Stalin

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IV. El señor de la guerra » 38. La lucha continúa

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LA LUCHA CONTINÚA

El otoño de 1941 fue espantoso para los rusos. El Reino Unido se había enfrentado solo a Alemania durante más de un año y ahora la URSS se le unía corriendo aún mayor peligro. Los británicos no podían enviar mucha ayuda en dinero, armamento ni tropas. Aunque el frente de la Wehrmacht y el Ejército Rojo no era sino uno de los frentes de la Segunda Guerra Mundial, en ese momento era prácticamente una guerra aparte. El frente todavía tenía que estabilizarse por medio de una efectiva defensa soviética. En octubre las fuerzas alemanas, después de haber avanzado con eficacia por las llanuras y marismas hacia el este del río Bug, se concentraron en las afueras de Moscú para una ofensiva final en la capital de la URSS. El Kremlin tenía que tomar decisiones fundamentales. El plan inicial era que todo el gobierno fuera evacuado a Kúibyshev, a orillas del Volga. Stalin debía partir en tren —y el cadáver embalsamado de Lenin, protegido por sustancias químicas, estaba preparado para el viaje a Tiumén, en Siberia occidental—. Todo indicaba que Moscú iba a sucumbir al conquistador antes del invierno. Desde la invasión de Napoleón en 1812 la capital rusa no se había enfrentado a semejante situación —y Stalin, a diferencia de Alejandro I, no podía esperar que Hitler le perdonara la vida en caso de que los alemanes obtuvieran la victoria, cosa que cada vez parecía más probable.

Pero la línea defensiva aguantó. Zhúkov, jefe del Estado Mayor de la Stavka, fue trasladado a la defensa de Moscú. En el último momento Stalin decidió permanecer en la capital. Al mismo tiempo que autorizaba la partida de varios Comisariados del Pueblo a Kúibyshev, se convenció de que Zhúkov podría lograr la victoria y ordenó a los dirigentes políticos que se quedaran con él en la capital. No pudo haber soñado con una propaganda mejor. Corrió la voz de que el Líder se negaba a abandonar la capital. Todos iban a resistir, desde los miembros de la Stavka hasta los soldados rasos y los obreros de las fábricas.

La primera prueba de la resolución de Stalin llegó hacia finales de año, cuando en la Stavka se discutió la intensificación de las defensas. Zhúkov siempre había sido partidario del avance; nunca estuvo tan feliz como cuando organizó al Ejército Rojo para atacar a la Wehrmacht. Pero también era un militar profesional. Las posibilidades estratégicas de resistir a las fuerzas alemanas que avanzaban sobre Kíev eran mínimas y Zhúkov —al igual que los otros comandantes— concluyó que abandonar la capital ucraniana serviría para preservar recursos humanos y materiales que podrían ser usados en una etapa posterior de la guerra. Expuso la situación a Stalin sabiendo el peligro que corría. Stalin se enfureció. «¿Cómo —preguntó— se le ocurre siquiera pensar que vamos a dejar a Kíev en manos del enemigo?». Aun así, Zhúkov se mantuvo firme: «Si usted piensa que el jefe del Estado Mayor no puede decir otra cosa que tremendas tonterías, entonces no tiene nada que hacer aquí»[1]. Sin embargo, Stalin se mantuvo en su postura y se dio la orden de defender Kíev hasta el fin. Timoshenko, que por lo general temía ofender a Stalin, consideró la posibilidad de abandonar Kíev sin informar a Stalin (esto, obviamente, habría sido un acto suicida). Atacar, atacar, atacar: tal era el modo en que Stalin pensaba repeler la invasión nazi. Así que se ordenó a las fuerzas armadas de la capital que se prepararan para un enfrentamiento decisivo a instancias de Stalin. Se ordenó a los civiles permanecer atrás.

La Wehrmacht avanzaba. Los comandantes alemanes estaban sorprendidos por el animo, la decisión y la flexibilidad de los soviéticos. Les habían enseñado a considerar a los rusos como Untermenschen, pero descubrieron que los pueblos de la URSS, incluyendo a los rusos, estaban muy lejos de ser unos seres primitivos. Stalin todavía no se basaba en la estrategia. El abandono de las grandes ciudades era un anatema para él. Todavía le faltaba aprender que una retirada estratégica podía facilitar un reagrupamiento indispensable. Actuaba como un ignorante en cuestiones militares, al igual que había demostrado serlo en cuestiones diplomáticas a mediados de 1941. Kíev cayó inevitablemente ante las fuerzas más numerosas y mejor organizadas de la Wehrmacht el 19 de septiembre.

El Ejército Rojo tenía pocas opciones estratégicas. Mientras la Wehrmacht tuviera la iniciativa, la Stavka tenía que responder a los movimientos alemanes. Se ordenó a los comandantes que mantuvieran sus posiciones. La Stavka decidió cuáles eran los sectores que más necesitaban el envío urgente de refuerzos. Mientras que Zhúkov trabajaba en un plan de campaña, Stalin acosaba a sus políticos para que aumentaran la producción destinada a las fuerzas armadas. En 1942 la URSS realizó una proeza asombrosa. Las fábricas y talleres evacuados de las regiones occidentales de la URSS volvieron a ponerse en funcionamiento en los Urales. Mientras tanto, las empresas industriales de Rusia central incrementaban su actividad. Se trataba de superar las lamentables pérdidas de 1941. Todo esto se hacía con la violencia acostumbrada de Stalin. La consigna «¡Todo para el frente!» se hizo realidad casi al pie de la letra. La industria, ya orientada a las necesidades militares antes de 1941, se dedicaba casi exclusivamente a suplir las necesidades de las fuerzas armadas. Dejaron de fabricarse bienes de consumo. El poder económico soviético se consagró con tanto éxito al esfuerzo bélico que en los últimos seis meses de 1942 alcanzó un nivel de producción que los alemanes sólo lograron en el año entero. Las cifras eran destacables. En ese medio año la URSS llegó a contar con quince mil aviones y tres mil tanques[2].

Otros sectores de la economía pagaron el precio. Se negaron recursos a la agricultura. Mientras los hombres jóvenes eran incorporados a las fuerzas armadas y las mujeres jóvenes partían a trabajar en las fábricas, las condiciones de las granjas colectivas sufrieron un grave deterioro. Muchas granjas dejaron de producir o, si no lo hicieron, continuaron con el trabajo de mujeres que habían perdido largo tiempo atrás el vigor de la juventud. Aun así, se mantuvieron las cuotas de recaudación de grano para alimentar a los soldados y a los obreros. El resultado fue un profundo empobrecimiento del campo. El orden administrativo estatal que informaba de los enormes logros en la producción de tanques y aviones era un desastre para la agricultura. Los propagandistas de Stalin —y muchos comentaristas posteriores— insistían en que sus políticas habían demostrado ser maravillosas durante la guerra, pero sólo podían hacerlo si guardaban silencio sobre las granjas de las regiones no ocupadas.

Pese a todo, el espíritu patriótico era inquebrantable. La propaganda reforzó la resistencia al publicar detalles de las atrocidades alemanas. Pravda no se convirtió en un «periódico serio», pero no tenía que inventar historias falsas acerca de la Wehrmacht ni de las SS. Una vez que la resistencia militar soviética comenzó a reforzarse, los medios de comunicación de Moscú se concentraron de lleno en la divulgación de las atrocidades alemanas. Los judíos, gitanos y comunistas estaban siendo fusilados a mansalva. El asesinato y el pillaje devastaban los territorios fronterizos occidentales de la URSS. Aunque los alemanes permitieron que se reabrieran la mayoría de las iglesias y algunos establecimientos privados en Ucrania, en general trataban el país como tierra a saquear. Era habitual que se apropiaran de las cosechas, y los ocupantes alemanes consideraron que las granjas colectivas eran un modo de abastecimiento de grano demasiado útil como para desecharlo. Al comienzo de la operación Barbarroja se habían debatido en Berlín las políticas de ocupación. Varios oficiales habían exigido actuar con prudencia a fin de neutralizar la oposición de las regiones occidentales de la URSS garantizándoles concesiones económicas y sociales. Hitler acalló estas propuestas. Para él, el único propósito de la invasión era hacer realidad su sueño ideológico. Se ordenó a la Wehrmacht, a las SS y a la administración civil que trataran a los Untermenschen eslavos como un recurso humano que debía ser explotado hasta la muerte.

Esto aparentemente no tenía efecto sobre Stalin. No había sido capaz de prever la virulencia de la brutalidad nazi, pero, incluso cuando le llegaron los informes desde detrás de las líneas alemanas, contuvo su lengua al respecto. Sólo hablaba de las atrocidades alemanas en términos generales (mientras que Churchill y Roosevelt no cesaban de insistir en el absoluto desprecio de los alemanes por las leyes internacionales sobre la guerra). Stalin mismo dirigía la guerra, lo mismo que la política, con su propia ferocidad descomunal. La NKVD había hecho incursiones en Estonia, Letonia y Lituania y había matado o arrestado a capas enteras de la población. La operación Barbarroja enfrentó a Stalin por primera vez desde la Guerra Civil con un enemigo tan proclive como él a hacer uso del terror contra civiles inocentes.

En cualquier caso, Stalin no pensó mucho en ello[3]. Tras haber instado a sus compatriotas a emprender una dura guerra a cualquier precio, no tenía interés en llamar la atención acerca de la horrenda fuerza y crueldad de la Wehrmacht. Siguió planificando, organizando y supervisando las acciones de guerra con la Stavka. Eran hombres duros desde cualquier punto de vista. Los dirigentes comunistas que a su modo de ver tenían un lado blando —Bujarin, Kámenev, Tomski o Riazánov— habían perecido durante el Gran Terror. No había personalidades de ese tipo en la Stavka ni en el Comité Estatal de Defensa. Si alguno de ellos tenía reservas acerca de la severidad con que Stalin trataba a sus propias fuerzas, no las expresaba. Ambos contendientes del conflicto germano-soviético se enfrentaron sin tener en cuenta la Convención de Ginebra. Los prisioneros de guerra sufrían un trato atroz. Las tácticas y estrategias desarrolladas no escatimaban costes civiles ni militares. Las restricciones que caracterizaron la lucha entre Alemania y los aliados occidentales nunca prevalecieron en el enfrentamiento con el Ejército Rojo. La guerra llegó al grado de brutalidad colosal que se había visto por última vez en Europa en las guerras de religión del siglo XVII, y Stalin estaba en su salsa.

La supervivencia de la URSS en ese primer invierno terrible de 1941-1942 pareció un milagro en el momento. Los Estados Unidos entraron en la guerra contra Alemania en 1941. Los aliados occidentales de Stalin, a pesar de sus bravatas, no le habían dado mucho crédito y, aunque Washington prometió armas y otros suministros mediante el sistema de «préstamo y arriendo» (que posponía cualquier pago hasta el fin de las hostilidades), fue muy poco lo que llegó a la URSS hasta los últimos meses de 1942. La Unión Soviética tuvo que enfrentarse a la Alemania nazi con sus propios recursos, mientras que Hitler podía contar con el creciente apoyo proveniente de Italia, Hungría, Rumania y Eslovaquia.

Una valoración sosegada era más favorable a las posibilidades de Stalin. El análisis previo a la guerra, compartido por Berlín y Moscú, sostenía que los alemanes tenían que atacar a comienzos del verano si querían triunfar en la conquista. La campaña militar que se estaba desarrollando refrendaba la lucha continúa esta hipótesis. La Wehrmacht, después de grandes avances en los territorios fronterizos occidentales de la URSS, se había detenido ante Leningrado y Moscú; no había logrado conquistar el corazón de Rusia, la zona de Bakú, rica en petróleo, ni las rutas de transporte del Volga. La URSS conservaba recursos materiales y humanos para continuar resistiendo al agresor. La Wehrmacht operaba en condiciones menos favorables que las previstas por Hitler. Los meses finales de 1941 fueron extremadamente fríos. Las líneas de abastecimiento y comunicación alemanas se habían extendido enormemente: Hitler no había llegado lo suficientemente lejos como para lograr el triunfo final, pero sí había llegado demasiado lejos como para mantener en buenas condiciones a sus fuerzas armadas. Más aún, el equipamiento militar alemán no había sido construido para soportar los rigores del invierno ruso. El tanteo empezó a volverse favorable a la URSS a pesar del duradero efecto de los errores de cálculo de Stalin en relación con la operación Barbarroja.

Stalin había recobrado el aliento, aunque la situación inmediata era profundamente desalentadora. La Wehrmacht rondaba como una pantera en las afueras de Moscú y Leningrado. El suministro de alimentos en las zonas no ocupadas de la URSS había caído a la mitad como resultado del control alemán sobre Ucrania. También se habían apoderado de la cuenca del Don, y con esto se esfumaban las tres cuartas partes del carbón, hierro y acero de que disponía el país. Además, otras reservas de metal estaban en territorios ocupados por los alemanes, incluyendo el cobre, el manganeso y el aluminio. La base de reclutamiento del Ejército Rojo se había reducido debido a la rapidez y profundidad del avance de la Wehrmacht. Más aún, en los territorios en manos soviéticas cundía el caos. Millones de refugiados se encaminaban a Rusia central. A Moscú llegaban desde el Oeste trenes con vagones repletos de maquinaria de las fábricas que habían sido evacuadas.

El comandante supremo volvió por sus fueros. Insistió a sus exhaustos generales en que el ataque era preferible a la defensa. Incluso él reconocía que era imposible cerca de Moscú o de Leningrado, pero pensó que sus mapas indicaban la debilidad de los alemanes en la cuenca del Don. Los generales y los comisarios le advirtieron de que la logística y la geografía no eran nada propicias, pero no consiguieron nada. Stalin sostuvo —o más bien supuso, y no le importó lo que otros argumentaran en contra— que casi cualquier acción era mejor que la pasividad. En abril de 1942, cuando la nieve cedía paso al barro, Stalin pasó por encima de la Stavka y obligó a sus especialistas militares a organizar una ofensiva en el este de Ucrania con el objetivo de tomar Járkov. Sería el primer contraataque soviético de envergadura. Fue planificado con una indiscreción mayúscula y las agencias de inteligencia alemanas lo supieron con antelación. La Wehrmacht había tomado sus precauciones y estaba a la espera; también conocía de antemano el plan de Stalin de recuperar Crimea. Se le tendió una trampa estratégica. A pesar de las objeciones de sus consejeros, Stalin siguió insistiendo en la ofensiva y el Ejército Rojo condujo sus tanques a las fauces de la derrota.

Hitler había logrado infligir un golpe brutal a las fuerzas armadas soviéticas, y Járkov se mantuvo en manos del enemigo. Hitler seguía pensando en términos grandiosos. A las fuerzas alemanas les iba bien en el norte de África y no era descabellado suponer que la Wehrmacht, avanzando desde el Sur y desde el Norte, pronto podría conquistar todo Oriente Medio y tomar posesión de su petróleo. Los japoneses, aliados de Hitler, avanzaban con rapidez hacia la costa occidental del Pacífico. Ningún país podía resistir a Japón; las potencias imperialistas europeas —Gran Bretaña, Francia y Holanda— estaban siendo derrotadas en Asia. Hitler, seguro de sí mismo, eligió Stalingrado (antes conocida como Tsaritsyn) como su próximo objetivo.

Stalin ordenó que se defendiera la ciudad a cualquier precio. Ha habido gran cantidad de comentarios injustificados acerca de que tanto Stalin como Hitler exageraron la importancia estratégica de Stalingrado. Stalin había tenido allí su base en 1918 y sus propagandistas habían presentado la campaña de Tsaritsyn como fundamental para el desenlace de la Guerra Civil. Se ha dicho que Hitler atacó Stalingrado porque la ciudad llevaba el nombre de Stalin. Tanto el sentimiento como la significación simbólica bien pueden haber contribuido a la decisión alemana de tomar Stalingrado y a la voluntad soviética de resistir, pero la razón principal de la decisión de Hitler fue de orden estratégico. Stalingrado se hallaba en una zona vital para el esfuerzo bélico de la URSS desde un punto de vista logístico. El control alemán de la región del curso medio del Volga separaría a la URSS de sus fuentes de abastecimiento de petróleo en Bakú y Grozny. Asimismo, la posesión de la zona posibilitaría a los alemanes avanzar a través del Volga hacia el sudeste de Rusia y reducir peligrosamente el acceso de Moscú al grano y las patatas. La otra alternativa habría sido concentrarse en la toma de Moscú para dominar el centro de transporte y administración de toda la URSS. Pero la decisión de Hitler fue sensata, aunque no era la única opción de que disponía.

Alemania y sus aliados comenzaron la campaña de Stalingrado el 28 de junio de 1942. De inmediato llegaron a Vorónezh y la tomaron. Luego cayó Rostov. Stalingrado parecía condenada, de manera que un Hitler muy seguro dividió las fuerzas de ataque a fin de apoderarse del petróleo del norte y sur del Cáucaso. Los informes que llegaban a Moscú supusieron un doloroso golpe para la Stavka. El pánico se había apoderado de los habitantes de sur de Rusia. Para evitar que se repitiera el pavor que había trastornado la capital en junio de 1941, Stalin emitió la Orden N.º 227, «¡Ni un paso atrás!», el 28 de julio de 1942. Los términos de la orden, que se leyó a las tropas en el campo de batalla pero no fue difundida por los medios de comunicación soviéticos, exigían obediencia so pena de un severo castigo. La retirada, salvo que fuera explícitamente autorizada por el Kremlin, sería considerada como traición. El territorio que permanecía en manos soviéticas debía ser defendido a cualquier precio. Los «miedosos» y «cobardes» recibirían un tratamiento sumario: serían fusilados en el lugar o bien trasladados a los denominados «batallones de castigo» (en los que tenían pocas posibilidades de sobrevivir). Stalin había redactado y firmado la Orden N.º 227. Con ella a ningún soldado le quedó la menor duda acerca de la decisión del Líder de obligar al Ejército Rojo a pelear sin ceder un palmo.

Sin embargo, cuando Stalin se negó a enviar refuerzos a Stalingrado no confiaba plenamente en la Orden N.º 227. Temía desviar las reservas de Moscú y Leningrado. Las tropas del comandante alemán Friedrich Paulus avanzaban inexorablemente sobre Stalingrado. Stalin volvió a recurrir a Zhúkov. Reconocía implícitamente que había hecho apreciaciones equivocadas acerca de Ucrania y el sur de Rusia que por fin rectificaba apelando a su oficial más dinámico. Como recompensa por sus méritos, Zhúkov fue nombrado subcomandante supremo. Después de una rápida visita al frente, Zhúkov se pronunció en favor de un cambio en las disposiciones militares. En particular abogó por el envío de reservas a Stalingrado. Se aceptó el plan en septiembre de 1942 y Zhúkov y el nuevo jefe del Estado Mayor, Alexandr Vasílievski, elaboraron los detalles con Stalin. Poco a poco el comandante supremo aprendía cómo trabajar con los miembros de la Stavka. Se confeccionó un plan para una amplia contraofensiva, la Operación Urano. Se reunieron las reservas y se ordenó a los defensores de Stalingrado, aislados por los alemanes, que resistieran mientras tanto. Barrios enteros de la ciudad quedaron reducidos a escombros debido a las constantes incursiones aéreas de la Luftwaffe. Vasili Chuikov fue designado como nuevo comandante soviético, pero Hitler creía que Paulus pronto tomaría posesión de Stalingrado.

Zhúkov y Vasílievski consultaron con Stalin y otros comandantes cada etapa del plan. Esto era consecuencia del creciente respeto de Stalin por la pericia de sus profesionales. Zhúkov informaba a Stalin a partir de sus observaciones directas cerca del frente. Cuando hacía alguna recomendación acerca de defectos operativos, tenía que soportar las parrafadas de Stalin acerca de las características de la guerra contemporánea[4]. Pero en general Stalin se comportaba. Propuso que se pospusiera la Operación Urano hasta que no se hubieran dispuesto todos los preparativos[5]. Stalin no actuaba así a comienzos de la guerra.

Las decisiones finales acerca de la Operación Urano se tomaron el 13 de noviembre. Zhúkov y Vasílievski hallaron cierto alivio al saber que eran tropas rumanas y no alemanas las que se hallaban en la línea de avance soviética; además, tenían la superioridad numérica en hombres y armamento. Stalin escuchaba con mucha atención, chupaba lentamente su pipa y se atusaba el bigote[6]. Los miembros del Comité Estatal de Defensa y del Politburó entraban y salían. El plan general se repasó varias veces, de modo que todos los dirigentes pudieran comprender cuál era su responsabilidad. Zhúkov y Vasílievski, al mismo tiempo que apoyaban esta contraofensiva no dejaban de recordar a Stalin que con toda seguridad los alemanes trasladarían tropas desde Viazma para reforzar las fuerzas de Paulus. Por lo tanto, sugirieron una contraofensiva sincronizada del Ejército Rojo al norte de Viazma. Stalin dio su consentimiento: «Estaría bien. ¿Pero quién va a hacerse cargo de este asunto?». Zhúkov y Vasílievski se dividieron las responsabilidades y Stalin ordenó a Zhúkov que partiera al día siguiente hacia Stalingrado para supervisar los últimos preparativos antes de que comenzara la Operación Urano. Stalin dejó en manos de Zhúkov la fecha del inicio de la campaña[7]. Zhúkov y Stalin estaban tan seguros como decididos. Esta vez los alemanes serían derrotados.

La Operación Urano se inició con éxito el 19 de noviembre, pero la defensa alemana consiguió contenerla. Según Zhúkov, Stalin envió montones de telegramas apremiando histéricamente a sus comandantes a que aniquilaran al enemigo[8]. Era su habitual modo de tratar a los subordinados: tenían que seguir marchando a paso frenético o se enfurecería. Entretanto, Hitler envió a Erich von Manstein, uno de sus mejores generales, a romper las líneas soviéticas que rodeaban Stalingrado. Pero Stalin también había aprendido a esperar. Afortunadamente conocía muy bien la geografía de la región. Esto hacía menos probable que tratara de imponer ideas manifiestamente impracticables. Pero todavía mostraba un «nerviosismo excesivo» en la Stavka[9].

En diciembre de 1942 decidió en el Comité Estatal de Defensa poner a Konstantín Rokossovski como único comandante del frente. Hasta entonces había actuado con cierta moderación en las reuniones de planificación; el sorprendido Zhúkov guardó silencio. Stalin exclamó: «¿Por qué se queda callado? ¿O es que no tiene una opinión propia?». Zhúkov, que había pasado semanas enteras reuniendo un grupo de comandantes en Stalingrado, señaló que esos comandantes, en especial Andréi Yeriómenko, se ofenderían. Pero Stalin ya había tomado su decisión: «No es momento de ofenderse. Llame por teléfono a Yeriómenko y comuníquele la decisión del Comité Estatal de Defensa»[10]. Yeriómenko se lo tomó realmente mal, pero Stalin se negó a hablar con él. El plan y el personal por fin estaban claros. La lucha en torno a Stalingrado había alcanzado su clímax. La ciudad se había convertido en un paisaje lunar; apenas si quedaba en pie algún edificio intacto. Escaseaban las municiones y los alimentos. El helado invierno del Volga hacía difícilmente soportables las condiciones de los soldados de ambos bandos: la congelación y la desnutrición afectaron a muchos. Sin embargo, las fuerzas soviéticas de algún modo estaban mejor provistas que los alemanes y sus aliados. Hitler no había logrado solucionar el problema de extensión de las líneas de comunicación. Inequívocamente el Ejército Rojo tenía ventaja.

Además, Hitler se había despreocupado en exceso de las dificultades en Stalingrado hasta que Paulus quedó aislado entre el frente del Don de Konstantín Rokossovski y el frente sudoccidental de Nikolái Vatutin. La única opción que tenía Paulus era intentar replegarse, pero Hitler, que pensó que la Luftwaffe podría respaldar a las fuerzas alemanas hasta el momento en que Manstein pudiera realizar un avance devastador, no se lo permitió. Zhúkov y Vasílievski habían previsto todo esto. Llenaron el espacio que había entre Paulus y Manstein con un vasto despliegue de divisiones armadas. Desde esta posición intentaban llevar a cabo dos golpes estratégicos. La Operación Saturno tenía el objetivo de recuperar Rostov del Don, mientras que la Operación Círculo completaría el cierre de Stalingrado y la destrucción de las fuerzas de Paulus. Este doble plan era demasiado ambicioso. Permitió que Manstein estabilizara su frente y amenazara a los sitiadores soviéticos de Stalingrado. De haber actuado por su cuenta, Zhúkov y Vasílievski podrían haber reaccionado con mayor flexibilidad, pero tenían a Stalin mirando por encima de sus hombros.

Una vez que olía la victoria, no podía contenerse. El resultado fue que los rojos lucharon hasta la extenuación innecesariamente y que a los alemanes se les concedió una segunda oportunidad.

Con todo, las fuerzas soviéticas se reagruparon. Manstein no logró quebrar sus defensas y Rokossovki logró lanzar sus divisiones sobre Paulus. La Wehrmacht sufrió el destino que solía imponer a sus enemigos. La propaganda nazi había convencido a los soldados alemanes de que iban a pelear con una turba de Untermenschen en nombre de la civilización europea; en cambio, fueron reducidos a una condición lastimosa por una fuerza superior bien armada, bien organizada y bien dirigida.

Otros líderes se habrían rebajado a presenciar parte de la acción. Stalin se mantuvo en Moscú. Para él la realidad de la guerra consistía en sus conversaciones con Zhúkov, la inspección de los mapas y las órdenes que vociferaba por teléfono a los atemorizados políticos y comandantes. Ni fue testigo ni leyó nada sobre la degradación de las fuerzas de Paulus. Se congelaban, se morían de hambre, cazaban ratas y masticaban hierbas y cortezas de árbol para alimentarse. Se acercaba el fin y Paulus fue invitado a rendirse. La lucha en la calle lo inmovilizó en el interior de la ciudad. Los combates cuerpo a cuerpo continuaron hasta que Paulus se rindió y el 2 de febrero de 1943 cesó la resistencia alemana. Stalingrado era de nuevo una ciudad soviética. Las pérdidas alemanas eran más elevadas de las que habían sufrido en ningún otro escenario de la Segunda Guerra Mundial: 147.000 hombres murieron y 91.000 fueron apresados. El Ejército Rojo había perdido todavía más hombres, pero había ganado mucho en otros aspectos. El mito de la invencibilidad de la Wehrmacht quedó en entredicho. Había quedado claro que Hitler carecía de las habilidades fundamentales de un general. Mientras que antes los ciudadanos soviéticos dudaban de que el Ejército Rojo pudiera ganar la guerra, ahora todos pensaban que podría lograrlo.

Stalin se mostró generoso con sus comandantes. Zhúkov y otros cinco fueron recompensados con la Orden de Suvórov, de primera clase, Stalin se nombró a sí mismo mariscal de la Unión Soviética. Se convenció de que se había fogueado al calor de la batalla y de que había logrado todo lo que se esperaba de él. Su verdadero papel había sido el de coordinador e instigador. Había reunido las secciones civil y militar del estado soviético. Los comandantes de la Stavka habían aportado su pericia, y el coraje y la resistencia provenían de los oficiales y soldados del Ejército Rojo que habían luchado en condiciones de privación casi increíbles. El equipamiento material había sido suministrado por los mal alimentados obreros fabriles, que trabajaron sin quejarse. Los kojozniki habían proporcionado los alimentos cuando ellos mismos apenas tenían grano y patatas para sobrevivir. Pero Stalin no dudaba de sí mismo. Cada vez que aparecía en público y siempre que aparecían retratos suyos en los noticieros y en la prensa después de Stalingrado, lucía el uniforme de mariscal.

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