Stalin

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V. El emperador » 47. El sometimiento de Europa oriental

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EL SOMETIMIENTO DE EUROPA ORIENTAL

Se interfirió poco en las acciones de la URSS en la Europa oriental ocupada por los soviéticos después de la Segunda Guerra Mundial. Truman y Attlee protestaban, pero no actuaban al margen de los acuerdos de Teherán, Yalta y Potsdam. Seguía vigente el acuerdo tácito según el cual la URSS podía proseguir con su ocupación militar y su dominación política mientras los Estados Unidos, el Reino Unido y Francia imponían su hegemonía en Occidente. Stalin tenía poco conocimiento de su vasto territorio. Había estado en Cracovia, Berlín y Viena antes de la Primera Guerra Mundial, pero sus intereses posteriores se habían limitado a los asuntos internos de la Comintern. Sin embargo, aprendía con rapidez cuando los acontecimientos imponían la necesidad de saber. Ya durante la Segunda Guerra Mundial, mientras Hitler ocupaba los países cercanos a la URSS, Stalin se informó de la situación consultando a Dimítrov y Litvínov. También reconoció que, a menos que los partidos comunistas adoptaran una imagen más nacional, nunca lograrían atraer a los electores. En 1941 había planeado abolir la Comintern. En 1943 este objetivo se cumplió. Sin embargo, de puertas para adentro el Departamento Internacional del Secretariado del Comité Central del Partido dirigía a los partidos comunistas extranjeros en todas partes. Una vez dadas, las órdenes debían obedecerse.

El interés de Stalin por los países de la región creció a medida que se aproximaba el fin de la guerra. Recibió en Moscú a representantes de los partidos comunistas. En enero de 1945 discutió la ayuda económica, las disposiciones militares e incluso la lengua oficial, las fronteras y la política exterior del estado yugoslavo con los emisarios de Tito. Cuando le informaron de su deseo de formar una gran federación con Bulgaria y Albania, los instó a ser precavidos. Continuamente halagaba a los dirigentes yugoslavos, que eran más engreídos que otros de Europa oriental, para que le pidieran su opinión antes de emprender una acción a gran escala[1].

A Moscú llegaban con regularidad informes y peticiones después de la guerra y Stalin seguía reuniéndose con visitantes comunistas. Su habilidad para expedir órdenes de forma improvisada era extraordinaria. En 1946 incluso había establecido el calendario de las elecciones del año siguiente en Polonia[2]. El presidente polaco Bolesfaw Bierut introdujo su exposición con la siguiente deferencia: «Hemos viajado hasta usted, camarada Stalin, a quien consideramos nuestro gran amigo, para informarle de nuestro parecer acerca del desarrollo de los acontecimientos en Polonia y comprobar que nuestra evaluación de la situación política en el país es correcta»[3]. Su control sobre Europa oriental se veía facilitado por la consolidación de la red organizativa comunista en toda la región con la protección de las fuerzas armadas soviéticas. Años de subordinación, reforzados por el terror, aseguraban el acatamiento. Los líderes comunistas, con excepción de los yugoslavos y tal vez de los checos, también sabían el poco apoyo que tenían en sus respectivos países: la dependencia del poderío militar de la URSS era fundamental para su supervivencia. Se establecieron nuevas agencias de policía según el modelo soviético y Moscú se había infiltrado en ellas y las controlaba. Los diplomáticos soviéticos, los oficiales de seguridad y los comandantes vigilaban Europa oriental como si fuera el imperio exterior de la URSS.

Al Kremlin le aguardaban problemas en toda la región. Los comunistas de Europa oriental habían sufrido persecuciones antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Sus organizaciones eran frágiles y contaban con pocos miembros. La opinión popular consideraba que la mayoría de sus líderes eran títeres soviéticos. El comunismo se concebía como una plaga soviética y la disolución de la Comintern no había disipado esta impresión. No ayudaba a la causa de los partidos comunistas nacionales que la URSS se hubiera apoderado de los activos industriales de Alemania, Hungría, Rumania y Eslovaquia en calidad de compensaciones de guerra. La presencia de la policía soviética y del Ejército Rojo —así como el continuo mal comportamiento de las tropas soviéticas— exacerbaba la situación. Un problema adicional para los partidos comunistas era la alta proporción de camaradas judíos en sus respectivas direcciones. El antisemitismo de Europa oriental no era un invento nazi y los líderes comunistas judíos se doblegaban para evitar que se les viera favoreciendo a los judíos: en realidad, a menudo instigaban la represión contra grupos judíos[4]. Sin embargo, Stalin no tenía paciencia con las dificultades por las que pasaban los partidos comunistas extranjeros. Había establecido una línea política y, si surgían problemas, esperaba que Mólotov o algún otro subordinado los resolviera.

A Stalin y a sus acólitos de la URSS y de Europa oriental no les faltaba confianza en sí mismos. La historia jugaba a su favor. Al instalar sistemas políticos no democráticos en Europa oriental actuaban de acuerdo con la tradición local en la mayor parte de los casos. Casi todos los países de la región habían tenido gobiernos autoritarios, incluso dictaduras, entre las dos guerras mundiales. Checoslovaquia había sido la excepción; todos los demás, aunque hubieran tenido un sistema democrático después de la Primera Guerra Mundial, habían sucumbido a formas coercitivas de gobierno[5]. Esto favorecía la política del Kremlin, ya que esos países todavía debían deshacerse de los obstáculos sociales y económicos que dificultaban el progreso basado en los méritos individuales. Los cuerpos de ejército reaccionarios y los ricos señores casi feudales habían disfrutado de un enorme poder. El avance de la educación popular había sido irregular. El clero no se abría a las ideas «progresistas» acerca del cambio social. La pobreza se hallaba por doquier. La inversión de capital extranjero siempre había sido poca y la ocupación nazi había conllevado una mayor degradación en las condiciones de vida. Al liberar a Europa oriental de las cadenas de este pasado, las administraciones comunistas podían confiar en obtener cierto grado de apoyo popular. La nacionalización de la industria y la expansión de la educación fueron muy bien recibidas por gran parte de la población. Asimismo, se celebraban las posibilidades de ascenso social de los integrantes de las capas sociales inferiores.

Así pues, los impedimentos para la implantación del comunismo en Europa oriental eran menores de los que habría habido en Europa occidental. Se aseguró a Stalin que hallaría apoyo al este del Elba, aunque los partidos comunistas de la región habían sido muy débiles hasta hacía poco tiempo. La hipótesis del Kremlin era que, una vez que el proceso de reformas se encarrilara, la transición al comunismo ganaría impulso por sí sola.

Los comunistas de Yugoslavia, tras haber ganado su guerra civil con escasa ayuda de Moscú, no compartían el poder con ningún otro partido y alentaron a los comunistas de Albania a comportarse de modo similar. El proceso se desarrollaba con lentitud en todas partes. Se depuso a los monarcas en Rumania y Bulgaria y en todos los estados de la región se insistía en la inclusión de comunistas en el gobierno, pero en la mayoría de los casos había gabinetes de coalición. Polonia era un asunto delicado. El gobierno provisional establecido por Stalin aceptó de mala gana a miembros del gobierno en el exilio, radicado en Londres, pero los comunistas siguieron acosando a sus rivales. El Partido de los Campesinos de Stanisfaw Mikoíajczyk fue perseguido constantemente. En todas partes se recurría considerablemente a las malas prácticas en los procesos electorales, lo que permitía a los comunistas obtener mejores resultados. Los comunistas gobernaban Rumania con Petru Groza a la cabeza. Stalin se enfrentó a mayores dificultades en Hungría. Las elecciones de noviembre de 1945 habían dado como resultado una amplia mayoría anticomunista encabezada por el Partido de los Pequeños Propietarios. Sin embargo, los comunistas retuvieron muchos cargos de importancia y, apoyados por las fuerzas de ocupación soviéticas, realizaron arrestos. En Checoslovaquia fue más fácil. El presidente Beneá, un liberal, defendió las relaciones amistosas con la URSS y en las elecciones de 1946 los comunistas se convirtieron en el partido mayoritario con el 38% de los votos. El líder comunista Klement Gottwald se convirtió en primer ministro.

Sin embargo, los acontecimientos de 1947 —el Plan Marshall y la I Conferencia de la Cominform— cambiaron todo el ambiente. La Guerra Fría estalló en su forma más intensa. Los partidos comunistas de Europa oriental descubrieron hasta qué punto habían cambiado las cosas en la I Conferencia de la Cominform en Sklarska Portaba, en la Silesia polaca. Malenkov fue enviado como principal representante de Stalin y pronunció un tedioso discurso inaugural en el que proclamaba que desde la guerra se habían impreso un millón de ejemplares de la biografía oficial de Stalin[6]. Zhdánov también asistió. Él y Malenkov eran los ojos y oídos de Stalin en la conferencia. Zhdánov hizo el comentario decisivo en nombre del Kremlin cuando afirmó que existían «dos campos» en la política mundial. Uno estaba encabezado por la URSS; el otro, por los Estados Unidos. Se suponía que el de la URSS dirigía a las fuerzas progresistas del mundo. Los americanos no tenían interés en la recuperación industrial de Europa; Truman se proponía ni más ni menos que poner el continente bajo el dominio de los magnates capitalistas de su país[7]. El Plan Marshall era una treta concebida para lograr este objetivo para Wall Street; era nada menos que una campaña para consolidar la hegemonía mundial de los Estados Unidos[8].

La conferencia se desarrolló en medio del descontento. Los yugoslavos se quejaron de que los italianos no se habían comportado con firmeza revolucionaria. Acusaron a los griegos de falta de compromiso con la insurgencia[9]. Obviamente, actuaban en complicidad con Moscú; Stalin insistía en culpar a los partidos italiano y griego, aunque habían llevado a cabo sus órdenes. Malenkov y Zhdánov cumplieron sus instrucciones al pie de la letra. Según la opinión de Stalin, el Plan Marshall arruinaba la posibilidad de un entendimiento duradero con los Estados Unidos y los americanos, si esperaban desestabilizar Europa oriental, tendrían que aceptar que la URSS intentaría hacer lo mismo en Europa occidental. La Cominform no era la Comintern renacida, pero reunía a los partidos comunistas de los países más amenazados por los aliados occidentales: sus miembros incluían no sólo a los países ocupados por el Ejército Rojo, sino también a Italia y Francia.

Stalin aprovechó al máximo las oportunidades de que disponía. Había exigido que se le enviara un resumen diario de las sesiones que se celebraban a cientos de millas, en Sklarska Poręba, y, al enviar a Malenkov y Zhdánov, que eran camaradas pero no amigos ni aliados, tendría competentes fuentes de información. Tenía la intención de dominar la iniciativa internacional y perturbar la serenidad de Washington. Se declaró un desafío entre los «dos campos». Ni una palabra de disidencia salió de la boca de los participantes; el miedo a ofender al Líder ausente era inconmensurable. Las enmiendas a las resoluciones provinieron principalmente de cambios de opinión de los dirigentes soviéticos y estos cambios precisaban y recibían la autorización de Stalin. La atención se centraba en Europa. Stalin abordó la situación sin alterar el statu quo en el resto del mundo. Por este motivo había rechazado de plano la petición de los líderes comunistas chinos de asistir. El propósito de la conferencia de la Cominform era responder al desafío planteado por el Plan Marshall. Tras haber procedido con cautela en los dos primeros años después de la victoria sobre el nazismo, Stalin indicaba a los comunistas de Europa oriental y occidental que se había adoptado un programa más militante.

Aunque triunfó con la ayuda de los yugoslavos, Yugoslavia le causó problemas pocos meses después de la I Conferencia. Tito no se iba a limitar a los asuntos de su país. Pidió insistentemente a Stalin que ayudara a los comunistas griegos, en guerra civil contra los monárquicos (que contaban con abundantes suministros y refuerzos militares proporcionados por los británicos); también hizo campaña a favor de la creación de un estado federal en los Balcanes, que evidentemente esperaba dominar. Reclamó una transición más rápida de la que Stalin consideraba deseable hacia las políticas comunistas en toda Europa oriental. Stalin decidió expulsarlo de la Cominform y utilizar su destino como advertencia para todos aquellos comunistas de Europa que estuvieran tentados de mostrarse tan agresivos. Utilizando a Mólotov y Zhdánov como sus portavoces, comenzó la campaña contra Tito con toda energía en marzo de 1948. Los comunistas yugoslavos fueron acusados de aventurerismo, extrema afirmación nacional y desviación de los principios marxista-leninistas. Stalin también reprochó a Tito que hubiese metido las narices en Austria, donde el Ejército Soviético estaba entre las fuerzas de ocupación[10].

El endurecimiento de la línea se expresó en un incremento de la militancia política comunista en toda la región. Las elecciones polacas se llevaron a cabo en medio de intimidaciones y fraude electoral. Bolesíaw Bierut se convirtió en presidente y comenzó un proceso global de transición al comunismo. Se consideró que Wfadysfaw Gomuíka, secretario general del partido, se resistía demasiado a las exigencias de Stalin de una consolidación más rápida de las políticas económicas y sociales de tipo soviético y fue arrestado acusado de ser partidario de Tito. Los comunistas absorbieron a los otros partidos socialistas polacos para formar el Partido Obrero Unido Polaco. En Hungría los líderes del Partido de Pequeños Propietarios fueron arrestados y en 1947 los comunistas llegaron al poder por medio de unas elecciones fraudulentas. Los socialdemócratas fueron eliminados forzándolos a fusionarse con los comunistas en el Partido Obrero Popular Húngaro. En Checoslovaquia los comunistas manipularon a la policía hasta tal punto que los no comunistas dimitieron del gobierno. Se celebraron nuevas elecciones y los comunistas, frente a pocos rivales, obtuvieron una contundente victoria. Benes dio paso a Gottwald en junio de 1948. En Bulgaria se disolvió la Unión Agraria y su líder Nikola Pétkov fue ejecutado. Los comunistas monopolizaron el poder a todos los efectos. Gueorgui Dimítrov, primer ministro desde 1946, murió en 1949 y su cuñado Valko Chervénkov ocupó su lugar. Después de la escisión soviético-yugoslava, la dirección comunista albana liderada por Enver Hoxha se alineó con Moscú y ejecutó a los «desviacionistas» partidarios de Tito (titoístas).

Todo esto tuvo lugar mientras Stalin arremetía contra los yugoslavos. La lése-majesté de Tito se discutió en la II Conferencia de la Cominform, que se inauguró en Bucarest el 19 de junio de 1948. Los yugoslavos no estaban presentes. Nuevamente Stalin no quiso asistir, pero Zhdánov y los otros delegados siguieron su agenda al pie de la letra. Se desechó el proyecto de una federación de los Balcanes; Yugoslavia iba a mantenerse dentro de sus fronteras. No eran pocos los líderes comunistas deseosos de castigar a los yugoslavos. El representante francés, Jacques Duelos, se vengó de las acusaciones que le habían señalado en la I Conferencia; Palmiro Togliatti, todavía resentido por la petición de Tito de anexionar Trieste a Yugoslavia, contribuyó con una acusación de espionaje[11]. Tito se había transformado de héroe comunista en agente capitalista. La cuestión yugoslava dominaba las sesiones y Stalin se mantuvo en contacto directo con Zhdánov. El resultado fue la denigración de Tito y su partido. Los comunistas yugoslavos fueron amonestados por sus tendencias antisoviéticas, contrarrevolucionarias, trotskistas (¡y bujarinistas!), oportunistas, pequeño-burguesas, sectarias, nacionalistas y contrarrevolucionarias. Fueron condenados a cada paso. Se declaró que se habían colocado fuera de la familia de partidos comunistas hermanos y, por lo tanto, fuera de la Cominform[12].

No se oyó ni el más tímido atisbo de oposición a Stalin y al Kremlin por parte de los otros partidos comunistas. Mientras la máquina de propaganda soviética seguía en marcha, Tito fue descrito como un fascista con ropajes comunistas y como un nuevo Hitler de Europa. Muy pronto se denominó a todos los dirigentes políticos yugoslavos agentes de los servicios de inteligencia extranjeros[13]. Las consecuencias de desafiar a Moscú se ponían de manifiesto. Se conformaba un bloque oriental, aunque no tuviera ese nombre. Con excepción de Yugoslavia, los países de Europa que se encontraban al este del Elba se convirtieron en naciones sometidas y tuvieron que encajar en el molde del orden soviético. El pluralismo político, por muy limitado que hubiera sido, terminó. La política económica también se modificó. El ritmo de la colectivización agrícola se aceleró en la mayoría de los países. En realidad, en toda la región los partidos comunistas incrementaron las inversiones en proyectos de industria pesada. Se forjaron estrechos lazos comerciales con la URSS. El bloque oriental tenía como objetivo la autarquía y los intereses económicos prioritarios designados por Stalin. El Consejo de Ayuda Económica Mutua (Comecon) se formó en enero de 1949 para controlar y coordinar el desarrollo. Toda la región, incluyendo la República Democrática Alemana, ocupada por los soviéticos, quedó encerrada dentro de una sola fortaleza militar, política y económica. El bloque oriental era el imperio exterior de la URSS.

A cambio de su obediencia se suministraba a los países dominados combustible y otros recursos naturales a precios inferiores a los del mercado. Pero en general los otros beneficios inmediatos fluían hacia la Unión Soviética y Stalin y Mólotov no disimulaban su satisfacción. Aunque habían condenado la definición de Telón de Acero del discurso de Churchill en Fulton, sus acciones encajaban con la definición del antiguo primer ministro británico. Así como la URSS había sido puesta en cuarentena antes de la Segunda Guerra Mundial, Europa oriental fue separada deliberadamente de Occidente en los años posteriores a 1945.

El comunismo triunfaba y sus líderes celebraban la victoria. Sin embargo, era necesario aclarar una cuestión técnica. Nadie había explicado todavía cómo iban a encajar los nuevos estados comunistas en el esquema marxista-leninista de las etapas históricas. Stalin había insistido en que debían seguir siendo países formalmente independientes (y rechazó los propósitos iniciales de que simplemente fueran anexionados a la URSS, como había sido el caso de Estonia, Letonia y Lituania). También deseaba subrayar que la URSS era el origen del movimiento comunista mundial y que estaba en un punto más avanzado en su camino al comunismo que los recién llegados. Éste era el tipo de mensaje que propagaba en todos los frentes. Sostenía que los logros soviéticos, especialmente rusos, empequeñecían los de cualquier nación del mundo. A sus ojos, sus fuerzas políticas y militares eran las portadoras de una forma superior de civilización en una región deteriorada por siglos de gobierno reaccionario. El orgullo soviético, en realidad arrogancia, estaba en su cénit. Los países del bloque oriental iban a ser considerados estados hermanos, pero no debía quedarles ninguna duda de que eran hermanos menores. El Gran Hermano era la URSS.

También era un principio del marxismo-leninismo que el socialismo revolucionario habitualmente —en realidad, universalmente, según El Estado y la revolución de Lenin— requería una dictadura del proletariado para erradicar los vestigios del capitalismo. Esto es lo que supuestamente tuvo lugar en Rusia con la Revolución de octubre. Tal dictadura podía esperar una resistencia fanática, como la que habían ofrecido los blancos durante la Guerra Civil. Durante años, los teóricos soviéticos habían estado convencidos de que este resultado era normal. Sin embargo, a finales de la década de los cuarenta la situación era diferente. El Ejército Rojo había llevado la revolución a Europa oriental con sus tanques y aviones entre 1944 y 1945. Las clases medias de esos países no tenían ninguna oportunidad real de restaurar el capitalismo y un levantamiento armado contra las fuerzas armadas soviéticas habría sido un suicidio. El modelo histórico ruso no había sido copiado.

Por lo tanto, Stalin optó por designar a los nuevos estados comunistas de modo diferente. Ésta era la clase de tarea que le agradaba en su papel de ideólogo principal del comunismo mundial y evidentemente apenas se molestó en consultar a su entorno sobre el tema. Introdujo una astuta nomenclatura. En lugar de referirse a estos estados como dictaduras del proletariado, introdujo un nuevo término: «democracias populares». Con esto se las ingeniaba para sugerir que el camino de estos países hacia el socialismo sería más llano que el que había sido posible en la URSS. No sólo tenía en mente la prevención de guerras civiles. También daba a entender que el grado de consenso popular abarcaba muchos grupos sociales amplios más allá de la clase obrera. Los campesinos y las clases medias y bajas de la ciudad habían sufrido bajo muchos regímenes anteriores a la guerra en toda la región y las reformas de inspiración comunista poseían un considerable atractivo. La tierra fue redistribuida. Se proporcionó a todo el mundo educación gratuita. Los privilegios sociales de las clases superiores fueron suprimidos y se abrieron posibilidades de ascenso para jóvenes que de otro modo habrían sido discriminados. El término «democracia popular» servía para acentuar el compromiso básico de los partidos comunistas con la introducción de reformas largamente esperadas; fue un golpe maestro de atracción ideológica.

Aun así, el término implicaba un inmenso engaño. Por imperfecta que sea la democracia en todas partes, por lo general supone la puesta en práctica de procesos electorales legales y pacíficos. Tales procesos nunca tuvieron lugar en Europa oriental. Incluso en Checoslovaquia había violencia política antes de que los comunistas lograran el poder. En los países en que los comunistas siguieron permitiendo la existencia de otros partidos como miembros menores de las coaliciones de gobierno, no se permitía ninguna derogación fundamental de los objetivos de la dirección comunista local. El fraude electoral era generalizado. Aunque los comunistas tenían cierta popularidad, siempre era muy restringida. Seguía estando presente la certera sospecha de que ante todo tenían que cumplir con las instrucciones emitidas por el Kremlin.

Mientras se imponía el arnés de la represión, Stalin se esforzó por incrementar el grado de aceptación y cumplimiento. Lo hizo siguiendo la línea de la campaña anti-judía que se había realizado en la URSS después de su ruptura con el gobierno israelí[14]. Se conminó a los partidos comunistas a elegir a un judío de entre los de su medio, someterlo a juicio público y ejecutarlo. En los países de la Cominform comenzaron los sórdidos procesos legales y sin duda muchos dirigentes comunistas de la región calcularon que esa acción contra los judíos iba a procurarles popularidad nacional. Sin embargo, el veredicto final se decidía en Moscú. László Rajk de Hungría, Rudolf Slánsky de Checoslovaquia y Ana Pauker de Rumania fueron encontrados culpables sin la menor prueba de que hubieran trabajado para agencias de inteligencia extranjeras. Todos fueron fusilados. La penetración soviética en estos estados significaba que las embajadas soviéticas, la MVD (que era el cuerpo sucesor de la NKVD) y el Ejército Soviético dirigían la alta política como mejor les placía. Sólo un país se mantuvo al margen del esquema. Moscú presionaba para que en Polonia se juzgara a Gomufka por espía y se le fusilara. Pero el resto de la dirección comunista polaca, después de encarcelarlo, se negó a sentenciarlo a muerte. No todo en Europa oriental seguía con precisión el sendero trazado por Iósef Stalin.

¿Pero qué pretendía Stalin? Sin duda tenía en mente lo de los judíos desde 1949 y su conducta y su discurso se tornaron todavía más crueles[15]. Pero Gomufka era un polaco sin ascendencia judía —y entre los líderes que le encarcelaron se incluían judíos como Bierut y Berman—.

Probablemente Stalin también actuaba contra las tendencias nacionalistas en las direcciones comunistas de Europa oriental. Gomulka era famoso por haberse opuesto a acelerar el proceso de transición al comunismo en Polonia y haber insistido en que había que proteger los intereses nacionales polacos siempre que fuera posible. Pero Rajk de Hungría, Slánsky de Checoslovaquia y Pauker de Rumania apenas si podían ser acusados de nacionalismo. Probablemente es una tontería buscar un conjunto específico de pecados políticos detectados por Stalin. Si se toman como guía los resultados de los juicios ejemplarizantes que se celebraron en Hungría, Rumania y Checoslovaquia, entonces se llega a la conclusión de que lo que realmente quería era el sometimiento político de Europa oriental.

La elección de las víctimas no importaba mucho mientras fueran comunistas destacados. Hasta entonces la prioridad para la dirección comunista de cada país del imperio exterior había sido la persecución de aquellos elementos de la sociedad que se oponían a la implantación del comunismo. Las viejas élites de la política y la economía, la iglesia y las fuerzas armadas habían sido las elegidas para ser puestas bajo arresto y enviadas a campos de trabajos forzados o ejecutadas. Los partidos comunistas habían tenido que hacer que sus miembros se infiltraran en todas las instituciones públicas. Tenían que copiar la estructura básica del estado soviético y mantener estrechas relaciones bilaterales con Moscú. Débiles en número en 1945, habían tenido que convertirse rápidamente en partidos de masas. Su tarea había sido adoctrinar, reclutar y gobernar en un ambiente donde sabían que el grueso de la población los odiaba. Sin embargo, ellos mismos siempre habían sido objeto de sospecha por parte del Líder del Kremlin. Antes del fin de la Segunda Guerra Mundial los consideró demasiado doctrinarios y les ordenó que se esforzaran por identificarse con los intereses de sus respectivas naciones. Luego, cuando se estableció la estructura comunista básica, cambió de tercio y los conminó a restar importancia a los aspectos nacionales de la política. En el bloque del Este iba a prevalecer un orden monolítico. La obediencia total se convertiría en el principio rector y había que dar ejemplo —según Stalin— con unas pocas de las primeras estrellas brillantes de la Cominform.

El proceso fue escrutado por Stalin en los informes de la MVD que recibía de las capitales de Europa oriental. Se aplicaron torturas, antes reservadas sólo a los no comunistas, a Rajk, Pauker y Slánsky. Las palizas fueron espantosas. Se les prometió a las víctimas que se les perdonaría la vida si confesaban ante el tribunal los cargos que se les imputaban. Aquí se lució la pericia de la Lubianka. Las mismas técnicas que se aplicaron contra Kámenev, Zinóviev, Bujarin y Piatakov se utilizaron en los calabozos y en los tribunales de Budapest, Bucarest y Praga. No todos los periodistas occidentales conocían la realidad del Gran Terror a finales de la década de los treinta. El error no se repitió después de la Segunda Guerra Mundial. Los medios de comunicación de Norteamérica y de Europa occidental denunciaron los juicios. Stalin fue justamente acusado de ser el verdadero criminal.

Los aterrados líderes comunistas mantenían un acatamiento exterior y ninguno sabía si los juicios podrían ser el preludio de purgas más amplias. Mientras tanto, el bloque oriental demostraba su fidelidad a la Revolución de octubre, a la URSS y a su líder Stalin. Se puso su nombre a varias ciudades. Sus obras se publicaron en todas las lenguas de la región. Sus políticas eran objeto de la veneración oficial. Sin embargo, bajo la superficie el resentimiento popular era inmenso. La intolerancia religiosa de las autoridades comunistas causó repulsión. La negativa a destinar recursos suficientes para satisfacer las necesidades del consumo molestaba a sociedades enteras. Las restricciones culturales disgustaban a la intelliguentsia. Ningún gobierno comunista presentaba una auténtica propuesta de cambio y todos ellos eran vistos sin excepción como un conjunto de títeres soviéticos. Los países de Europa occidental mostraban a ratos su descontento por la hegemonía de los Estados Unidos, pero la ira hacia el gobierno de la URSS era más amplia y profunda en Europa oriental. Sin la ocupación militar soviética y la penetración de la MVD, ningún régimen comunista habría durado más de unos pocos días a principios de la década de los cincuenta. Stalin había adquirido la zona de amortiguación que anhelaba, pero sólo al precio de convertir esos países en una región hostil a sus designios y constantemente reprimida. Finalmente su victoria política entre 1945 y 1948 estaba destinada a convertirse en una victoria pírrica.

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