Stalin

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ÓSIP DE SIBERIA

Los meses de espera terminaron cuando la policía de San Petersburgo sentenció a Iósef Stalin a cuatro años de exilio. Lo sacaron de la prisión el 2 de julio de 1913 y lo llevaron a un vagón de prisioneros con dirección a Siberia. Por lo general los convictos eran acompañados por amigos y parientes que desde el andén les daban ánimos con sus gritos, que penetraban por las rendijas cubiertas con barrotes de los costados del vagón. Sin embargo, nadie en la capital estaba dispuesto a despedir a Stalin. Su esposa Ketevan había muerto y su madre estaba muy lejos, en Gori; la familia Allilúev, conocida por apoyar activamente a los bolcheviques, hubiese hecho mal en ir a la estación. Apenas se había elevado Stalin a la cima de la facción bolchevique, su suerte había caído. De ser el líder del bolchevismo en San Petersburgo, con responsabilidades tanto en las actividades de la facción en la Duma como en la línea editorial de Pravda, se vio reducido a ser uno más de los cientos de revolucionarios arrestados. Le pusieron grilletes y tuvo que dormir en una dura litera de madera. Tanto a él como a sus camaradas se les daba de comer y de beber como si fueran ganado mientras el tren avanzaba hacia el Este a través de la llanura de Eurasia. Los presos atisbaban por las rendijas cubiertas con barrotes mientras el tren avanzaba. A los pocos minutos de partir perdieron de vista la última imagen de la capital rusa, la cúpula de la catedral de San Isaac. La tundra y la taiga siberianas les aguardaban[1].

El gobierno vigilaba con preocupación cómo las consignas de los bolcheviques atraían a los obreros de las fábricas, y los bolcheviques como Stalin eran una amenaza para el régimen imperial, ya que el movimiento huelguista de la industria se extendía. También se tuvieron en cuenta los antecedentes penales de Stalin. El ministro del Interior no tenía motivos para mostrar indulgencia hacia este dirigente revolucionario que se había escapado varias veces de sus anteriores lugares de exilio. Junto con sus camaradas, le enviaban al distrito de Turujansk, en la provincia de Yeniséi, situada muy al noreste de Siberia. Turujansk tenía una fama atroz. Era el lugar donde se confinaba en las décadas anteriores a los revolucionarios que habían incumplido su condena. Los períodos de exilio de Stalin en Nóvaia Uda, Solvychegodsk, Vólogda y Narym le iban a parecer placenteros en comparación. No había ningún lugar bajo la administración del Imperio tan sombrío como Turujansk[2].

Con una superficie de 600.000 millas cuadradas, la provincia de Yeniséi era más grande que Gran Bretaña, Francia y Alemania juntas. Se extendía desde la ciudad de Yeniseisk hacia el Norte a lo largo del río Yeniséi hasta el Océano Ártico. El distrito de Turujansk estaba escasamente poblado. Antes de la Primera Guerra Mundial había menos de 15.000 habitantes y la mayoría de ellos pertenecían a tribus que habían vivido allí durante siglos. Monastyrskoie, la capital del distrito, tenía menos de cincuenta casas (aunque la compañía peletera Revillion de Nueva York y Montreal tenía una sucursal allí y más al Norte había minas de grafito)[3]. El clima era terrible. El invierno, con sus frecuentes tormentas de nieve, duraba nueve meses; a veces las temperaturas descendían a 60 grados bajo cero y los días eran muy cortos. El verano también tenía sus inconvenientes, porque apenas se ponía el sol los mosquitos picaban a través de la ropa. No se podía practicar la agricultura, ya que el suelo estaba helado todo el año. Se importaba harina y verduras de los lugares de Rusia que tenían un clima más benigno y se desconocía la cría de ganado. La gente del distrito de Turujansk vivía de la caza y la pesca[4].

Escapar de esos poblados remotos era sumamente difícil. La línea telegráfica, que terminaba en Monastyrskoie, facilitaba la vigilancia policial[5]. La tundra era tan dura que escapar por el Oeste hacia el río Ob o por el Este hacia el río Lena no eran opciones viables. Los que trataban de huir por el río se enfrentaban a obstáculos de otra clase. La ruta del Norte era difícil, especialmente en la vasta franja sobre el Círculo Polar Ártico. Las autoridades controlaban la identidad de todos los pasajeros, los botes eran pocos y el agua solo se descongelaba unas pocas semanas al año. La posibilidad de ir hacia el Sur era poco mejor. El vapor estaba bajo vigilancia constante; y cuando alguien tomaba un bote o un trineo tirado con perros para ir de un pueblo a otro, los campesinos tenían la orden de informar a la policía[6]. Había más de 600 millas desde Monastyrskoie hasta Yeniseisk y 170 millas desde Yeniseisk hasta Krasnoiarsk. Las oportunidades de pasar inadvertido a lo largo del camino remontando el río hasta Krasnoiarsk eran escasas. Como lugar de detención, Monastyrskoie era casi tan efectivo como la Isla del Diablo o Alcatraz[7]. Stalin y sus compañeros de cautiverio tuvieron tiempo de sobra para reflexionar sobre todo esto durante el largo viaje en el Transiberiano hasta llegar a Krasnoiarsk.

Desde allí viajaron río abajo en un vapor. Yákov Sverdlov, también miembro del Buró Ruso del Comité Central y conocido de un período anterior de exilio, había emprendido la marcha a Monastyrskoie antes que Stalin. Por disposición administrativa, ambos fueron asignados a pueblos de los alrededores de Monastyrskoie: Stalin fue a Kóstino y Sverdlov, a Selivanija[8]. Kóstino estaba a diez millas de Monastyrskoie y Selivanija, a tres.

En los pueblos vecinos vivía una gran colonia de revolucionarios. La mayoría había llegado recientemente. Hasta la revolución de 1905 el ministro del Interior había enviado a los convictos de ese tipo a Tobolsk, Narym o Yakutia. Resultó que era fácil escapar de estos sitios. Rara vez era difícil sobornar con una pequeña cantidad a policías mal pagados y a campesinos empobrecidos. El distrito de Turujansk había sido muy bien utilizado en la década de los noventa —el futuro líder menchevique Yuli Mártov había cumplido allí su condena—. En el momento en que llegó Stalin, la colonia revolucionaria había crecido. Los exiliados que residían allí pertenecían sobre todo a los partidos que se consideraban como las mayores amenazas al orden político y civil; entre éstos se incluían no sólo los bolcheviques y los mencheviques, sino también los anarquistas y social-revolucionarios. Por lo tanto, Monastyrskoie era una colmena de ideologías variadas. Por lo general, las disputas no conllevaban demasiada polémica. Los exiliados se mantenían fieles a sus partidos. Dentro de cada partido se compartían los libros y se ofrecían prestaciones. Se transmitían los mensajes de Rusia; se hacían solicitudes en nombre de individuos que no gozaban de buena salud o que se quedaban sin dinero. Los revolucionarios se mantenían en alerta intelectual, en previsión del regreso definitivo a la actividad política después de su liberación.

Aunque el régimen penitenciario era duro bajo los Románov, nunca fue ni de lejos tan opresivo como bajo Stalin en la década de los treinta. Los revolucionarios podían conservar la moral alta gracias a las reuniones sociales. Incluso alguien compuso una «Marcha de Turujansk». Sus palabras eran más estimulantes que poéticas y el estribillo era el siguiente[9]:

¡Con valor, hermanos, con valor

Afrontemos el cruel temporal

Con nuestra risa

Y esta valiente canción!

«El cruel temporal» se refería menos al clima del lugar que al opresivo régimen zarista. Todos los militantes exiliados, mientras anhelaban dejar Siberia y derrocar a los Románov, encontraban fácilmente habitaciones de alquiler. Cada uno cobraba un subsidio de quince rublos al mes. Era suficiente para cubrir el alquiler, que costaba aproximadamente dos rublos, y la alimentación básica[10]. Pero se jugaba mucho y los revolucionarios compraban el equipo necesario para pescar y cazar. También podían trabajar para los campesinos del lugar[11]. Muchos exiliados tenían familiares en Rusia que les enviaban dinero; otros —entre los que se contaba Stalin— confiaban fundamentalmente en que su partido los mantuviera. Turujansk no tenía el régimen penitenciario más severo, pero tampoco era liviano.

Sverdlov, también miembro del Comité Central, recibió a Stalin. Se conocían y no simpatizaban demasiado desde los tiempos en que compartieron exilio en el distrito de Narym en 1912. Stalin seguía tan reservado como antes y se mantuvo apartado de todos. Hizo caso omiso de la costumbre de presentar un informe detallado de la política en general y de las perspectivas de revolución según su experiencia directa de los últimos acontecimientos de Rusia. Los otros exiliados bolcheviques se vieron privados de la información actualizada que sólo él hubiese podido darles.

Unos meses después de la llegada de Stalin, tanto a él como a Sverdlov se les ordenó que se trasladaran más al Norte. A mediados de marzo de 1914, el nuevo gobernador de la provincia de Yeniséi transfirió a estos dos bolcheviques a un lugar todavía más distante. Había sido puesto sobre aviso de los planes de fuga de ambos[12]. Stalin había tratado de disipar las sospechas escribiendo a Malinovski el 10 de abril de 1914[13]:

Al parecer, algunos están difundiendo el rumor de que no voy a seguir en el exilio hasta que se cumpla mi condena. ¡Eso es basura! Le informo y juro y perjuro que voy a quedarme en el exilio hasta el final de mi condena (hasta 1917). Algunas veces he pensado en escaparme, pero ahora rechazo la idea, la rechazo definitivamente. Tengo buenas razones y, si quiere, alguna vez le escribiré para contárselas con detalle.

En la misma carta le ofrecía suministrar artículos para Pravda sobre «Los fundamentos del marxismo» y «Los aspectos organizativos de la cuestión nacional»[14]. Pero la Ojrana no se dejaba engañar. Lenin quería que se ayudara a Stalin y a Sverdlov a huir de Siberia, de modo que los camaradas del partido que estaban en Rusia les enviaban dinero a Monastyrskoie[15].

A Stalin y a Sverdlov les habría beneficiado más que el Comité Central no les hubiese enviado el dinero directamente, sino a través de intermediarios. En cualquier caso, había espías infiltrados en el Comité Central. El agente de la Ojrana, Malinovski, con quien Stalin mantenía correspondencia, informó en noviembre de 1913 al Departamento de Policía de San Petersburgo de la intención de organizar una fuga. Stalin y Sverdlov eran presos de importancia. Por disposición administrativa se les trasladó a la inhóspita aldea de Kureika[16]. Allí serían los únicos convictos, mientras que la mayoría de los residentes eran ostiacos.

Ambos estaban deprimidos. Cualquier oportunidad que hubiesen tenido de remontar el río hacia Krasnoiarsk no podía sino esfumarse en un lugar como Kureika. Sverdlov tenía un motivo especial para sentirse abatido, como le explicaba en una carta a su hermana Sarra[17]:

Iósef Dzhughashviii y yo vamos a ser trasladados 100 kilómetros al Norte, 80 kilómetros hacia el interior del Círculo Polar Ártico. En ese lugar estaremos sólo nosotros dos, con dos guardias. Han reforzado la vigilancia y nos han suspendido el correo. El correo llega una vez al mes y a menudo con retraso. En la práctica no hay más que ocho o nueve entregas al año.

Pero sus conocimientos geográficos no eran exactos. Había dos lugares llamados Kureika al norte de Monastyrskoie. El que Sverdlov tenía en mente estaba junto al río del mismo nombre, bastante más allá del Círculo Polar Ártico. El gobernador había especificado otra Kureika, que estaba en la orilla occidental del río Yenisei, justo bajo la línea. Aun así, estaba 75 millas río abajo de Monastyrskoie, lo suficientemente lejos como para desanimarles[18].

Aunque el lugar no eran tan espantoso como habían temido, era bastante horrible. Stalin hizo su propia contribución al descontento general. En Monastyrskoie se había apropiado de libros donados a los bolcheviques que residían allí por el compañero de exilio Innokenti Dübróvinski. Cuando Stalin partió para Kureika, simplemente se llevó los libros. Otro bolchevique, Filip Zajárov, salió a quejarse y fue tratado «más o menos como un general del zar recibe a un soldado raso que se ha tomado el atrevimiento de presentarse a él con una demanda»[19].

Tanto a Stalin como a Sverdlov les disgustaba la ruidosa familia de Kureika en cuya casa se hospedaban. No tenían queroseno y tenían que usar velas si querían leer durante el largo invierno[20]. Pero lo peor era la relación entre ambos. Sverdlov escribió[21]: «Una cosa que tengo que soportar es no tener una habitación para mí solo. Somos dos. Está conmigo el georgiano Dzhughashvili, viejo conocido de un exilio anterior. Es un buen compañero, pero terriblemente individualista en la vida cotidiana». «Individualista» era una palabra maldita entre los marxistas, que exigían que las inclinaciones personales se subordinasen a las necesidades colectivas. Fuera de sí, Sverdlov decidió mudarse de casa; le escribió a un amigo en mayo de 1914[22]:

Hay un camarada aquí conmigo. Pero nos conocemos demasiado bien. Lo que es más, y esto es lo más triste, a una persona le arrancan la ropa hasta dejarla desnuda frente a uno, en condiciones de exilio y cautiverio, y queda al descubierto en cada mínimo detalle. Lo peor de todo, solamente es visible desde el punto de vista de «los detalles de la vida cotidiana». No hay lugar a que se revelen los grandes rasgos de carácter. Ahora vivo en un apartamento separado de este camarada, y rara vez nos encontramos.

Sverdlov logró que le devolvieran a Selivanija a finales de septiembre aduciendo razones de salud[23].

Mientras tanto, Stalin seguía adelante con su característico egocentrismo. Siempre se había sentido atraído por las muchachas adolescentes, pero cuando se estableció como huésped de la familia Perepryguin, se comportó de un modo muy escandaloso al seducir a la hija de catorce años. No sólo eso: la dejó embarazada. Incluso en esa localidad, donde la administración apenas estaba presente, fue imposible mantenerlo en silencio. La policía intervino. Stalin fue interrogado y tuvo que aceptar casarse con la infortunada muchacha a su debido tiempo. Esto lo salvó de ser acusado en los tribunales[24]. Posteriormente anuló el acuerdo. Para Stalin, la relación no era sino una forma de aliviar las carencias sexuales del exilio. Vivía como un señor feudal en la casa de la empobrecida familia Perepryguin y cogía lo que se le antojaba siempre que le venía en gana. Actuaba como si tuviera derechos y no obligaciones. Despreciaba todas las conductas humanas salvo la suya.

Su actividad política se vio debilitada por el hecho de que su contacto por correo con el mundo exterior era intermitente[25]. Esto resultaba extremadamente irritante, porque en Europa había estallado la guerra. El asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria por parte de un nacionalista serbio en julio de 1914 había provocado una crisis diplomática generalizada. El gobierno austríaco había enviado un humillante ultimátum a Serbia. Rusia, que se había mantenido al margen en anteriores conflictos balcánicos, decidió apoyar a Serbia. Por fin iba a detenerse la expansión de Austria en la zona. Las cosas se habían complicado porque Alemania había optado por apoyar a Austria en caso de una crisis en los Balcanes. El ejército imperial ruso se movilizó y Nicolás II se negó a retirar las tropas cuando los alemanes enviaron un ultimátum a San Petersburgo. Las fuerzas rusas avanzaron a través de Prusia oriental hacia Berlín. Austria ocupó Serbia. Francia y el Reino Unido, en cumplimiento de los tratados, declararon la guerra a Alemania y Austria-Hungría y se pusieron del lado de Rusia. El ejército imperial alemán se defendió en el Este y, violando la neutralidad de Bélgica, atravesó su territorio en dirección al norte de Francia. Sin que nadie lo hubiera previsto, había estallado una guerra en Europa.

Mientras esto sucedía, Stalin y sus compañeros de exilio no podían tomar parte en la campaña de Lenin y sus partidarios contra la participación de Rusia en la guerra contra las potencias centrales. Desde la seguridad de su residencia en Suiza, Lenin animaba a todos los marxistas a que trabajaran por la derrota de las fuerzas de Nicolás II. Se organizaron huelgas en las fábricas, especialmente en la capital (a la que se rebautizó como Petrogrado porque se consideró que San Petersburgo sonaba demasiado alemán). Los bolcheviques enviaban propaganda antibelicista a los prisioneros de guerra que estaban en campos alemanes y austríacos. Los dirigentes bolcheviques discutían las motivaciones políticas y económicas de los beligerantes en la prensa de Petrogrado. La Ojrana seguía tomando represalias y los grupos bolcheviques locales eran desmantelados continuamente; por más que Lenin fuera infatigable, perdió muchos seguidores a causa de la desmoralización y del sistema penitenciario.

Sin embargo, Stalin no se preocupaba por esos peligros; quería volver a la acción en Rusia y se sentía muy frustrado por su permanente exilio. Le escribió a Malinovski reclamando la ayuda del partido[26]:

¡Saludos, amigo!

Me siento un poco incómodo al escribir esto, pero la necesidad obliga. No creo haber experimentado nunca una situación tan terrible. Me he quedado sin dinero, tengo una tos siniestra que coincide con las heladas más fuertes (37 grados bajo cero), un decaimiento físico general; y no tengo almacenado nada de pan, azúcar, carne, queroseno: se me fue todo el dinero en los gastos diarios, ropa y calzado. Sin provisiones, todo aquí es muy caro: el pan de centeno cuesta aquí cuatro kopeks y medio la libra, el queroseno, quince kopeks, la carne, dieciocho, el azúcar, veinticinco. Necesito leche, necesito leña, pero (…) el dinero, no tengo dinero, amigo. No sé cómo voy a pasar el invierno en estas condiciones (…) No tengo ni parientes ni conocidos ricos ni nadie más a quien recurrir, por eso me dirijo a usted, y no sólo a usted, sino también a Petrovski y a Badáiev.

Pedía que estos diputados bolcheviques de la Duma —Malinovski, Petrovski y Badáiev— le enviaran dinero del «fondo para los represaliados» que tanto ellos como los diputados mencheviques costeaban. ¿Podrían tal vez enviarle sesenta rublos?

Stalin expresaba su esperanza de que a Nikolái Chjeidze —líder de los diputados mencheviques de la Duma— le conmoviera su situación, ya que ambos eran georgianos[27]. El mensaje era fruto de la desesperación: nadie era más odiado por los mencheviques georgianos que Stalin. Mientras tanto, ordenaba sus pensamientos en Siberia. Leía con voracidad; no le quedaba tiempo para entristecerse por su destino[28]. Miembro del Comité Central desde 1912, seguía recibiendo ayuda económica mediante transferencias bancarias desde Petrogrado. Pese a la vigilancia de la Ojrana, la facción bolchevique no dejó de atender a Stalin, Sverdlov y otros[29]. La policía local hacía la vista gorda. La regularidad de los envíos, que no era ningún secreto para el Ministerio del Interior, suscitó la sospecha natural de que Stalin estaba planeando una fuga. Tendría que sobornar a los policías y pagar los billetes de tren para que saliese bien.

En el caso de que pudiera volver a Petrogrado, sabía que podía contar con la ayuda de Serguéi y Olga Allilúev (cuya hija menor Nadia iba a convertirse en su segunda esposa después de la Revolución de octubre). Le envió una carta muy afectuosa a Olga el 25 de noviembre de 1915[30]:

Le estoy agradecidísimo, mi profundamente respetada Olga Yevguénevna, por sus buenos y puros sentimientos hacia mí. ¡Nunca olvidaré la protección que me dispensa! Ansío que llegue el momento en que me encuentre liberado del exilio y pueda volver a Petersburgo [como los bolcheviques siguen llamando a la capital] y darles las gracias personalmente a usted y a Serguéi por todo. Solo me quedan dos años como máximo.

He recibido el paquete. Gracias. Solo quiero pedirle una cosa: no gaste más dinero en mí; sé que lo necesitan. Estaré feliz si de cuando en cuando me envía alguna postal con paisajes naturales o algo similar. La naturaleza en este maldito lugar es indescriptiblemente yerma: el río en el verano y la nieve en el invierno es todo lo que brinda la naturaleza aquí, y yo me estoy volviendo loco por el ansia de contemplar escenas de la naturaleza aunque sólo estén en el papel.

Stalin no se comportaba a menudo con amabilidad, pero podía hacerlo cuando lo deseaba.

No se había desligado por completo de la política activa. El procesamiento de la facción bolchevique de la Duma y de su consejero, Lev Kámenev, a principios de 1915 en Petrogrado había desestabilizado el bolchevismo. Las acusaciones eran tanto de índole política como revolucionaria. En lugar de limitarse a denunciar al gobierno imperial, Kámenev se había distanciado de la política de Lenin de que, para el movimiento marxista europeo, el mejor desenlace de la guerra sería la derrota de las fuerzas armadas rusas a manos de los alemanes. Aun así, Kámenev no pudo escapar de la sentencia de exilio en Siberia. Al llegar al distrito de Turujansk fue sometido de nuevo al «juicio del partido». Las sesiones se llevaron a cabo en Monastyrskoie, y Sverdlov y Stalin estaban presentes, al igual que los miembros de la representación bolchevique de la Duma. La mayoría de los participantes decidieron apoyar la política de Lenin[31]. Stalin mantenía una amistad con Kámenev; siguieron siendo amigos durante el exilio en Siberia y varios años después. Sin embargo, se resistió a apoyar a Kámenev en el proceso abierto en Petrogrado a fin de mostrar solidaridad con la política oficial de la facción. Probablemente Stalin tenía reservas con respecto a los llamamientos de Lenin a una «guerra civil europea», una política poco factible tanto en términos políticos como militares; pero había que llamar al orden a Kámenev. La disciplina era la disciplina. Kámenev había cometido una infracción y debía ser castigado.

Stalin comenzó a disfrutar la vida en Kureika. Empezó a pescar: esto le deparó no sólo una mejora de su alimentación, sino también un auténtico placer. Los hombres de Ostiak le habían enseñado y pronto, según su propio testimonio, logró ser mejor que los ostiacos mismos. Al parecer, ellos le preguntaron cuál era su secreto[32]. De cualquier modo, lo aceptaron en el lugar y llegaron a conocerle como Ósip (o, menos agradablemente, como Oska, el picado de viruela)[33].

La pesca en el exilio siberiano podía ser peligrosa, como recordó posteriormente[34]: «Sucedió que la tempestad me sorprendió en el río. Por un momento pensé que no había nada que hacer, pero alcancé la orilla. No podía creer que hubiese logrado llegar, el río estaba completamente revuelto». En otra ocasión se desató una tormenta de nieve. Stalin había pasado un buen día a orillas del río con los ostiacos de su pueblo y había conseguido una buena cantidad de esturiones y salmones de mar[35]. Cometió la estupidez de marcharse a casa antes que los otros. La tormenta —conocida en Siberia como purga— se desató repentinamente. Era demasiado tarde para regresar y le quedaba un largo camino hasta Kureika sin poder ver casi nada. Si hubiera sido sensato, habría abandonado el pescado. Pero el pescado era su comida del mes; y, de cualquier manera, Stalin era obstinado. Se abrió paso con dificultad a través de la espesa nieve, bajando la cabeza en medio del viento implacable. La luz de la luna nueva le hizo creer que cerca de él se atisbaban siluetas borrosas; las llamó, confiando en la tradición local de ayudar a los extranjeros que están en apuros. Pero las figuras pasaron de largo. Eran verdaderamente los aldeanos a los que había dejado antes con sus perros y, cuando vieron la forma gesticulante y cubierta de nieve, crédulamente supusieron que se trataba de un demonio del agua.

Stalin mismo no estaba seguro de si las figuras eran seres humanos y no trató de alcanzarlas[36].

Continuó por sus propios medios. Era bastante probable que no pudiera encontrar el pueblo, aunque sobreviviese al frío. Pero logró llegar. Desafortunadamente, seguía teniendo el aspecto de un aparecido, desde su cara barbuda hasta la punta de sus botas. Arrastrándose hasta la choza más cercana, ofrecía un aspecto horroroso. «Ósip —gritó uno de los aldeanos mientras se pegaba temeroso a la pared— ¿eres tú?». Stalin contestó: «Claro que soy yo. ¡No va a ser un espíritu de los bosques!»[37]. Millones de campesinos del Imperio ruso conservaban las antiguas supersticiones paganas aunque pertenecieran a la Iglesia Ortodoxa Rusa o a alguna otra iglesia cristiana. La creencia en espíritus, demonios y brujas seguía estando muy extendida y en Siberia oriental la Iglesia había cambiado poco la mentalidad popular. Para Stalin fue una advertencia más de que vivía en una sociedad en la que las ideas de la Ilustración apenas se habían difundido. Se descongeló, comió y bebió. Después se fue a la cama y durmió dieciocho horas seguidas[38].

Contó otra de estas anécdotas muchos años después. En una recepción en el Kremlin en 1935, recordó que estaba sentado en la orilla del río mientras los hombres del pueblo salían a pescar al comienzo de las crecidas primaverales en el río Yeniséi. Cuando volvieron, faltaba uno. No prestaron atención a esto, pero Stalin les preguntó y le dijeron que el hombre se había ahogado. Según dijo, lo que dejó perplejo a Stalin fue lo poco que pensaban en la muerte. Si él no hubiese tocado el tema, habrían vuelto a sus chozas sin hacer ningún comentario. Stalin meditó sobre ello. Estaba seguro de que si una vaca hubiese estado enferma, habrían salido y habrían intentado salvarla. Pero la pérdida de un hombre era una «trivialidad» para ellos. En su opinión, lo que sucedía era que resultaba fácil producir hombres, mientras que los animales suponían una tarea mucho más complicada[39]. Era una tontería. Tal vez Stalin también lo creyó así, pero el hecho de que lo repitiera aproximadamente dos décadas después significaba que o bien lo creía o lo había inventado y había decidido que encajaba con sus intereses políticos del momento: a mediados de la década de los treinta quería recalcar la importancia de conservar los cuadros bolcheviques[40].

Stalin recordaba su temporada en el exilio con agrado. A pesar de lo que decía en sus suplicantes cartas dirigidas a los camaradas del partido, en general gozó de buena salud. Se le trataba como un respetable miembro de una comunidad que estaba de visita. Por primera vez convivía estrechamente durante un largo período con gente que no eran ni georgianos ni intelectuales. La mayoría eran ostiacos, pero había también algunos rusos. Esta experiencia le serviría de mucho cuando, años más tarde, se convirtió en su líder político. Siempre hablaba del tiempo que pasó en Siberia, de la pesca, del clima, de las conversaciones y de la gente. Estas experiencias, aunque estaba allí contra su voluntad, le subieron la moral. Disfrutaba del asombro y la admiración que despertaba en los aldeanos de Kureika. Sabían que era un «sureño», pero no tenían idea de dónde quedaba Georgia. Veían que amaba los libros: en una cultura de tradición oral tan sólo este aspecto ya lo señalaba como alguien diferente. Incluso su pipa era objeto de temor reverente. Sentado en la choza al atardecer, solía pasarla para que los demás echasen una calada. Los que visitaban a los aldeanos se daban una vuelta por allí con el propósito específico de probar ese modo de fumar tan diferente del habitual en ellos. Tras haber charlado con el famoso revolucionario que vivía entre ellos, se iban contentos[41].

Obviamente el contacto con la dirección de la facción bolchevique se hizo más difícil durante la Gran Guerra. En 1915, Stalin y Suren Spandarián, también miembro del Comité Central, escribieron a Lenin. La parte de la carta correspondiente a Stalin decía así[42]:

¡Saludos, estimado Vladimir Ilich, mis más cálidos saludos! ¡Saludos a Zinóviev, saludos a Nadezhda Konstantinovna! ¿Cómo va todo, cómo está usted de salud? Yo sigo aquí como siempre, mordisqueo mi pan y ya he cumplido más de la mitad de la condena. Es muy aburrido, pero ¿qué se le va a hacer? ¿Y cómo está usted? Debe de haber estado pasando mejores momentos (…) Hace poco leí los artículos de Kropotkin —el viejo rufián está completamente fuera de sus cabales—. También leí un pequeño articulo de Plejánov en Rech —¡qué incorregible vieja chismosa!—. ¡Eh! (…) ¿Y los Liquidadores con sus representantes [de la Duma] de la Sociedad Económica Libre? ¡Diablos!, ¿no hay nadie que les dé una paliza? ¡Seguramente no van a quedar impunes así como así! Denos una alegría e infórmenos de que pronto habrá un órgano que les dé unos buenos y merecidos azotes en el lomo —y sin demora.

Este era el ímpetu de un hombre que quería exhibir su estilo militante ante su líder. Se repetían las referencias a los golpes. Las frustraciones del exilio saltaban a la vista. Stalin esperaba convencer a Lenin de que, cuando su exilio terminara, podría ser una mano derecha útil en la política rusa de la clandestinidad; pero no se perdió la oportunidad de recordarle lo diferente que era la situación de ambos.

El exilio tuvo sus momentos brillantes para Stalin, pero por lo general sacó lo peor de él. Era una persona con carencias emocionales: la gente que le rodeaba tenía que soportar el látigo de su lengua o simplemente de la insensibilidad diaria y su egoísmo. Pertenecía a un partido revolucionario para el que la virtud consistía en situar la satisfacción individual por debajo de las necesidades colectivas. Era un partido que también estimaba el buen humor y la camaradería. En realidad Stalin no era insociable. Tenía amigos. Le gustaban las bromas y era un imitador divertido. Pero sus amigos tenían que reconocer su primacía. Tenía una profunda necesidad de dominar. Por esta razón sus compañeros de exilio lo encontraban inaguantable. Era desagradable tratarle de cerca; la estancia en Siberia concentró la atención de todo el mundo en los aspectos más antipáticos de su carácter, que en otras circunstancias habían pasado por alto debido a los beneficios que aportaba a la causa de la revolución.

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