Stalin

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LA GUERRA SE ACERCA

La política interna, la seguridad del estado y la política exterior confluyeron a fines de la década de los treinta. Stalin arrestó a cientos de miles de ciudadanos soviéticos inofensivos cuyo origen nacional era inconveniente. Los polacos, los finlandeses, los chinos y los coreanos residentes en territorios limítrofes con los estados cuya nacionalidad mayoritaria compartían por lo general eran deportados a regiones distantes de la URSS. Incluso los griegos que vivían en las repúblicas soviéticas del mar Negro, a cientos de millas marítimas de Grecia, sufrieron este mismo destino[1]. La política de seguridad del estado soviético tenía una dimensión nacional y étnica. Al mismo tiempo que se promovía la prensa y la educación para la población no rusa del estado soviético multinacional, Stalin manifestaba una fuerte hostilidad hacia un sector de ella en particular. Lo que se conoce como «limpieza étnica» no era algo nuevo en la URSS. El Politburó había puesto en práctica una política similar contra los cosacos del norte del Cáucaso a finales de la Guerra Civil[2]. Las propuestas de limpieza sobre la base de la nacionalidad volvieron a resurgir al comienzo del Plan Quinquenal[3]. Pero las deportaciones, arrestos y ejecuciones durante y después del Gran Terror elevaron la represión nacional y étnica a una escala mucho mayor.

La aplicación de esta política no excluía a los comunistas soviéticos con carnet del partido. El celo de Stalin por lograr que el país estuviese a salvo de ser sublevado desde el extranjero llegó al punto de exterminar a los exiliados del Partido Comunista Polaco residentes en Moscú. Los comunistas polacos le resultaban particularmente sospechosos. Varios de sus dirigentes habían simpatizado con las tendencias de la oposición soviética en la década de los veinte. Incluso muchos de ellos habían estado del lado de la dirigente y teórica marxista polaca Rosa Luxemburgo contra Lenin antes de la Gran Guerra. En cualquier caso, a Stalin siempre le había inquietado la amenaza que suponía Polonia para la URSS. Se convencía con facilidad de la veracidad de los informes que le proporcionaba la NKVD de Yezhov de que las agencias de inteligencia de las potencias capitalistas occidentales se habían infiltrado en la comunidad polaca en el exilio. En noviembre de 1937 Stalin no concebía tratar cada caso individualmente: ordenó la disolución de todo el partido. Dimítrov, exiliado búlgaro en Moscú, acató dócilmente la orden y escribió a Stalin para que le aconsejara sobre cómo proceder. Stalin replicó exigiendo directamente a Dimítrov que tomase conciencia de la necesidad de actuar rápidamente: «La disolución lleva dos años de retraso»[4]. Varios líderes comunistas polacos ya se hallaban en la Lubianka. De inmediato la NKVD capturó al resto y la mayoría de los prisioneros fueron fusilados.

La obediencia de Dimítrov no puso a la Comintern a salvo de las sospechas de Stalin. Grupos enteros de funcionarios de su Comité Ejecutivo y de varios de sus departamentos fueron ejecutados. No se exceptuó tampoco a los enviados a España, que demostraron su lealtad asesinando a los miembros del POUM. Stalin y Yezhov embaucaron a muchos de ellos para que regresaran y los hicieron matar. Stalin expresaba abiertamente su furia ante Dimítrov exclamando rabioso que «todos los de la Comintern sois uña y carne con el enemigo»[5]. En Moscú pudo llevar a cabo la purga que anhelaba. En el extranjero hizo que Dimítrov obligara a los partidos comunistas de Francia, España, Italia, Reino Unido y Estados Unidos que operaban libremente —aunque se habían convertido en muy pocos— a expulsar a aquellos miembros que se negaran a apoyar la línea oficial o que hubieran simpatizado en el pasado con los opositores a Stalin. Esta atmósfera punitiva impregnó todo el movimiento comunista mundial. Stalin sólo deseaba el apoyo en el extranjero de quienes fueran auténticamente leales.

Cuando los republicanos fueron derrotados en la Guerra Civil española, Stalin se interesó por el Partido Comunista Francés y su política con respecto al gobierno socialista de Léon Blum. El líder comunista francés Maurice Thorez, al igual que sus colegas en todas partes de Europa, se había mostrado cauto sobre el giro hacia el frente popular, pero, tras aceptarlo, propuso unirse al gabinete de Blum en 1936. Había que pedir permiso a Moscú. Cuando Moscú puso objeciones, Thorez obedeció a Moscú[6]. El Kremlin siempre mantenía una estrecha tutela y Stalin estaba al mando. La principal restricción a sus maniobras radicaba en la calidad de información que recibía del Comité Ejecutivo de la Comintern, así como de Francia y otros países, y dirigentes como Thorez, por más que se afanaran por complacer a Stalin, envolvían los mensajes en sus preferencias políticas. Stalin tenía confianza en el sistema de toma de decisiones que había establecido. También actuaba de acuerdo con sus presupuestos generales sobre el desarrollo mundial. Al mismo tiempo que reconocía la importancia de las relaciones internacionales, no podía permitirse el lujo de ocuparse de ellas la mayor parte del tiempo si quería asegurar el tipo de transformación interna que pretendía —y a finales de la década de los treinta su mayor prioridad era llevar a cabo las sangrientas purgas masivas—. Sólo un líder de extraordinaria capacidad de decisión pudo obrar como lo hizo en el escenario político europeo y asiático.

Esto resultaba obvio en su intervención en los asuntos del Partido Comunista Chino. Stalin seguía reclamando que Mao Tse-tung mantuviera la alianza con Chiang Kai-shek. Aunque Mao pensara que Stalin sobrevaloraba el movimiento nacionalista chino —el Kuomintang— dirigido por Chiang Kai-shek, necesitaba desesperadamente la ayuda financiera y política de Moscú. Stalin exigía la táctica del «frente popular» y Mao tuvo que acceder. Después de haber sido suprimido por el Kuomintang en 1927, el Partido Comunista Chino se había reagrupado. La Larga Marcha se había iniciado en 1934 en dirección al norte de China, donde Mao consolidó el apoyo al partido en las áreas rurales. El Kuomintang y el Partido Comunista Chino siguieron teniendo una relación intensamente hostil. La sospecha mutua a veces derivaba en esporádicos estallidos de violencia. Lo único que impedía la guerra civil era la amenaza externa que representaba el Japón militarista. Los japoneses, que habían ocupado Manchuria en 1931 y establecido el estado títere de Manchukuo, tenían claras intenciones de continuar la expansión territorial. A Stalin, que como siempre pensaba en términos de geopolítica amplia y deseaba fortalecer la seguridad inmediata de la URSS, le parecía mejor que Mao y Chiang dejaran de lado su rivalidad: éste fue el consejo que la Comintern dio a los comunistas chinos durante toda la segunda mitad de la década de los treinta.

Mao siguió escabullándose de la línea de la Comintern. Ningún líder comunista del partido antes de la Segunda Guerra Mundial demostró tal contumacia (según la veía Stalin). Los hombres de Mao, lejos de aliarse con Chiang, lo capturaron. Moscú ordenó su inmediata liberación. Mao estaba exasperado por la intervención; deseaba matar al líder enemigo que había estado a punto de eliminar a todo su partido en 1927. Aun así, tenía que acceder si no quería enfrentarse a la pérdida de los indispensables suministros militares provenientes de la URSS. Había prevalecido la disciplina comunista[7].

La situación cambió en 1937 cuando los japoneses invadieron el territorio chino. Pekín y Shanghai cayeron rápidamente en sus manos. El Ejército Rojo chino retomó una actitud de mayor cooperación con el Kuomintang en aras de los intereses nacionales. Aun así, las fuerzas conjuntas chinas no podían competir con las japonesas. El ejército conquistador arrasó el país y masacró a civiles en las ciudades. Stalin prometió armas y ayuda económica a los comunistas chinos. También reorganizó sus propias fronteras. En esos años ordenó las purgas étnicas de coreanos y chinos que vivían en el Extremo Oriente soviético. Se reemplazó la dirección regional de la NKVD y se encomendó al Ejército Rojo estar alerta ante cualquier amenaza del ejército de Kwantung en Manchukuo. Ambos bandos, soviético y japonés, se vigilaban mutuamente tratando de adivinar sus respectivas pretensiones geopolíticas. Los frecuentes disturbios fronterizos agravaron la situación y el 25 de noviembre de 1936 los japoneses firmaron el Pacto Anti-Comintern con Alemania e Italia. El Kremlin estaba extremadamente preocupado. Stalin no veía salida en las concesiones diplomáticas, y cuando el ejército de Kwantung chocó con las fuerzas soviéticas en mayo de 1939 en Nomonhan, respondió al fuego con fuego. Estalló la guerra. El Ejército Rojo del Extremo Oriente fue reforzado con tanques y aviones. Se envió al comandante Gueorgui Zhúkov a dirigir la campaña militar[8].

El militarismo hizo que los mapas del Este, Sur y Oeste fueran rediseñados. La Sociedad de Naciones había resultado ineficaz ante el avance japonés, primero sobre Manchuria y luego sobre China. Las protestas internacionales tampoco salvaron a Etiopía de ser conquistada por Italia, y Alemania, después de intervenir activamente en la Guerra Civil española, se anexionó Austria y Checoslovaquia. Sin embargo, hasta Nomonhan el Ejército Rojo había actuado mucho más contra los campesinos soviéticos rebeldes que contra los enemigos extranjeros de la URSS. Al fin tenía lugar la prueba decisiva para la que Stalin había preparado la industria y el ejército.

A pesar de los daños sufridos durante el Gran Terror, el Ejército Rojo se defendió bien. Así como los rusos habían supuesto una fácil victoria sobre un enemigo inferior en 1904, los japoneses preveían un colapso militar soviético. Inteligente y con capacidad de adaptación, Zhúkov había aprendido mucho de los programas de entrenamiento alemán que había seguido en la URSS hasta 1933. Al igual que Tujachevski, consideraba que la intervención de las formaciones de tanques era fundamental en la guerra contemporánea por tierra. Su llegada al Extremo Oriente fortaleció la estrategia ofensiva soviética. Había sido testigo de la destrucción del Mando Supremo perpetrada por Stalin y sabía que solamente algo muy próximo a una victoria total podría salvarlo de la persecución de la NKVD[9]. Su única ventaja era que Stalin, como lo había hecho siempre desde la Guerra Civil, no escatimaría hombres y equipamiento a los comandantes. Zhúkov planeaba superar al enemigo en recursos antes de enfrentarse a él. En agosto de 1939 había reunido la fuerza necesaria y podía comenzar la ofensiva planeada. Stalin observaba con reticencia a través del prisma de los informes que le llegaban de los comandantes del ejército y del organismo de inteligencia militar. Mientras que Zhúkov necesitaba la confianza de Stalin, Stalin necesitaba que Zhúkov triunfase en la campaña.

Stalin mismo estaba siendo cortejado por Gran Bretaña y Francia, ya que sus respectivos gobiernos buscaban un modo de frenar a Hitler por medio de un acuerdo con la URSS. Aun así, estas tentativas no eran muy apremiantes. El Foreign Office envió a Leningrado a un oficial de rango intermedio en un barco de vapor en lugar de enviarlo por avión, y este oficial no tenía autoridad para decidir sobre ninguna propuesta diplomática. Stalin, sopesando sus apuestas en la diplomacia europea, dio el paso drástico de hacer saber a Berlín que no se mostraría reacio a un acercamiento a los alemanes.

Ya había gastado una gran cantidad de recursos valiosos para extender el terror de estado al extranjero. El exterminio de los trotskistas y anarquistas en España había sido parte de este fanatismo represor. Se llevaron a cabo asesinatos de emigrados rusos anticomunistas residentes en Europa. También se habían puesto las miras en los comunistas que criticaban a Stalin. La mayor presa de todas era Trotski. Los órganos de la inteligencia soviética concedieron suma importancia a planificar y organizar atentados contra su vida. Tras huir de un país a otro, finalmente había hallado refugio en Coyoacán, en los alrededores de Ciudad de México. Aunque ya no era una amenaza decisiva para Stalin en el Kremlin, Trotski lo había enfurecido al publicar el Boletín de la oposición y organizar la IV Internacional. El artista mural David Aifaro Siqueiros dirigió el primer ataque que sufrió en Coyoacán, pero fracasó, de modo que Trotski reforzó sus precauciones. Pero Stalin estaba obsesionado por el deseo de matarlo. El segundo ataque se organizó con mayor sutileza. El agente de la NKVD Ramón Mercader consiguió infiltrarse en la residencia de Trotski presentándose como partidario de sus ideas. El 20 de agosto de 1940 encontró la oportunidad que había esperado en la villa y hundió un piolet en la cabeza de Trotski.

La cacería del enemigo mortal de Stalin había desviado gran cantidad de recursos de otras tareas de espionaje[10]. No obstante, la red de espionaje soviética no era ineficaz en la década de los treinta. Muchos europeos antifascistas veían al comunismo como el único bastión contra Hitler y Mussolini. Un número pequeño pero significativo de ellos ofreció sus servicios voluntarios a la URSS. Stalin y la NKVD también podían contar con informes regulares de los partidos comunistas de Europa y Norteamérica.

Esto proporcionó información a la dirección soviética para formular su política exterior sobre la base de un conocimiento sólido de la probable reacción en el extranjero. En Japón, Alemania y el Reino Unido, la NKVD tenía espías de alto nivel con acceso excepcional a los secretos de estado. El problema no era el suministro de información, sino su interpretación y distribución. Stalin insistió en restringir los informes provenientes de las agencias diplomáticas y de espionaje a un ínfimo puñado de camaradas. Se designó un grupo en el interior del Politburó para que vigilara, discutiera y decidiera. Pero tal era la sospecha de Stalin hacia sus compañeros políticos del Kremlin que a menudo no les permitía inspeccionar los informes disponibles. Cuando las crisis en las relaciones internacionales se multiplicaban e intensificaban antes de 1939, esto significaba que las acciones de la URSS dependían fundamentalmente, en una medida mucho mayor que en Alemania, de los cálculos del Líder. Al mismo tiempo también examinaba los informes acerca de toda la gama de actuaciones políticas internas en materia de política, seguridad, economía, sociedad, religión, nacionalidad y cultura. Por lo tanto, tenía un tiempo limitado para estudiar a fondo el material que llegaba del extranjero. El contenido de los informes siempre era contradictorio; también presentaba distintos grados de fiabilidad. El recelo de Stalin hacia sus colaboradores implicaba un desaprovechamiento de las ventajas que proporcionaba su red de inteligencia[11].

También fue responsable de reducir el Comisariado del Pueblo de Asuntos Exteriores a la sombra de lo que había sido. El Gran Terror había significado la destitución de cientos de personas cualificadas. Se reprimió especialmente a los judíos. Como resultado, después de 1937 y 1938 todos los funcionarios de Moscú y de las embajadas evitaban decir cualquier cosa que pudiera concebirse como causa de problemas. Se evitaba aconsejar a Stalin de forma firme y directa.

Stalin y sus colaboradores del Politburó precisaron nervios de acero para seguir los acontecimientos de Europa y Asia en 1939. Las intervenciones personales de Stalin en los asuntos diplomáticos fueron haciéndose cada vez más frecuentes, y el 5 de mayo de 1939 formalizó la situación cambiando la dirección del Sovnarkom. Stalin asumió por primera vez la dirección. Era un paso que hasta entonces había eludido; desde 1930 se había contentado con dejar que Mólotov estuviera a cargo del gobierno. El sombrío panorama de las relaciones internacionales lo indujo a cambiar de idea. Sin embargo, Mólotov no fue descartado, sino asignado al Comisariado del Pueblo de Asuntos Exteriores. En 1941 Maxim Litvínov finalmente fue nombrado embajador en los Estados Unidos. Su conocida preferencia por un sistema de seguridad colectiva frente a la amenaza fascista en Europa parecía limitar las opciones diplomáticas soviéticas a mediados de 1939. Se abría la puerta a una política exterior más flexible hacia la Alemania nazi si surgía la ocasión (el hecho de que Litvínov fuera judío suponía un escollo adicional para un entendimiento con Hitler). Mólotov era el más fiel seguidor de Stalin y era ruso. Era otro indicio de que Stalin creía que se avecinaban sucesos sumamente importantes.

Esto ha llevado a suponer que estaba desarrollando una estrategia a largo plazo con vistas a hacer un trato con Alemania. Era una tradición en la política exterior soviética. Cuando no estalló la revolución socialista en Berlín después de octubre de 1917, Lenin trató infatigablemente de regenerar la economía soviética por medio de concesiones alemanas. Sin la ayuda alemana, fuera socialista o capitalista, veía poca posibilidad de mejorar la industria y la agricultura en todo el país. El Tratado de Rapallo de 1922 en cierto sentido iba en esa dirección. ¿Tenía Stalin una concepción similar? Sin duda es muy poco probable. Había puesto en marcha el Primer Plan Quinquenal para liberar a la URSS de toda dependencia de ayuda extranjera, aunque la importación de tecnología norteamericana y alemana tuvo que continuar durante algunos años.

Al observar la situación mundial a partir del colapso de Wall Street, Stalin confirmó sus ideas. Para él el capitalismo era intrínsecamente inestable. Sin embargo, también era peligroso. Hasta que el Ejército Rojo no fuera una fuerza imbatible en los dos continentes sería necesario que la diplomacia soviética se inclinara por hacer acuerdos con las potencias extranjeras. Incluso Alemania, a pesar de haber militado en el bando opuesto en la Guerra Civil española, no era necesariamente irreconciliable. Como Japón, Alemania era un factor geopolítico constante que debía tener en cuenta en sus cálculos. Pero aumentaba su sensación de que los logros industriales y militares de la URSS permitían una política exterior más activa. En la década de los veinte, cuando los comandantes militares Mannerheim y Pilsudski tenían el poder en Finlandia y Polonia, el Politburó se hallaba perpetuamente preocupado por sus intenciones depredatorias. En la década siguiente estos temores disminuyeron. El Ejército Rojo era un poder que había que tener en cuenta. En 1939 sus tropas estaban en guerra con Japón y controlando su propia organización. El Comisariado del Pueblo de Asuntos Exteriores podía tratar con los territorios fronterizos —Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Rumania y Bulgaria— desde una posición de fuerza. La posibilidad de que causaran algún perjuicio a la URSS sólo podría darse en caso de que actuaran conjuntamente. Pero después de que Hitler subiera al poder la posibilidad de ser conquistados por los alemanes les preocupaba mucho más que fraguar planes para derrocar el bolchevismo en Moscú.

Sin embargo, Alemania podía actuar de modo independiente. Sus sucesivas campañas de expansión recibieron la aprobación del Reino Unido y Francia. Los intentos diplomáticos soviéticos de organizar una resistencia habían sido rechazados. Stalin había ofrecido ayuda a Checoslovaquia antes de su destrucción en marzo de 1939. Es dudoso que verdaderamente tuviese la intención de comprometer al Ejército Rojo. Estaba llevando a cabo una declaración pública del antifascismo de la URSS sabiendo que era extremadamente improbable que los británicos y los franceses dieran un paso contra Hitler. Los checoslovacos mismos se mostraban reacios a tener unidades soviéticas armadas en su propio territorio. En la primavera y el verano de 1939 Hitler aumentó la presión sobre Polonia.

Evidentemente tenía los ojos puestos en Danzig, en la costa del Báltico. Polonia estaba bajo amenaza militar y aun así sus políticos se negaban a aliarse con la URSS. La enemistad polaco-soviética era un hecho irrenunciable en los cálculos de Varsovia. En estas circunstancias apenas puede sorprender que Stalin empezara a considerar si no sería preferible hacer un trato con Hitler que mantenerse completamente al margen de los acontecimientos de Europa oriental.

Stalin confiaba principalmente en el poder militar, en los informes de inteligencia y en las argucias diplomáticas para abordar la situación. La Comintern no suponía una gran ayuda. Los comunistas chinos eran incapaces de derrotar a los japoneses y todavía tenían que vencer al Kuomintang. Los comunistas alemanes estaban muertos o en campos de concentración —sólo quedaban algunos pocos emigrados en la URSS—. El comunismo como fuerza política en Europa central y oriental estaba de rodillas. En España e Italia también estaba deshecho. En el resto del mundo, incluyendo Norteamérica, todavía no contaba demasiado. En el Reino Unido era una minoría molesta para el orden establecido, principalmente para el Partido Laborista. Tan sólo en un país, Francia, el Partido Comunista conservaba un apoyo masivo. Pero los comunistas franceses no eran sino un partido de izquierdas más. Aunque pudieran organizar huelgas obreras y manifestaciones políticas, eran principalmente un factor perturbador de la política nacional. A menudo Stalin era criticado, especialmente por la IV Internacional de Trotski, por haberse apartado de la Comintern en la década de los treinta. La realidad era que el movimiento comunista mundial no ofrecía muchas esperanzas de hacer la revolución.

Aunque se hubiera producido una revolución, habría habido complicaciones para la política militar y de seguridad soviéticas. La URSS contaba con pocas alternativas en los últimos años de la década. Stalin, que siempre se había mostrado escéptico hacia los pronósticos relativos a un estallido revolucionario en Europa, depositaba su confianza en la actividad del estado soviético. Esto no significa que abandonara la creencia en la inevitabilidad de la revolución socialista en todo el mundo. Pensaba que la «transición» mundial finalmente iba a producirse, tal como predijeron Marx, Engels y Lenin. Pero era realista sobre la debilidad del movimiento comunista mundial en ese momento y, al ser un hombre que gustaba de obrar con un esquema programático amplio en un momento dado, puso su fe en su ejército, en sus agencias de inteligencia y —sobre todo— en sí mismo y en su fiel subordinado Mólotov.

Stalin y Mólotov, con su limitada experiencia diplomática, asumieron la responsabilidad conjunta y, aunque en algunas ocasiones Mólotov discutió con Stalin en materia de ideología[12], nunca chocaron en lo relativo a la política exterior. Pero esta corporación incrementó el riesgo del país. Stalin no podía haber imaginado un arreglo más peligroso para tomar las decisiones de estado. Tomó solo las decisiones supremas. De su agudeza mental dependían el destino de su país y la paz en Europa y el Extremo Oriente. A la mayoría de los líderes semejante carga de responsabilidad le habría quitado el sueño. Pero no a Stalin. Poseía una inmensa confianza en sí mismo ahora que había liquidado a los intelectuales destacados que tanto lo habían irritado y que —en el fondo de su alma— le habían hecho sentir fuera de lugar. Aprendía rápido y se enorgullecía de su dominio de cada detalle. Nunca le había faltado fuerza de voluntad. El resto del Politburó, aterrorizado por las purgas de los años 1937 y 1938 e inmerso en sus otras funciones de gobierno, dejó la política exterior a cargo del Jefe. Gradualmente su grupo interno quedó excluido de las discusiones. Aun así, sus miembros estaban asombrados por la capacidad y la determinación de Stalin. Era una situación que presagiaba el desastre. Y el desastre no tardaría en llegar.

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