun así hablan abiertamente!». Un día me preguntó: «¿Qué piensas, saben que les estamos escuchando?».

Aunque las delegaciones occidentales trabajaban partiendo de la base de que las agencias de inteligencia soviéticas podían estar escuchándolos, Stalin pudo haber estado menos intrigado acerca de Roosevelt y Churchill de lo que ellos lo estaban respecto a él.

En el viaje de Churchill a Moscú en octubre de 1944 había una intensa necesidad de hablar más extensamente acerca del futuro de Europa. Churchill introdujo el asunto con habilidad: «Era el momento adecuado para negociar, así que dije: “Definamos el tema de los Balcanes”». Churchill cogió el toro por los cuernos y garabateó su propuesta en una hoja de papel en blanco. Sugirió un reparto proporcional de zonas de influencia entre la URSS de un lado y el Reino Unido y los Estados Unidos del otro. Este era el famoso «acuerdo de porcentajes»[16]:

%

Rumania

90

Rusia

10

el resto

Grecia

90

Gran Bretaña (de acuerdo con los Estados Unidos)

10

Rusia

Yugoslavia

50-50

Hungría

50-50

Bulgaria

75

Rusia

25

el resto

Stalin aguardó la traducción, echó un vistazo al papel y luego cogió su lápiz azul de un portalápices de bronce y trazó una marca grande. A esto siguió una larga pausa: los dos hombres intuían que estaban decidiendo algo de importancia histórica. Churchill rompió el silencio: «¿No podría considerarse bastante cínico si pareciera que hemos dispuesto estos asuntos, tan fundamentales para el destino de millones de personas, de una manera tan improvisada? Quememos este papel». Pero Stalin estaba tranquilo y dijo: «No, guárdelo usted»[17].

Más tarde, en una conversación con el embajador británico, Churchill se refirió a esta propuesta como el «despreciable documento». Stalin disentía en los detalles y pidió más influencia en Bulgaria y Hungría. En ambos casos exigió el 80% para la URSS. El secretario del Foreign Office, Anthony Edén, consintió en esta enmienda en una sesión con Mólotov con la aquiescencia de Churchill[18]. La mitología ha impregnado el acuerdo de los porcentajes. Por ejemplo, cundió la leyenda de que Stalin y Churchill se habían dividido entre ambos toda Europa y que su conversación determinó todas las decisiones territoriales y políticas que tomaron los aliados con posterioridad. En realidad el «despreciable documento» era un acuerdo bilateral provisional de cara a un futuro inmediato. Dejaba mucho al margen. No se mencionaba Alemania, Polonia ni Checoslovaquia. Nada se decía del sistema político y económico que iba a ser instalado en cualquiera de los países después de la guerra. El supuesto orden de posguerra en Europa y Asia tenía que ser clarificado y el acuerdo de porcentajes no ataba de manos a los Estados Unidos. Como no había sido consultado, el presidente Roosevelt podía aceptar o rechazar el trato si lo deseaba. Aun así, tal era su deseo de mimar a la URSS hasta la derrota de Alemania que no puso reparos al «despreciable documento».

Para el momento en que los tres grandes se encontraron en Yalta el 4 de febrero de 1945 era imposible eludir el acuciante problema de planificar la organización de Europa y Asia en la posguerra. Para Stalin también era una ocasión de que las autoridades soviéticas mostraran su savoir faire. Cada delegación se alojó en un palacio construido para los zares. Esto no impresionó al aristocrático primer ministro inglés. Churchill dijo que no podría haberse encontrado «un lugar peor en el mundo», aun después de toda una década de búsqueda. El largo viaje no pudo haber molestado a un viajero inveterado como él. Yalta está en la península de Crimea. Antes de 1917 era uno de los lugares preferidos por los dignatarios del estado imperial para pasar las vacaciones. Stalin amaba toda la costa desde Crimea hasta Abjasia —no se puede dejar de observar que Churchill se permitía hacer gala de su esnobismo inglés.

En la Conferencia de Yalta se tomaron decisiones de enorme importancia y Stalin estaba en un estado de máxima ebullición. Pidió que se le recompensara por prometer que iba a entrar en guerra con Japón después de la inminente victoria sobre Alemania. En particular, exigió que Alemania indemnizara a la URSS con veinte billones de dólares. Esto provocó controversias, pero los líderes occidentales se lo concedieron. El tratamiento que se daría a Polonia suscitó un debate más acalorado. Roosevelt y Churchill insistieron en que el futuro gobierno polaco debía ser una coalición de nacionalistas y comunistas. Sin embargo, no consiguieron que Stalin estuviera de acuerdo en los detalles. El astuto Stalin deseaba tener las manos libres en Europa oriental y centro-oriental. Roosevelt y él estaban en buenos términos y a veces se reunían en ausencia de Churchill. Como socio menor de los aliados occidentales, Churchill tenía que soportarlo pacientemente y sacar el mayor provecho; cuando Stalin reclamó el sur de Sajalín y las islas Kuriles —conocidas por los japoneses como sus Territorios Septentrionales— en recompensa por unirse a la guerra del Pacífico, Churchill estuvo tan feliz de aceptar como el presidente norteamericano. Stalin y Churchill también accedieron a la apasionada petición de Roosevelt de que se estableciera una Organización de Naciones Unidas al final de la guerra. Para Roosevelt, lo mismo que para Woodrow Wilson después de la Primera Guerra Mundial, era fundamental formar un órgano colegiado que mejorara las perspectivas de la paz mundial.

Los aliados occidentales no estaban en una posición envidiable. Aunque Alemania estaba al borde de la derrota, no podía predecirse durante cuánto tiempo podría resistir Japón. Por otra parte, se había informado a las fuerzas americanas y británicas de Europa de que luchaban en alianza con el Ejército Rojo. No sólo Pravda, sino también los medios occidentales embellecieron la imagen de Stalin. La URSS apenas había entrado en guerra con el Tercer Reich cuando la prensa británica reemplazó la crítica por el elogio. Con ocasión del cumpleaños de Stalin en diciembre de 1941 la Orquesta Filarmónica de Londres, que no se había destacado previamente por sus tendencias comunistas, tocó un concierto en su honor[19]. La opinión pública occidental se mostraba sumamente agradecida al Ejército Rojo (lo que tenía su fundamento) y, con menos justificación, trataba a Stalin como su valiente y gloriosa encarnación. Una confrontación militar entre los aliados occidentales y la URSS habría sido difícil tanto política como militarmente. Sin embargo, pudo haberse hecho algo más para presionar a Stalin y, aunque Churchill era más firme que Roosevelt, incluso él se mostró excesivamente benévolo.

De hecho, el peor contratiempo entre los tres grandes en Yalta no ocurrió durante las negociaciones formales. Roosevelt, después de beber bastante en el almuerzo, le dijo a Stalin que en Occidente se le conocía como el tío Joe[20]. El irascible líder soviético se sintió ridiculizado: no podía entender que el sobrenombre indicaba la concesión de un elevado grado de respeto. Picado por la revelación, tuvieron que convencerlo de que no se retirara de la mesa. De cualquier modo, el uso de sobrenombres no se limitaba a Stalin: en los telegramas al presidente norteamericano Churchill se llamaba a sí mismo «antiguo miembro de la Marina»[21]. Stalin no era reacio a molestar a Churchill. En una de las comidas que compartieron los tres grandes propuso que, para evitar el resurgimiento del militarismo alemán después de la guerra, los aliados fusilasen a cincuenta mil oficiales y especialistas técnicos alemanes. Churchill, que conocía la fama de sanguinario de Stalin, creyó que hablaba en serio y exclamó que preferiría pegarse un tiro antes que «manchar mi honor y el de mi patria con semejante infamia». Roosevelt trató de calmar los ánimos diciendo que la ejecución de cuarenta y nueve mil oficiales de las tropas alemanas sería más que suficiente. Churchill, asqueado por la broma, se dirigió a la puerta y Stalin y Mólotov tuvieron que convencerlo de que se quedara disculpándose por lo que pretendieron que era una broma[22].

El primer ministro británico no se quedó convencido de que Stalin estuviera bromeando, pero ni por un momento contempló la idea de abandonar la Conferencia de Yalta. Como en sus encuentros previos, tanto Churchill como Stalin y Roosevelt tenían claro que los aliados debían estar unidos o serían derrotados por separado. Cuando uno de ellos recibía algún insulto personal, aunque no fuera intencionado, los otros tenían que suavizar la situación. De hecho, fue una persona del entorno de Churchill, el general Alan Brooke, quien tuvo el peor intercambio verbal con Stalin. Sucedió en un banquete en la Conferencia de Teherán, cuando Stalin se puso en pie para acusar a Brooke de no haber demostrado amistad y camaradería hacia el Ejército Rojo. Brooke estaba preparado y replicó con igual énfasis que al parecer la «verdad debe tener una escolta de mentiras» en la guerra, y después aseguró que sentía «genuina camaradería» hacia los hombres de las fuerzas armadas rusas. Stalin encajó el golpe y comentó a Churchill: «Me gusta ese hombre. Suena auténtico»[23].

Aunque era hábil, Stalin no era un genio diplomático. Sin embargo, los tres grandes tenían intereses en conflicto y él sacó provecho de ello. Había cedido una pulgada y tenía la intención de avanzar una milla. Ya se había formado en su mente la idea de que la URSS debía conquistar territorios en la mitad oriental de Europa con el fin de tener una zona de amortiguación entre el país y cualquier agresor occidental. Stalin podía trabajar muy bien con el exhausto Roosevelt y, aunque él y Churchill no confiaban el uno en el otro, tenían la sensación de que podían continuar sentados frente a frente en la mesa de negociaciones. Mucha gente en Polonia y en otros lugares pensaba que esta cooperación estaba alcanzando proporciones excesivas. El gobierno polaco en el exilio advirtió de las ambiciones de Stalin, pero fue en vano. Sin embargo, el 12 de abril Roosevelt murió. Stalin, un hombre nada inclinado a efusiones sentimentales, envió una sentida carta de condolencia a Washington. No era tanto la muerte de uno de los miembros de los tres grandes lo que lamentaba, sino más bien el fin de una relación política de trabajo. La diplomacia personal había obviado muchos escollos que podrían haber desbaratado la alianza militar tripartita establecida en 1941. A Stalin le complacía que Churchill y Roosevelt le hubiesen tomado en serio como político durante el período de las hostilidades y sus reuniones habían aumentado su autoestima. El sucesor de Roosevelt, el vicepresidente Harry Traman, tenía fama de situarse más a la derecha. Stalin preveía que las modalidades de deliberación acerca de los temas mundiales en adelante serían menos afables.

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