Stalin

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III. El déspota » 25. Ascenso a la supremacía

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ASCENSO A LA SUPREMACÍA

Una vez Stalin había desfilado ante el partido como el paladín de la Nueva Política Económica de Lenin. Como secretario general del partido había ordenado registros de los archivos y había sacado a la luz todos los desacuerdos que se habían producido entre sus enemigos —Trotski, Kámenev, Zinóviev y Bujarin— y Lenin. Stalin mismo había tenido fuertes desavenencias con Lenin entre 1922 y 1923. Sin embargo, cuando el trotskista norteamericano Max Eastman publicó documentos relacionados con esa disputa en 1925, Stalin consiguió que el Politburó le ordenara a Trotski que los rechazara por falsos. Implícitamente, tenía la pretensión de ser el único que lealmente mantenía viva la llama de la memoria de Lenin.

La prudencia hizo que se abstuviera de anunciar el abandono de la NEP. Más aún, podía percibirse algo más que un destello de las ideas de Trotski en las nuevas medidas económicas que adoptó. A Stalin le convenía simular que estaba consolidando el legado de Lenin. Sin embargo, al mismo tiempo quería asegurar su posición de líder supremo del partido. Ya no bastaba con aparecer como la voz de su amo: Stalin tenía que imponer su propia figura. Se le presentó una buena ocasión durante la celebración de su quincuagésimo cumpleaños en diciembre de 1929[1]. Pravda disparó una batería de encomios acerca de sus contribuciones pasadas y presentes a la causa revolucionaria. No había habido nada semejante desde el quincuagésimo cumpleaños de Lenin en abril de 1920, cuando Stalin se había contado entre los principales panegiristas. Stalin podía vanagloriarse. Había logrado sobrevivir a las tormentas de la censura a propósito del Testamento de Lenin y a la crítica pública posterior durante la década. En el banquete en honor de Stalin, se escucharon una serie de discursos que enumeraban sus virtudes y sus logros. El subestimado secretario general había escalado hasta la cúspide del Partido Comunista de la Unión Soviética, del estado soviético y de la Internacional Comunista.

Se comportó de manera arrogante. Antes se le conocía por su trato llano y había parecido más bien «democrático» en comparación con la mayoría de los otros dirigentes del Partido[2]. Un joven llamado Nikita Jrushchov nunca olvidó la impresión que le causó Stalin en el XIV Congreso del Partido en 1925. Su delegación ucraniana le pidió a Stalin que se sacara una fotografía con ellos. Petrov, el fotógrafo, les daba instrucciones a gritos para que adoptaran la pose que quería. Stalin dijo con sorna: «Al camarada Petrov le encanta dar órdenes a la gente. Se pasa la vida dando órdenes, aunque eso ahora está prohibido aquí. ¡Basta de dar órdenes a la gente!»[3]. Jrushchov y sus amigos estaban maravillados: Stalin parecía uno de los suyos. Pensaron que se trataba de una revolución proletaria y que un compañero de la clase obrera estaba dirigiendo el partido que la había hecho. Pero la brecha entre Stalin y sus seguidores se ensanchaba. Exigía una obediencia total y a menudo interfería en la vida privada de los demás. Como no le agradaba la barba de Kaganóvich, le ordenó que se la afeitara y amenazó con hacerlo él mismo con las tijeras de su esposa Nadia[4]. Probablemente Stalin quería que los miembros del Politburó fueran identificados por su cara afeitada típica de la modernidad, pero tenía una brusca manera de lograr sus propósitos.

Había escalado hasta la punta del zigurat del poder, cuyo vértice era el Politburó. Sus miembros tomaban las grandes decisiones en materia de política, economía, asuntos nacionales y militares. La agenda del Politburó incluía habitualmente temas de cultura, religión y leyes. Stalin no tenía rivales allí. Entre los miembros del Politburó estaban Viacheslav Mólotov, Lázar Kaganóvich, Anastás Mikoián y Sergo Ordzhonikidze. Aunque dominaba el Politburó, Stalin no lo presidía. Subsistía la tradición de que el presidente del Sovnarkom debía desempeñar esa tarea[5]. Stalin entendía los instintos del partido. Como el emperador romano Augusto, que evitó autoproclamarse rey (rex) cuando estaba fundando una monarquía, Stalin sacrificó su vanidad personal en aras de la realidad del poder supremo. Su título principal era el de secretario general del partido —y a veces simplemente firmaba como secretario—[6]. Sus partidarios más importantes eran Mólotov y Kaganóvich. Ambos eran políticos decididos e ideológicamente comprometidos —y Stalin les había impuesto constantemente su voluntad—. Ambos se referían a él como el Jefe (Joziain) (lo hacían cuando no les escuchaba. Aunque permitía que algunos viejos camaradas le llamaran Koba, se inclinaba cada vez más porque sus compañeros políticos se dirigieran a él como «camarada Stalin» o «Iósif Visariónovich»). Casi ningún asunto importante del Politburó se acordaba en contra de sus deseos.

Nunca dejaba de trabajar, incluso durante las vacaciones en el mar Negro. Sus asistentes personales iban con él y se ocupaba de asuntos importantes que requerían su inmediata intervención vía telegrama. Mólotov y Kaganóvich se mantenían en contacto con él. Stalin mismo seguía consultando a otros líderes comunistas en la costa: hacían cola para reunirse con él. Pero éste era un aspecto secundario del drama principal. La preocupación central de Stalin era Moscú y se había asegurado de que los dos hombres que quedaban en la capital compartieran su visión general acerca de qué tipo de revolución era deseable. Había elegido bien.

Cuando estaba en Moscú, también delegaba muchas responsabilidades en Mólotov y Kaganóvich. Se tomaba la molestia de convocar al Politburó cada vez con menos frecuencia. De las setenta y cinco sesiones de 1924, el número bajó a cincuenta y tres en 1928 y a veinticuatro en 1933. Se tomaban las decisiones consultando a los miembros por teléfono, lo que fomentó su capacidad para manipular y controlar[7]. Por lo general Kaganóvich presidía el Orgburó y el Secretariado. En septiembre de 1930 Stalin escribió a Mólotov acerca de la necesidad de deshacerse de Rykov y de que Mólotov ocupase su lugar[8]. Otros miembros del entorno de Stalin se sintieron descontentos —y tal vez además celosos— a causa del plan para promocionar a Mólotov, y Voroshílov sugirió que el mismo Stalin debía hacerse cargo del Sovnarkom, de modo que se lograra la «unificación de la dirección». A Mólotov le faltaba «el talento de un estratega»[9]. No sin disfrutar del elogio, Stalin rechazó la sugerencia y otorgó el puesto a Mólotov. Deseaba concentrar sus energías en el partido y en la Comintern al mismo tiempo que sabía que Mólotov desempeñaría con lealtad las tareas que se le asignaran.

El Orgburó, el Secretariado y el Sovnarkom se ocupaban de asuntos que tenían que ser remitidos al Politburó si se suscitaba una disputa interna. Stalin se mantenía informado acerca de todo lo que pudiera entrar en conflicto con la política general o con sus intereses personales. En cualquier caso, los tres dirigentes tenían que mantenerse juntos. La economía soviética había sido sometida al torbellino de la industrialización a marchas forzadas y de la colectivización obligatoria en masa. Las revueltas populares estaban a la orden del día. La oposición interna del partido había sido sojuzgada pero no liquidada, y todavía existía la preocupación de que Zinóviev, Kámenev, Bujarin o incluso Trotski pudieran retornar para aprovecharse de la situación.

Los distintos Comisariados del Pueblo y otras instituciones estatales también estaban a cargo de partidarios de Stalin. No había lugar para las medias tintas. Si sus partidarios querían mantenerse en sus puestos tenían que cumplir las órdenes hasta las últimas consecuencias. En septiembre de 1929 el cuñado de Stalin, Stanisíaw Redens, que pertenecía a la Cheka, puso sobre aviso a Stalin de que el jefe de la OGPU, Viacheslav Menzhinski, había entrenado a sus oficiales para afrontar «fenómenos macabros» en el trabajo. Era un intento de poner un freno a la puesta en práctica de las políticas oficiales. Stalin deseaba celo y resultados, no formalidad en los procedimientos. Le escribió a Menzhinski indicándole lo «perverso» de sus métodos[10]. El adjunto de Menzhinski, Guénrij Yagoda, se arriesgó a recibir una desaprobación similar un año más tarde cuando le escribió a Stalin acerca de la «cruel coacción a los campesinos pobres y medios para que entren en los koljozes»[11]. Stalin también aumentó la presión en la Comisión de Control Central del Partido, la institución que juzgaba los casos de desobediencia a la política del partido. También estaba destinada a proteger a los bolcheviques contra un aparato central del partido excesivamente poderoso, pero esta función había caído en desuso. Stalin usó la Comisión de Control Central a cargo de Ordzhonikidze para acosar a los grupos de oposición hasta que dejaran de existir —y no tardó en culpar a su aliado Ordzhonikidze por falta de celo en el procesamiento de los causantes de disturbios[12].

Las asambleas conjuntas del Comité Central y de la Comisión de Control Central también se utilizaban como un medio para conseguir la ratificación de las propuestas de Stalin. Recurrió a este truco siempre que creyó que podría encontrar críticas en el Comité Central. Los resultados le satisficieron. La OGPU, la Comisión de Control Central y el Comité Central eran organismos que supervisaban toda la vida pública soviética, y se mantenían bajo la autoridad de Stalin y sus partidarios.

Después de la derrota de la Oposición de Izquierdas y la Desviación de Derechas, Stalin permitió que los opositores regresaran individualmente a la vida pública bajo condiciones estrictas. Si ellos solicitaban la rehabilitación, él requería que se retractaran como los herejes acusados ante la Inquisición española. Se requería una degradante autocrítica pública y con bastante frecuencia se obtenía. Muchos trotskistas en particular se sintieron atraídos por la máxima prioridad otorgada al rápido crecimiento industrial y, como nunca habían sido demócratas por principio, olvidaron sus exigencias de restauración de la democracia en el partido y los soviets y se unieron al grupo de Stalin. Entre ellos estaban Piatakov y Preobrazhenski. Esto no significaba que Stalin fuera a fiarse de ellos, pese a lo que declarasen en público. En septiembre de 1930, le escribió a Mólotov[13]:

Hay que vigilar cuidadosamente durante un tiempo a Piatakov, ese genuino trotskista derechista (otro Sokólnikov), que ahora representa el elemento más dañino de la composición del bloque de Rykov-Piatakov más la modalidad derrotista kondratievita de burócratas del aparato soviético.

A Stalin le inquietaba un posible reagrupamiento de facciones. Su lema era: si una vez fue opositor, siempre será opositor. Si se daban los motivos para que se volviese a expulsar a algún adversario de la vida pública, era muy poco probable que intentara un acercamiento amable.

Esta tendencia a ver lazos conspirativos entre los que no estaban de su parte se detectaba en una nota que le envió a Ordzhonikidze en 1930. La OGPU había interrogado a un gran número de oficiales del Ejército Imperial y había descubierto que varios tenían depositadas sus esperanzas en Mijaíl Tujachevski. Aunque no se encontró ni la más mínima prueba de que Tujachevski planeara un coup d’état, las sospechas de Stalin se acentuaron[14]:

En todos los aspectos, Ttijachevski se ha convertido en colaborador de los elementos antisoviéticos y ha sido especialmente influido por los elementos antisoviéticos procedentes de las filas de los derechistas. Esto es lo que se desprende de las actas [de los interrogatorios]. ¿Es posible? Desde luego que es posible, ya que no ha podido descartarse. Obviamente los derechistas están preparados para llegar al extremo de una dictadura militar, si con eso se ven libres del C[omité] C[central], de los koljozes y de los sovjozes, de las tasas bolcheviques de desarrollo de la industria.

Stalin no dudaba: Tujachevski, Kondratiev y Bujarin eran los líderes de este «bando» desleal de los derechistas[15]. Solo después de que la OGPU hiciera su trabajo creyó que Tujachevski estaba «limpio al cien por cien»[16].

Disparaba sus ideas como proyectiles de acero dirigidos a las mentes de sus partidarios. Mólotov, Ordzhonikidze, Kaganóvich, Voroshilov y algunos pocos más eran las personas de su confianza, y su objetivo implícito era formar en el Kremlin una banda fanática que lo reverenciara como a su jefe. Todos los que se interponían en su camino eran expulsados. En octubre de 1930 arremetió contra el comisario del pueblo de Finanzas. Escribió al Politburó ordenando: «Cuelguen a Briujánov de las pelotas por todos sus pecados presentes y futuros. Si las pelotas resisten, considérenlo absuelto en el tribunal; si no resisten, ahóguenlo en el río»[17]. Stalin hizo un dibujo de Briujánov suspendido en el aire y sujeto a una polea por una soga que le tiraba del pene y los testículos hacia atrás a través de las piernas. A veces, sin embargo, se ridiculizaba a sí mismo. Una vez, al escribirle a Voroshílov en marzo de 1929, se burló de su propia imagen grandiosa: «¿Líder del mundo [Vozhd]? ¡Que se vaya a joder a otra parte!»[18].

Pero aunque Stalin pudiera reírse de sí mismo de este modo, no permitía que los miembros de su banda hicieran lo mismo: su dignidad le importaba en grado sumo, al igual que su autoridad. Fue él quien decidió quién podía unirse a la banda y quién tenía que irse. También indicó a la banda quiénes eran los enemigos. Engatusó a los miembros del grupo para que consideraran a sus críticos como los peores renegados. En realidad, hacia 1932 le dijo a Kaganóvich que hiciera que Pravda «maldijera cruda y tajantemente» no sólo a los mencheviques y a los social-revolucionarios, sino también a los Desviacionistas de Derechas y a los trotskistas, acusándolos de estar a favor de la restauración del capitalismo[19]. La intención era evidente. Stalin y la banda del Kremlin debían ser vistos como los únicos depositarios de la sabiduría política y del compromiso socialista. Había que convencer al pueblo de la URSS de que sólo los dirigentes más poderosos del partido serían quienes verdaderamente brindarían a la sociedad el bienestar material y social, y de que los antiestalinistas hundirían el país y le harían retroceder a los viejos y malos tiempos de los codiciosos propietarios de fábricas, banqueros y terratenientes. Por lo tanto, la difamación de los oponentes podía llegar al punto de tejer la fantasía de que Bujarin y Trotski eran aliados del capitalismo occidental.

Stalin convirtió todas las críticas que se le hacían en un drama. La menor divergencia de sus deseos se consideraba una traición personal y política. Transmitió esta actitud a sus partidarios e hizo que atacaran en conjunto a quienes él deseaba derribar. En las vacaciones de septiembre de 1929, envió una nota furiosa a los miembros del Politburó Mólotov, Voroshílov y Ordzhonikidze[20]:

¿Han leído el discurso de Rykov? En mi opinión representa el discurso de un burócrata del soviet sin partido disfrazado con el tono de alguien «leal» y «partidario» de los soviets. ¡Ni una sola palabra acerca del partido! ¡Ni una palabra acerca de la Desviación de Derechas! ¡Ni una palabra acerca de los logros del partido que Rykov suciamente se atribuye a sí mismo pero que de hecho se consiguieron por medio de la lucha con los derechistas, incluyendo al mismo Rykov (…)! He descubierto que Rykov continúa actuando como presidente [del Politburó] en lugar de usted los lunes y jueves. ¿Es cierto? Si es cierto, ¿por qué permite semejante farsa? ¿A quién sirve y con qué fin?

Mólotov obedeció al instante: «Para mí es obvio (…) que St[alin] tiene razón. Solamente estoy en desacuerdo con que estábamos “protegiendo” a Rykov. Debemos, sin embargo, corregir el problema tal como lo propuso St[alin]»[21].

Para Stalin, una especie de versión soviética de Al Capone, era fácil encontrar nuevos miembros para su banda[22]. Cuando consideraba que sus otrora partidarios no demostraban suficiente celo o eficacia, promovía a otros. Algunos se contaban entre las figuras menos atractivas de la vida pública soviética. Andréi Vishinski, antes menchevique, se convirtió en fiscal general en 1935. Su propuesta fundamental de que la confesión (que podía ser obtenida bajo tortura) era la reina de las pruebas judiciales, resonó como música en los oídos de Stalin. Lavrenti Beria, primer secretario del Partido de la Federación Transcaucásica hasta su promoción en 1938 a la jefatura de la NKVD (que incluía la OGPU desde 1934), era aficionado a golpear personalmente a sus prisioneros. Nikolái Yezhov, un bisexual promiscuo y alcohólico, llegaba a las peores conclusiones acerca de la gente todavía más rápido que el mismo Stalin. Stalin iba a convertirse en jefe de la NKVD en 1936. Otros como Nikita Jrushchov, que encabezó el Comité del Partido de la Ciudad de Moscú desde 1935, tenían un lado decente, aunque esto no le impidió tomar parte en la matanza durante el Gran Terror.

Stalin no descuidó la Comintern. Bujarin había supervisado su Comité Ejecutivo en nombre del Politburó desde la destitución de Zinóviev. Con la ruptura entre Stalin y Bujarin en 1928, este organismo se convirtió en un terreno en disputa y Bujarin fue expulsado del Comité Ejecutivo en abril de 1929. Durante un tiempo Stalin confió en Dmitri Manuilski y en Ósip Piátnitski para que continuaran con la función en su nombre en la Comintern. Eran responsables de los principales partidos comunistas europeos. Una férrea jerarquía controlaba lo que sucedía con el comunismo alemán, italiano y francés. El sistema de mandos se reforzó mediante la presencia en Moscú de varios dirigentes destacados y de confianza en representación de sus países de origen. Entre ellos se encontraban Ernst Meyer, Palmiro Togliatti y Maurice Thorez. Pero la Comintern no se limitó a un control a distancia. Así, el húngaro Eugen Fried fue enviado a París para mantenerse en contacto con el Politburó del Partido Comunista Francés, y los comunistas de Francia no se atrevían a tomar decisiones importantes sin obtener su autorización[23]. La Comintern había sido estrictamente controlada desde su fundación en 1919; pero el grado de interferencia aumentó en la década de los treinta, cuando Stalin trataba de asegurarse de que nada de lo que hicieran los comunistas en el extranjero pudiera perjudicar los intereses de lo que él estaba intentando en la URSS.

No era habitual que Stalin diera razones de lo que hacía. De hecho, no sucedía en absoluto. Era un camorrista callejero metido a político: no había límites. Creía que esto era lo que la situación requería. Aunque elaboró una imagen ridícula de sus enemigos, su desasosiego acerca de su propia posición y de la de sus partidarios no era del todo imaginario. Habían arrancado de cuajo el timón que orientaba las políticas de la NEP e iniciaron un proceso de transformaciones económicas rápidas y violentas. La banda tenía que hacerse responsable de las consecuencias. No podían esperar misericordia a menos que garantizaran un incremento de la capacidad económica y militar. Esto daba sentido a denostar a los críticos en caso de que las cosas fuesen mal. Citando las palabras de Lenin en el X Congreso del Partido en 1921, Stalin le dijo a Kaganóvich que las disensiones provocadas por facciones que se desviaran de la línea trazada por el sector dominante de la dirección darían como resultado la emergencia de tendencias de «Guardia Blanca» y «la defensa del capitalismo»[24]. Lenin no había dicho tal cosa. Pero a Stalin no le importaba: quería avivar la mentalidad de acoso ya experimentada por sus compañeros del Politburó; la repetición de acusaciones descabelladas servía a este deseo.

Mientras que rehabilitó a varios miembros arrepentidos de la Oposición Unida, Stalin no mostró indulgencia hacia el impenitente Trotski. En enero de 1929 el Politburó discutió acerca de qué hacer con el hombre que podía causarles los mayores problemas. Desde su exilio en Alma-Ata, Trotski producía agitación en Moscú. Los partidarios que le quedaban mantenían presente su recuerdo con la esperanza de que su vuelta al poder no se pospusiera mucho tiempo. Incluso algunos miembros del entorno de Stalin trataron de instarle a que hiciera volver a Trotski, ya que básicamente la orientación económica oficial era la que Trotski había recomendado desde hacía mucho tiempo (y Aarón Solts le dijo a Ordzhonikidze que Trotski aportaría mayor lucidez a esa política)[25]. Trotski no manifestó la menor intención de acercarse a Stalin, quien por su parte temía que hasta que no se deshiciera de su viejo enemigo siempre existiera el peligro de que Trotski explotara cualquier dificultad que surgiera durante el Primer Plan Quinquenal.

Sin embargo, Stalin todavía no había defendido su eliminación física. Ningún bolchevique veterano había sido ejecutado por disensiones políticas. La alternativa al exilio en Alma-Ata era la deportación de la URSS. Ya en el verano de 1927 Stalin había considerado la posibilidad de enviarlo a Japón[26]. El Politburó llegó a una decisión el 10 de enero de 1929 y Trotski fue expulsado por «actividades antisoviéticas»[27]. El destino elegido fue Turquía. Trotski y su familia surcaron el mar Negro en el vapor Ilich. El Politburó calculó que sería rechazado por los partidos de la Comintern (como sucedió) e ignorado por las potencias capitalistas del mundo (como sucedió). Pero Trotski no estaba acabado. Comenzó a publicar con regularidad un Boletín de la oposición desde el extranjero. Expulsado del partido y del país, no tenía nada que perder. Lo que desconcertaba a Stalin era que el contacto de Trotski con la URSS no se hubiese interrumpido. El Boletín informaba de las controversias en la dirección central del partido. Trotski conocía los chismes políticos que circulaban en Moscú; también rebuscaba en sus recuerdos en busca de ejemplos de la estupidez y maldad de Stalin y los describió en su autobiografía[28] —sabía bien que Stalin odiaba que le ridiculizasen o criticasen—. El Boletín circulaba clandestinamente, lo mismo que había sucedido en tiempos de la facción bolchevique antes de 1917. La deportación no era la cura para los males del trotskismo.

Stalin no volvió a cometer el error de dejar que un líder de la oposición escapara de sus garras. En el verano de 1929 supo que Vissarión Lominadze y algunos otros bolcheviques de segunda fila criticaban su modo de actuar y sus políticas. Al año siguiente hubo más problemas. Lominadze habló también con el presidente del Sovnarkom de la RSFSR, Serguéi Syrtsov. Stalin llegó a la peor conclusión posible y le escribió a Mólotov[29]:

Aquí le envío los dos comunicados de [el informador interrogado] Reznikov acerca de la agrupación contraria al partido —y básicamente desviacionista de derechas— de la facción Syrtsov-Lominazde. Una vileza inconcebible. Todos los detalles apuntados en las comunicaciones de Reznikov corresponden a la realidad. Estuvieron jugando con la idea de dar un coup d’état, estuvieron jugando a ser el Politburó, y han terminado en un completo fracaso.

Las sospechas de Stalin eran demasiado fantasiosas incluso para Mólotov, de modo que Lominazde y Syrtsov simplemente fueron expulsados del Comité Central.

La atmósfera de una caza de brujas política se hacía más densa.

Nikolái Bauman fue expulsado del Secretariado del Comité Central por mostrarse un tanto conciliador con los antiguos miembros de la Oposición Unida. Stalin, Mólotov y Kaganóvich estaban extremadamente tensos. Sus políticas apostaban fuerte. En su intento de consolidar el régimen y de profundizar en la revolución atacaban a un amplio frente de enemigos en materia de política, economía y sociedad. Esto requería un vigoroso despliegue del partido, de las fuerzas armadas y de la OGPU. Los dirigentes de estas instituciones tenían que ser absolutamente de fiar. Había que reforzar la dotación de personal y de recursos materiales de cada una de estas instituciones para que pudieran desempeñar sus tareas. Pero, a medida que aumentaba el poder del estado, surgía el peligro de que se incrementara la capacidad de esta clase de dirigentes de minar el Politburó. Los seguidores tibios no servían para los planes de Stalin. Lo único eficaz era el apoyo incondicional.

La firmeza que mostró Stalin entre 1930 y 1931 no logró evitar que se le criticara en secreto entre los cuadros superiores del partido. Aunque el grupo de Syrtsov-Lominazde había sido desarticulado, surgieron otras pequeñas agrupaciones. Una de ellas estaba formada por Nikolái Eismont, Vladímir Tolmachov y A. P. Smirnov. Denunciados por informadores en noviembre de 1932 e interrogados por la OGPU, confesaron deslealtad verbal. Pero esto no fue suficiente para Stalin. El pleno conjunto del Comité Central y la Comisión de Control Central, reunido en enero de 1933, condenó a los dirigentes por haber formado una «agrupación contraria al partido» y aprovechó la oportunidad para amonestar a Rykov y a Tomski por mantener contactos con «elementos contrarios al partido»[30]. Sin embargo, no bien se habían ocupado de un grupo cuando se descubría otro. Martemián Riutin, un funcionario del partido del distrito de Moscú, odiaba la dictadura personal de Stalin. Junto con varios amigos de parecer similar, se reunían en sus casas al anochecer para discutir y Riutin escribió un panfleto pidiendo que se destituyera a Stalin de su cargo. Riutin fue arrestado. Stalin, que interpretó el panfleto como una instigación al asesinato, exigió la ejecución de Riutin. Finamente fue sentenciado a diez años de confinamiento él Gulag[31].

Stalin nunca olvidó un detalle ni dejó pasar la ocasión de devolver el golpe. Podía esperar la ocasión propicia tanto tiempo como fuera necesario. Todo árbol alto que talaba saciaba un ego que había sido herido durante años de subestimación y burla. Tenía una extraordinaria memoria, y sus futuras víctimas estaban anotadas en una lista larguísima. Extendió su desconfianza a sus aliados y subordinados. Exigía una lealtad absoluta. Su hija Svetlana, al escribir unas respetuosas memorias en 1967, recordaba[32]:

Si expulsaba de su corazón a alguien a quien había conocido durante largo tiempo y si en su alma ya había colocado a esa persona entre las filas de los «enemigos», era imposible mantener una conversación con él sobre esa persona.

Éste era su modo de actuar. ¡Un enemigo es siempre un enemigo! Incluso si se veía forzado por razones internas del partido a mostrar misericordia, siempre intentaba saciar su sed de venganza a su debido tiempo.

Bujarin tardó en darse cuenta de ello. Hasta 1928 se había conformado con tener de su lado a este camarada agresivo y rudo. Cuando se produjo su ruptura con Stalin, sabía que sería difícil obtener nuevamente su favor. Y aun así siguió tratando de lograr que se le readmitiera en la actividad pública. Escribió cartas de súplica a Stalin. Continuó yendo a la dacha de Stalin en Zubálovo y pasando tiempo allí, charlando largo y tendido con Nadia Allilúeva y jugando con los niños. Sin embargo, cometió la estupidez de no dejar de comentar sus verdaderas opiniones con otros líderes de la oposición. A veces lo hacía por teléfono. Apenas podía sospechar que la OGPU suministraba a Stalin las transcripciones de sus llamadas. Bujarin, Kámenev y Zinóviev aportaban el material que haría tan terribles las últimas represalias de Stalin. Sabía que sus halagos y su obediencia no eran sinceros.

Sus partidarios cercanos estaban igualmente decididos a consolidar la autoridad de su banda. Pero casi siempre en el curso del Primer Plan Quinquenal era Stalin quien tomaba la iniciativa de perseguir o suprimir a los enemigos del grupo. Nadie era más suspicaz ni agresivo. Sin embargo, su personalidad desequilibrada no era el único factor en juego. Aunque exageraba la dimensión de la amenaza inmediata que pesaba sobre el grupo dirigente, tanto él como sus colaboradores tenían motivos para angustiarse. Trotski se mantenía activo en el extranjero. Bujarin se convirtió en editor del periódico gubernamental Izvestiia («Noticias») en 1934; Zinóviev y Kámenev volvieron a ocupar un lugar destacado más o menos en la misma época. Un liderazgo alternativo a la espera se había reformado a sí mismo. La experiencia del partido bolchevique en 1917 había demostrado que un grupúsculo político podía poner un país patas arriba. Stalin tenía que vigilar. El hecho de que, entre sus propios partidarios, unos alevines —Lominadze, Syrtsov, Eismont, Tolmachov y Smirnov— hubieran demostrado deslealtad, lo ponía todavía más nervioso.

Más aún, las expresiones de disgusto acerca de las «cuestiones campesinas» eran un lugar común en el Ejército Rojo. En tanto las fuerzas armadas estaban imponiendo la política agraria oficial, esto tenía que ser un motivo de preocupación. En su gran mayoría los soldados odiaban las granjas colectivas. Circulaban muchos rumores. En 1930 corrió la noticia, en el Distrito Militar de Moscú, de que Voroshílov había matado a Stalin[33]. Las implicaciones eran obvias: existía un claro deseo de un cambio en la política. Después de haberse erigido en el principal protagonista del cambio radical, Stalin se había convertido en el blanco de la impopularidad.

En todos los niveles de autoridad de la URSS había descontento. Los dirigentes regionales del partido sentían una creciente inquietud debido a las reacciones impredecibles y violentas de Stalin; no les agradaba la posibilidad de que pudiera seguir presionándolos para que se incrementaran las tasas de crecimiento económico —y el Primer Plan Quinquenal había otorgado a estos dirigentes mucho más poder que el que tenían bajo la NEP—. El partido había sido la institución de vanguardia del Primer Plan Quinquenal. Cuando el estado se apropió del sector privado de la economía y mientras el conjunto de la economía se expandía, cada uno de los dirigentes regionales del partido adquirió una enorme autoridad. Muchos dirigentes, acosados por la imposición de cuotas de producción por parte del Kremlin y conscientes del gran desorden y descontento que reinaban en sus respectivas regiones, anhelaban un período de reducción de las exigencias más que una transformación rápida y continua. Los dirigentes de varios Comisariados del Pueblo en Moscú y en las provincias sentían una inquietud similar acerca de Stalin y el Politburó. El estado soviético, aunque ganaba mucho con las medidas del Primer Plan Quinquenal, estaba muy lejos de lograr la aceptación incondicional de cualquier política que transmitiera desde arriba.

Por debajo de la estratosfera del partido y de los cargos del gobierno había millones de descontentos. Miles de opositores esperaban la caída de Stalin. Fuera de las filas del bolchevismo existían posturas aún más irreconciliables. La mayoría de los social-revolucionarios, mencheviques y kadetes habían dejado su actividad política, pero estaban dispuestos a proseguir con ella si surgía la oportunidad. Lo mismo pasaba con los borotbistas, dashnakos, musavatistas y los muchos otros partidos nacionales que habían sido suprimidos en la Guerra Civil. Además estaban los sacerdotes, los mulás y los rabinos que habían sufrido la persecución de los bolcheviques y, aunque más de tres millones de personas habían emigrado después de la Revolución de octubre, aún seguían allí muchísimos aristócratas, banqueros, industriales, terratenientes y comerciantes que seguían suspirando por la caída del estado soviético.

Varios años de violencia estatal y represión popular habían hecho más profunda la ira contra el régimen. Los kulaks y sus partidarios habían sido asesinados o deportados. Los directores industriales y otros expertos habían sido perseguidos. Los «nacionalistas burgueses», incluidos los rusos, habían sido encarcelados. Los líderes religiosos que quedaban habían sido perseguidos. Juicios ejemplarizantes se habían organizado en Moscú y en las provincias. El sistema de campos de trabajo incluía un millón de convictos. Zonas enteras del norte de Rusia, Siberia y Kazajstán estaban habitadas por colonos forzosos que vivían y trabajaban en condiciones apenas mejores que las de la prisión. La hostilidad al régimen no se limitaba a los que habían sufrido el arresto o la deportación. Los campesinos de las granjas colectivas, en especial en las zonas de hambruna, odiaban el sistema agrícola que se había impuesto a las aldeas. Los trabajadores estaban molestos porque las autoridades no habían logrado cumplir su promesa de elevar el nivel de vida del pueblo. Incluso entre los administradores recién promovidos en ámbitos políticos y económicos había muchos a los que les desagradaban las crueles prácticas del régimen. La aparente obediencia ocultaba en gran medida la verdad. Había una multitud de individuos que sufrían los métodos arbitrarios y punitivos del orden soviético y seguramente podía contarse con su apoyo para casi cualquier movimiento contra Stalin y su política.

Pero no era así como los propagandistas oficiales presentaban la situación, y los camaradas que viajaban por el mundo reproducían su complacencia triunfal; en realidad, la idea de que Stalin no tenía razones externas para sentirse inseguro se había convertido en el punto de vista normal sobre la situación de la política soviética a principios de la década de los treinta. Sin embargo, los dictadores no son inmunes a la inestabilidad política, y los dirigentes bolcheviques percibían que las clases importantes de la sociedad les desbancarían si alguna vez se les presentaba la ocasión. Stalin había ganado varias batallas. Había instigado la industrialización a marchas forzadas y la colectivización acompañadas de una represión masiva. Había impuesto los objetivos del «socialismo en un solo país». Había desbaratado las antiguas oposiciones internas del partido. Se había convertido en el dictador de la URSS en todo salvo el nombre. Sin embargo, tanto él como sus partidarios no carecían de apoyo. Los funcionarios promovidos disfrutaban de sus nuevos privilegios. Los miembros del Komsomol y los jóvenes activistas del partido estaban entusiasmados con el proyecto de transformación revolucionaria. Los activistas culturales admiraban la campaña contra el analfabetismo. El personal militar apreciaba el crecimiento y la consolidación de las fuerzas armadas. Se consideraba que, mientras que las economías occidentales sufrían los efectos del colapso de Wall Street, la URSS lograba un grandioso avance industrial.

Stalin y sus partidarios no habrían durado en sus cargos sin ese apoyo. Todavía no estaba claro si el apoyo era mayor que la hostilidad que existía en el estado y en la sociedad. Por el momento nadie se atrevía a desafiar a Stalin. Había alcanzado la ansiada cima del poder. Pero esa cima era un lugar inseguro, y quedaba por ver si tendría que pagar por haber alcanzado tan elevada posición.

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