Stalin

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IV. El señor de la guerra » 37. Barbarroja

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BARBARROJA

Poco antes del amanecer del 22 de junio de 1941 las fuerzas armadas alemanas iniciaron la Operación Barbarroja. Hitler no hizo ninguna advertencia preliminar; era una típica Blitzkrieg y Stalin estaba en ese momento en su cama de la dacha Blízhniaia. Durante la crisis diplomática acaecida en las últimas semanas, había considerado que los informes de las fuentes de inteligencia que pronosticaban una invasión alemana no eran sino una provocación. Timoshenko, como comisario del pueblo de Defensa y Zhúkov, como jefe del Estado Mayor, pensaron que Stalin estaba equivocado, de modo que se mantuvieron en estado de alerta durante toda esa noche. A las tres y media de la madrugada fueron informados de fuertes bombardeos a lo largo de la frontera germano-soviética. Sabían lo que significaba: el comienzo de la guerra. Timoshenko le ordenó a Zhúkov que telefoneara a la Blízhniaia. Zhúkov, obedeciendo la orden, le pidió a un dormido Vlásik, el jefe de la guardia personal de Stalin, que despertara al Líder[1].

Como un escolar que rechazara el resultado de una simple operación aritmética, Stalin no podía creer lo que oía. Con la respiración agitada, le dijo refunfuñando a Zhúkov que no había que tomar medidas en respuesta[2]. Los ejércitos alemanes no habían tenido nunca una víctima tan dócil. La única concesión de Stalin a Zhúkov fue levantarse de la cama y volver en limusina a Moscú. Allí se reunió con Zhúkov, Timoshenko, Mólotov, Beria, Voroshílov y Lev Mejlis[3] (Mejlis era un burócrata del partido que había desempeñado muchas tareas para Stalin durante el Gran Terror). Pálido y furioso, se sentó con ellos a la mesa empuñando una pipa vacía para reconfortarse[4]. No podía aceptar que se había equivocado con Hitler. Masculló que el estallido de las hostilidades seguramente habría tenido origen en una conspiración dentro de la Wehrmacht. Siempre tenía que haber alguna conspiración. Cuando Timoshenko expresó sus dudas al respecto, Stalin replicó que «si fuera necesario organizar una provocación, los generales alemanes serían capaces de bombardear sus propias ciudades». Todavía trataba de convencerse de manera ridícula de que la situación tenía vuelta atrás: «Seguramente Hitler no sabe nada de esto». Le ordenó a Mólotov que se pusiera en contacto con el embajador Shulenburg para aclarar la situación. Esto era como aferrarse a una última esperanza mientras tronaba el Armagedón. De hecho, Schulenburg ya había solicitado una entrevista con Mólotov en el Kremlin. Entretanto, Timoshenko y Zhúkov continuaron implorando la autorización de Stalin para organizar las acciones armadas de contraataque[5].

Schulenburg, que había tratado de convencer a Hitler de que no invadiera la URSS, presentó las novedades militares sin ambigüedades. Mólotov informó a Stalin: «El gobierno alemán nos ha declarado la guerra». Stalin se hundió en su asiento y un silencio insoportable flotó en la sala. Lo rompió Zhúkov, que propuso medidas para detener al enemigo. Timoshenko le corrigió: «Para detenerlo no, para aniquilarlo». Sin embargo, incluso entonces Stalin siguió sosteniendo que las fuerzas de tierra soviéticas no debían afectar la integridad territorial alemana. La Orden N.º 2 se despachó a las siete y cuarto de la mañana[6].

Los alemanes pululaban como langostas en las fronteras occidentales de la URSS. Nadie, con excepción tal vez de Stalin, confiaba en que el Ejército Rojo pudiera hacerlos retroceder rápidamente hasta el río Bug. Había ocurrido un desastre militar de dimensiones sin precedentes en las guerras del siglo XX. Stalin todavía no era dueño de sus actos. Estaba visiblemente aturdido y era incapaz de prestar atención al problema fundamental. Cuando Timoshenko volvió del Comisariado del Pueblo de Defensa para consultarle, Stalin se negó a recibirle. La política, incluso en un momento así, tenía prioridad, de modo que insistió en que primero debía reunirse el Politburó. Finalmente, a las nueve de la mañana se permitió que Timoshenko presentara un plan para la creación de un Mando Supremo. Mientras tanto, el Politburó le encargó a Mólotov la tarea de hablar por la radio al mediodía[7]. Stalin todavía estaba desorientado. De haber querido, podría haberlo hecho él mismo. Pero la conmoción y el desconcierto le mantuvieron apartado. Con todo, estaba decidido a permanecer en el centro de las operaciones —y sabía que Mólotov no desmerecería en el micrófono—. Stalin no perdía el tiempo mortificándose por lo que Hitler le había hecho. Había estallado la guerra. Stalin y la URSS tenían que ganarla.

¿Cómo se dejó engañar? Durante semanas la Wehrmacht se había estado concentrando en la ribera occidental del río Bug mediante el traslado de numerosas divisiones del ejército desde diversos lugares de Europa. La Luftwaffe había enviado escuadrones aéreos de reconocimiento que sobrevolaron las ciudades soviéticas. El organismo de inteligencia militar había informado de todo esto a Stalin. En mayo y junio tanto Timoshenko como Zhúkov lo habían presionado sin cesar para que autorizara los preparativos para el inicio de la lucha. Richard Sorge, el agente soviético de la embajada alemana en Tokio, había dado la voz de alarma. Winston Churchill había enviado telegramas advirtiendo del peligro a Stalin. Los espías de la URSS en Alemania habían mencionado los preparativos en curso. Hasta el Partido Comunista Chino alertó a Moscú de las intenciones alemanas[8].

Pero Stalin había tomado sus decisiones. Rechazó las advertencias y confió en su propio juicio. Es indiscutible que cometió un desatino. Aun así, hay algunas circunstancias atenuantes. Stalin tenía la certeza de que tarde o temprano habría guerra con Alemania. Al igual a que los estrategas militares de todas partes, el triunfo fácil de Hitler sobre Francia le había dejado atónito. El éxito alcanzado por la Wehrmacht en el Oeste hacía muy probable que el Führer apoyara cualquier plan de marchar hacia el Este y atacar a la URSS. Pero Stalin tenía ciertos motivos para creer que los alemanes no se arriesgarían a un ataque en 1941. Aunque había humillado a Francia, Hitler no había conseguido golpear mortalmente a Inglaterra. Sus fuerzas armadas también se habían visto en dificultades en los Balcanes durante la primavera, cuando la resistencia de Yugoslavia a la ocupación alemana mantuvo ocupadas a las tropas que se necesitaban para la operación Barbarroja. Stalin siguió creyendo firmemente que una invasión triunfal de la URSS por parte de los alemanes sólo podría comenzar como muy pronto a principios del verano. El destino de Napoleón en 1812 había demostrado la importancia de atacar a los rusos sin tener que arrastrarse por la nieve. A mediados de junio de 1941 parecía que el peligro de la cruzada alemana se había esfumado.

Algunos agentes de la inteligencia soviética también negaban que el ataque alemán fuera inminente. Una nebulosa de informes confundía los cálculos de Stalin[9]. Al insistir en ser el único juez de la veracidad de los datos, empeoró las cosas. El análisis habitual de la información no estaba permitido en la URSS[10]. Stalin confiaba en exceso en sus propias intuiciones y experiencias. No sólo los otros dirigentes, sino también el comisario del pueblo de Defensa, Timoshenko, y el jefe del Estado Mayor, Zhúkov, desconocían los informes de las embajadas y de las agencias de inteligencia[11]. Los alemanes se aprovecharon de la situación brindando falsos informes; se esmeraron para inducir a Stalin a creer que no había una campaña militar en ciernes. Así pues, en los primeros meses de 1941 Stalin circulaba por una vía de dos direcciones: cumplía escrupulosamente los términos de su pacto con la Alemania nazi mientras que, en los encuentros con la élite política y militar soviética declaraba que, si los alemanes atacaban, los repelerían con ferocidad y eficacia. Había estado arriesgando de manera desmesurada la seguridad de su país. Cauto en tantos aspectos, Stalin confiaba en su habilidad para adivinar las intenciones de Hitler sin discutir las pruebas con nadie.

Stalin estaba trastornado por la operación Barbarroja, pero Mólotov siempre defendió al Jefe contra la acusación de que había sucumbido al golpe[12]:

No se puede decir que se hubiera derrumbado; sin duda estaba sufriendo, pero no lo demostraba. Claro que tenía sus dificultades. Sería estúpido sostener que no sufría. Pero no se lo representa tal como realmente era (…) ¡se lo representa como un pecador arrepentido! Por supuesto, esto es absurdo. Todos esos días con sus noches, como siempre, siguió trabajando; no tenía tiempo para desfallecer ni para perder el don de la palabra.

La agenda de visitas de Stalin confirma que no cayó en la pasividad[13]. Zhúkov también insistió en que la recuperación de Stalin fue rápida. Al día siguiente ya dominaba mejor la situación y a los pocos días parecía ser el de siempre. Su voluntad de poder lo mantenía a flote. Tenía pocas opciones. Si no pudiera derrotar a las fuerzas armadas alemanas, sería fatal para el Partido Comunista y el estado soviético. La Revolución de octubre sería aplastada y los alemanes tendrían Rusia a su merced.

El 23 de junio Stalin trabajó sin descanso en su oficina del Kremlin. Durante quince horas, desde las tres y veinte de la madrugada, consultó a los miembros del Mando Supremo. Era fundamental llevar a cabo una planificación militar centralizada, de modo que autorizó a sus subordinados políticos a continuar sus respectivas tareas mientras él se concentraba en las propias. Después, a las seis y veinticinco de la tarde, solicitó informes orales de los políticos y comandantes. Mólotov estuvo con él prácticamente todo el tiempo. Stalin reunía la mayor cantidad de información disponible antes de emitir nuevas órdenes. Según el registro recibió gente hasta la una y veinticinco de la madrugada del día siguiente[14].

El Mando Supremo o Stavka —término usado bajo Nicolás II en la Primera Guerra Mundial— también quedó conformado el 23 de junio. En principio Stalin no estaba por la labor de convertirse formalmente en su jefe. No le agradaba la idea de presentarse como el líder de un esfuerzo bélico en condiciones tan desastrosas, de modo que fue Timoshenko quien se hizo cargo de la presidencia de la Stavka, que incluía a Stalin, Mólotov, Voroshílov, Budionny, Zhúkov y Kuznetsov. Trataron de persuadir a Stalin de que aceptara el nombramiento de comandante supremo. Pero se negó, aunque en la práctica actuaba como si hubiese aceptado el puesto. Fue él quien dio forma a la Stavka[15], y está claro que insistió en que políticos destacados pertenecieran a este cuerpo militar. No solamente Mólotov, sino también Voroshílov y Budionny eran básicamente militantes del partido que carecían de experiencia profesional para dirigir la maquinaria de guerra. Por lo tanto, Timoshenko, Zhúkov y Kuznetsov eran sobrepasados en número. Stalin no permitiría que se tomaran decisiones fundamentales sin la participación de los políticos, pese a los inmensos errores que había cometido en los días pasados. Convocaba a los generales a su oficina, preguntaba por la situación al oeste de Moscú y les daba sus instrucciones. No había dudas acerca de su supremacía.

Se impuso a sí mismo y a los demás un ritmo frenético hasta las primeras horas del 29 de junio, cuando Mólotov, Mikoián y Beria fueron los últimos en marcharse (V. N. Merkúlov, que había encabezado la organización de la seguridad del estado durante varios meses, se había ido pocos minutos antes)[16]. A partir de ese momento comenzó a comportarse de forma misteriosa. Su visita al ministro de Defensa dos días antes había sido complicada. Cuando Timoshenko y Zhúkov le mostraron los mapas de las operaciones, se quedó conmocionado ante la magnitud del desastre sufrido por el Ejército Rojo. Tras haber superado su furia por la operación Barbarroja el 21 de junio, sufrió una recaída. Sus compañeros del Politburó, el Sovnarkom y la Stavka no tenían ni idea de lo que le había sucedido. Cuando se llamaba a la dacha Blízhniaia, el jefe de personal, Poskrióbyshev, declaraba que no sabía dónde estaba. Sin embargo, en realidad se ocultaba allí. Los comandantes y los políticos tendrían que proseguir la guerra contra Alemania como mejor pudieran. Nadie fuera de la Blízhniaia sabía si estaba vivo o muerto.

El avance alemán cruzaba rápidamente los territorios fronterizos. Acostumbrados por Stalin a aceptar sus caprichos, sus subordinados políticos y militares trataron de llevar a cabo sus instrucciones como si no ocurriese nada raro. Pero les preocupaba hacer cualquier cosa sin previa consulta. La situación cambiaba de una hora a otra. La autorización de Stalin había sido esencial durante años y la Stavka necesitaba que estuviera presente en el centro de decisiones. ¿Qué estaba haciendo? Una posibilidad era que tuviese la moral tan baja que se sintiera incapaz de continuar en su puesto. Tenía motivos sobrados para sentirse mal por su reciente actuación. Otra posibilidad era que tratase de demostrar a sus subordinados que, por muy mal que se hubiese comportado, seguía siendo el Líder irremplazable. Stalin era un ávido lector de libros sobre Iván el Terrible y en cierta medida se identificaba con él. El zar Iván una vez abandonó el Kremlin para encerrarse en un monasterio; su propósito había sido persuadir a los boyardos y a los obispos de que se dieran cuenta de que su presencia era fundamental para sostener el gobierno. Después de algunos días una delegación fue a ver al zar para rogarle que volviera al Kremlin. Tal vez Stalin había ideado algo similar.

Nunca se sabrá la verdad, ya que Stalin nunca habló del episodio. Finalmente sus subordinados sacaron fuerzas de flaqueza para averiguar lo que estaba pasando. Nikolái Voznesenski, la estrella en ascenso en los organismos de planificación del estado, visitaba a Mikoián cuando Mólotov los llamó por teléfono para convocarlos a una reunión. Malenkov, Voroshílov y Beria ya estaban con Mólotov, y Beria proponía la creación de un Comité Estatal de Defensa. Mikoián y Voznesenski estuvieron de acuerdo. Este Comité Estatal de Defensa estaba concebido para suplantar tanto la autoridad del partido como la del gobierno y para ser regido por Stalin. Era la primera iniciativa de envergadura que tomaban en años sin pedir previamente la autorización de Stalin[17].

El inconveniente era lograr que Stalin accediera. El grupo decidió marchar a la Blízhniaia para presentarle la propuesta directamente. Cuando Mólotov adujo el problema de la «dolencia» de Stalin en los días anteriores, Voznesenski se armó de valor: «Viacheslav, vé tú primero y nosotros vamos inmediatamente detrás». Mikoián interpretó esto como mucho más que un simple plan de viaje. Voznesenski quería decir que si Stalin no era capaz de cooperar, Mólotov debía tomar su lugar. Al llegar a la dacha lo encontraron hundido en un sillón. Su aspecto era «raro» y «receloso», muy diferente del que estaban acostumbrados a ver en el Líder. «Bueno —murmuró—, ¿habéis venido?». Mikoián pensó que Stalin sospechaba que estaban a punto de arrestarlo. Pero entonces Mólotov, su viejo camarada, habló en nombre de todos explicando la necesidad del Comité Estatal de Defensa. Stalin todavía no estaba convencido y preguntó: «¿Quién va a presidirlo?». Mólotov nombró al mismo Stalin. Aun entonces Stalin pareció sorprenderse y se limitó a decir: «Bien». El hielo se derretía. Beria sugirió que cuatro miembros del Politburó debían sumarse a Stalin en el Comité Estatal: Mólotov, Voroshílov, Malenkov y Beria. Stalin, recobrando el ánimo, quiso agregar a Mikoián y a Voznesenski[18].

Beria objetó que Mikoián y Voznesenski eran indispensables para las tareas del Sovnarkom y el Gosplan. Voznesenski se enfureció con Beria. Stalin estaba en su salsa: sus subordinados estaban más interesados en discutir entre ellos que en rivalizar con él. Se logró el consentimiento de Stalin para organizar el Comité Estatal de cinco miembros y se concedieron a Mikoián amplios poderes para organizar el abastecimiento y a Voznesenski para coordinar la producción de armamento[19]. La decisión fue confirmada en la prensa el 1 de julio[20]. Y Stalin estaba de nuevo a cargo. La sugerencia de que Mólotov podría haber sustituido a Stalin podría haber significado la muerte de todos ellos; la mantuvieron en secreto y no la revelaron a Stalin. De cualquier modo, había sido un momento que Stalin no olvidaría con facilidad. Beria pensó que más pronto o más tarde los visitantes a la dacha pagarían un precio simplemente por haberlo visto en un momento de profunda debilidad[21].

El 10 de julio, a instancias de Zhúkov entre otros, Stalin aceptó ser designado comandante supremo. Seguía mostrándose cauto al respecto y el nombramiento no llegó a los medios de comunicación sino varias semanas después. La causa de estas vacilaciones no fue revelada y Stalin nunca comentó nada a sus íntimos. Pero es difícil no llegar a la conclusión de que Stalin deseaba evitar que la opinión popular le relacionara demasiado estrechamente con la catástrofe en el frente. Si continuaban las derrotas, haría rodar más cabezas. Tardó aún más en tomar posesión oficial del cargo en la Stavka. Hasta el 8 de agosto no aceptó convertirse en presidente. ¿Era este otro indicio más de que había aprendido de las biografías del primer emperador romano Augusto que el poder real importa más que los títulos? Con independencia de lo que implicara este gesto en cuanto a la actitud de Stalin hacia su imagen, es una prueba clara de que finalmente pensó que el Ejército Rojo se había recobrado de los desastres de los primeros días en la contienda contra los alemanes. Se había empezado a poner en práctica una defensa efectiva, y el caos inicial era reemplazado por el orden y la eficiencia: al fin Stalin podía afrontar el riesgo de asumir la responsabilidad suprema y si no lo hacía habría despertado sospechas acerca de su compromiso.

El que pagó el más alto precio por haber disgustado a Stalin, aun sin haberlo visto deprimido en la dacha, fue el comandante del frente occidental Dmitri Pávlov. Tras haberse colocado en una situación insostenible debido a la mala actuación de Stalin antes y durante el 22 de junio de 1941, Pávlov iba a convertirse en el chivo expiatorio del triunfo militar alemán. Errar es humano y Stalin había errado en grado sumo. Se perdonaba a sí mismo, pero no perdonaba a los demás y, cuando se equivocaba, otros cargaban con la culpa. Pávlov fue arrestado, sometido a un consejo de guerra y sentenciado a muerte. Es difícil entender qué pensaba Stalin que conseguía con esto. No se dio mucha publicidad a la sentencia. Lo más probable es que Stalin hiciera sencillamente lo que había llegado a ser su proceder habitual, y deseaba que sus comandantes no dejaran de temerle. Pero tal vez también intuyó la necesidad de evitar que todo el cuerpo de oficiales se desmoralizase. De ahí que optara por una especie de compromiso. Consiguió una víctima, pero se abstuvo de los escenarios de tortura, juicios ejemplarizantes y confesiones forzadas anteriores a la guerra. Claro que esto no sirvió de mucho consuelo para el desventurado Pávlov, pero fue el primer indicio, aunque débil, de que Stalin había entendido que era necesario ajustar su conducta al molde de la guerra.

Mientras tanto, la Wehrmacht de Hitler continuaba sembrando la destrucción en el territorio soviético. El plan estratégico alemán era un avance motorizado a través de las llanuras y marismas de las fronteras occidentales de la URSS y, en pocas semanas, la ocupación de las principales regiones europeas. Parecían estar a punto de lograr todo lo que el Führer esperaba. Las formaciones de tanques, bien adiestradas, se deslizaban por el vasto territorio topándose con operaciones de defensa valerosas pero poco efectivas. Minsk, la capital de Bielorrusia, cayó el 29 de junio, y Smolensk, el 16 de julio. No había ningún centro urbano importante entre Smolensk y Moscú. Tras perder las esperanzas en la comandancia del frente occidental, Stalin dejó en manos de Timoshenko y Zhúkov la reorganización y la intensificación de la resistencia. Se logró contener en parte el avance alemán contra el Centro Agrupado del Ejército. Pero las formaciones de Panzer se abrían paso hacia Leningrado por el Norte y hacia Kíev más al Sur. Ya toda Polonia, Lituania y Bielorrusia estaban sometidas a la autoridad del Gobierno General designado por Hitler. Parecía que nada podía salvar al «poder soviético». La operación Barbarroja había sido emprendida por fuerzas armadas que habían conquistado todos los países europeos que habían atacado. Se había reunido a más de tres millones de hombres para la campaña contra la URSS. Hitler tenía a su disposición más de tres mil tanques y dos mil aviones. Las fuerzas de seguridad avanzaban por los senderos abiertos por estas victorias: los Einsatzkommandos liquidaban a todos aquellos que supusieran hostiles al Nuevo Orden. Se había planificado y proporcionado todo lo necesario para que las cosas saliesen a la perfección.

El pánico se apoderó de Moscú y Leningrado; miles de habitantes intentaban huir antes de que llegaran los alemanes. Entre los refugiados había funcionarios del gobierno y del partido. Stalin no tuvo piedad. Beria, que había sido encargado de la supervisión general de los asuntos de seguridad en el Comité Estatal de Defensa, fue autorizado a colocar destacamentos de contención en los límites de la capital y a aplicar la justicia sumaria a todos aquellos que intentaran huir. Las disposiciones estratégicas se tomaron mientras el Comité Estatal designaba los altos mandos para los frentes noroccidental, occidental y sudoccidental. La confianza de Stalin en el profesionalismo militar no había madurado. Aunque designó a Timoshenko para el frente occidental, ordenó que Voroshílov se hiciera cargo del frente noroccidental, mientras que Budionny lo hacía del frente sudoccidental[22]. Voroshílov y Budionny, camaradas de Stalin en la Guerra Civil, no habían ganado laureles en la guerra soviético-finesa y aun así Stalin los apoyaba. Los comités del partido y los comités ejecutivos soviéticos de las provincias quedaron bajo el mando directo de la dirección del Comité Estatal y se les ordenó intensificar el espíritu de resistencia. Se emprendió una leva intensiva de hombres para incorporarlos al Ejército Rojo. Era necesario promover la producción de armamento, endurecer la disciplina de trabajo y asegurar el abastecimiento de alimentos desde las zonas rurales. A Stalin no le interesaba cómo se hiciese. Lo único que le importaba era el resultado.

Un enorme número de prisioneros de guerra cayeron en manos alemanas: sólo en la batalla por la toma de Minsk fueron capturados más de 400 000 soldados del Ejército Rojo. La fuerza aérea soviética de las fronteras occidentales había sido destruida, principalmente en tierra, en los dos primeros días de hostilidades. También habían barrido los enlaces de transporte y comunicación. Cuando fue ocupada Smolensk, no hubo tiempo de quemar los documentos del cuartel general del partido. La URSS perdió sus repúblicas soviéticas de los territorios fronterizos occidentales cuando Ucrania, Bielorrusia, Lituania, Letonia y Estonia cayeron bajo dominio alemán. La URSS había perdido la mitad de su capacidad industrial y agrícola y casi la misma proporción de población. En las zonas todavía no ocupadas cundía la desmoralización. La administración civil era un caos. Los bombarderos alemanes seguían destrozando poblaciones muchas millas más allá de las líneas de avance de la Wehrmacht. En Moscú el pánico iba en aumento. Muchos funcionarios del gobierno trataban de escapar. Ni el discurso de Mólotov del 22 de junio ni el de Stalin once días después lograron convencer a la mayoría de la gente de que era posible resistir el ataque.

Tampoco le faltaban a la URSS ciudadanos que estuvieran complacidos con lo que parecía estar sucediendo. Muchos habitantes de los territorios fronterizos occidentales dieron la bienvenida a las tropas de la Wehrmacht como si fueran un ejército libertador. Los campesinos ucranianos los saludaban con pan y sal, según la tradición.

El objetivo de Stalin de aniquilar toda posibilidad de una quinta columna mediante la puesta en marcha del Gran Terror había resultado ineficaz. Lo que logró con su política fue atizar el fuego del rencor. El campesinado deseaba ser liberado de los tormentos del sistema de granjas colectivas. No eran los únicos. En las ciudades pequeñas y grandes, especialmente entre la gente que no era ni rusa ni judía, cundía la ingenuidad acerca de los propósitos de Hitler. No es sorprendente, ya que la política de ocupación alemana todavía no estaba clara y algunos funcionarios nazis vieron la ventaja de buscar la cooperación voluntaria en las regiones conquistadas de la Unión Soviética a la hora de desmantelar el orden construido desde 1917. Se reabrieron las iglesias. Las tiendas y los pequeños negocios empezaron a funcionar de nuevo.

Estúpidamente Hitler rechazó todas las propuestas de ahondar esta línea de acción. Los pueblos eslavos en su totalidad tenían que ser tratados como Untermenschen, destinados únicamente a la explotación económica en beneficio del Tercer Reich. Se ordenó a la Wehrmacht y a las SS obtener fuerza de trabajo y materias primas de Ucrania exprimiéndola como si fuese un limón.

En la URSS el esfuerzo bélico comenzó a coordinarse. Se ordenó a los funcionarios del partido que convocaran asambleas en las fabricas y dijeran a los trabajadores que el avance alemán estaba a punto de ser detenido. Se exigiría mucho de los ciudadanos soviéticos. Se alargaron las jornadas de trabajo; la disciplina se hizo todavía más rígida. Tenían que resistir la amenaza del nazismo. La URSS iba a ganar y el Tercer Reich, a pesar de que por el momento parecía suceder lo contrario, iba a ser derrotado. El régimen soviético iba a actuar con la misma ferocidad que había empleado en tiempos de paz.

Aun así, era difícil creer a los pocos que se mostraban optimistas. Se suponía que los portavoces oficiales decían únicamente lo que se les había ordenado que dijeran. La Luftwaffe bombardeaba Moscú el 21 de julio. Un mes de lucha había puesto de rodillas a la Unión Soviética. El Grupo Norte del Ejército se acercaba a Leningrado y, ante la presunta inminencia de la caída de Moscú, Hitler y sus generales comenzaron a considerar la idea de enviar fuerzas al Grupo Sur del Ejército para garantizar la próxima conquista de Kíev. Los refugiados soviéticos que circulaban por Rusia central difundían historias de los triunfos militares alemanes que contradecían la insistencia de Pravda en que el Ejército Rojo había dejado de retroceder. Lo que Hitler estaba consiguiendo era lo que los comandantes alemanes Ludendorff y Hindenburg habían amenazado con hacer si Lenin y los comunistas no firmaban un tratado por separado en Brest-Litovsk a comienzos de 1918. Vastos recursos económicos habían quedado a disposición de la ocupación alemana en la guerra contra la URSS. Por orden de Stalin se intentaron evacuar las fábricas y su fuerza de trabajo; las tropas soviéticas y la NKVD en retirada pusieron en práctica una política de tierra quemada para minimizar los beneficios que pudiera obtener la Wehrmacht. Hitler se preparaba para ser el amo del Este.

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