Stalin

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IV. El señor de la guerra » 34. El mundo a la vista

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EL MUNDO A LA VISTA

Stalin, el Líder, era polifacético. Era un asesino de masas con obsesiones psíquicas. Pensaba y escribía como un marxista. Se comportaba como los gobernantes rusos más despiadados de los siglos pasados. Era jefe, administrador, editor y corresponsal de un partido. Era un pater familias y un anfitrión genial en su dacha, así como un lector voraz y un intelectual autodidacta. Según las circunstancias, desplegaba todos estos aspectos a la vez u ocultaba algunos mientras exhibía otros. Tenía la capacidad de dividirse y subdividirse. La multiplicidad de formas que adoptaba Stalin hacía que sus partidarios se sintieran impresionados, perplejos o atemorizados —y en realidad éste era uno de los secretos de su capacidad para mantener el dominio sobre ellos.

Sus méritos como hombre de estado en el plano internacional siempre han sido materia de discusión. El juicio de la historia ha dictaminado mayoritariamente que su preocupación por el desarrollo económico y la consolidación política de la Unión Soviética distrajeron su atención de los asuntos extranjeros. Hay quien ha acusado a Stalin de tener conocimiento de lo que acaecía en el extranjero y no darle importancia. La construcción del «socialismo en un solo país» era una de sus principales consignas, y fue la insistencia del secretario general en esta prioridad lo que alentó esa percepción equivocada, tanto entonces como posteriormente, de que no le preocupaba lo que pasaba en el resto del mundo. En general se ha dado por supuesto que tanto él como su Politburó habían enterrado el proyecto de una revolución socialista mundial. Así lo afirmaban sus opositores Trotski y Bujarin, y su perspectiva ha sido adoptada por muchos estudiosos posteriores. No cabe duda de que Stalin se concentró en la situación interna de la URSS, pero esto no significa que no prestara atención a la política exterior. Tampoco permitió que ésta se formulara sin su intervención activa: siguió concediéndole el destacado lugar que tenía para él en la década de los veinte.

Stalin siempre había tenido muy en cuenta las relaciones internacionales y la seguridad externa. Durante la Guerra Civil había sido responsable de la política en el Cáucaso y en la región del Báltico. En 1920 discutió con Lenin el futuro de una Europa bajo administración socialista. Stalin expuso sus puntos de vista acerca de los aspectos militares y políticos de la campaña del Ejército Rojo en Polonia; también destacaron sus propuestas de expandir la influencia soviética en toda la frontera desde Turquía hasta Afganistán. Bajo la Nueva Política Económica, lejos de estar inmerso en los asuntos de facciones o burocráticos, desempeñó un papel activo e influyente en las decisiones del Politburó sobre Gran Bretaña, Alemania y China.

La elaboración detallada de la política estaba en manos de instituciones dotadas de la capacidad necesaria: el Comisariado del Pueblo de Asuntos Exteriores y la Comintern. Cuando Gueorgui Chicherin se retiró por motivos de salud en 1930, Maxim Litvínov tomó su lugar a pesar de no tener una relación reciente con Stalin[1]. Cuando se creó el puesto de secretario general del Comité Ejecutivo de la Comintern después del VII Congreso Internacional de 1935, Stalin no se inclinó por uno de sus más allegados, como Mólotov o Kaganóvich, sino por el comunista búlgaro Gueorgui Dimítrov, al que apenas conocía, pero que había alcanzado fama internacional después de haber sido procesado en la Alemania nazi. Stalin se refirió públicamente a la política exterior en sus informes políticos redactados en nombre del Comité Central, pero no escribió ningún texto fundamental sobre el asunto. Cuando surgían temas de importancia, un grupo de miembros del Politburó se consultaban mutuamente[2]. Stalin observaba, controlaba y dirigía. Daba instrucciones. No se tomaba ninguna decisión importante sin que diera su consentimiento. Aun así, no solía arremangarse e implicarse en las minucias de la puesta en práctica de la política exterior como lo hacía en los asuntos internos del país.

Su distanciamiento del funcionamiento cotidiano del Comisariado del Pueblo y de la Comintern, así como el carácter confidencial de las discusiones en las altas esferas (que se mantuvo durante décadas aun después de la muerte de Stalin)[3], alimentaba el misterio respecto de las intenciones del Politburó. En el extranjero se daba rienda suelta a la especulación. El poder militar de la URSS crecía a un ritmo constante. Cada desfile de mayo demostraba que el estado soviético estaba recuperando su posición de potencia dominante en Europa y Asia.

Entonces, ¿qué quería hacer Stalin en el mundo? Si se juzga por sus propios artículos y discursos, veía la política global a través de los ojos del marxismo-leninismo y rechazaba cualquier suposición de que la política exterior soviética se basaba en el pragmatismo egoísta de la URSS como estado único. En repetidas ocasiones se declaró deudor de las ideas de Vladímir Lenin. En los congresos lo citaba como el principal legado del partido. Lenin había argumentado que, en tanto el capitalismo siguiera existiendo en el mundo, las rivalidades imperialistas seguirían produciéndose. La competencia económica entre las potencias industriales avanzadas inevitablemente derivaría en conflictos diplomáticos y guerras abiertas. Las potencias que carecían de colonias ultramarinas y países dependientes, aun de manera informal, estaban obligadas a intentar acceder a los mercados de sus rivales más afortunadas. Una Segunda Guerra Mundial —y posiblemente otras guerras mundiales— serían el resultado inevitable. Al dirigirse al XVIII Congreso del Partido, Stalin tocó este tema. Los conflictos militares y diplomáticos de la década de los treinta le parecían la confirmación del análisis de Lenin en cada uno de sus detalles: el capitalismo era intrínsecamente incapaz de mantener la paz en el mundo.

Desde este punto de vista, los tratados firmados al final de la Gran Guerra anticipaban futuros estallidos militares. Alemania había sido humillada en Versalles en 1919 y su decisión de reafirmarse causaría incesantes problemas. Los Estados Unidos, victoriosos en la Primera Guerra Mundial, estaban interesados en desmantelar el Imperio británico y en restringir la influencia japonesa en la región del Pacífico. En toda Europa y en Asia existían heridas abiertas en las relaciones internacionales que podían conducir a guerras. Se suponía que el problema residía en la persistencia de la economía capitalista mundial. Entretanto la URSS seguía siendo un estado paria. Cuando tuvo lugar la primera reunión de la Sociedad de Naciones en enero de 1920, no se le concedió un lugar al régimen soviético. Más aún, los tratados posteriores a la guerra crearon estados sucesores en Europa oriental que eran hostiles a la Revolución de octubre. El Politburó percibía el peligro de que esta situación inestable de algún modo pudiese dar como resultado una cruzada contra la Unión Soviética.

Para Stalin, como había sucedido antes con Lenin, el primer objetivo de la política de seguridad soviética era mantenerse al margen de los conflictos entre las potencias capitalistas. Desde mediados de la década de los veinte Stalin había insistido en la necesidad de construir el «socialismo en un solo país». Esto no significaba que impulsara el pacifismo ni que previera una permanente abstención de la actividad militar; en realidad, ansiaba que se presentara la posibilidad de que el Ejército Rojo pudiera aprovechar las dificultades entre las potencias capitalistas resultantes de sus guerras. Nunca se había retractado de lo que afirmaba en Problemas del leninismo acerca de la necesidad de que se produjeran más revoluciones para que el estado soviético pudiera resguardarse contra la posibilidad de una intervención militar extranjera que pudiera derrocarlo[4]. También recalcó otro aspecto del pensamiento de Lenin, a saber, que la URSS intentaría mantenerse al margen de las guerras mundiales. Según afirmó, ni él ni sus camaradas dirigentes no iban a «sacar las castañas del fuego» a las potencias capitalistas.

Estas consideraciones condicionaron la política exterior soviética en el período de entreguerras. Pero se trataba de tendencias generales y llevaron a muchos políticos y diplomáticos contemporáneos —y a escritores posteriores— a suponer que Stalin era un individuo pragmático que había dejado de lado la ideología. Éste es un tema peliagudo. Es verdad que, si se tienen en cuenta los giros de la actividad diplomática soviética, Lenin y Stalin no demostraron mucha consistencia. En época de Lenin se había firmado en 1918 el Tratado de Brest-Litovsk y algunos observadores, incluyendo a muchos comunistas, vieron en él el abandono de las metas revolucionarias bolcheviques. Sin embargo, el Ejército Rojo invadió Polonia en 1920 y se comprometió en una «guerra revolucionaria». Una inconsistencia similar se hizo evidente desde finales de la década de los veinte. Al principio Stalin utilizó a la Comintern para que diera instrucciones a los partidos comunistas europeos de que consideraran como sus mayores enemigos a los partidos socialdemócratas y laboristas, pero luego se inclinó a favor de que los comunistas formaran «frentes populares» con dichos partidos. Desde luego, la insistencia del marxismo-leninismo en la importancia de la flexibilidad en la política exterior soviética no era algo característico de él: más bien se trata de una característica de la diplomacia más allá de la época, el lugar o la tendencia política. Después de 1917 el marxismo-leninismo estaba recomponiendo la vieja rueda de las relaciones internacionales.

Incluso cuando Stalin mostraba su lado «ideológico», nunca dejó de lado las consideraciones prácticas. La URSS era un estado aislado cuya estructura política y económica representaba un desafío para las potencias capitalistas mundiales. La hostilidad hacia la Unión Soviética había llevado a la intervención militar en la Guerra Civil; esto mantuvo al Politburó en alerta constante ante la posibilidad de que esta situación se repitiera. Stalin y sus colaboradores tenían un interés pragmático en finalizar su aislamiento internacional; buscaban oportunidades para la reafirmación de la revolución. No había muchas maneras de cambiar la situación sin demoler el legado de la Revolución de octubre. Como mínimo la URSS tendría que reimplantar la economía de mercado y reconocer las deudas contraídas por los gobiernos rusos antes de octubre de 1917.

No había nada que indicara que Stalin contemplaba dar un paso semejante. Trotski le acusó de traicionar la Revolución de octubre y sin duda distorsionó y eliminó gran parte de la herencia de Lenin. Pero a su modo siguió siendo leninista, al mismo tiempo que introducía su particular modo de abordar las relaciones internacionales. Actuaba como si la política fuera fundamentalmente una cuestión de desenmascarar y neutralizar las conspiraciones tanto dentro del país como en el extranjero. Lenin no se había mostrado reacio a poner en duda las motivaciones de los estados extranjeros; en marzo de 1921 no había dejado de inventar la acusación de que los amotinados de Kronstadt actuaban en connivencia con gobiernos enemigos del estado soviético. Más aún, Stalin no hacía demasiadas distinciones entre los tipos de estados capitalistas. Estaba igualmente dispuesto a vérselas con fascistas, demócratas liberales y socialistas en los gobiernos extranjeros; la política del frente popular se basaba más en razones prácticas que en afinidades ideológicas. Esto tampoco difería de la actitud que había adoptado Lenin, que en 1920 había instado a los comunistas a aliarse con la extrema derecha alemana a fin de debilitar a la República de Weimar y romper el Tratado de Versalles. En el exilio, Trotski exageraba las discrepancias entre el punto de vista de Lenin y el de Stalin en lo relativo a la política exterior[5].

¿Pero, cómo podía Stalin trasladar estos principios a la acción? A principios de la década de los treinta no tenía un programa definido en política exterior con excepción de su objetivo de que la URSS pudiera sobrevivir. No influía en los acontecimientos, sino que más bien reaccionaba ante ellos. Esto siguió siendo así mientras el estado soviético tuvo pocas posibilidades de concertar alianzas, ya que su misma existencia suponía un desafío para las demás potencias mundiales. En este tiempo, lo más que podía esperar Stalin era neutralizar la amenaza de una cruzada contra la URSS. Le inquietaban los indicios de expansionismo en sus fronteras. El Norte y el Sur no suponían una amenaza, pero el Este deparaba los peores augurios. En diciembre de 1931 los japoneses invadieron Manchuria e instalaron el estado títere de Manchukuo bajo control del ejército de Kwantung. El militarismo dominaba en Tokio. Al Kremlin le preocupaba que esto pudiera ser el preludio de un ataque a la URSS a través de Siberia.

Durante el Primer Plan Quinquenal Stalin encontró motivos para tener esperanzas acerca de los acontecimientos en el Oeste. De hecho, había una gran congruencia entre la política local y la política exterior: a comienzos de la década de los treinta era extremadamente radical en ambos casos. Se alentó a los partidos comunistas de todos los países europeos para que continuaran atacando políticamente a sus respectivos gobiernos. Se aprobaron campañas de extrema izquierda. La Comintern, que había tendido a mantenerse cauta con respecto a Alemania después del fracaso de su revolución y que había eliminado a los dirigentes izquierdistas simpatizantes de Trotski, comenzó a movilizarse contra aquellos a quienes acusaba de «derechismo». Stalin basaba su optimismo en la difícil situación de la economía mundial. El colapso de Wall Street en 1929 llevó a la crisis a todos los países capitalistas. Mientras el Politburó y el Gosplan planificaban y lograban un incremento masivo de la producción industrial, los mercados de Norteamérica y Europa se sumían en el caos —y en ningún país el desastre económico era mayor que en Alemania—. Los comunistas de las principales ciudades alemanas se aprovecharon políticamente de esta situación y sostuvieron que la Gran Depresión señalaba la crisis final del capitalismo en todo el mundo. Stalin estaba de acuerdo con esta interpretación, que encajaba con las predicciones y los análisis que venían realizando los bolcheviques desde largo tiempo atrás.

Así, durante la campaña electoral del Reichstag en julio de 1932, dio instrucciones al Comité Ejecutivo de la Comintern para que ordenara al Partido Comunista Alemán que tratara a los socialdemócratas como el enemigo principal, con más dureza que al NSDAP de Hitler. La hegemonía sobre la izquierda política tendría prioridad sobre la lucha contra el nazismo. Este error capital se toma como prueba de que no tenía una visión acertada de la situación general de Europa. Los líderes comunistas alemanes se alarmaron ante estas directrices y una delegación partió para entrevistarse con Stalin. Cuando explicaron que los nazis constituían el peligro principal, les replicó que ya lo había tenido en cuenta. Stalin pensaba que Hitler saldría bien parado de las elecciones. Su réplica a los visitantes, entre los que estaba Franz Neumann, fue cortante: «¿No cree usted, Neumann, que si los nacionalistas llegan al poder en Alemania, van a estar tan ocupados con Occidente que podremos construir el socialismo en paz?». Con esto parecía querer decir que los nazis, como adversarios fundamentales del Tratado de Versalles, harían estragos en Europa. Parecía creer que el resultado probablemente favorecería a la Comintern en su cometido de expandir la revolución desde Rusia hacia Occidente[6].

De hecho, el líder derrotado de la Desviación de Derechas, Bujarin, había previsto que Hitler sería un líder mucho más agresivo y efectivo de lo que Stalin suponía y este pronóstico se corroboró cuando el Führer, fortalecido por su éxito electoral, se convirtió en canciller alemán en enero de 1933. Rompió el Tratado de Rapallo y suspendió la colaboración de la Wehrmacht con el Ejército Rojo. Condenó a los bolcheviques como una amenaza política e ideológica para Europa. Cuando Hitler se hizo valer en Europa se demostró que el contenido de Mein Kampf no era un simple delirio. Las hipótesis de Stalin acerca del panorama político alemán resultaron ser peligrosamente ingenuas. El Oeste se había vuelto tan amenazador como el Este, y Alemania y Japón se convirtieron en los dos focos principales de los cambios que se produjeron en la política exterior soviética durante el resto de la década. Stalin apenas tuvo en cuenta a Norteamérica, salvo porque fomentó que las relaciones comerciales entre la URSS y los Estados Unidos estrecharan. Tenía poco que decir sobre Sudamérica, Africa y el resto de Asia. El Politburó siguió evitando las iniciativas revolucionarias arriesgadas. La producción de armamento se mantuvo como una prioridad fundamental. En Moscú se discutió la elaboración de una política exterior adecuada para enfrentarse el expansionismo alemán.

El Politburó, conmocionado por el éxito de Hitler en Alemania, dio algunos pasos para incrementar la seguridad soviética. Se logró una importante mejora en este sentido cuando ese mismo año los Estados Unidos anunciaron su decisión de otorgar reconocimiento diplomático a la URSS. Esto servía a los intereses de los negocios americanos en el extranjero. Después de pasar varios años intentando extender la influencia soviética en Europa, se abría para Stalin una puerta en el Nuevo Mundo[7]. Mientras tanto se reforzaron las guarniciones del Ejército Rojo en el Extremo Oriente por si Tokio trataba de usar su especie de colonia de Manchuria como base para una invasión a la URSS. Stalin no había olvidado las incursiones de los japoneses en Siberia oriental antes de que los bolcheviques ganaran la Guerra Civil en Rusia. En cuanto a Alemania, había más espacio para maniobrar. El comisario del pueblo de Asuntos Exteriores, Maxim Litvínov, sostenía que un acercamiento a todos los partidos antifascistas de Europa y la formación de frentes populares eran esenciales para los intereses soviéticos. Contaba con el apoyo de Gueorgui Dimítrov, a quien después de salir de la cárcel en Alemania en febrero de 1934 se le había concedido asilo político en la URSS. Dimítrov puso objeciones a la caracterización oficial de «social-fascistas» que se había hecho de los líderes y miembros de otros partidos socialistas[8]. Aunque las ideas habían surgido de Litvínov y de Dimítrov, tenían que recibir la sanción del Politburó y sobre todo de Stalin. Se consideraba que Francia era el país europeo al que había que empujar a aliarse con los soviéticos. Al igual que la URSS, Francia se sentía amenazada por la política exterior de Hitler; Stalin pensó que era acertado suponer que la reconciliación entre la URSS y Francia convendría a ambos gobiernos.

También aceptó el consejo de Litvínov de adoptar una política de «seguridad colectiva». En el XVII Congreso del Partido en enero de 1934 expresó su satisfacción por la mejora de las relaciones diplomáticas con Francia y Polonia. Aunque negó que esto implicara que la URSS se retractase de su oposición al Tratado de Versalles, criticó las posturas antisoviéticas de los líderes nazis y no ofreció la paz a Alemania. En ese momento tenía sus expectativas puestas en los Estados Unidos (e incluso en Japón, al que consideró posible inducir a actuar en favor de la URSS).

«Estamos», dijo Stalin, «a favor de la paz y de la causa de la paz. Pero no tememos las amenazas y estamos dispuestos a responder golpe por golpe a los agresores. Todo el que quiera la paz e intente establecer negociaciones con nosotros, siempre contará con nuestro apoyo. Pero aquellos que tratan de atacar nuestro país, serán objeto de aplastantes represalias que les enseñarán a no meter sus hocicos de cerdo en nuestro jardín soviético en el futuro.

»Esta es nuestra política exterior[9].»

Pero omitió decir cómo se lograrían esos objetivos. Lo que estaba claro era que los dirigentes soviéticos intentaban salir de su aislamiento.

La formación de frentes populares implicaba una nueva denominación, pero no era una política totalmente nueva: ya se había intentado a mediados de la década de los veinte. Al fin se reconocía que la amenaza de la Alemania nazi era de primer orden. Dimítrov sostuvo que la Comintern tenía que reorganizarse para afrontar esta situación. En octubre señaló que la Comintern estaba excesivamente centralizada. Le escribió a Stalin que era preciso dar a los partidos comunistas extranjeros la libertad de reaccionar de forma autónoma a las condiciones nacionales[10]. Esto no significaba que fueran a tener la opción de formar frentes populares o no. Se los conminaba a hacerlo[11]. Dimítrov escribía sobre cuestiones secundarias; quería que los partidos abordaran los asuntos del día a día sin tener que consultar permanentemente con las altas esferas. Fabricaba castillos en el aire. Al tiempo que reclamaba la independencia de esos partidos, no rompía las cadenas de su constante sometimiento.

Stalin aprobó las ideas de Dimítrov sin mayores modificaciones. Dimítrov demostró ser una fértil fuente de ideas en favor de que la URSS y los partidos comunistas de Europa se adaptaran a una realidad política y militar en rápida transformación. Stalin no podía aportar ideas propias. Sin embargo, los cambios que se hicieran en la política exterior debían contar con su autorización personal y, mientras dejaba que Dimítrov se ocupara de la Comintern, él y Litvínov se dedicaron a otros asuntos. Stalin no limitó los avances de la URSS en las relaciones internacionales a los contactos con los partidos de centro-izquierda. También quería reconciliarse con el gobierno francés de Gastón Doumergue. La dirección soviética se encaminaba gradualmente hacia una política fundada en tratados de «seguridad colectiva». Teniendo esto en mente, Stalin autorizó a sus diplomáticos para que solicitaran y lograran la entrada de la URSS en la Sociedad de Naciones en septiembre de 1934. No sólo Francia, sino también Checoslovaquia y Rumania fueron objeto de la apertura soviética[12]. Stalin se vio favorecido por el temor generalizado al resurgimiento alemán bajo el gobierno de Hitler. La existencia del Tercer Reich aterrorizaba a estos estados, y todos pensaban superar su rechazo inicial a tratar con la URSS. El potencial del Ejército Rojo como una fuerza antinazi en Europa oriental y central hacía las negociaciones con el Kremlin más atractivas que nunca desde la Revolución de octubre.

Había grandes desacuerdos entre los observadores acerca de los propósitos de Stalin. Para algunos parecía que se encaminaba gradualmente a restablecer una agenda más tradicional en la política exterior rusa. Los tratados y las alianzas particulares no les importaban: esas cosas siempre cambiaban de una generación a otra. Pero ganaba terreno la idea de que Stalin había abandonado los objetivos internacionalistas del leninismo y que deseaba el reconocimiento de la URSS como una gran potencia internacional no interesada en subvertir el sistema político y económico mundial. Otros daban esto por cierto, pero matizaban el juicio. Para ellos parecía obvio que tanto la posición geopolítica de la URSS como las preferencias personales de Stalin indicaban una tendencia a aproximarse a Alemania a expensas de las buenas relaciones con el Reino Unido y Francia. Sin embargo, quienes tenían la sensación de que Stalin carecía de la preparación mental necesaria para ser algo más que un estadista mundial que simplemente reaccionaba ante los acontecimientos, cuestionaban este análisis.

Subestimaban su concienzuda capacidad de adaptación y la dimensión de su ruptura con el marxismo-leninismo. Con igual claridad anhelaba evitar los errores cometidos bajo el liderazgo de Lenin. En una cena a la que asistió Gueorgui Dimítrov dijo a los invitados que Lenin se había equivocado al abogar por una guerra civil europea durante la Gran Guerra[13]. También comenzó a estudiar la historia de las relaciones internacionales y a instancias suyas se publicaron muchos estudios especializados sobre el tema en la década de los treinta. Al mismo tiempo que incorporaba estos conocimientos a su visión del mundo, se mantenía dispuesto a mantener la flexibilidad de la política soviética en el plano internacional. Ésta era la actitud de Lenin cuando llegó al poder. A Stalin le había impresionado y trataba de emularla. Así como Lenin había afrontado y superado la terrible prueba de fuerza diplomática con Alemania entre 1917 y 1918, Stalin estaba decidido a probar su temple en los desafíos de los años treinta.

En tanto crecían las amenazas provenientes de Europa y Asia, quería tener la preparación intelectual necesaria. Sabía que sin tales conocimientos podrían sorprenderle y no deseaba colocarse inocentemente en manos del Comisariado del Pueblo de Asuntos Exteriores ni de la Internacional Comunista.

En España estalló una guerra civil en julio de 1936, cuando el general fascista Francisco Franco se rebeló contra el gobierno de coalición de la República presidido por Diego Martínez Barrio (cuya autoridad emanaba de un frente popular). Franco solicitó la ayuda de Alemania e Italia. Ambos países se la otorgaron, y la Luftwaffe adquirió experiencia en bombardear ciudades y pueblos. Mientras tanto Francia y el Reino Unido, aunque simpatizaban con el gobierno elegido, se mantuvieron neutrales. El gobierno español convocó a todas las fuerzas de la izquierda política que pudo. Los comunistas españoles lo apoyaron especialmente.

En Moscú había llegado la hora de decidir si iban a intervenir como ya lo habían hecho Hitler y Mussolini. El desplazamiento de unidades militares del Ejército Rojo resultaba difícil teniendo en cuenta la distancia. Pero la tradición revolucionaria impulsó a Stalin a responder favorablemente a la petición de ayuda proveniente de Madrid. También influyó la conciencia de que, si no se demostraba resistencia a la seguridad alemana, Europa entera estaría expuesta a las pretensiones expansionistas del Tercer Reich. La falta de respuesta se interpretaría como un signo de la inconsistencia de la política del frente popular. Se envió ayuda financiera y municiones por barco desde Leningrado a España. Al mismo tiempo la Internacional Comunista envió al líder del Partido Comunista Italiano, Palmiro Togliatti —bajo el seudónimo de Ercoli— a dirigir las actividades de los comunistas españoles. Togliatti y los emisarios políticos y militares que le acompañaban encontraron un panorama caótico. Siguiendo las órdenes de Stalin intentaron que el Partido Comunista Español se convirtiera en la fuerza líder de la izquierda sin entrar en realidad en la coalición gubernamental. La política del frente popular se mantuvo y Moscú fruncía el ceño ante cualquier alusión a la toma del poder por parte de los comunistas. Dimítrov hizo todo lo que pudo para dirigir la puesta en práctica de la línea general acordada en el Kremlin: sabía que era peligroso ignorar la voz del amo[14].

Cuando Franco empujó a la retirada a las fuerzas armadas republicanas, el gobierno español presionó a los comunistas para que entraran en la coalición. Se pidió por teléfono el consentimiento de Stalin y entonces Dimítrov envió instrucciones tácticas al líder comunista José Díaz. Finalmente Francisco Largo Caballero, dirigente del Partido Socialista, se convirtió en jefe del gobierno. Hacia marzo de 1937 Stalin estaba claramente tenso por haber sido arrastrado a una lucha militar de alcance interno sin ser capaz de controlar las consecuencias. Además, los informes acerca de la efectividad de la coalición y de su ejército no eran alentadores. Su instinto le decía que había que abandonar España y disolver las Brigadas Internacionales en el caso de que Alemania e Italia también se retiraran, pero por el momento insistió en una fusión de los partidos comunista y socialista en España[15]. De inmediato esto se convirtió en la política de la Comintern. Aun así, las negociaciones entre los partidos no progresaban mucho; no podían borrarse en un día años de antagonismos. Tampoco contribuyó a mejorar la situación la política de Stalin de enviar agentes de la NKVD a España para perseguir y liquidar a los trotskistas. La pérdida de confianza en la izquierda aumentó rápidamente cuando los miembros del POUM, leal a las ideas trotskistas, fueron cercados. Sin remordimientos el Partido Comunista de España reforzó su influencia en el gobierno.

La situación cambiaba de un mes a otro y los socialistas se negaron a someterse a las directrices del Partido Comunista de España. Hacia febrero de 1938 Stalin había llegado a la conclusión de que los comunistas debían dimitir del gobierno. Tanto Dimítrov desde Moscú como Togliatti en España acataron la decisión pese a la confusión que necesariamente provocaría en la alianza antifranquista[16]. Stalin no fomentó las tensiones políticas en la izquierda sin fundamentos. Pero las hizo mucho más crueles de lo que habría sido necesario y, si alguien todavía pensaba que sus acusaciones contra las víctimas de la represión en la URSS eran simplemente un instrumento de despotismo sin auténtica importancia para él, se desilusionaron con los acontecimientos de España. Se pusieron en marcha idénticas persecuciones políticas. Stalin había decidido que los elementos de extrema izquierda del bando republicano debían ser exterminados antes de que pudieran infectar al Partido Comunista de España con sus propósitos aberrantes. Desde luego, muchos de los izquierdistas españoles eran trotskistas, anarquistas o comunistas independientes por convicción. Stalin no sintió la necesidad de sopesar las opciones: sabía que tenía que cauterizar la herida del pluralismo en la izquierda. Iba a ayudar a España según los preceptos de su característica política homicida.

Para entonces la Guerra Civil ya se había decidido indefectiblemente a favor de Franco. En marzo de 1939 había terminado. Los republicanos habían perdido la prolongada lucha contra las fuerzas reaccionarias respaldadas por el fascismo alemán e italiano. Trotski criticó la política de Stalin por excesivamente cautelosa. Para Trotski la Guerra Civil española era una de esas oportunidades que se presentaban con regularidad para expandir la revolución al oeste de la URSS y debilitar a la ultraderecha política en toda Europa. Sin embargo, Stalin era muy consciente de los riesgos que podría correr si realizaba una intervención enérgica. Siempre temió arrojar a los gobiernos francés e inglés en brazos del general Franco. La hegemonía comunista en la coalición de gobierno español habría llevado indudablemente a esa situación. Pero tanto él como la Comintern al menos hicieron algo, y no es probable que los republicanos hubieran podido resistir tanto tiempo si Stalin no hubiera sancionado la participación del Partido Comunista de España. Los críticos trotskistas lo acusaron de dirigir con excesivo pragmatismo las relaciones internacionales soviéticas. Pasaban por alto los limitados recursos de que disponía la URSS. En los aspectos económico, militar y —sobre todo— geográfico, no tenía posibilidades serias de hacer más de lo que hizo.

Sin embargo, si no pudo hacer mucho más para ayudar, sin duda pudo haber hecho menos para dificultar las cosas. Su actitud hacia la izquierda política española, especialmente en lo que respecta a la eliminación del POUM, lo hizo merecedor con toda justicia de la condena de George Orwell en Homenaje a Cataluña. Stalin actuaba dentro de los límites de sus propias concepciones. No podía imaginar que un movimiento revolucionario pudiera movilizarse adecuadamente a menos que fuera purgado de elementos poco fiables. Al mismo tiempo que se estaba deshaciendo de ese tipo de gente en la URSS estaba decidido a eliminarlos de las filas de la Comintern. La causa de la revolución debía sustentarse en la limpieza de elementos de la extrema izquierda política. Los trotskistas eran una plaga venenosa. Los agentes de Stalin en la Comintern peleaban por la causa de la política interna de la URSS en las montañas y llanuras de la lejana España.

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