Stalin

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III. El déspota » 27. Un hechicero moderno

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UN HECHICERO MODERNO

Stalin y sus colaboradores tenían la intención de convertir la URSS en un megalito industrial y militar. Eran militantes. Luchaban para cambiar la sociedad de arriba a abajo. Peleaban por una «revolución cultural». Su campaña, tal como la concebían, requería que el conjunto de las actitudes y conductas del país se transformaran de acuerdo con el espíritu de la Ilustración en general y del marxismo en particular. Había que declarar la guerra a las ideas tradicionales. La religión tenía que ser erradicada y las afiliaciones nacionalistas, disueltas. Había que obligar a la intelliguentsia de las artes y las ciencias a someterse, o si no sería descartada. El objetivo era que el comunismo se convirtiera en la ideología aceptada por todos y que la variante del marxismo-leninismo concebida por Stalin constituyera su núcleo. No había descubierto repentinamente esta inclinación. En la década de los veinte había impulsado el adiestramiento de los jóvenes comunistas para que asumieran cargos con autoridad y difundieran las ideas del partido[1]. Toda la generación de veteranos bolcheviques compartía este punto de vista. Creían que la consecución del socialismo requería una ruptura fundamental con la vieja sociedad y con las élites que formaban su opinión.

Stalin, como todo comunista, insistía en que la cultura no se limitaba a la poesía de Pushkin, sino que abarcaba la alfabetización, las matemáticas elementales, la higiene, la vivienda, la alimentación, la conciencia y la eficiencia. Había un éxtasis casi religioso en los sermones políticos que tanto él como sus compañeros dirigentes daban al «frente cultural». Los escritores fueron designados como «ingenieros de almas». Su fe marxista se fundía con un espíritu beligerante. Nadie subestimaba las dificultades de la campaña cuando Stalin instó a los combatientes culturales a ponerse manos a la obra. En el XVII Congreso del Partido en enero y febrero de 1934, declaró que todavía quedaban duras batallas por librar[2]:

Los enemigos del partido, los oportunistas de todos los colores, los nacional-desviacionistas de toda clase, han sido derrotados. Pero los restos de esas ideologías perviven en las mentes de algunos miembros del partido y a menudo dan prueba de su existencia (…) Y en nuestro país indudablemente existe un terreno abonado para tales inclinaciones, aunque sólo sea porque todavía tenemos capas intermedias de la población en la ciudad y en el campo de las que se nutren esas inclinaciones.

Se pedía fervor y beligerancia. Stalin había empezado una guerra que estaba decidido a ganar.

La mayoría de los observadores han supuesto que su objetivo primordial era meramente «ponerse a la par» con Occidente. Esto es subestimar sus propósitos. Su proyecto abarcaba mucho más, y el clima que existió durante su gobierno, que engendró un gran entusiasmo popular, resulta incomprensible sin ese proyecto. Cuando Stalin hablaba de la necesidad de introducir la «modernidad» (sovremennost) en la URSS, lo que tenía en mente era algo más que la ciega imitación de los países capitalistas más avanzados. La modernidad soviética, según su concepción, sería de una clase muy superior.

Tanto él como el resto del Politburó creían en el marxismo. La vertiente utópica de su concepción ocupaba el primer plano a comienzos de la década de los treinta; pensaban que la modernidad soviética elevaría a la humanidad a un plano más alto de existencia no sólo por eliminar las viejas y perniciosas tradiciones rusas, sino también por realizar cosas sin paralelo en Occidente. El desempleo ya había sido erradicado y pronto se cerraría la brecha que existía entre las condiciones de vida de la ciudad y el campo[3]. Se garantizarían el suministro de alimentos, la vivienda, la educación y la atención sanitaria para todo el mundo. Los bolcheviques siempre habían sostenido que el capitalismo era un sistema económico derrochador por naturaleza en comparación con el socialismo. Marx y Lenin habían escrito que los industriales y los banqueros desarrollaban inevitablemente un interés por aventajar a sus competidores y por bloquear el avance tecnológico a expensas de las necesidades y aspiraciones populares. En la URSS de Stalin los recursos no se iban a expandir de forma improductiva. Se señalaba como una virtud la uniformización de productos y servicios. El mayor bien era el principio de disponibilidad común. Stalin era hostil, al menos en público, al mantenimiento de subsectores de la industria dedicados a la producción de bienes de lujo. La tendencia a la elección individualizada fue conscientemente minimizada. Para la «nueva persona soviética» la prioridad era aceptar las obligaciones que implicaba ser miembro del «colectivo».

Stalin defendía ideas de este tipo en discursos y en artículos. Las personificaba en sus apariciones y conducta públicas. Su túnica de corte militar, su tendencia a evitar la palabra «yo», su forma de emitir órdenes en nombre de los respectivos órganos del partido en lugar de hacerlo en el suyo propio, incluso su falta de artificios oratorios: todos estos rasgos contribuían a transmitir el mensaje de que la modernidad soviética finalmente triunfaría y traería beneficios sin precedentes a los trabajadores de todo el mundo.

El sector más importante de la dirección del partido en gran medida había desbrozado el terreno para la transformación cultural. El Primer Plan Quinquenal estuvo acompañado de constantes campañas contra la religión, y el Ejército Rojo y los «veinticinco mil» arrestaron con igual entusiasmo a sacerdotes y kulaks. La religión tenía que ser erradicada. Muchas iglesias, mezquitas y sinagogas fueron cerradas. De los 73.963 edificios religiosos abiertos antes de 1917, sólo 30.543 fueron autorizados a funcionar hacia abril de 1936[4]. Los nacionalismos de cualquier clase también fueron pisoteados. Las élites de los distintos grupos nacionales y étnicos fueron objeto de intensas sospechas, incluyendo a mucha gente que se había alineado con los comunistas en los años anteriores. Los juicios ejemplarizantes a dirigentes «nacionalistas burgueses» se celebraban desde 1929. Se fundó con gran pompa la Liga de los Militantes Ateos. Cuando Mykola Skrípnik, un dirigente bolchevique ucraniano que había promovido con ahínco los intereses de su nación, se suicidó, no se presentó ninguna condolencia oficial. Los tiempos habían cambiado, y la URSS estaba siendo dirigida hacia las transformaciones que, según los bolcheviques veteranos, ya se habían demorado demasiado. Se cerraron las imprentas privadas. Los viajes entre la URSS y los países extranjeros se volvieron imposibles a menos que los órganos políticos y policiales dieran su autorización. El sector principal del poder trató de aislar el país de todas las influencias ideológicas salvo la suya. Las ideas fundamentales del bolchevismo por fin iban a convertirse en realidad.

Sus presupuestos habían sido más pluralistas antes de la Revolución de octubre que después. El sector más inflexible del bolchevismo se impuso a sus otras tendencias después de 1917, y el extremismo de Stalin y sus secuaces prevaleció sobre las orientaciones que una vez había apoyado el resto del Politburó. La violencia y la crueldad de la nueva campaña de «revolución cultural» fueron notables.

Tampoco la alta cultura se dejó de lado como campo de batalla. Las anteriores intervenciones de Stalin habían sido de índole confidencial, y en la década de los veinte habían sido Trotski y Bujarin los que se habían destacado por sus contactos con la intelliguentsia creadora. Trotski había escrito Arte y revolución. Ahora Stalin buscaba imponerse. En 1930 dictó la historia política del bolchevismo anterior a 1914[5]. Cada vez con mayor asiduidad sus subordinados interferían en las artes y ciencias a través del Departamento de Agitación y Propaganda del Secretariado. Lejos estaban los tiempos en que Anatoli Lunacharski (muerto en 1933) o Nadezhda Krúpskaia podían fijar las líneas principales de la política a través del Comisariado del Pueblo de Instrucción. Stalin estaba decidido a conseguir el tipo de cultura, alta y baja, que conviniera al estado y a la sociedad que estaba construyendo. Incrementó sus contactos con los intelectuales. Vigilaba las obras de teatro y el ballet mucho más que antes. Seguía leyendo novelas, libros de historia y compendios de ciencia contemporánea. Consiguió que sus colaboradores hicieran lo mismo. La transformación cultural tenía que ser dirigida con la misma firmeza que se empleaba para los cambios sustanciales en la economía y la política.

Acogió a unos pocos intelectuales como acompañantes ocasionales. Esto también significó un cambio respecto a los años anteriores, cuando sólo sus secuaces políticos, exceptuando al poeta Demián Bedny, estaban cerca de él. Maxim Gorki, al que había convencido para que volviera en 1931 de un exilio autoimpuesto, frecuentaba la dacha de Stalin. Entre otros visitantes estaban los novelistas Mijail Shólojov y Alexéi Tolstói.

Sin embargo, fuera cual fuera su opinión de los méritos literarios de Gorki, nunca dejaba de tener en cuenta las razones de estado. Gorki era famoso en Occidente y podía convertirse en ornato de la URSS. A su regreso fue celebrado como un gran intelectual proletario. Stalin quería algo como contrapartida. En 1929 persuadió a Gorki para que visitara el campo de prisioneros de Solovki; incluso lo engatusó para que se convirtiera en el coautor de un libro sobre la construcción del canal del mar Blanco[6]. Gorki fue embaucado para que creyera que se estaban haciendo esfuerzos humanitarios para rehabilitar a los trabajadores convictos. También presidió el Primer Congreso de Escritores en 1934 y contribuyó a la formación de la Unión de Escritores. La aprobación de Gorki ayudaba a Stalin a mantener el arte de la URSS bajo un estricto control político. Como pago por ello, Stalin tenía que escuchar las quejas del escritor acerca del maltrato del que eran objeto distintos intelectuales por parte de las autoridades. Pero afortunadamente para Stalin, Gorki murió en el verano de 1936. Proliferaron los rumores de que la NKVD lo envenenó por importunar con demasiada frecuencia al secretario general. Sea como fuere, lo cierto es que la muerte de Gorki le dio a Stalin la libertad de transformarlo en una figura emblemática del arte oficial de la URSS.

Shólojov y Tolstói también se relacionaron con Stalin. El Don apacible de Shólojov fue una de las pocas buenas obras de la prosa soviética de entreguerras que no atacaba las premisas del comunismo. Ambientada en los pueblos cosacos del sur de Rusia y plagada de expresiones dialectales, la novela era una saga de la Guerra Civil. La primera edición contenía episodios que se consideraron indulgentes con los blancos. Shólojov, después de modificar el texto como se le exigía, entró a formar parte del canon clásico del régimen. También produjo una especie de continuación, Campos roturados, acerca de la campaña de colectivización. De menor calidad estética, reforzó la sospecha de que había robado la mayoría de los capítulos de El Don apacible a un escritor cosaco muerto[7]. Aun así, Shólojov no era un lacayo servil. Le horrorizó lo que presenció en el campo cuando los cosacos fueron brutalmente obligados a trabajar en las granjas colectivas. Escribió repetidas veces a Stalin denunciando esta situación. Cuando aumentó la hambruna en el sur de Rusia, la correspondencia se tornó más acalorada por ambas partes[8]. Las cartas de Shólojov son testimonio de su coraje; el compromiso asumido por Stalin con el escritor indica que reconocía que los intelectuales leales desempeñaban una función útil para él al plantear cuestiones difíciles sin amenazar nunca su posición política. Ningún político salió indemne de semejante impertinencia.

Otro escritor que gozaba del favor de Stalin era Aléxei Tolstói, el novelista patriota sobrino del escritor del siglo XIX. Tolstói había llegado a pensar que los bolcheviques habían emprendido la tarea histórica de reunificar Rusia, deshaciéndose de sus enemigos internos y llevando a cabo su necesaria industrialización. El novelista proporcionó a Stalin ideas relacionadas con la continuidad entre los modelos de gobierno imperial y comunista. Según Tolstói, el deber del secretario general del partido era mantenerse firme en la tradición de Iván el Terrible y Pedro el Grande. Iván y Pedro habían usado métodos brutales en aras de los intereses del país. Tolstói llamaba a una puerta abierta: Stalin, incansable estudioso de la historia rusa, ya había visto las semejanzas con los reinados de Iván y Pedro[9].

Sabía lo que le gustaba tanto en el arte como en la historia. En el teatro había admirado Los días de los Turbin de Mijaíl Bulgákov desde su estreno en 1926. Era una obra de teatro acerca de las alianzas cambiantes en la Ucrania de la Guerra Civil. La devoción de Stalin mostró su disposición a entender la lucha en términos mucho menos simplistas que los de los libros de texto oficiales de historia: Bulgákov presentaba no sólo a los rojos, sino también a los blancos con rasgos positivos. En el ballet Stalin prefería El lago de los cisnes de Chaikovski a las nuevas piezas musicales y a las nuevas coreografías. El significado de esto es objeto de especulación. Tal vez simplemente deseaba mostrarse como un entusiasta de la danza clásica y, de cualquier modo, no encontró nada muy atractivo en la coreografía soviética. Lo mismo sucedía con la música. Aunque comenzó a asistir a sinfonías y óperas, pocos compositores contemporáneos captaron su admiración. Los poetas vivos tampoco le interesaron mucho. El poeta Vladímir Maiakovski, que se suicidó en 1930, se convirtió —como Gorki— en un tótem artístico del régimen. Stalin se limitó a honrar su memoria de boquilla (Lenin había afirmado que, en una época en que escaseaba el papel, era un escándalo destinar recursos para sus poemas). El secretario general conservaba un amor duradero por la poesía clásica georgiana, excluyendo la poesía soviética contemporánea.

En el transcurso de los años fue objeto de burla por su falta de gusto artístico. Sus enemigos derrotados se consolaban llamando la atención acerca de sus limitaciones intelectuales. Fueron demasiado lejos con sus ridiculizaciones. Stalin también podía culparse a sí mismo porque había ocultado deliberadamente su nivel de educación, sus obras poéticas y sus variados intereses intelectuales[10], y sus intercambios verbales con la mayoría de los escritores y pintores por lo general derivaban hacia cuestiones políticas.

De hecho, la llama del auténtico criterio estético de Stalin no se había apagado. Se manifestaba especialmente cuando se planteaban cuestiones acerca del arte de su Georgia natal. Cuando Shalva Nutsubidze compiló y tradujo al ruso una antología de poesía georgiana a mediados de la década de los treinta, Stalin no pudo resistirse a echar un vistazo al borrador mecanografiado. Volvió a fluir su entusiasmo de siempre por la poesía y anotó con lápiz en los márgenes algunas propuestas de corrección[11]. Nutsubidze y Stalin formaban una extraña pareja. Nutsubidze era un estudioso que se había negado a unirse al partido; su mismo proyecto de elaborar una antología de la literatura georgiana podría haber servido de pretexto para arrestarlo. Pero los dos hombres se llevaban bien y Nutsubidze creyó que las sugerencias de Stalin contribuían realmente a mejorar el texto[12]. Stalin se abstuvo de interceder a favor de la publicación. Tampoco dio una aprobación permanente a los intentos de resucitar su fama como poeta georgiano menor. Algunos de sus primeros versos lograron llegar a la imprenta y esto no pudo haber sucedido sin su autorización. Pero prevalecieron otras consideraciones. Los poemas no se reimprimieron demasiado mientras estuvo en el poder y no aparecieron en los tomos de sus Obras, publicados después de la Segunda Guerra Mundial. Las razones de estado se impusieron sobre la vanidad. Probablemente Stalin llegó a la conclusión de que la poesía romántica de su juventud podría desfigurar su imagen de «Hombre de Acero». Es posible que también quisiera fijar el tono literario del momento. La cultura tenía que ser juzgada por el rasero de las necesidades políticas actuales.

La literatura, la pintura y la arquitectura podían juzgarse con más facilidad según esta perspectiva reduccionista que la música. Stalin deseaba dos cosas a la vez. Quería una cultura para las «masas» y también se proponía expandir la alta cultura. Deseaba que los logros de la URSS superaran cualquier otro. Insistiendo en la secular grandeza rusa, asimiló al proyecto socialista posterior a 1917 a escritores y compositores del siglo XIX —Pushkin, Tolstói, Glinka y Chaikovski—. Personalmente sentía un gran entusiasmo por Dostoievski, al que consideraba un gran estudioso de la psicología humana[13]; sin embargo, sus opiniones políticas abiertamente reaccionarias, así como su fe religiosa de carácter místico, eran excesivas incluso para él, por lo que no aprobó la reedición de sus obras. Los libretos de las óperas de Glinka fueron reescritos y se prohibieron muchos de los escritos de Pushkin y Tolstói. Aun así, buena parte del legado artístico prerrevolucionario, con sus elementos conservadores, liberales y apolíticos, estaba a disposición del público. El programa cultural de Stalin era una mezcla inestable. Podía matar artistas a voluntad y aun así su política era incapaz de producir grandes obras de arte a menos que él, deliberada o inconscientemente, hiciera la vista gorda, al menos hasta cierto punto, sobre lo que sus artistas hacían en realidad.

La cultura en general fue objeto de intervenciones ocasionales por su parte —e impredecibles—. El asistente de Stalin, Lev Mejlis, telefoneó al dibujante Borís Yefímov en 1937 y le ordenó presentarse inmediatamente en el Kremlin. Sospechando lo peor, Yefímov fingió tener gripe. Pero «él» —Stalin— insistía; Yefímov pudo posponer la visita como máximo un día. En realidad, Stalin simplemente quería decirle que pensaba que debía dejar de dibujar figuras japonesas con dientes prominentes. «Por supuesto —replicó el dibujante—. No habrá más dientes»[14]. La intervención de Stalin en la producción de películas era igualmente directa. Borís Shumiatski, comisario del pueblo encargado del cine soviético hasta su arresto en 1938, entendió que el secretario general era el único crítico al que había que tomar en serio[15]. Stalin había instalado salas de proyección en sus dachas de las afueras de Moscú y del mar Negro. Películas como Lenin en octubre se contaban entre sus favoritas, pero le gustaba que el público no sólo fuera adoctrinado, sino que también se divirtiera. No puso objeciones a un melodrama de evasión como Circo y, como la propaganda acentuaba el patriotismo, Stalin aplaudió las películas Iván el Terrible y Alexandr Nevski, dirigidas por Serguéi Eizenshtein. Era un favor que Eizenshtein al mismo tiempo apreciaba y temía: sabía que Stalin arremetería con furia contra cualquier escena que considerara en conflicto con la política oficial del momento.

Las obras artísticas de mérito creadas en la década de los treinta —con muy pocas excepciones— cobraron existencia a pesar suyo. Se prohibió la publicación de las obras de Anna Ajmátova, que compuso su maravilloso ciclo elegiaco de poemas Réquiem entre 1935 y 1940 (sólo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando sus versos resultaban útiles para elevar la moral del pueblo, Stalin cedió en cierta medida)[16]. El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, una obra maestra de la prosa rusa, se quedó en el cajón del escritorio después de la muerte de su autor y no se publicó en forma completa en la Unión Soviética hasta 1975. Stalin incluso aterrorizó al genio de la música clásica rusa de mediados de siglo, Dmitri Shostakóvich, que fue denunciado por escribir piezas que nadie podía silbar. Shostakóvich fue obligado a «confesar» sus errores; en realidad, su Quinta sinfonía de 1937 llegó a conocerse como «La respuesta de un artista soviético a la justa crítica». Sin embargo, la música recibió un trato menos duro que las otras artes. Por muy aterrorizado que hubiera estado, Shostakóvich siguió componiendo y sus sinfonías se interpretaron. Apenas se publicaron unas pocas obras literarias de calidad. Entre ellas estaban las dos novelas de Shólojov y algunos de los cuentos de Andréi Platónov. Pero en general la política de Stalin arruinó el ya dañado panorama artístico de la URSS.

El Gran Terror de 1937 y 1938 iba a intimidar a la mayoría de los artistas hasta ponerlos en la disyuntiva de cooperar abiertamente con el estado o simplemente agachar la cabeza. Solo unos pocos desafiaron a la autoridad, Ósip Mandelshtam leyó en voz alta un poema contra Stalin en una velada privada en 1934[17]:

Vivimos, sordos a la tierra bajo nuestros pies,

A diez pasos de distancia nadie oye nuestras voces,

Pero donde no hay más que conversación a medias

El montañés del Kremlin será mencionado.

Sus dedos son tan gordos como larvas

Y las palabras, tajantes como pesas de plomo, caen de sus labios,

Sus bigotes de cucaracha escudriñan de soslayo

Y las puntas de sus botas relucen.

En torno a él una chusma de dirigentes de cuello delgado —aduladores—

Para él medio-hombres con quienes jugar.

Relinchan, ronronean, o lloriquean

Mientras él parlotea o apunta con el dedo,

Uno por uno van forjando sus leyes, para ser arrojadas

Como herraduras a la cabeza, el ojo o la ingle.

Y cada asesinato es un homenaje

Para el osetio de amplio pecho.

El último verso reproduce el rumor (no demostrado) de que Stalin era de ascendencia osetia.

Entre el auditorio de esa noche había un informante y el poeta fue arrestado. Sin embargo, ni siquiera Stalin sabía a ciencia cierta qué hacer con él. Su instinto lo impulsaba a ejecutarlo, pero en cambio telefoneó a otro gran poeta, Borís Pasternak, y le preguntó si era cierto que Mandelstam tenía un talento extraordinario. Pasternak estaba en una situación muy comprometida: si decía que sí, también podría ser arrestado, pero decir que no condenaría a su amigo y colega al Gulag. Pasternak dio una respuesta equívoca, lo que empujó a Stalin a comentar sarcásticamente: «¡Si yo tuviera un amigo poeta con problemas, me arrojaría contra una pared para salvarlo!»[18]. Mandelstam fue enviado al Gulag en 1938. La lista de artistas excelentes que fueron fusilados o encarcelados es dolorosamente larga. Durante la década de los treinta fueron muchos más los grandes intelectuales que perecieron que los que sobrevivieron. Isaak Bábel, autor de magníficos relatos sobre la caballería roja durante la guerra polaco-soviética de 1920, fue también una víctima, al igual que el director teatral Vsévolod Meyerhold. Incluso Mijaíl Bulgákov, cuyas obras de teatro habían complacido a Stalin en la década de los veinte, fue arrojado a los abismos de la depresión. Era un hombre destrozado, aunque libre, cuando murió en 1940. Anna Ajmátova sufrió muchísimo, aunque nunca fuera arrestada: en su lugar la policía se llevó a su hijo Lev. A diferencia de Bulgakov, ella soportó la situación con persistente fortaleza.

La represión también llegó a las instituciones educativas y a las ciencias naturales. Entre las víctimas de los juicios ejemplarizantes que se celebraron entre 1921 y 1931 hubo historiadores como Serguéi Platónov, que fue acusado de actividades nacionalistas rusas. Yevgueni Tarle, que más tarde se convirtió en uno de los historiadores preferidos de Stalin, fue encarcelado. La crítica literaria era otro campo de estudio que se consideraba peligroso. Aunque Stalin incluyó en su programa para la revolución cultural poesía y prosa del siglo XIX, no autorizaría la publicación de interpretaciones heterodoxas. La enseñanza y la investigación científicas también fueron perseguidas, ya que las veía como una amenaza para el régimen.

La lista de figuras sobresalientes que sufrieron la represión es muy extensa. Incluye al biólogo Nikolói Vavílov, al ingeniero aeronáutico Andréi Túpolev y al físico Lev Landau.

Este trato dispensado a los científicos del país chocaba con la campaña oficial para situar a la URSS en la vanguardia del progreso científico. Pero la Unión Soviética era un sistema político despótico y Stalin tenía prejuicios que imponía incluso en ámbitos de la investigación de los que no tenía el menor conocimiento. También estaba bien dispuesto hacia científicos que provenían de la clase obrera o el campesinado y que, pese a su formación limitada, desafiaban las ideas convencionales. Se sentía aún más atraído por cualquier idea científica que pareciera congruente con la torpe versión de la epistemología y ontología marxista que él propugnaba (y que desarrolló en el capítulo sobre materialismo dialéctico de la Historia del Partido Comunista de la Unión Soviética (Bolchevique): Curso breve[19]). El caso más notorio fue Trofim Lysenko, un peculiar genetista que declaró ser capaz de cultivar nuevas especies de plantas cambiando su entorno climático. Los genetistas con experiencia como Vavílov sostuvieron que Lysenko ignoraba décadas de experimentos que demostraban que las plantas no transmiten sus características ambientales adquiridas de una generación a otra. El lysenkoísmo era una forma bastarda de las hipótesis de Lamarek acerca de la selección natural. Vavílov no despertó interés en Stalin; Lysenko captó su entusiasmo. El resultado fue una catástrofe para la genética soviética y la condena de Vavílov a un campo de trabajos forzados.

Muchos de los científicos, investigadores y artistas que prosperaron bajo Stalin eran de tercer orden. El presidente de la Unión de Escritores de la URSS era el inepto Alexandr Fadéiev, no Bulgákov ni Pasternak; y era el mediocre Tijon Jrénnikov, en lugar del genio musical Dmitri Shostakóvich, el que lideraba la Unión de Compositores de la URSS. La fiabilidad política era lo que contaba en el Departamento de Agitación y Propaganda del Secretariado del Partido. Las organizaciones daban los permisos para trabajar en la Unión Soviética; podían fabricar o destruir las carreras de sus miembros. Asignaban los fondos, las raciones de alimentos, la atención médica y el uso de las dachas de vacaciones. Los dirigentes —del tipo de Fadéiev y Jrénnikov— iban a reuniones sociales cuyo anfitrión era Stalin. Cada república soviética tenían sus uniones. El Kremlin confería los premios y las medallas. No sólo los investigadores, sino también los aviadores, futbolistas, cantantes de ópera e incluso payasos de circo esperaban ganarlos. Los Premios Stalin anuales significaban prestigio y un hermoso cheque en la cuenta bancaria. Stalin era el arquitecto de este sistema de control y recompensa. Llevó a cabo la revolución cultural que eligió, y estaba orgulloso de los logros que se habían obtenido bajo su poder[20].

Hacia 1939 aproximadamente el 87% de los ciudadanos soviéticos entre las edades de nueve y cuarenta y nueve años estaban alfabetizados y poseían conocimientos matemáticos elementales. Las escuelas, los periódicos, las bibliotecas y las emisoras de radio proliferaban. El aprendizaje en las fabricas había experimentado una gran expansión. Las universidades estaban abarrotadas de estudiantes. Una sociedad agraria había sido empujada en dirección a la «modernización». La revolución cultural no se restringió a la difusión de competencias técnicas; también tenía como objetivo expandir la ciencia, el urbanismo, la industria y la modernidad de estilo soviético. Los comportamientos y los modales también tenían que ser transformados[21]. Las escuelas, los periódicos y las radios pregonaban a los cuatro vientos esta prioridad oficial. Los portavoces del régimen soviético —políticos, investigadores, maestros y periodistas— afirmaban que la URSS era un faro de ilustración y progreso. Los estados capitalistas eran descritos como bosques de ignorancia, reacción y superstición. La física, el ballet, la tecnología militar, las novelas, el deporte organizado y las matemáticas de la URSS se presentaban como pruebas contundentes del progreso ya logrado.

En muchos sentidos la URSS había sacado a la sociedad de la senda del tradicionalismo. Pero el proceso no era unidireccional. El marxismo-leninismo, pese a sus pretensiones de «análisis científico», descansaba en concepciones heredadas de los siglos anteriores. Esto era particularmente cierto en lo que se refiere a la mentalidad de Stalin. Nunca había erradicado la supersticiosa visión de mundo que había adquirido cuando era niño y sus actitudes se transfirieron a la vida cultural en su conjunto una vez que obtuvo el poder supremo. El pensamiento soviético oficial, consolidado en la Guerra Civil, postulaba la existencia de fuerzas ajenas y maléficas que actuaban contra el bien común. Se imaginaban conspiraciones por todas partes. La apariencia de sinceridad siempre tenía que ser investigada. Se decía que en la URSS había gran cantidad de agencias extranjeras. Tales ideas no comenzaron con Stalin. Durante la revuelta de Kronstadt y en otras ocasiones, Lenin había vinculado los estallidos de disidencia y resistencia con la actividad desplegada por los poderes capitalistas del extranjero. Sin embargo, bajo Stalin este tipo de percepción se convirtió en una característica aún más importante. La contrastación de las afirmaciones de carácter político y económico con las pruebas empíricas cayó en desuso; cesó la discusión abierta acerca del modelo científico. Las declaraciones del Kremlin constituían la cábala del régimen. Cualquiera que se negara a aceptar la existencia de enemigos que usaban métodos diabólicos para derrocar el régimen podía ser tratado como un infiel o un hereje merecedor de un castigo sumario.

Se proporcionó un corpus de textos mágicos. No eran las obras de Marx o Engels, ni siquiera las de Lenin. La cultura soviética desde finales de la década de los treinta estaba dominada por la Historia del Partido Comunista de la Unión Soviética (Bolchevique): Curso breve y por la biografía oficial de Stalin. A los extractos de ambos textos se les otorgaba una autoridad casi bíblica. El marxismo-leninismo en general, y la versión de Stalin en particular, reproducían una mentalidad característica del tradicionalismo campesino. Las costumbres del campo estaban asociadas con la creencia en espíritus, demonios y brujas. La brujería era un fenómeno normal y habitualmente se usaban conjuros para alejar el mal (o para infligirlo a los enemigos). Esto impregnó el estalinismo y su cultura. Sin usar el término, Stalin sugirió que había que enfrentarse a la magia negra si se quería que sobrevivieran y prosperaran las fuerzas del bien —el marxismo-leninismo, el Partido Comunista y la Revolución de octubre—. Ningún novelista, estudioso o científico tomó en serio tal idiotez. Muy al contrario, los mejores logros culturales alcanzados bajo Stalin no tuvieron nada que ver con esto. Pero en los sectores clave, especialmente las escuelas, la prensa y los medios de comunicación, pudo imponer este modelo de forma muy eficaz. A pesar de sus aportaciones a la cultura del siglo XX, la URSS era arrastrada hacia viejas modalidades de pensamiento. Stalin, lejos de ser el bien proporcionado titán de la modernidad, era un brujo de pueblo que mantenía a sus súbditos bajo su yugo tenebroso.

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