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POLÍTICAS Y PURGAS

Stalin no limitó su actividad política en el Kremlin a manipular las estructuras centrales existentes y a fomentar los enfrentamientos entre los líderes políticos. En los peligrosos años de la posguerra tenía que haber un debate político constante. La situación externa e interna fluctuaba permanentemente y Stalin no podía enfrentarse a ella sin consultar a sus compañeros de la dirección. Tenía que aceptar que el conocimiento del mundo que podía adquirir por sí solo tenía límites. Tampoco podía confiar plenamente en su propio juicio. Resultaba práctico permitir cierto grado de diversidad de opinión entre sus subordinados antes de fijar una política. Los desacuerdos entre los dirigentes no sólo eran inevitables, sino también deseables. Esto no era un secreto; los miembros del Politburó se daban cuenta de cómo se los manipulaba. Pero también sabían que si no adoptaban una posición en una discusión, Stalin podía decidir que ya no le resultaban útiles. Al mismo tiempo tenían que abstenerse de decir algo que pudiera molestarle. Mientras no lo asesinaran seguirían a su merced —y la escrupulosa atención que Stalin prestaba a su propia seguridad hacía que atentar contra su vida tuviera escasas probabilidades de éxito.

En cualquier caso, sus principales colaboradores al mismo tiempo estaban ocupados en el ejercicio de sus deberes institucionales. Sobre cada uno de ellos recaía una inmensa responsabilidad y su poder y privilegios al menos les compensaban de algún modo por las condiciones de sometimiento en que trabajaban. También estaban motivados por el celo patriótico y, en algunos casos, por el compromiso ideológico. Habían actuado bajo el control de Stalin durante años. No sorprende que continuara dominándolos y explotándolos del mismo modo que ellos a sus propios subordinados.

Así, Stalin cambiaba con frecuencia la dirección según sus miembros ganaban o perdían su confianza en las batallas políticas que consentía. Poco después de la guerra degradó a Viacheslav Mólotov. Junto con Kaganóvich y Mikoián, Mólotov era el subordinado que había estado a su servicio durante más tiempo. Al principio todo parecía ir bien. Cuando Stalin se fue de vacaciones al Sur en octubre de 1945, dejó al cuarteto compuesto por Mólotov, Beria, Mikoián y Malenkov a cargo del Kremlin[1]. Pero casi seguro buscaba un pretexto para atacar a Mólotov y el incidente de la publicación de extractos de los discursos de Churchill le brindó lo que deseaba. Stalin pudo haberse sentido ofendido por la fama adquirida por Mólotov durante la guerra, así como por su popularidad como auténtico ruso. La prensa británica debió de haber empeorado aún más la situación al sugerir que Mólotov se preparaba para asumir el poder[2]. Los beneficiarios de la caída en desgracia de Mólotov fueron Malenkov y Beria, que en marzo de 1946 fueron ascendidos —en un extraño pleno del Comité Central del partido— a miembros plenos del Politburó, y el nombre de Malenkov se colocó después del de Stalin en la composición del Orgburó y del Secretariado[3]. Mólotov no fue destituido de su cargo de ministro de Asuntos Exteriores hasta marzo de 1949, pero se había terminado su tiempo como representante de Stalin.

Sin embargo, aunque Stalin era resentido y suspicaz, todavía no deseaba desprenderse por entero de Mólotov. Cuando Trygve Lie, secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, visitó a Stalin en Moscú en mayo de 1950, Stalin convocó a Mólotov para que participara activamente en las discusiones[4]. La experiencia de Mólotov seguía siendo demasiado valiosa como para desecharla. Su posición formal se había debilitado, pero su influencia real, pese a haberse visto reducida, todavía estaba muy lejos de ser insignificante. Siguió siendo miembro del Politburó y, más importante, invitado habitual a las cenas en la dacha de Stalin. Stalin jugaba a largo plazo.

Como contrapeso de la reciente autoridad de Malenkov se apoyó en Andréi Zhdánov, que fue puesto al frente de la Administración de Propaganda del Secretariado del Partido en abril de 1946. La posición de Zhdánov se consolidó con la designación simultánea de Alexéi Kuznetsov, que había trabajado con él en Leningrado, para encabezar la Administración de los Cuadros del Secretariado. Malenkov sabía que tendría que cuidarse las espaldas[5]. En realidad, apenas se había elevado cuando fue derribado. En mayo de 1946 el Politburó lo destituyó del Secretariado del Partido. Stalin lo culpó de no haber sido capaz de mejorar la calidad de la producción aeronáutica. N. S. Patólichev ocupó su lugar[6]. El momento de gloria de Malenkov había sido breve; sin embargo, al igual que Mólotov, no fue excluido por completo del Kremlin (al menos después de su regreso de una misión en las repúblicas soviéticas de Asia central). Hasta el momento los malabarismos con el personal después de la guerra no significaban mucho más que la obvia pérdida de prestigio e influencia. Malenkov no fue arrestado, pero sus clientes del partido y el gobierno fueron destituidos de sus puestos y a menudo reemplazados por individuos vinculados a Zhdánov desde la época en que había trabajado en Leningrado. La estrella de Zhdánov estaba en ascenso.

El motivo exacto por el que Stalin cambió repentinamente sus preferencias sigue siendo un misterio. Puede ser que estuviera verdaderamente molesto por las revelaciones acerca de la falta de organización en la industria aeronáutica. Sin embargo, tal vez estaba buscando algún pretexto para mantener en ascuas a todo el Politburó —y no hubo miembro del Politburó que finalmente no incurriera en su desaprobación—. Posiblemente la simpatía de Stalin por Zhdánov también tuvo su importancia; Mólotov recordaba: «Stalin quería a Zhdánov más a que todos los demás»[7]. Con Zhdánov como brazo derecho, Stalin se volvió contra Mikoián. No era su primer contratiempo en los últimos años. En 1944 Stalin había rechazado «de plano» la propuesta de Mikoián de suministrar semillas de grano para la siembra de invierno a las granjas colectivas que se habían reconstruido en Ucrania: acusó a Mikoián de actuar «contra el estado»[8]. En diciembre de 1946 esto derivó en una hostilidad permanente por parte de Stalin, que acusó a Mikoián de apoyar maniobras para plegarse a las condiciones que los Estados Unidos exigían para incrementar el comercio entre ambos estados[9].

Nadie estaba seguro. El Comité Central del Partido, a petición de Stalin, ascendió a Voznesenski, que era de Leningrado, al Politburó en febrero de 1947. Pero al mismo tiempo Stalin elevó a Nikolái Bulganin a la condición de miembro: no quería que un grupo de Leningrado disfrutara de un poder indiscutible en la cúpula del partido. En realidad nunca dejó que un nuevo equilibrio durara mucho tiempo. La conmoción en las jerarquías siempre fue un rasgo de su gobierno y era muy poco probable que Zhdánov se mantuviera de forma permanente como su favorito. Sin embargo, Mólotov y Mikoián desaparecieron. Cuando Stalin les invitó a comer en Miussery en 1948 se sintieron heridos por una escena en la que tomó parte Poskrióbyshev. En medio de la comida, Poskrióbyshev se dirigió de repente a Stalin diciendo: «Camarada Stalin, mientras usted estaba de vacaciones en el Sur, Mólotov y Mikoián han estado organizando un complot contra usted»[10]. Ambos acusados comprendieron que Stalin había organizado la escena y cuando proclamaron su inocencia Stalin aceptó sus afirmaciones. Pero nunca más gozaron del favor del Líder. Según Mikoián, el «capricho» de Stalin se tornó evidente sólo a partir de los últimos años de la guerra. Se engañaba. No recordaba que Stalin siempre había sido proclive a los métodos arbitrarios en el ejercicio del poder. La diferencia era que Mikoián, después de una carrera en la que disfrutó del apoyo de Stalin, hacía poco tiempo que se había convertido en víctima de esos métodos.

Si Mikoión tenía razón en algo, era en que desde los últimos años de la guerra Stalin había comenzado a actuar de un modo más extraño que nunca hacia quienes conformaban su entorno social. Éstos le temían desde antes de 1941. Nunca habían podido predecir si ordenaría su persecución y arresto. Pero a medida que se aproximaba la victoria en la guerra y Stalin retomaba un comportamiento afable, disfrutaba jugando con sus sentimientos. Lo consideraron más un signo de deterioro que el aumento gradual de una tendencia ya existente. Eran supervivientes políticos, pero poco sutiles en psicología pese a la experiencia de tratarle durante varias décadas.

La política del Kremlin comenzó a favorecer a Malenkov y a Beria cuando, en agosto de 1948, Zhdánov murió después de un largo tratamiento en una clínica. Desvastado por el alcoholismo y los problemas cardíacos, había estado aquejado de mala salud durante años, pero se difundió el rumor de que los médicos lo habían asesinado. Una de las médicas de la clínica, Lidia Timashuk, presentó quejas del tratamiento inadecuado que había recibido Zhdánov. Aunque el despacho de Stalin recibió el informe sobre Zhdánov, no se hizo nada al respecto —de hecho puede ser que no lo revisara en el momento—. En cualquier caso, hacía meses que había dejado de favorecer a Zhdánov y ahora autorizó a Malenkov y a Beria para que rastrearan su muerte mediante una investigación de la situación política en Leningrado. Malenkov, un obeso aparatchik con cara de bebé y espantosos antecedentes durante el Gran Terror, declaró haber encontrado pruebas de una conspiración dirigida contra Stalin y el Kremlin. Stalin estaba lo suficientemente convencido de que los de Leningrado se habían insubordinado políticamente como para ordenar una purga general que abarcara a toda la dirección del partido y del gobierno de la ciudad. Las ejecuciones se llevaron a cabo en 1950. Malenkov volvió al Kremlin como el favorito de Stalin durante unos años más.

No todos los políticos de Leningrado habían estado de acuerdo con el objetivo de Stalin de que se ampliaran las funciones políticas del partido. Pero muchos sí lo habían estado y la ciudad tenía reputación de acoger a quienes seguían comprometidos con la importancia del partido, la ideología y la restricción de las tendencias tecnocráticas en el vasto aparato del Consejo de Ministros[11]. Malenkov y Beria se habían alineado contra Zhdánov, que abogaba por ampliar la libertad de los ministros de asumir la tarea de la regeneración económica. En su lenguaje imperioso y opaco, acentuaban su inclinación a poner especialistas a cargo de los asuntos. La pericia debía predominar sobre la ideología. La división entre las dos partes no estaba completamente definida. Beria y Malenkov no propugnaban que el partido quedara al margen de la administración del país. Ambos estaban también asociados con los órganos represivos, aunque Beria dejó de dirigirlos en 1945. En cierta medida sus opiniones reflejaban los intereses de las instituciones que encabezaban —lo que también era cierto en el caso de Zhdánov—. Pero una disputa de importancia intrínseca los había dividido. Stalin tendría que resolverlo de algún modo.

El Caso de Leningrado fue la primera purga sangrienta contra la élite política comunista desde 1938. Después de la Segunda Guerra Mundial las deportaciones, arrestos y ejecuciones se habían dirigido contra sectores específicos de la sociedad, en especial contra figuras destacadas de la vida pública y económica de los estados bálticos recientemente anexionados. Stalin también envió a prisioneros de guerra que regresaban al país a los campos de trabajo forzado del Gulag. Pero el encarcelamiento de la gente de Leningrado fue diferente, porque las víctimas pertenecían a los grados más elevados del escalafón administrativo de la URSS. Esta vez no se molestó en celebrar juicios ejemplarizantes. Cientos de funcionarios del partido y del gobierno fueron encarcelados y fusilados. Entre ellos estaban el miembro del Politburó Nikolái Voznesenski, el secretario del Comité Central Alexéi Kuznetsov, el primer ministro de la RSFSR Mijaíl Rodiónov y el primer secretario del Partido de Leningrado, Piotr Popkov.

Aunque Stalin no reveló sus motivos, los de Malenkov y Beria se pueden adivinar fácilmente. Siempre se habían sentido molestos por la autoridad y la clientela política que Zhdánov tenía en Leningrado. La vida pública soviética era un nido de víboras y Malenkov y Beria eran dos de sus anacondas. Había llegado la ocasión de derribar a los colaboradores de Zhdánov. Pero, ¿por qué Stalin estuvo de acuerdo? Probablemente se había sentido ofendido por el modo en que Voznesenski había hablado en contra suya durante la guerra; Voznesenski también era el único miembro del Politburó que había escrito un libro de amplia difusión después de la guerra. Es muy probable que su creciente prestigio como político irritara a Stalin, del mismo modo que le había molestado la capacidad de Zhúkov como comandante. En cualquier caso, cuando se descubrió que Voznesenski había extraviado importantes datos del Gosplan, se presentó la ocasión para Malenkov, que siempre le había odiado[12], de acusarle de conducta irresponsable e incluso de traición[13]. También se consideró que Voznesenski había retenido información acerca de las discrepancias entre los planes económicos del estado y la situación económica real. Se mostró sin rodeos a Voznesenski como un impostor. Aunque todos los líderes políticos eran impostores, Voznesenski tuvo la mala suerte de ser descubierto. Para Stalin, la peor falta que podía cometer un miembro del Politburó era no ser sincero con él.

En Leningrado también había otra gente que había ofendido a Stalin. La dirección de Leningrado, «ciudad heroica» en la Gran Guerra Patria, había cultivado el patriotismo local. Capital del Imperio ruso desde el reinado de Pedro el Grande, Leningrado seguía rivalizando con Moscú después de que la sede del gobierno se trasladase a Moscú en marzo de 1918. Los habitantes de Leningrado pensaban que habían sobrevivido a la ofensiva alemana más por su propia determinación que por la ayuda del Kremlin. La ciudad empezaba a parecer la capital de Rusia en un estado soviético multinacional —la URSS— con base en Moscú.

La dirección del partido y del gobierno de la ciudad había empezado a dar indicios de traspasar los límites autorizados por Stalin[14]. Por mucho que le gustara incorporar el orgullo nacional de los rusos a la doctrina y la política, nunca dejó de lado su preocupación por el posible crecimiento del nacionalismo entre ellos. La élite política de Leningrado no logró hacerse cargo de las reglas de la situación. Kuznetsov había organizado en Leningrado una feria al por menor para toda la RSFSR sin el permiso del Kremlin y Rodiónov había abogado por un «Buró para la RSFSR»[15]. Voznesenski no había trabajado en Leningrado desde antes de la guerra, pero Stalin intuyó una vena nacionalista en él y le dijo a Mikoián: «Para él no sólo los georgianos y los armenios, sino también los ucranianos no son personas propiamente dichas»[16]. Más aún, los políticos de Leningrado, incluido Zhdánov, se habían entusiasmado con los yugoslavos después de la Segunda Guerra Mundial. Tito y los yugoslavos pedían una transición más radical al comunismo en Europa oriental[17]. Stalin no había puesto objeciones en ese momento, pero cuando Tito y él rompieron, la conocida inclinación de Zhdánov —aunque en su momento había contado con la aceptación de Stalin— le hizo sospechar que la «segunda capital» de la URSS era un nido de traidores. Voznesenski había gozado de gran predicamento durante la guerra y en 1948 Kuznetsov incluso había sido mencionado por Stalin como su posible sucesor[18].

En realidad, Stalin no estaba amenazado por ellos. No había ningún líder de Leningrado del que se pudiera demostrar que estaba ansioso por promover la causa nacionalista rusa. La única fuente de preocupación seria era que intentaban poner las bases de la autonomía de la RSFSR dentro de la URSS. Pero Stalin, que siempre era extremadamente cauto, no dejaba nada al azar. Los líderes de Leningrado fueron arrestados, interrogados y fusilados. No habían constituido un grupo cohesionado con un programa uniforme y acordado y algunos de ellos —notablemente Voznesenski, miembro del Politburó y presidente del Gosplan— tenían intereses que entraban en conflicto con la insistencia de Zhdanov en las virtudes del partido. Pero una cantidad suficiente de ellos estaba de acuerdo en las discusiones políticas posteriores a la guerra como para que se los considerara como una tendencia potencial dentro del círculo del gobierno[19].

El Caso de Leningrado no puso fin a las disputas políticas. Sin duda la posición del aparato ministerial se consolidó en detrimento del partido y los especialistas cualificados de los sectores económicos y sociales de la vida pública —y en realidad también los políticos— no fueron molestados ni por el partido ni por la policía. Tras haber sopesado la posibilidad de tomar medidas para elevar el nivel de vida de la población, Stalin se había inclinado por las viejas prioridades. La Guerra Fría impuso una colosal tensión presupuestaria a la ya dañada economía soviética. Se tomaron disposiciones para aumentar la producción en la industria pesada y se destinaron abundantes recursos a las fuerzas armadas y a las fábricas de armamento, así como al desarrollo del armamento nuclear. Se hacían declaraciones de corte xenófobo acerca de la política internacional; poco quedaba de las restricciones típicas de la Gran Alianza. Se terminó la distensión cultural de la época de la guerra y se retomó la persecución de la intelliguentsia creativa. Lo ruso era objeto de elogios extravagantes. El marxismo-leninismo en su peculiar versión estalinista constituía el núcleo de la propaganda en la prensa, la radio y la escuela. Se endurecieron los procedimientos punitivos; los prisioneros liberados del Gulag al cumplirse sus sentencias fueron arrestados de nuevo y devueltos a los campos o trasladados a establecimientos especiales.

A Stalin le agradaba que el mundo creyera que el debate acerca de los aspectos primordiales de la política había dejado de ser necesario y que existía un consenso popular en la URSS. Así, cualquier reconsideración de la «línea del momento» era una pérdida de tiempo en el mejor de los casos y una herejía y un peligro para los intereses del estado en el peor. Supuestamente las ideas de Stalin eran exactamente las mismas que las del partido y la clase obrera. Sin embargo, algunos miembros de su entorno percibían que era necesaria una reforma en distintos sectores de la vida pública. Malenkov creía que había que darle prioridad a la producción de la industria ligera, pese al deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y la URSS. Beria estaba de acuerdo (y después de la muerte de Stalin cooperó con Malenkov tratando de fomentar la reconciliación entre los antiguos aliados de la guerra). Probablemente Malenkov y Beria también estaban de acuerdo en que la ruptura con Yugoslavia no había sido buena idea. Pero Malenkov estaba menos dispuesto que Jrushchov a reconocer la existencia de una situación de emergencia agrícola en la URSS. Tampoco quiso admitir los peligros, señalados por Beria, que suponía la exacerbación de los sentimientos nacionales rusos entre los pueblos no rusos. La cúpula del partido estaba plagada de disputas reprimidas sobre una extensa variedad de políticas en curso.

Para Stalin una cosa era desarrollar una estructura idiosincrática para la dirección política soviética y otra completamente diferente, mantenerla en pie. Al jugar con el destino de sus subordinados, se arriesgaba a desestabilizar todo el orden estatal, como había pasado entre 1937 y 1938. Las instituciones que controlaban la sociedad, la economía y la cultura necesitaban mantener su autoridad. La sociedad estaba dominada, pero era capaz de estallar en una rebelión: la historia de las revueltas populares en el Imperio ruso constituía una advertencia contra la complacencia oficial. No era la única reflexión que se hacía Stalin. Sabía que si quitaba de en medio a todos sus subordinados en una gran purga, se arriesgaba a caer en descrédito. Si la emprendía con todos, su juicio sería puesto en cuestión. Además, también tenía que tener en cuenta la reacción de sus potenciales víctimas. Si hacía que se sintiesen aterrados por sus intenciones, podrían intentar un golpe contra él. Por lo tanto, actuaba contra individuos en lugar de hacerlo contra grupos. Stalin no era omnipotente. Debía actuar con precaución, actuar contra sus subordinados de forma gradual.

Existe una imagen de Stalin como gobernante que lo muestra como un déspota sin precedentes en la historia. Más que Luis XIV, podría haber dicho con toda propiedad: «L’Etat, c’est moi». El Gran Terror había culminado con una victoria total. La implantación duradera del poder y la autoridad supremos —el partido— se consiguió por medio de sus métodos sangrientos y posteriormente pudo hacer más o menos lo que quiso. Todas las instituciones estaban en permanente rivalidad entre ellas a un nivel muy por debajo del trono imperial de Stalin. Sin duda las instituciones tenían importancia, pero recibían órdenes de las alturas celestiales sin poder modificar los contenidos. Funcionaban como cintas transportadoras administrativas de Stalin; su tarea era realizar cualquier misión que él hubiera dispuesto para cada día concreto. Los dirigentes de las instituciones ocupaban sus puestos únicamente en virtud de los caprichos del Líder y cumplían sus deberes al pie de la letra, según la expresa voluntad de Stalin. Las instituciones y los dirigentes eran por lo tanto meras extensiones de los deseos e indicaciones declarados de Stalin. En todos los sentidos, la actividad política había cesado. Un enjambre de polillas cuyo amo era el pequeño psicópata picado de viruela gobernaba la URSS. Según esta imaginería, Stalin era la encarnación humana del totalitarismo.

Los órganos centrales no eran el único problema. Cada institución tenía sus discrepancias internas. El centro competía con sus pares regionales. Los dirigentes de Moscú trataban de incrementar su autoridad mediante la incorporación de sus partidarios personales a los puestos de la jerarquía inferior. El patronazgo se volvió un fenómeno político normal. Stalin pudo debilitar sus efectos colocando figuras rivales dentro de una misma institución, pero no podía eliminarlo por completo y desde el final del Gran Terror tampoco se esforzó por intentarlo. También podía incorporar sus propios nombramientos a los cuadros provinciales. Sin embargo, todo esto requería una gran cantidad de energía. Stalin la había tenido en la década de los treinta, aunque entonces sus elecciones se basaban más en la intuición que en el trato directo con los funcionarios —había dejado de recibir a las delegaciones provinciales como lo hacía normalmente a finales de la década de los veinte—. De hecho, rara vez intervenía en el gran proceso de nombramientos para cargos no centrales después de 1945. Estaba demasiado viejo y cansado y tenía otras cosas en mente: la política exterior y económica a gran escala, la guerra de Corea, el movimiento comunista mundial y su supremacía política.

El gobierno estalinista siguió siendo tan contradictorio como siempre. Se caracterizaba por el enorme poder acumulado por Stalin y sus subordinados en el Politburó; sólo los santos o los locos criticaban su derecho a gobernar o los contenidos de sus políticas. Las elecciones eran una farsa. Nunca se consultaba la opinión popular. La obligación de los ciudadanos soviéticos era escuchar las órdenes y acatar la doctrina. El mando jerárquico se había convertido en un aspecto normal y primordial del gobierno y cualquiera que desafiara este aspecto del orden soviético —e incluso muchos que no se atrevieron a desafiarlo— terminaría con seguridad contra un muro o en un campo de trabajo. Era imposible resistirse al inmenso poder de un estado omnipresente y muy pocos lo intentaron. Apenas un puñado de valientes estudiantes rusos se reunieron en las universidades y discutieron planes para un cambio en la ideología y para la práctica del verdadero leninismo. Los disidentes religiosos también siguieron reuniéndose en secreto. Algunos intelectuales continuaron escribiendo pese a que no tuvieran perspectivas de publicación.

Los grupos de partisanos armados de Ucrania y los estados bálticos, aunque disminuidos, todavía no habían sido eliminados del todo. Pero en el conjunto de la URSS las fuerzas de resistencia eran débiles. En la base del poderoso estado estaba Iósef Stalin —Soso para sus amigos de la escuela de su misma edad, Iósef para los Allilúev, el Jefe para el Politburó y el Padre de los Pueblos para los ciudadanos—. Las manos del déspota mantenían un férreo control de los resortes del poder y, mientras siguiera respirando, no podría ser derrocado.

Las apariencias no engañan: era un déspota al que nadie podía desafiar. Pero esas apariencias deslumbraban tanto que ocultaban las debilidades. En los niveles inferiores del estado y la sociedad las infracciones al principio jerárquico eran sistemáticas. No sólo en la política, sino también en todos los niveles de la administración de la URSS había robo, corrupción, nepotismo, favoritismo, desinformación y desorden generalizado. Se defendían los intereses regionales, institucionales y locales. El orden soviético pagaba a los trabajadores y koíjozniki un salario pero no lograba imponer las pautas de cumplimiento del trabajo que son convencionales en Occidente. El sistema totalitario era un fracaso lamentable en la gestión a pequeña escala.

Stalin no se daba por enterado de nada de esto. Después de la Segunda Guerra Mundial nunca volvió a visitar una fábrica, una granja o incluso una oficina administrativa. Gobernaba según sus intuiciones. Cuando veía a otros políticos trataba de sonsacarles la información que ellos se esforzaban por ocultarle. Daba cenas. Mantenía contactos regulares con sus órganos de vigilancia. Daba sus órdenes y enviaba telegramas amenazadores. Cerraba todos los canales que sirvieran de vehículo para la propagación de doctrinas y opiniones diferentes de las suyas. Disponía arrestos. Pero su «omnipotencia» no le permitía perfeccionar el orden piramidal. Los inspectores siempre encontraban algo que no marchaba bien en los niveles inferiores de la estructura, pero hacía tiempo que habían dejado de decirle la verdad. Cuando se le informaba de defectos o problemas, era de rigueur sugerir que se debían a la acción de saboteadores, disidentes o agentes extranjeros. Nadie se atrevía a insistir en que el problema era inherente al orden soviético y a las políticas introducidas y puestas en práctica por Stalin. Era un círculo vicioso. Stalin sabía sólo lo que quería saber. Sus subordinados trataban de decirle sólo lo que él quería o lo que ellos querían que él supiera. El Líder con un poder más abarcador que cualquier otro gobernante contemporáneo no estaba al tanto de lo que pasaba en la base de la sociedad que regía. Amo de todo lo que vigilaba, veía sólo una pequeña parte de la realidad de su país y controlaba todavía menos.

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