Stalin

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V. El emperador » 46. El comienzo de la Guerra Fría

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EL COMIENZO DE LA GUERRA FRÍA

La relación de la URSS con el mundo capitalista fue siempre inestable. La Revolución de octubre sacudió el orden mundial como un terremoto y los temblores se registraron en la política y en la diplomacia tanto de los bolcheviques como de sus enemigos de Occidente. Ningún gobierno pensó que la rivalidad podría quedar eternamente sin resolver. El axioma era que la coexistencia permanente era imposible y que un lado u otro tendría que triunfar. Con todo, los dirigentes comunistas estaban de acuerdo en que debía evitarse la colisión militar directa. Truman, Attlee y Stalin estuvieron de acuerdo en esto sin necesidad de discutirlo y, cuando los comunistas extranjeros de visita en la URSS le preguntaban a Stalin su opinión, insistía en que la Tercera Guerra Mundial —que tanto él como ellos, como marxista-leninistas, consideraban inevitable— no iba a producirse. Pensaba que su voluntad y juicio eran superiores a los de sus colegas de Occidente. También creía que el orden comunista contaba con mayor fortaleza interna en caso de un conflicto con los estados capitalistas. El comunismo se había extendido con rapidez en Europa y Asia. La tecnología de las armas nucleares había sido un sector débil en la Unión Soviética, pero se estaba ocupando del asunto. Había asignado los recursos necesarios para que sus fuerzas armadas se pusieran al mismo nivel que las de los Estados Unidos y se proponía equipararse a ellos en poderío militar.

Ambas partes habían considerado que los acuerdos de la URSS con los gobiernos occidentales, desde los tratados comerciales de 1921 en adelante, podían suspenderse. Los hechos posteriores confirmaron esta idea. En 1924 el Reino Unido deshizo el tratado firmado con el Sovnarkom en 1921. Tanto los japoneses en 1938 como los alemanes en 1941 entraron en guerra con la URSS a pesar de los acuerdos anteriores. La coalición con el Reino Unido y los Estados Unidos formada por Stalin durante la Segunda Guerra Mundial se había caracterizado desde el principio por la tirantez y la sospecha. Los líderes de la Gran Alianza habían vivido en tensión. Solo la común oposición a los nazis hizo que continuaran las conversaciones. El comunismo y el capitalismo no se llevaban bien.

Pero esto no explica por qué la coalición se rompió cuando lo hizo y cómo lo hizo. Stalin se había pasado la guerra despotricando contra la perfidia de sus socios extranjeros y Truman no se engañaba respecto de lo despiadado que era el líder soviético. No era sólo una cuestión de ideologías y personalidades enfrentadas. Los estados de la Gran Alianza tenían intereses divergentes. El Reino Unido deseaba preservar intacto su imperio, mientras que la URSS y los Estados Unidos aspiraban a desmantelarlo. Los Estados Unidos se proponían lograr la hegemonía en Europa y en el Extremo Oriente, lo que por fuerza inquietaba a los dirigentes políticos soviéticos después de la prolongada lucha contra Alemania y Japón. Sin embargo, la URSS había colocado a Europa central y centro-oriental bajo su dominio directo pese a la promesa que había hecho la Gran Alianza de liberar a todas las naciones del yugo sufrido durante la guerra. El hecho de que la economía soviética, aparte del sector del armamento, estuviera arruinada, fortalecía la confianza de Truman. Los Estados Unidos exhibían su poder financiero y militar en todo el mundo y hasta 1949 sólo los Estados Unidos tenían armas atómicas, mientras que la URSS no las poseía. Esta situación era peligrosa. Todos los movimientos tácticos de Stalin y Truman debían hacerse con mucha cautela si se quería evitar un conflicto militar.

Stalin presintió las dificultades que se avecinaban incluso cuando los alemanes estaban a punto de ser derrotados. La ayuda del préstamo y arriendo se terminó sin previo aviso el 8 de mayo de 1945 y se ordenó a los barcos que estaban en alta mar que volvieran a los Estados Unidos. Para los norteamericanos, la URSS había cumplido con su contribución militar; ahora tenía que demostrar que merecía más ayuda. Las acciones de los norteamericanos en Europa occidental se ajustaban a este modelo. Se brindó apoyo tanto legal como clandestino a agrupaciones políticas de Francia e Italia que se dedicaban a impedir que aumentara la influencia comunista. Se hizo la vista gorda con respecto al apoyo del general Franco a la causa de Hitler cuando también España quedó sometida a la influencia norteamericana. Los británicos ayudaron a las fuerzas monárquicas de Grecia a derrotar a las bien pertrechadas unidades de comunistas. La administración de Truman buscaba defender los intereses económicos y militares del capitalismo norteamericano en todos los continentes. Adquirieron bases aéreas en África y Asia[1]. Ayudaron a las dictaduras pronorteamericanas de América central y del Sur a hacerse con el poder. Los británicos y los norteamericanos intervinieron en Oriente Medio para garantizar su acceso al petróleo y al combustible barato. Se le concedió autoridad plenipotenciaria al general norteamericano Douglas MacArthur en Japón hasta que pudiese consolidar un estado alineado con la política norteamericana.

El Imperio británico estaba en decadencia y a Stalin no pudo haberle sorprendido que los norteamericanos estuvieran ansiosos por extender su hegemonía política y militar por el mayor número posible de países. Cuando la debilidad política del Reino Unido se hizo manifiesta, la política mundial se convirtió en una competición entre la URSS y los Estados Unidos. Stalin tenía que maniobrar con cuidado. Las negociaciones para fundar la Organización de las Naciones Unidas habían comenzado en San Francisco en abril de 1945. Stalin quería que la URSS fuera miembro del Consejo de Seguridad y que se le asegurara que podría ejercer en él el derecho de veto. Mólotov negociaba siguiendo las órdenes de Stalin. No fue una experiencia agradable, ya que a los norteamericanos ya no les preocupaban las susceptibilidades de sus interlocutores soviéticos[2].

Las políticas de la URSS se hicieron más claras en 1946. Para entonces Churchill no estaba en el cargo, pero su discurso en Fulton, en Missouri, el 5 de marzo rechazó todo intento de conciliación. Churchill habló de un «telón de acero» que Stalin y la dirección comunista habían extendido en el centro de Europa. Debían cesar las concesiones a la URSS. Churchill resumía lo que Truman había dicho de modo menos sistemático desde el inicio de su presidencia. Pero esto dejaba una laguna en el pensamiento estratégico anglo-norteamericano. La laguna se llenó gracias a un telegrama enviado desde Moscú por el diplomático norteamericano George Kennan el 22 de febrero. Kennan afirmaba que los aliados occidentales debían encontrar el modo de «poner un freno» a su adversario mundial en vez de utilizar la fuerza militar. Mediante un mayor desarrollo de las armas nucleares los norteamericanos podrían disuadir a la URSS del aventurerismo y la agresión. Este fue el núcleo de la doctrina de estado norteamericana en los años de esplendor y si algún miembro de su cúpula dirigente se atrevía a desafiarla era despojado de su cargo. El presidente Truman fue aún más enérgico en sus negociaciones diplomáticas. Los británicos colaboraban con los Estados Unidos más que tomaban decisiones, pero aprobaron la nueva orientación y Stalin, al que sus agencias de inteligencia proporcionaban información de forma regular, sabía que tenía que tener en cuenta que se habían puesto límites a sus intervenciones en los asuntos mundiales si deseaba evitar la confrontación armada con un enemigo tan poderoso.

En el año 1947 la Gran Alianza giró hacia una abierta discordancia. Varios hechos incrementaron la antipatía mutua. Cada crisis reforzaba la creencia de los dirigentes políticos, incluyendo a Truman y a Stalin, de que sus sospechas crónicas de la potencia rival y de su líder habían estado justificadas. Retomar la cooperación habría sido difícil. Los aliados se encaminaban a trompicones hacia la guerra fría. Truman y Stalin se quejaban el uno del otro. Ambos tenían la sensación de que el poder obtenido gracias a la victoria militar les permitiría mejorar la influencia de sus respectivos estados en el mundo y les garantizaría que su rival —fuera en Washington o en Moscú— no se saliese con la suya.

La URSS había seguido preparándose después de la Segunda Guerra Mundial sin entrar en una contienda. Evitar una Tercera Guerra Mundial era la inmediata prioridad suprema. Poco se hizo en el Extremo Oriente. Stalin aceptó que los norteamericanos tenían un control indiscutible sobre el desarrollo político y económico de Japón; se contentó con la posesión de las islas Kuriles obtenidas en los acuerdos de Yalta. También llegó a la conclusión de que la ocupación prolongada del norte de Irán por parte del Ejército Rojo pondría en peligro las relaciones con los Estados Unidos. Los aliados occidentales exigieron repetidas veces la retirada de las fuerzas armadas soviéticas y en abril de 1947 Stalin finalmente accedió. El gobierno iraní procedió a suprimir los movimientos separatistas del norte del país. Pero el Ejército Rojo se retiró para no volver. Simultáneamente Stalin trató de presionar a Turquía para que hiciera concesiones territoriales. En este caso, la vigorosa defensa de la soberanía turca por parte del presidente Truman impidió que se llegara a una situación extrema. Las ambiciones quiméricas de Stalin de convertir Libia en un protectorado de la URSS también se abandonaron discretamente después de que el secretario del Foreign Office, Ernest Bevin, montara en cólera en las negociaciones con los diplomáticos soviéticos[3].

El problema serio comenzó el 5 de junio de 1947, cuando el secretario de estado norteamericano George Marshall anunció que se ofrecería ayuda económica a los países europeos que habían sufrido la agresión nazi. La oferta también incluía a la URSS y el plan original de Stalin era que los representantes de Bulgaria y Rumania asistieran a los subsiguientes encuentros preparatorios, que se iban a celebrar en París, con el propósito de cuestionarla, pero luego tuvo otra idea, al convencerse de que se estaba organizando un «bloque occidental contra la Unión Soviética»[4]. Marshall intentaba minar la hegemonía soviética en los países de Europa oriental al brindarles ayuda financiera. El ministro de Asuntos Exteriores soviético trató de averiguar si verdaderamente se otorgarían fondos a la URSS para su recuperación de posguerra. La respuesta fue que los norteamericanos ponían como condición para la ayuda financiera la apertura del mercado. Como Truman y Marshall sabían, no había la menor posibilidad de que Stalin y sus colaboradores aceptaran tal restricción. El Plan Marshall estaba ligado a los objetivos geopolíticos de los Estados Unidos y entre ellos se contaba la drástica reducción del poder de la URSS en Europa. Incluso Jeno Varga, que había sugerido la posibilidad de una transición parlamentaria hacia el comunismo en Europa, consideró al Plan Marshall como una daga que apuntaba a Moscú[5]. La moderación de la política exterior soviética se suspendió. Así empezó la Guerra Fría, a la que se dio este nombre porque nunca implicó un conflicto militar directo entre la URSS y los Estados Unidos.

Tras haber conquistado Europa oriental, Stalin no iba a renunciar a sus ganancias. Se decidió por una perspectiva tradicional de la seguridad basada en estados tapón, concepción que pronto quedaría obsoleta debido a la existencia de bombarderos de largo alcance y misiles nucleares, y que también pasaba por alto la enorme responsabilidad que la URSS asumiría al ocupar estos países y hacerse responsable de sus asuntos internos. La mayoría de ios líderes comunistas de Europa oriental previeron la reacción de Stalin y rompieron las negociaciones con los norteamericanos en París.

Sin embargo, el gobierno checoslovaco, que incluía a ministros comunistas, estaba ansioso por ir a París para discutir las propuestas de Marshall. Una delegación presidida por Klement Gottwald fue recibida en Moscú el 10 de julio de 1947. Stalin estaba furioso[6]:

Estamos perplejos ante vuestra decisión de participar en ese encuentro. Para nosotros esta cuestión está relacionada con la amistad entre la Unión Soviética y la república de Checoslovaquia. Lo queráis o no, objetivamente estáis contribuyendo a aislar a la Unión Soviética. Podéis ver lo que está sucediendo. Todos los países que tienen relaciones amistosas con nosotros se abstienen de participar, mientras que Checoslovaquia, que también tiene relaciones amistosas con nosotros, participa.

El líder comunista Gottwald dejó que su ministro de Exteriores de tendencia liberal, Tomás Masaryk, se enfrentara al embate. Masaryk le pidió a Stalin que tuviera en mente la dependencia de la industria checoslovaca de Occidente; añadió que los polacos habían querido ir a París. Pero Stalin se mantuvo inconmovible. La resistencia se desmoronó y Masaryk rogó a Stalin y Mólotov que ayudaran a los checoslovacos a formular su negativa a participar. Stalin sencillamente le aconsejó que copiara el modelo búlgaro. Masaryk conservó una pizca de orgullo nacional al afirmar que el gobierno no se reuniría hasta la noche siguiente, pero toda la delegación terminó agradeciendo a Stalin y Mólotov sus «imprescindibles consejos»[7].

Stalin arrojaba barro a la cara a los Estados Unidos y el mundo era testigo. De repente a Truman se le hizo más fácil convencer a los gobiernos que albergaban dudas acerca del endurecimiento de la política norteamericana hacia la URSS; también le resultó de ayuda en su campaña el haber convencido al Congreso de los Estados Unidos de que la ayuda financiera, al menos en Europa occidental, era de interés primordial para los Estados Unidos. Stalin no tenía más remedio que tomar una decisión estratégica. Se enfrentaba a un desafío definitivo: el presidente norteamericano deseaba colocar al mayor número posible de estados europeos bajo la hegemonía de su país y brindar beneficios a sus corporaciones industriales y comerciales. La economía de la URSS seguía en una situación apremiante y los norteamericanos no tenían incentivos objetivos para contribuir a su recuperación. Aun así, Stalin pudo haber manejado la situación con más sutileza. En lugar de escupirle a Truman a la cara los términos del acuerdo, pudo haber llevado a cabo negociaciones y haber probado al mundo que el aparente altruismo del Plan Marshall ocultaba los propios intereses de los norteamericanos. Pero Stalin ya había tomado una decisión. Nunca volvió a encontrarse con Truman después de Potsdam ni tampoco lo intentó. Tampoco se tomaría la molestia de negociar con los diplomáticos occidentales. Los Estados Unidos habían arrojado el guante y él iba a recogerlo.

Aun así, los norteamericanos se abstuvieron de avanzar más en el intento de separar a Europa del Este de la URSS. Se interpretó que la política de contención implicaba una aceptación de que esos países caerían dentro de la zona de influencia soviética. La posibilidad de liberarlos alcanzó su punto culminante en 1945. La opinión pública occidental podía ser manipulada, pero solo hasta cierto punto, en especial dos años después de la guerra. Los norteamericanos y los británicos habían aprendido a respetar al «tío Joe»; también les habían dicho que la guerra terminaría definitivamente cuando Alemania y Japón hubieran sido derrotados. No habría sido fácil inducir a los soldados británicos o norteamericanos a empezar a combatir a mediados de 1947.

Las represalias soviéticas contra la iniciativa norteamericana no tardarían en llegar. En septiembre de 1947 se convocó una conferencia de partidos comunistas en Sklarska Poręba, en Polonia. Stalin no se dignó asistir. Tras haber ordenado la creación de un férreo sistema de coordinación por teléfono y telegrama, envió a Zhdánov como representante suyo. Se habían dado las oportunas instrucciones a Zhdánov y se comunicaba con Moscú cada vez que se presentaba un imprevisto. El objetivo organizativo era formar un Buró Informativo (o Cominform) para coordinar la actividad comunista en los países de Europa oriental y también en Italia y Francia. Cuando empeoraron las relaciones con los Estados Unidos, Stalin retiró su apoyo a la idea de que la transición al comunismo en esos países se hiciera según modalidades diversas. Se hizo un llamamiento a acelerar el proceso de instalación del comunismo en Europa del Este; en Europa occidental, los partidos italiano y francés fueron reprendidos por su resistencia a abandonar la tendencia parlamentarista (¡aunque había sido Stalin el que la había instigado!). El emplazamiento de un orden comunista rígido era el objetivo al este del Elba. Stalin también tenía puestas sus ambiciones en otros lugares. Trató de quebrar la hegemonía «anglo-norteamericana» en Europa occidental mediante la única opción que tenía a mano: la militancia en los partidos comunistas[8].

Aun así, la flagrante intromisión norteamericana en las elecciones italianas a través de las subvenciones al Partido Democristiano resultó efectiva. En las dos mitades de Europa los campos armados de los antiguos aliados se enfrentaban entre sí. Sin embargo, persistía la ambigüedad sobre Alemania, donde los Estados Unidos, la URSS, el Reino Unido y Francia tenían fuerzas de ocupación en sus respectivas zonas. Cada una de estas potencias también controlaba su propio sector de Berlín, que quedaba dentro de la zona soviética.

Stalin, molesto y frustrado por los acontecimientos, decidió poner a prueba la determinación de las potencias occidentales a la primera oportunidad. Los representantes soviéticos propusieron la formación de un gobierno de unidad alemán, a condición de que Alemania se desmilitarizase. El objetivo de Stalin a largo plazo parecía ser una Alemania comunista o neutral. También aspiraba a que se incrementasen las indemnizaciones a la URSS. El 24 de junio de 1948 Stalin inició un bloqueo de las zonas norteamericana, inglesa y francesa de la ciudad. Incapaz de afianzar la Alemania que le resultaba aceptable, optó por separar la zona oriental bajo ocupación soviética del resto del país. El Ejército Soviético patrullaba el límite. Era inevitable una confrontación, pero Stalin apostaba a que los aliados occidentales no querrían arriesgarse a una guerra. Calculó mal. Los norteamericanos y los británicos abastecieron por aire a sus sectores de Berlín y Stalin mismo tuvo que tomar la decisión de comenzar o no las hostilidades militares. El puente aéreo a Berlín continuó hasta mayo de 1949. Stalin cedió. La determinación occidental había sido puesta a prueba y se comprobó su firmeza. Las relaciones entre la URSS y los Estados Unidos se deterioraron. Por iniciativa occidental, se inauguró la República Federal de Alemania en septiembre de 1949. Como respuesta, en octubre el Kremlin sancionó la creación de la República Democrática Alemana.

Era un ambiente turbulento. Como todos los demás, Stalin estaba sorprendido por las situaciones y hechos particulares y pasó gran parte de este período reaccionando ante las sucesivas emergencias que se presentaban. Sin embargo, no ocurrió nada que desafiara sus presupuestos tácticos generales sobre la política mundial. No esperaba favores de los norteamericanos y el Plan Marshall confirmó sus sospechas más sombrías. La referencia de Zhdánov en la conferencia inaugural de la Cominform a la existencia de «dos campos» en competencia inevitable y permanente resultó profética. El capitalista fue el primero en formar una abierta alianza militar. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) comenzó a existir en abril de 1949. Bajo el liderazgo de los Estados Unidos incluía al Reino Unido, Francia, Italia, Canadá, Bélgica, Holanda, Portugal, Dinamarca, Noruega y la República Federal Alemana en 1955. La mayoría de los países de Norteamérica y de Europa occidental se adhirieron a la OTAN: era una alianza poderosa y cohesionada con el propósito obvio, si bien no explícito, de repeler cualquier ataque soviético, y para todos los miembros europeos su gran virtud radicaba en comprometer al gobierno norteamericano y a sus fuerzas militares en el empeño de mantener al Ejército Soviético detrás del Telón de Acero. En 1936 se había realizado un Pacto Anti-Comintern; en 1949 se estableció un Pacto Anti-Cominform en todo menos en el nombre.

Las preocupaciones de las potencias occidentales por la seguridad se incrementaron el 29 de agosto de 1949, cuando los científicos soviéticos probaron con éxito su bomba A. Beria se había servido del exaltado Ígor Kurchátov como jefe técnico del proyecto. Kurchátov reunió un equipo de físicos capacitados. Las agencias de inteligencia soviética hacían llegar el material que sus agentes sustraían a los norteamericanos y esto hacía que se avanzara más rápido. El abastecimiento de uranio se vio facilitado por el confinamiento de cientos de miles de prisioneros de guerra recientemente repatriados en las minas de Siberia. Pocos sobrevivieron a esta experiencia. A mediados de 1949 la URSS había reunido la cantidad suficiente de plutonio y de uranio-235, procedente tanto de sus propias minas como de los yacimientos de Checoslovaquia, para poner en marcha la fabricación de una bomba soviética[9].

Stalin se interesó activamente. Se llamó a las principales figuras del proyecto de investigación a comparecer ante él en una larga reunión. Cada uno tenía que informar acerca de los progresos realizados y Stalin no cesó de hostigarlos con preguntas. Mijaíl Pervujin tuvo que explicarle la diferencia entre agua pesada y agua común[10]. Le dijo a Stalin lo que necesitaba saber. Al no haber estudiado física en el Seminario de Tiflis, el Líder tenía conocimientos científicos muy rudimentarios. En épocas anteriores esta ignorancia habría sido francamente peligrosa para los científicos. Había releído recientemente Materialismo y empiriocriticismo de Lenin y estaba convencido de que el espacio y el tiempo eran conceptos absolutos e indiscutibles (esto contrastaba con su desestimación de la controversia acerca de este mismo libro antes de la Primera Guerra Mundial como «una tormenta en un vaso de agua»)[11]. Así, los físicos einsteinianos debían ser considerados una mistificación burguesa. El problema era que estos físicos eran indispensables para completar el proyecto de la bomba A. Beria, dividido entre el deseo de aparecer como el apóstol ideológico de Stalin y el de producir para él la bomba A, decidió requerir la autorización del Jefe para que los científicos soviéticos pudieran usar las ecuaciones de Einstein. Stalin, siempre pragmático en los asuntos concernientes al poder, dio alegremente su consentimiento: «Déjelos en paz. Siempre podemos fusilarlos más tarde»[12].

Kurchátov y su equipo la hicieron detonar en el desierto en las proximidades de Semipalátinsk, en Kazajstán —y para su sorpresa, mientras la nube en forma de hongo se formaba en el horizonte, Beria lo abrazó—. Tal muestra de emoción no tenía precedentes. Pero Beria, que había pasado los cuatro años anteriores amenazando a Kurchátov, había vivido bajo la misma sombra de temor. Si la detonación hubiera fracasado, habría significado su sentencia de muerte. En cambio, pudo informar del éxito al Kremlin. Stalin también estaba encantado. La URSS había ingresado en la élite de las potencias nucleares y Stalin mismo podía concurrir a cualquier negociación diplomática futura en pie de igualdad con los líderes norteamericanos y británicos.

A su vez, esto le llevó a convencerse de que la URSS debía asumir una postura enérgica en la política mundial. Había otros motivos para su entusiasmo. No sólo se había producido el sometimiento de Europa del Este sin inconvenientes serios, sino que también el Partido Comunista Chino había tomado el poder en Pekín en octubre de 1949. El comunismo había tomado posesión de la tercera parte de la superficie del globo. Mao Tse-tung había conseguido la victoria a pesar de la renuencia de Stalin a apoyarlo contra el nacionalista Chiang Kai-shek. El triunfo revolucionario chino no suavizó la actitud de Stalin hacia Mao: esperaba que el nuevo estado comunista se sometiera a los elevados intereses del comunismo mundial tal como habían sido delineados en Moscú. En la práctica, esto significaba aceptar la prioridad de las necesidades soviéticas sobre las chinas. Stalin siguió creyendo que la URSS tenía derecho a conservar Port Arthur como base militar y a dominar Manchuria. La superioridad militar de la URSS y su inclinación a brindar ayuda económica hizo que Mao tuviera que morderse la lengua cuando realizó una larga visita a Moscú en diciembre de 1949. Las conversaciones directas entre Mao y Stalin se tornaron problemáticas cuando Stalin dejó en claro desde el comienzo que no iba a derogar el tratado chino-soviético de 1945, que había sido acordado en un momento de extrema debilidad de China y antes de que los comunistas tomaran el poder[13].

Mao no pudo conseguir toda la ayuda militar y económica que buscaba. Stalin le garantizó que China todavía no estaba amenazada por las potencias extranjeras: «Japón todavía no está en pie y, por lo tanto, no está preparado para la guerra»[14]. Como de costumbre, añadió que los Estados Unidos en modo alguno estaban dispuestos a emprender una guerra a gran escala. Stalin, que esperaba distraer a su camarada chino con una campaña que no afectase a las relaciones soviético-norteamericanas, le aconsejó que debía limitarse a conquistar Taiwán y el Tíbet. La frustración de Mao iba en aumento. Tras haber tomado el poder en China sólo unas semanas antes, estaba casi bajo arresto domiciliario en una dacha del gobierno en las afueras de Moscú en conversaciones con Stalin. Pero luego, el 22 de enero de 1950, Stalin repentinamente cambió de posición y le comunicó a Mao su deseo de firmar un nuevo tratado chino-soviético.

Cabe preguntarse a quién o a qué habría que responsabilizar porque la situación derivase hacia la Guerra Fría. El presidente Truman tuvo parte de culpa. Su lenguaje era hostil a la URSS y al comunismo. El Plan Marshall en particular estaba estructurado de tal modo que resultaba casi inconcebible que Stalin no se ofendiera. Sin embargo, al principio incluso Mólotov se inclinaba por aceptar la ayuda[15]. Truman estaba decidido a promover la causa de la economía norteamericana en el mundo; también sentía una preocupación auténtica por la opresión que los tratados que su predecesor había firmado con Stalin habían esparcido por toda Europa oriental. La economía de los Estados Unidos no se había visto perjudicada por la guerra y su sociedad, aparte de sus soldados, no había tenido experiencia directa de la guerra. Su estado y su pueblo estaban comprometidos con la economía de mercado. Los grupos con intereses económicos buscaban el acceso a todos los países del mundo. Su poder militar era mayor que el de cualquier rival. Los Estados Unidos no amenazaron con declarar la guerra a la URSS, pero actuaron para expandir su hegemonía sobre la política mundial y el resultado fue un conjunto de tensiones que siempre podían desembocar en una confrontación diplomática e incluso en una Tercera Guerra Mundial.

Subsiste la duda de si la situación podría haber sido distinta en caso de que las negociaciones que se llevaron a cabo durante la guerra hubieran exigido más de Stalin. Sin embargo, no sólo Roosevelt, sino también Churchill habían llegado a compromisos con él que eran difíciles de quebrantar a menos que los anglo-norteamericanos desearan una ruptura total con Stalin. Incluso Churchill no era partidario de una incursión militar más allá de los límites acordados entre las zonas hegemónicas de la URSS y de los aliados occidentales. Churchill tenía buena memoria. Al final de la Primera Guerra Mundial muchos militantes socialistas y laboristas se habían opuesto a la intervención militar contra la Rusia soviética después de la Guerra Civil. Pero desde 1945 era Attlee quien gobernaba el Reino Unido y ninguna figura pública de importancia abogaba por una incursión más allá del Elba. Truman y Attlee podrían haber tenido dificultades si intentaban recabar el apoyo popular para semejante empresa. Las tropas de los Estados Unidos y del Reino Unido habían sido entrenadas para considerar a las fuerzas soviéticas como aliadas. Los civiles habían escuchado la misma propaganda. Los únicos enemigos eran Alemania y Japón y la tarea de orientar la opinión pública hacia medidas militares contundentes habría sido extremadamente dificultosa. Se había perdido la oportunidad en Yalta, Teherán y Potsdam —e incluso en aquellas tres conferencias aliadas es dudoso que se hubiera podido avanzar en ese sentido sin tener problemas en el propio país.

Los Estados Unidos y la URSS eran grandes potencias que supusieron que la coexistencia permanente sin rivalidades era una perspectiva inverosímil. Por otra parte, Stalin hizo más que Truman por empeorar las cosas. Se apoderó de territorios. Impuso regímenes comunistas. En cualquier caso, daba por sentado que los choques con el «capitalismo mundial» eran inevitables. En realidad, mentalmente estaba mucho más dispuesto a la guerra que los líderes británicos y norteamericanos. La Guerra Fría no era inevitable, sino muy probable. Es sorprendente que no se convirtiera en la Guerra Caliente.

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