Stalin

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III. El déspota » 24. Economía y terror

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ECONOMÍA Y TERROR

En 1929 Stalin estaba decidido a alterar las estructuras y las prácticas económicas de la URSS. El Gosplan fue puesto bajo una estrecha supervisión política y se le ordenó que produjera versiones todavía más ambiciosas que las del Primer Plan Quinquenal. El Politburó decidió que los objetivos tenían que cumplirse en cuatro años, en lugar de cinco, y se instruyó a los funcionarios del Gosplan para que llevaran a cabo la tarea colosal de adaptar los proyectos que involucraban a la industria nacional, la agricultura, el transporte y el comercio. Se ignoraron las advertencias de los expertos que prevenían contra el exceso de optimismo. Se construyeron ciudades totalmente nuevas como Magnitogorsk. Empezó a excavarse el canal que uniría el mar Blanco con el mar Báltico. Aumentaron las plantas de ingeniería de Moscú y Leningrado; se abrieron nuevas minas en Ucrania, los Urales y la cuenca del Kuznets. Millones de campesinos fueron absorbidos en la fuerza de trabajo en expansión. Los obreros cualificados se convirtieron en directores. Las fábricas trabajaban los siete días de la semana. Se adquirió tecnología norteamericana y alemana con los ingresos producidos por el aumento de las exportaciones de grano. Se firmaron contratos con empresas extranjeras para construir nuevas plantas y contribuir a formar personal soviético. Se extendieron los recursos educativos. Se promovió a la juventud. Una vasta transformación económica se llevaba a cabo.

Se suponía que se había producido un aumento del 50% en los salarios industriales, pero la subida vertiginosa de los precios de los alimentos se llevó cualquier ganancia, especialmente después de la introducción del racionamiento del pan a principios de 1929. La construcción de viviendas estaba muy por detrás de las necesidades de la población urbana en expansión. Si se había proyectado fabricar 100.000 tractores, razones de seguridad llevaban al Politburó y al Gosplan a aumentar la proporción del presupuesto destinada al armamento. Las necesidades de los consumidores se pospusieron, mientras se incrementaban las demandas de carbón, hierro, acero y maquinaria[1].

Tras haber arrancado el grano de manos del campesinado desde enero de 1928, el Politburó ignoró la petición de Bujarin de volver a la Nueva Política Económica y sus ideas empezaron a designarse como una desviación de derechas de los principios marxista-leninistas. En 1929 se adoptó una resolución sobre la colectivización masiva de la agricultura. En la década de los veinte habían existido muchos tipos de granjas colectivas. Stalin eligió dos tipos. El tipo «superior» era el sovjoz, cuya tierra era propiedad del estado y cuyos trabajadores eran simplemente el equivalente rural de la fuerza de trabajo empleada en las fábricas. El otro tipo era el koljoz, que en ruso quería decir «granja colectiva», que se diferenciaba del sovjoz en que alquilaba formalmente la tierra al estado y acordaba entregarle una cuota fija de la cosecha. Mientras que a los trabajadores del sovjoz se les pagaba un salario regular, a los trabajadores del koljoz se les pagaba según el número de días que dedicaban a la granja. La diferencia real era mínima para los campesinos. La política del Politburó, como se anunció públicamente, era que el ingreso en cualquiera de los dos tipos de granja colectiva fuera voluntario. Se ordenó a los comités locales del partido que hicieran propaganda para potenciar el fenómeno. Cuando Bujarin fue expulsado del Politburó en noviembre de 1929, Stalin intensificó la campaña[2].

En repetidas ocasiones el Politburó acortó el plazo para la puesta en marcha de las granjas. El proceso se aceleraba incluso en verano, cuando las autoridades se esforzaban por obtener el grano requerido a las aldeas a precios que los campesinos no querían aceptar. Un artículo de Stalin del 7 de noviembre, el aniversario de la Revolución de octubre, argumentaba que muchas fincas rurales se daban cuenta de la ventaja que suponían las granjas colectivas, sin la necesidad de que el estado los obligara, lo que contrastaba con las afirmaciones de la Oposición Unida[3]. Una comisión del Politburó fue designada para llevar a cabo su puesta en práctica. El propósito era dar prioridad al establecimiento de granjas colectivas en la región del bajo Volga (que era famosa por su fértil suelo). El extremo septentrional de Rusia iba a ser la última región en sufrir la colectivización total en 1933. El plazo era corto, pero se acortó aún más. Los cuadros del partido a nivel central y local que pidieron una prórroga se encontraron con una negativa tajante. Las instrucciones se mantenían en secreto y eran difusas, y los funcionarios del partido y del gobierno, a los que preocupaba la posibilidad de que se les juzgase desobedientes, comenzaron a imponer la colectivización total con efectos inmediatos[4].

En julio de 1929 se formuló la política oficial de que debía evitarse el terror y de que los kulaks, así como la mayoría del campesinado, debían ser incorporados a las granjas colectivas. Stalin, sin embargo, no quería ninguna de las dos cosas. En diciembre de 1929 anunció que debía prohibirse a los kulaks que se convirtieran en trabajadores de las granjas colectivas. Sus palabras fueron terminantes[5]:

Ahora tenemos la oportunidad de llevar a cabo una decidida ofensiva contra los kulaks, quebrantar su resistencia, eliminarlos como clase y reemplazar su producción con la producción de los koljozes y sovjozes (…) Ahora las propias masas de campesinos pobres y medios, que están en el proceso de colectivización total, están emprendiendo la deskuiakización. Ahora la deskuiakización no es sólo una simple medida administrativa en las áreas de colectivización total. Ahora la deskuiakización es una parte integral de la creación y el desarrollo de las granjas colectivas. Cuando se corta la cabeza, nadie se lamenta por el pelo.

El 30 de enero el Politburó aprobó estremecido la liquidación de los kulaks como clase. En febrero se remitieron las directrices del Comité Central. Se establecían tres categorías de kulaks. En la primera entraban los individuos que debían ser enviados a los campos de concentración; en la segunda, los que serían llevados a lugares distantes en la URSS, y en la tercera, los destinados a otras partes de su provincia. El Politburó exigía que se procediera al mismo tiempo con las instituciones religiosas[6]. La OGPU era gobernada del mismo modo que la economía. Se asignaron cuotas de deskulakización a las regiones y se prescribieron los destinos en el norte de los Urales y en Kazajstán. El Politburó transmitió el programa para las operaciones[7].

Stalin, al igual que otros bolcheviques, detestaba a los kulaks. Parece haber percibido que el campesinado no se uniría a los sovjozes ni a los koljozes a menos que temiera las consecuencias de resistirse. La represión de una minoría considerable podría cambiar esto —de cualquier modo, Stalin probablemente creía verdaderamente que los kulaks eran capaces de entorpecer seriamente la operación de las granjas colectivas—. Más de 320.000 fincas fueron sometidas a la deskulakización hacia julio de 1930. La violencia fue enorme. Prevaleció la fuerza superior de las autoridades, a las que favorecía el carácter repentino de la campaña. Todo un modo de vida rural se hundía en el olvido[8].

Ya en 1927 el Politburó había aprobado el uso de trabajo forzado para expandir la minería de oro. Esta iniciativa se trasladó el año siguiente a la tala de madera[9]. Stalin emitió ordenanzas acerca del uso de los campos de concentración no sólo para la rehabilitación social de los prisioneros, sino también para contribuir a incrementar el producto interior bruto de las regiones donde no era fácil encontrar mano de obra disponible. Nunca había sido reacio a considerar esta clase de campos como un componente primordial del gobierno del partido comunista, y no dejó de ordenar arrestos y de exigir al jefe de la OGPU, Viacheslav Menzhinski, que creara un marco organizativo permanente. Entre las víctimas había categorías de personas a las que temía y que le molestaban. Los miembros de partidos políticos ahora ilegales estaban entre los primeros de la lista. Stalin también tenía puestas las miras en los «nacionalistas burgueses», los sacerdotes y los comerciantes, así como en los expertos en economía recalcitrantes. Su método era una continuación de las técnicas desarrolladas en Shajty. Tanto individuos como grupos dirigentes de diversas categorías «antisoviéticas» eran juzgados de forma ejemplar. El objetivo era intimidar a todos sus seguidores y simpatizantes para que abandonaran cualquier intento de oposición o, en caso contrario, ellos también podrían ser arrestados.

Entre 1929 y 1930 se produjo una sucesión de juicios de esta clase. Stalin le prestó la mayor parte de la inventiva política que requería. Los historiadores Serguéi Platónov y Yevgueni Tarle fueron arrestados y pasaron a formar parte del llamado «caso de la Academia de Ciencias», que llevó a la condena de la inexistente «Unión de todos los pueblos para la lucha por la regeneración de Rusia» en julio de 1929[10]. El ficticio Partido Industrial, que incluía al ingeniero Leonid Ramzín, llegó a los tribunales en noviembre de 1930. El Partido Laborista de los Campesinos, también inexistente, fue acusado ante los tribunales en diciembre de 1930; los principales acusados fueron los economistas Alexandr Chaiánov y Nikolái Kondrátiev[11]. El denominado Buró Unido de los mencheviques fue juzgado en febrero y marzo de 1931 con Nikolái Sujánov como principal demandante[12]. Fuera de la RSFSR se llevaron a cabo juicios a nacionalistas. Muchos de ellos hasta hacía poco habían sido figuras reconocidas de la política oficial. Pero dondequiera que Stalin y sus aliados captaban una brizna de nacionalismo recurrían a los procesos judiciales. Ucrania, Bielorrusia y el Cáucaso norte y sur estuvieron sujetos a procesos similares. La tortura, las acusaciones inverosímiles y las confesiones aprendidas de memoria se convirtieron en algo habitual. Cientos de acusados fueron fusilados o sentenciados a largos períodos de confinamiento[13].

La estrategia de Stalin era incrementar masivamente el control político mientras se reforzaba su ofensiva revolucionaria general. Su celo para sojuzgar a toda clase de «especialistas» se incrementó. Directores de fábricas, abogados, maestros y oficiales del ejército cayeron en desgracia. Los comandantes del Ejército Rojo se libraron por un pelo de ser juzgados, pero solamente los interrogatorios, en los que participaba Stalin en persona, bastaban para aterrorizar de por vida al cuerpo de oficiales. Con todo, los generales, fueron perseguidos de forma individual. Al igual que el Ejército Rojo, la Iglesia Ortodoxa Rusa —al igual que todas las otras iglesias cristianas y también el Islam, el judaismo y el budismo— logró eludir el juicio ejemplarizante. Pero esto no significa que se detuviera la represión. Los ataques a los líderes religiosos se hicieron tan frecuentes y sistemáticos que la Liga de los Militantes Ateos suponía que la creencia en las deidades sería erradicada en pocos años. La persecución fue extrema, y sólo a una doceava parte de los sacerdotes de la Iglesia Ortodoxa Rusa se les había permitido seguir oficiando en sus parroquias hacia 1941[14].

Entretanto se llevaba a cabo la promoción de trabajadores y campesinos recién adiestrados mientras se ampliaba el sector administrativo. Entre los jóvenes trabajadores se encontraron colectivizadores voluntarios. Armados y adoctrinados, estos llamados «veinticinco mil» partieron a las aldeas para lidiar con el «enemigo de clase»[15]. Se expandió la base de reclutamiento del partido. Hacia 1931 tenía unos 1.369.406 miembros de pleno derecho[16]. La enseñanza básica de la lengua y las matemáticas se propagó. Hubo un reflote del espíritu revolucionario cuando el régimen transmitió el mensaje de que en la URSS se creaba el socialismo, mientras que el capitalismo extranjero entraba en su crisis final. El colapso financiero de Wall Street en octubre de 1929 contribuyó a darle credibilidad al mensaje. Por todos lados aparecieron incondicionales entusiastas de las políticas del Poütburó. Incluso muchos que detestaban la violencia y el envilecimiento estaban dispuestos a creer que verdaderamente se estaba construyendo un mundo nuevo y mejor. En el partido hubo alivio porque al fin se hubiera pasado a la acción. El grupo de Bujarin tenía tan poco apoyo organizado que no merecía siquiera el nombre de Oposición de Derechas. El final de la NEP fue bien recibido. Los secretarios locales del partido se convirtieron en Stalins en miniatura al tomar el conjunto de las decisiones fundamentales en todos los aspectos de la política —y el hecho de que casi toda la economía estuviese de un modo u otro en manos del estado significaba que su poder nunca había sido mayor[17].

Al mismo tiempo que promovía la industrialización y la colectivización, Stalin no pasó por alto el hecho de que gobernaba un antiguo imperio. En un discurso que dirigió a una conferencia de funcionarios industriales el 4 de febrero de 1931, declaró: «En el pasado no tuvimos ni pudimos tener una patria. Pero ahora que hemos acabado con el capitalismo y que el poder está en nuestras manos, el pueblo —y nosotros— tenemos una patria y vamos a proteger su independencia»[18]. El patriotismo retornaba a la lista de prioridades oficiales. Mientras que la sociedad se desgarraba en pedazos debido a las iniciativas políticas de finales de la década de los veinte, Stalin reconocía que se necesitaba cierto aglutinante para mantener unida a la población de la URSS.

El espectro de políticas nuevas era bastante amplio, y en cada caso se hacía sentir la injerencia de Stalin. Incluso estuvo activo en el «frente filosófico». El 9 de diciembre visitó el Instituto de Profesores Rojos. Varios de los académicos, incluido Abram Deborin, eran conocidos partidarios de Bujarin. Stalin reclamaba de sus propios seguidores una mayor militancia en la célula del partido que funcionaba en el Instituto: «Todo lo que han escrito aquí es correcto; el problema es que todavía no se ha dicho todo. En la parte crítica se puede decir mucho más. Han hecho una evaluación correcta, pero es demasiado blanda e insatisfactoria». Después añadió: «¿Tienen fuerzas? ¿Son capaces de hacerle frente? Si tienen fuerzas, necesitan golpear»[19]. Stalin estaba decidido a romper la cáscara de nuez de la resistencia intelectual a sus políticas. Dijo del grupo de Deborin[20]:

Ocupan las posiciones dominantes en filosofía, ciencias naturales y en varias cuestiones sutiles de política. Tienen que hacerse cargo de esto. Sobre cuestiones de ciencias naturales, el Diablo sabe qué están haciendo; escriben acerca de weismannismo, etc, etc. —y todo esto lo presentan como marxismo.

Hay que dispersarlos y remover todo ese estiércol que se ha acumulado en filosofía y ciencias naturales.

Stalin trataba a los filósofos de la célula del partido como tropas a desplegar en una campaña contra el enemigo.

El motivo era manifiesto: «¿Qué clase de marxismo es este que separa la filosofía de la política, la teoría de la práctica?»[21]. En cierto modo, Stalin era incoherente. En otra sección de su comentario acusó a Bujarin y a Deborin de disfrazar sus ideas políticas con argumentaciones filosóficas. Pero no le preocupaban sus contradicciones. Quería que la vida cultural quedara despejada de cualquier rastro de oposición a su política. Se impondrían la estrechez mental, la rigidez y los rituales. En la campaña Lenin debía ser elevado al rango de figura totémica indiscutible. Su Materialismo y empiriocriticismo, esa tosca epistemología que Stalin había desestimado cuando se publicó en 1909, se elevaría al rango de clásico de la filosofía y todos los filósofos tendrían que tomar sus postulados como axiomas[22].

Pero incluso Stalin no podía ignorar totalmente el enorme deterioro de la agricultura que su política había provocado. Conscientes del destino que les aguardaba, las comunidades campesinas de Ucrania, el norte del Cáucaso, el sur de Rusia y Asia central tomaron las armas. Las patrullas urbanas de colectivizadores se encontraron con una violenta oposición. El Ejército Rojo, a pesar de la inicial preocupación oficial por la lealtad de sus integrantes, liquidó con éxito estos levantamientos, y los rebeldes no pudieron conseguir controlar un territorio tan amplio como el que controlaban al término de la Guerra Civil. Pero la imposición de las granjas colectivas llevó a un profundo resentimiento. El antagonismo a las autoridades era imposible de erradicar y los millones de campesinos que fueron obligados a abandonar sus propiedades y costumbres dejaron de cooperar. La productividad cayó. Un sistema propuesto como la solución permanente a los problemas de la economía rural podría haber procurado más grano a las ciudades, pero esto se hacía a punta de pistola, y los peligros de proseguir con la colectivización en masa al ritmo actual resultaban obvios[23].

Varios de los miembros del entorno de Stalin fueron testigos, durante los viajes por el país, de las alarmantes consecuencias de esta política (lo manifestaron sin reclamar un cambio general: no eran bujarinistas). Stalin no estaba dispuesto a moverse ni un milímetro de la línea general de la política agraria. Lo máximo que podía aceptar era que su puesta en práctica local había sido excesiva y que los funcionarios de las provincias no habían comprendido la política central. El 2 de marzo de 1930, Pravda publicó un artículo escrito por él, «Mareados por el éxito», que criticaba a los colectivizadores fanáticos[24]:

Esto significa que la tarea del partido es consolidar los éxitos logrados y usarlos de forma planificada para seguir avanzando.

Pero los éxitos tienen su lado oscuro, especialmente cuando se logran «con facilidad» y por así decirlo, de un modo «inesperado».

Insistía engañosamente en que siempre había sido su intención que la colectivización fuese presidida por el principio de voluntad. Para entonces la proporción de fincas agrícolas de la URSS convertidas en granjas colectivas se había elevado aproximadamente al 55%[25]. Stalin sostenía que los funcionarios locales del partido eran culpables de los «excesos» y las «distorsiones». Al contrario que la Oposición Unida, declaró que la dirección central del partido no había intentado imponer la colectivización mediante el uso de la fuerza y la emisión de decretos.

«Mareados por el éxito» implicaba una hipocresía descomunal. Aunque era el responsable principal de la reciente aceleración, Stalin no admitió su culpa. Durante todo un año había incitado a los cargos del partido a acosar a los campesinos para que se trasladasen a las granjas colectivas. Había dado temibles directrices sobre la deskulakización. Había destituido y arruinado a políticos que criticaban el ritmo de la colectivización; incluso sus secuaces del Politburó habían atraído su ira. Pero tenía un instinto de conservación política muy desarrollado. En la sociedad se acentuaba la furia contra él. Había llegado el momento de echar la culpa precisamente a aquellos que habían cumplido fielmente sus deseos. Se salió con la suya. Varios funcionarios de rango inferior, un tanto confundidos, permitieron a muchos millones de granjeros volver al sistema tradicional de tenencia de la tierra. Rápidamente el porcentaje de las granjas colectivas de la agricultura de la URSS comenzó a caer: a principios de junio había solo veintitrés[26]. Aun así, Stalin, al mismo tiempo que se inclinaba por una retirada táctica, seguía empeñado en su estrategia: la granja soviética debía entrar a la fuerza en el molde de la colectivización y de inmediato. Después del verano la campaña a favor de la colectivización total se reinició y en 1932, aproximadamente el 62% de las fincas agrícolas se habían convertido en granjas colectivas. El porcentaje iba a elevarse al 90% en 1936[27]. Esto se logró por medio del masivo incremento de la coerción, aplicada con mayor precisión que antes. El resultado fue el caos en el campo. La combinación de la expropiación violenta de las reservas de grano con la reorganización violenta de la tenencia de las granjas y del empleo desembocó en una hambruna que se extendió a gran parte del territorio.

El sentido económico de esta política no fue revelado públicamente, pero Stalin la dejó en claro en una instrucción a Mólotov: «Refuerce la exportación de grano al máximo. Éste es el núcleo fundamental. Si exportamos grano, obtendremos créditos»[28]. Unos pocos días después, en agosto de 1930, repitió el mensaje por si su contenido no había sido aceptado plenamente. Mikoián había informado con suficiencia acerca del nivel de trigo recaudado en toda la URSS. Esto resultó insufrible para Stalin. La cuestión era seguir elevando el nivel de exportación y «hacer que subiesen» las exportaciones de grano «salvajemente»[29]. No se daría por satisfecho con nada que no fuese una campaña desatada para recoger y vender trigo en el extranjero.

Una y otra vez hacía breves retiradas tácticas, como había sucedido con «Mareados por el éxito». Cuando estaba de vacaciones en el mar Negro en agosto de 1931, vio lo suficiente con sus propios ojos como para darse cuenta de que la colectivización había reducido a «una serie de distritos de Georgia occidental a la inanición». Pero, según su costumbre, culpó a los funcionarios locales y a los funcionarios de la OGPU: «No entienden que los métodos ucranianos de recaudación de grano, necesarios y acertados en las zonas donde se cultiva grano, son insensatos y perjudiciales en las zonas donde no hay grano, en las que, además, tampoco hay proletariado industrial». Incluso deploró el arresto de cientos de personas —una reacción anormal en la carrera de Stalin—[30]. Stalin recomendó que se enviara grano inmediatamente a Georgia occidental. Al contrario de lo que se piensa a menudo, bajo su dirección el Politburó con frecuencia tomaba decisiones de este tipo en caso de emergencia. Pero el principal objetivo estratégico siempre seguía en mente y finalmente volvía a aplicarse. La industrialización y la colectivización eran las dos caras de una misma moneda. El estado necesitaba apoderarse del grano para exportarlo a fin de financiar la expansión de la minería y de la producción industrial. Stalin no dejó que nadie en el Kremlin lo pusiera en duda.

Proclamó a gritos la necesidad de hacer avanzar la transformación económica a pasos agigantados en un discurso dirigido a una conferencia de funcionarios y directores industriales el 4 de febrero de 1931[31]:

La reducción del ritmo significaría quedar atrás. Y la retaguardia es fustigada. No queremos ser fustigados. No, no es lo que queremos. La historia de la vieja Rusia consistió, entre otras cosas, en ser incesantemente fustigada por su retraso. Fue fustigada por los khanes de Mongolia. Fue fustigada por los beys turcos. Fue fustigada por los señores feudales suecos. Fue fustigada por los nobles polacos y lituanos. Fue fustigada por los capitalistas anglo-franceses. Fue fustigada por los barones japoneses. Todos la fustigaron por su atraso. Por el atraso militar, por el atraso cultural, por el atraso estatal, por el atraso industrial, por el atraso agrícola, La fustigaron porque era beneficioso para ellos y podían hacerlo con impunidad. Recordad las palabras del poeta prerrevolucionario: «Eres mísera, eres rica, eres poderosa, eres impotente, Madre Rusia».

El lenguaje tenía una carga emotiva que no había usado desde el funeral de Lenin. Las frases sonoras resonaban como martillazos. La apelación al patriotismo es inconfundible. La simple metáfora de «fustigar» repetida una y otra vez, transmitía la urgencia de la batalla que tenían por delante.

Stalin advirtió a su audiencia: «Así es la ley de los explotadores: fustigar al atrasado y al débil.

La ley del lobo del capitalismo. Estáis atrasados, sois débiles —así que hacéis mal y, por lo tanto, podéis ser golpeados y esclavizados»[32]. La solución, insistió, era ineludible[33]:

Hemos quedado por detrás de los países avanzados entre cincuenta y cien años. Debemos cerrar esa brecha en diez años. O lo hacemos o seremos vencidos.

Esto es lo que nuestro deber hacia los obreros y campesinos de la URSS nos dicta.

No tenía dudas acerca de lo que podía conseguirse. En una recepción del 1 de mayo de 1933 declararía[34]:

Si los rusos están armados con tanques, aviación y una flota, son invencibles, invencibles.

Pero no pueden avanzar armados insuficientemente por falta de tecnología, y toda la historia de la vieja Rusia se resume en esto.

La voz del líder en su discurso de 1931 a los funcionarios y directores industriales había confirmado que no habría vacilaciones. La vía rápida de la industrialización y la colectivización se había establecido y no habría desviaciones. El líder, el partido y el estado estaban completamente decididos a alcanzar el destino previsto. La firmeza y el coraje eran imprescindibles. Pero Stalin estaba seguro. En una frase que fue escogida de inmediato por los propagandistas oficiales declaró: «No hay fortalezas que no puedan ser derribadas por los bolcheviques». Contemplando a la audiencia, dirigió al final de su discurso[35]:

Hemos llevado a cabo una serie de tareas durísimas. Hemos acabado con el capitalismo. Hemos construido una industria socialista en gran escala. Hemos puesto al campesino medio en la senda del socialismo. Hemos hecho lo más importante desde el punto de vista de la construcción. Todavía hay un poco más por hacer: adquirir la tecnología y dominar la ciencia. Y cuando lo hagamos, obtendremos frutos que en el presente nos atrevemos ni a soñar.

¡Y lo haremos si de verdad queremos!

Stalin era un burócrata, un conspirador y un asesino y su política era de un tipo monstruoso. Sin embargo, también era capaz de conmover. Ninguno de los que le escucharon en esa ocasión pudo haber evitado sentirse impresionado por su actuación.

Convocaba a sus subordinados, tanto en la república y en las provincias como en Moscú, para llevar a cabo una transformación política y económica de proporciones colosales. Sabía que no podía estar al tanto de todo lo que sucedía. Era diestro en conseguir que miles de funcionarios mostraran el celo requerido estableciendo una política general o exigiendo cuotas de entrega fijas. Muchos subordinados estaban horrorizados por los «excesos». Pero muchos otros —fuera por convicción, miedo o ambición— cooperaban con entusiasmo. Cuando el proyecto se formuló entre 1928 y 1929, los funcionarios de todas las instituciones soviéticas competían entre sí por participar en el incremento de los recursos. También aspiraban al poder y a los privilegios que se ofrecían como cebo. La dirección de la política había quedado más que clara y ellos querían sacar tajada del viaje que estaban a punto de emprender[36].

La convocatoria fue un éxito. El Primer Plan Quinquenal, previsto para durar hasta finales de 1933, se completó un año antes de lo fijado. Los ingresos nacionales casi se habían duplicado desde el año fiscal 1927-1928. El producto interior bruto se había elevado en un destacable 137%. En la industria, la producción de bienes de equipo registraba un incremento todavía más impresionante, del 285%. La fuerza de trabajo empleada había ascendido de 11.300.000 bajo la Nueva Política Económica a 22.800.000. Las cifras han de tomarse con cautela. Stalin y sus colaboradores nunca fueron reacios a reclamar para sí más logros de los debidos, y en realidad obtenían su información de miembros de los cuadros inferiores del partido y del gobierno que sistemáticamente los engañaban. Ningún sector de la economía funcionaba con normalidad[37]. Ucrania, el sur de Rusia y Kazajstán se morían de hambre. El Gulag estaba abarrotado de prisioneros. Sin embargo, la transformación económica no fue una ficción. Bajo el dominio de Stalin, la URSS estaba definitivamente en camino de convertirse en una sociedad industrial y urbana. Éste había sido el gran objetivo. Stalin había ganado su apuesta, aunque no sus millones de víctimas. Magnitogorsk y el canal entre el mar Blanco y el Báltico fueron construidos a expensas de las vidas de los convictos del Gulag, de los campesinos ucranianos e incluso de los desnutridos y extenuados obreros de las fábricas.

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