Stalin

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IV. El señor de la guerra » 41. Comandante supremo

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COMANDANTE SUPREMO

Un hombre cuyo brazo izquierdo dañado le había hecho inadecuado para el reclutamiento en la Primera Guerra Mundial y que había sido criticado por su incapacidad militar tanto en la Guerra Civil como en la guerra polaco-soviética, comandaba ahora un estado en guerra con la Alemania nazi. Desde Moscú, Stalin se enfrentaba a Hitler, en Berlín. En las mentes de ambos hombres había un duelo personal y un choque de ideologías y de sistemas de organización estatal. A ninguno de los dos le faltaba confianza en sí mismo para dirigir su guerra.

El líder soviético se tomó su tiempo para juzgar cómo manipular la opinión pública. Mólotov anunció oficialmente el comienzo de la guerra en nombre de la dirección política el 22 de junio de 1941. Otro héroe del día fue el locutor de radio Yuri Levitán, cuya exquisita voz de bajo representaba la voluntad popular de resistir la invasión alemana a cualquier precio. Cuando finalmente Stalin se dirigió por radio a los ciudadanos soviéticos el 3 de julio, once días después del comienzo de las hostilidades, ajustó su lenguaje a la urgencia de los tiempos de guerra. Estas fueron sus palabras iniciales[1]:

¡Camaradas! ¡Ciudadanos!

¡Hermanos y hermanas!

¡Soldados de nuestro ejército y armada!

¡A vosotros me dirijo, amigos míos!

Muchos han señalado que Stalin estaba retomando el discurso tradicional ruso al hablar a sus «hermanos y hermanas». Es cierto. Pero lo que habitualmente no se tiene en cuenta es que comenzó el discurso apelando a camaradas y ciudadanos (y al menos uno de los que escuchaban notó una cesura entre «¡Ciudadanos! ¡Camaradas!» y «¡Hermanos y hermanas!»)[2]. Tampoco buscaba identificarse exclusivamente con los rusos. Cuando enumeró a los pueblos amenazados por Alemania, mencionó no sólo a los rusos, sino también a «los ucranianos, bielorrusos, lituanos, letones, estonios, uzbekos, tártaros, moldavos, georgianos, armenios, azerbaiyanos y demás pueblos libres de la Unión Soviética»[3].

Los oyentes estaban agradecidos porque era evidente que se había preparado una defensa firme. La escritora Yekaterina Málkina oyó el discurso y se sintió inspirada por él, y la sirvienta de su casa estaba tan conmovida que se puso a llorar. Málkina escribió a una amiga[4]:

Olvidé decirte del discurso de Stalin que mientras lo escuchaba me pareció que estaba muy incómodo. Hacía unas pausas muy largas y con frecuencia bebía mucha agua; se podía oír cómo se la servía y la tragaba. Todo esto servía para reforzar el efecto emotivo de sus palabras. Ese mismo día fui y me alisté en el ejército de voluntarios.

Muy pocas personas que lo escucharon ese día olvidaron la experiencia.

Cuando buscaba el mejor modo de comunicarse, a veces conseguía resultados brillantes:

¿Cómo pudo suceder que nuestro glorioso Ejército Rojo dejara caer en manos de las fuerzas fascistas algunas de nuestras ciudades y distritos? ¿Es cierto que las fuerzas fascistas alemanas son verdaderamente invencibles, tal como alardea sin cesar la propaganda fascista?

¡Claro que no! La historia demuestra que los ejércitos invencibles no existen y nunca han existido. El ejército de Napoleón fue considerado invencible, pero fue aplastado por turno por las fuerzas rusas, inglesas y alemanas. El ejército alemán de Wilhelm durante la primera guerra imperialista también fue considerado un ejército invencible, pero sufrió sucesivas derrotas a manos de las fuerzas rusas y anglo-francesas, y, finalmente, fue completamente liquidado por las fuerzas anglo-francesas. Lo mismo se puede decir del actual ejército de Hitler. Este ejército todavía no se ha topado con un buen contendiente en el continente europeo. Sólo en nuestro territorio ha encontrado una resistencia seria.

Estas palabras fueron pronunciadas en un tono inflexible que confirmaba que se plantaría batalla a los alemanes. Con esto se devolvía el desafío a Hitler y a la Wehrmacht.

La retórica de Stalin era lamentablemente engañosa respecto del tipo de enemigo a que se enfrentaba el Ejército Rojo. Advirtió al pueblo de que, en caso de que la URSS no pudiera derrotar a la Wehrmacht, el destino que les aguardaba era ser esclavos de «los príncipes y barones alemanes»[5]. Ignoraba la naturaleza específica del Nuevo Orden nazi. No se trataba de príncipes ni barones, sino que los custodios del Tercer Reich eran los Gauleiters y las SS. La violencia racial, los vagones móviles de gas y los campos de concentración ya estaban plenamente instalados en el Este y aun así ni una sola vez Stalin se refirió a ellos. La Primera Guerra Mundial había quedado impresa en su mente. También estaba marcado por el recuerdo de la Guerra Civil. En su discurso en la Plaza Roja, el 7 de noviembre de 1941 —aniversario de la Revolución de octubre— se extendió acerca de los «intervencionistas» extranjeros como si éstos y los nazis representaran una amenaza de igual calibre para el estado soviético[6]. Igualmente contraria a los hechos era su afirmación de que Alemania estaba debilitada por el «hambre y empobrecimiento»[7]. Stalin estaba echando mano de viejos clichés de los discursos del partido bolchevique. Cuando los soldados y los civiles soviéticos entraron en contacto directo con la Wehrmacht y las SS, aprendieron por sí mismos que el nazismo tenía métodos y propósitos de una repugnancia única. La reputación de Stalin como propagandista era mayor que su actuación efectiva.

En realidad la adaptabilidad de Stalin tenía un límite. Los discursos parlamentarios habituales de Winston Churchill y las transmisiones de radio semanales de Roosevelt contrastaban con la practica soviética. Stalin sólo pronunció nueve discursos públicos de cierta longitud durante la guerra. No escribía para los periódicos. Aunque podría haber hecho que otros escribieran para él, se negó a publicar con su nombre algo que no hubiera escrito él mismo. En general no había mucha información sobre él. Dejaba pasar una oportunidad tras otra de inspirar al pueblo de otro modo que no fuera el que él prefería.

Pravda siguió nombrándolo con devoción. Rara vez se permitía a los fotógrafos retratarlo; las fotos que aparecían en la prensa eran principalmente fotos viejas, e incluso éstas se usaban poco[8]. Era como si se hubiera tomado la decisión de tratarlo como un símbolo incorpóreo de la URSS y no como el comandante supremo, viviente y en acción. Los carteles, los bustos y las banderas se seguían fabricando. Folletos con sus artículos y discursos más conocidos estaban en venta a precios económicos. Los comisarios de las fuerzas armadas daban conferencias acerca de política y estrategia militar, y también acerca del liderazgo personal de Stalin. No permitía que los detalles de sus actividades se airearan en los medios de comunicación de masas. Continuó manipulando su imagen pública en sus propios términos, y nunca se sintió cómodo con el frecuente contacto con la sociedad que agradaba a los líderes de los países aliados occidentales. Tampoco cambió de idea acerca de permitir que un subordinado —como hizo Hitler con Goebbles— se encargara de fabricar una imagen pública de él. Como antes de la guerra, Stalin mantuvo un control directo de lo que se decía en su nombre.

Con todo, su tendencia a la reclusión tenía al menos algunas ventajas y no era tan dañina para el régimen como lo habría sido en cualquier otra parte. Muchos ciudadanos soviéticos infirieron que un patriarca sabio estaba al mando de las instituciones políticas y militares del estado. Esto pudo haber contribuido al esfuerzo bélico más que haberlo obstaculizado. Stalin era un inepto cuando se trataba de presentarse lo mejor posible o de reconfortar a la opinión pública. En los encuentros multitudinarios o en las transmisiones de radio tendía por naturaleza a proyectar ferocidad. Si la gente lo hubiese visto más a menudo, la ilusión de su bienintencionada sagacidad se habría desvanecido. El encierro del líder les permitía creer en el tipo de Stalin que deseaban. Podían convencerse a sí mismos de que todos los problemas del período de entreguerras se resolverían una vez que hubiesen sido derrotados los alemanes. El pueblo esperaba verdaderamente que un Stalin victorioso aprobaría una distensión del orden soviético. Millones de personas se equivocaban sobre él. Pero el error los ayudó a pelear por la victoria a pesar de los tremendos rigores.

En el extranjero la reclusión de Stalin surtía aún mejores efectos. Poco se sabía de él. Incluso había desconcertado a muchos diplomáticos radicados en Moscú antes de la guerra[9]. El interés había sido máximo entre los comunistas, pero los miembros leales de la Comintern no se extendían más allá de los rasgos piadosos que presentaban las biografías oficiales, y renegados como los trotskistas, que sabían mucho más, eran una minoría vociferante, pero ignorada. El público occidental en general apenas si obtuvo alguna información más después del pacto nazi-soviético en agosto de 1939. David Low, caricaturista del Evening Standard de Londres, produjo imágenes maravillosas de Stalin y Hitler abrazándose al mismo tiempo que cada uno sostenía una daga que apuntaba a la espalda del otro. Stalin estaba representado como un tirano siniestro. Sin embargo, era Hitler y no Stalin quien atraía la atención de los comentaristas occidentales. Ésta fue la situación hasta la Operación Barbarroja. Entonces Stalin se convirtió en el héroe de los países que luchaban contra los nazis. Esto mismo hizo que disminuyera la tendencia a escarbar en los rincones oscuros de la carrera de Stalin. Si el Ejército Rojo resistía, había que apoyarle y los comunistas occidentales, leales a él, debían ser tratados como patriotas y no como subversivos. Los diplomáticos y los periodistas británicos dejaron de hacer cualquier tipo de crítica. Stalin era su nuevo ídolo.

Cuando los Estados Unidos entraron en la guerra en diciembre de 1941, la adulación cruzó el Atlántico. Al año siguiente, la revista Time designó a Stalin como su «Hombre del Año». Se destacaba en el homenaje[10]:

La comitiva de dignatarios del mundo en visita a Moscú en 1942 logró que Stalin saliera de su valva inescrutable y se revelara como un anfitrión agradable y un experto en jugar sus cartas en los asuntos internacionales. En los banquetes en honor de hombres como Winston Churchill, W. Averell Harriman y Wendel WHkie, el anfitrión Stalin bebió su vodka de un trago y habló del mismo modo.

En líneas generales, el editorial señalaba:

El hombre cuyo apodo significa «acero» en ruso, cuyo escaso vocabulario en inglés incluye la expresión americana «tough guy» («tipo rudo»), fue el hombre de 1942. Sólo Iósef Stalin sabía plenamente lo cerca que estuvo Rusia de la derrota en 1942, y sólo Iósef Stalin supo plenamente cómo sacarla adelante.

Estos comentarios dieron la tónica de todas las descripciones occidentales que se hicieron de él durante el resto de la guerra. Ya había sido nominado como candidato a «Hombre del Año» de la revista Time a comienzos de 1940[11]. Pero mientras que antes se le elogiaba como experto en maniobras inteligentes y prácticas, ahora se destacaba su franqueza y su firmeza. Se le saludaba como un estadista con el que Occidente podía negociar. Churchill se guardó sus reservas en interés de la Gran Alianza. El culto que se le tributaba en su país había adquirido santuarios filiales en tierras capitalistas —y era tan vago y equivocado en Occidente como en su propia tierra[12].

Más allá del ojo público, Stalin era el mismo individuo complejo de siempre. Como impostor absoluto, podía asumir cualquier tipo de comportamiento que considerara útil. Era capaz de cautivar a un sapo desde un árbol. Las figuras públicas más jóvenes, ascendidas en la década de los treinta, eran particularmente susceptibles. Entre ellas había un tal Nikolái Baibákov. Lo que impresionó a Baibákov fue «el acercamiento profesional y amistoso» de Stalin. Mientras tenía lugar una discusión en su despacho, solía ir de un lado para otro a grandes pasos y ocasionalmente dirigía una penetrante mirada a sus entrevistados. Tenía varios trucos bajo la manga. Uno era desencadenar un debate entre expertos sin revelar de antemano su preferencia. Baibákov también recordaba que Stalin nunca mantenía una discusión sin haber estudiado el material disponible. Estaba bien informado acerca de muchos temas. Rara vez levantaba la voz y casi nunca regañaba a nadie o expresaba enojo[13].

Baibákov veía el pasado de color de rosa; el resto de su relato indica que las entrevistas podían convertirse en momentos terribles. Stalin, cuando le puso a cargo de las refinerías de petróleo del Cáucaso, especificó sus términos[14]:

Camarada Baibákov, Hitler amenaza todo el Cáucaso. Ha declarado que si no se apodera del Cáucaso perderá la guerra. Hay que hacer todo lo que sea necesario para evitar que el petróleo caiga en manos alemanas. Tenga en mente que si usted permite que los alemanes se apoderen siquiera de una tonelada de petróleo, lo vamos a fusilar. Pero si usted destruye las refinerías prematuramente y los alemanes no las capturan, pero nosotros nos quedamos sin combustible, también lo fusilamos.

Este mandato no podría ser calificado de «profesional y amistoso», pero en retrospectiva Baibákov pensó que las circunstancias requerían semejante dureza. Armándose de coraje ante Stalin, había respondido con tranquilidad: «Pero usted no me deja elección, camarada Stalin». Stalin cruzó la sala en dirección a él, levantó la mano y le dio unos golpecitos en la frente: «La elección está aquí, camarada Baibákov. Vaya ahora. Piense qué hacer con Budionny y decida sobre el terreno»[15].

El general A. Y. Golovánov presenció otro incidente de este tipo en octubre de 1941. Estaba en la Stavka cuando Stalin atendió una llamada telefónica de un tal Stepánov, comisario del ejército del frente occidental. El auricular del teléfono de Stalin tenía un amplificador ensamblado y Golovánov pudo oír la conversación. Stepánov, en nombre de los generales del frente occidental, le pedía permiso para trasladar los cuarteles generales de la comandancia al este de Perjushkovo debido a la proximidad de la línea del frente. Era el tipo de peticiones que enfurecía a Stalin y la conversación se desarrolló de este modo[16]:

Stalin: Camarada Stepánov, averigüe si sus camaradas tienen palas.

Stepánov: ¿Cómo dice, camarada Stalin?

Stalin: ¿Tienen palas los camaradas?

Stepánov: Camarada Stalin, ¿a qué clase de palas se refiere: a las que usan los zapadores o a algún otro tipo?

Stalin: No importa qué tipo.

Stepánov: Camarada Stalin, ¡claro que tienen palas! ¿Pero qué deberían hacer con ellas?

Stalin: Camarada Stepánov, avise a sus camaradas de que tienen que coger sus palas y cavar sus propias tumbas. Nosotros no nos vamos de Moscú. La Stavka va a permanecer en Moscú. Y ellos no se van a ir de Perjushkovo.

Por lo general no le hacía falta recurrir al sarcasmo. El recuerdo del Gran Terror era suficiente para disuadir a la mayoría del personal militar y político de mantener diálogos como éste.

La atmósfera de miedo e impredecibilidad empujaba a casi todo el mundo a hacer cualquier cosa que ordenase Stalin. Sólo algunos pocos líderes soviéticos se atrevían a contradecirle. Dos de ellos fueron Gueorgui Zhúkov y Nikolái Voznesenski. Pero Stalin era capaz de intimidar incluso a Zhúkov. Además lo exasperaba. Zhúkov percibía que a Stalin le había costado entender la necesidad de una cuidadosa preparación de las operaciones militares en manos de comandantes profesionales. Era como discutir con un boxeador, cuando se podrían haber obtenido mejores resultados mediante métodos más profesionales[17]. También era arbitrario en las designaciones y sustituciones de los comandantes, actuaba sobre la base de información parcial o sugerencias maliciosas. La moral de los oficiales de la comandancia habría sido más elevada si no hubiese interferido de este modo[18].

Los otros subordinados de Stalin habían aprendido a bajar la cabeza. «Cuando iba al Kremlin», dijo Iván Kovaliov acerca de su experiencia durante la guerra en el puesto de comisario del pueblo de Comunicaciones,

Mólotov, Beria y Malenkov solían estar en el despacho de Stalin. Yo sentía que estaban allí Nunca preguntaban nada, pero estaban allí sentados y escuchaban, a veces anotaban algo. Stalin solía estar ocupado dando instrucciones, hablando por teléfono, firmando papeles (…) y esos tres seguían ahí sentados[19].

El diario de visitas de Stalin deja claro que estos tres le veían con más frecuencia que cualquier otro político. Mikoián tenía una teoría al respecto. Sostenía que Stalin retenía a Mólotov en su despacho porque temía lo que Mólotov podría hacer si le permitía actuar por su cuenta[20]. Mikoián tenía algo de razón, aunque exagerara. Stalin tenía que incluir a otros en los asuntos de estado y ellos a su vez tenían que saber qué se preparaba. No hace falta añadir que no le importaba un comino que los principales dirigentes del estado estuvieran cansados como perros cuando por fin iban a sus respectivos Comisariados del Pueblo y comenzaban a ocuparse de sus propios asuntos.

No confiaba en ninguno de sus políticos ni comandantes. Incluso Zhúkov, su líder militar preferido, era objeto de intranquilidad para él: Stalin dio instrucciones a Bogdán Kobulov, de la NKVD, para que instalara micrófonos en la casa de Zhúkov. Al parecer, se hizo lo mismo con Voroshílov y Budionny, viejos camaradas de Stalin. Las sospechas de Stalin eran ilimitadas[21]. Tras haber ordenado la ejecución de Dmitri Pávlov en los primeros días de la guerra, Stalin no estaba mucho más satisfecho con Iván Kónev, sucesor de Pávlov en el frente occidental. El que Kónev no hubiera podido detener de inmediato el avance alemán era razón suficiente como para cuestionar su lealtad. Stalin quería fusilarlo. Zhúkov no era amigo de Kónev, pero pensaba que no merecía ese destino en absoluto. Había tenido que suplicar a Stalin para aplacarlo[22]. Zhúkov aprendió que ningún comandante estaba seguro ni en su puesto ni en su vida.

Stalin sabía que no podía actuar sin Zhúkov desde octubre de 1941. La formación de tanques alemana había llegado a las afueras de Moscú y los bombarderos alemanes sobrevolaban la ciudad. Las fuerzas regulares soviéticas tenían que apresurarse a enfrentarse con la amenaza. El pánico se había apoderado del común de los ciudadanos y la NKVD arrestaba a los que intentaban fugarse. Las fábricas y oficinas cerraron mientras duró la batalla. Stalin y Zhúkov mantuvieron una conversación[23]:

Stalin: ¿Esta convencido de que podremos defender Moscú? Se lo pregunto con todo el dolor de mi corazón. Dígamelo honestamente, como un comunista.

Zhúkov: Desde luego que vamos a defender Moscú.

Tras haberle asegurado al comandante supremo que Moscú no caería, Zhúkov tenía que cumplir su compromiso pese a las dificultades.

Cuando enviaba telegramas a Stalin o le telefoneaba desde el campo de batalla, Zhúkov le llamaba «camarada comandante supremo»[24]. La fórmula era una típica mezcolanza soviética: Zhúkov tenía que referirse a él al mismo tiempo como compañero comunista y como comandante. Stalin a su vez mantenía las formalidades. Incluso cuando se trataba de algo urgente, a menudo evitaba dar órdenes en su propio nombre. Cuando telefoneaba a los generales de los distintos frentes, más bien era propenso a decir frases como: «el Comité de Defensa y la Stavka piden encarecidamente que se tomen todas las medidas posibles e imposibles»[25]. Zhúkov recordaría todas estas galanterías evasivas muchos años después.

También recordaría cuánto le gustaba a Stalin usar seudónimos. Hubo algunos momentos de camaradería entre ambos cuando la lucha se volvió favorable a la URSS y Stalin estimaba a Zhúkov (pese a tenerlo bajo vigilancia). Entre los dos elaboraron un código compartido para efectuar sus comunicaciones por tierra o por telegrama: Stalin era «Vasíliev» y Zhúkov, «Konstantínov». Stalin había usado este seudónimo antes de 1917 y tal vez indicaba cierto tipo de identificación con Rusia. En cualquier caso, los nombres falsos eran poco más que un juego: era prácticamente imposible engañar a las agencias de inteligencia alemanas con un mero seudónimo, en especial uno que ya había usado Stalin en el pasado. Aun así, Stalin no debería ser juzgado con demasiada severidad (hay razones de sobra para acusarlo, de modo que no hace falta aumentar su número artificialmente). Ambos soportaban presiones inmensas y no es sorprendente que el «camarada comandante supremo» se consolara con los apodos. En sus momentos menos sombríos sabía cómo alentar y también cómo aterrorizar a sus subordinados militares.

Sin embargo, no se inclinaría por ser testigo presencial de las condiciones del frente; en realidad, apenas salió de Moscú salvo por los viajes absolutamente inevitables que hizo a Teherán y Yalta para asistir a las conferencias de los aliados. Mientras exigía a sus comandantes que fueran audaces, él no arriesgaba su seguridad personal. Hubo una excepción que la prensa anunció a bombo y platillo. En 1942 hizo un viaje al frente, supuestamente para controlar el progreso de la campaña. Cuando llegó a unas treinta o cuarenta millas de la zona de enfrentamientos, fue saludado por los comandantes militares en la carretera de Minsk, que le advirtieron de que no podrían garantizar su seguridad si continuaba avanzando. Stalin debió de haber sabido que dirían esto. Fue lo más cerca que se aproximó a cualquier zona de combate durante la guerra. Nunca vio disparar un tiro. Pero mantenía largas conversaciones con sus comandantes y, después de una previsible demostración de contrariedad, volvía al Kremlin. El viaje en gran medida tenía fines propagandísticos. Pravda informó como si Stalin verdaderamente hubiera llegado al mismo frente y hubiera dado órdenes tácticas y estratégicas imprescindibles a la comandancia.

Mikoián contó una historia acerca del viaje un poco menos halagadora. «Stalin mismo —escribió— no era el más valiente de los hombres.» Al parecer, cuando estaba hablando con sus comandantes, Stalin sintió una urgente necesidad de la naturaleza. Mikoián supone que pudo haberse debido más al miedo mortal que sentía que al proceso normal de la digestión. Sea como fuere, Stalin tuvo que retirarse rápidamente a algún lugar a hacer sus necesidades. Preguntó por los arbustos que había a los lados de la carretera, pero los generales —cuyas tropas todavía no habían terminado de liberar la zona de la ocupación alemana— no podían garantizar que ya no quedara ninguna mina terrestre. «En ese mismo momento —registró Mikoián con memorable precisión— el comandante supremo se bajó los pantalones a la vista de todos e hizo sus necesidades sobre el asfalto. Con esto completó su “reconocimiento del frente” y de inmediato se volvió directamente a Moscú»[26].

Evitar los riesgos innecesarios es una cosa —y Stalin la llevó al extremo—, pero no es honesto afirmar que era un cobarde.

Probablemente su conducta se debía más bien a que suponía que era indispensable para el desarrollo de la guerra. Al contemplar a los políticos y militares que tenía a sus órdenes pensó que no podrían arreglárselas sin él. Tampoco temió asumir la responsabilidad una vez que se recuperó de la conmoción del 22 de junio de 1941. Viviría o moriría por su capacidad de dirigir el ejército y el gobierno. Llegaría al límite de sus energías para lograr ese objetivo. Y Zhúkov reconoció que Stalin había superado su ignorancia inicial y su falta de experiencia militar. Siguió estudiando durante la lucha y con su capacidad excepcional para el trabajo duro pudo elevarse al nivel de entender la mayoría de los complejos asuntos militares tratados en la Stavka. Posteriormente Jrushchov describiría caricaturescamente a Stalin tratando de seguir las campañas militares en un pequeño globo terráqueo que tenía en el despacho, historia que se reprodujo en muchos relatos posteriores. De hecho, Stalin, aunque amedrentaba a sus comandantes y a menudo les pedía cosas imposibles de llevar a la práctica, se ganó su admiración profesional.

No sólo las directrices militares, sino también las disposiciones acerca del conjunto de la sociedad civil y de la economía estaban en manos de Stalin. Se mantenía atento a todos los recursos y anotaba los detalles en un pequeño cuaderno. Siempre tenía mucho interés en que sus subordinados dosificasen al máximo los recursos de que disponían. Lo registraba todo, desde la producción de tanques hasta las reservas de moneda extranjera, y escatimaba añadir algo a lo que ya había sido asignado a las instituciones. Los dirigentes que compartían estas responsabilidades tenían instrucciones de actuar de modo similar: Mólotov con los tanques, Mikoián con el suministro de alimentos, Kaganóvich con el transporte, Malenkov con la fuerza aérea y Voznesenski con el armamento. El pequeño cuaderno regía sus vidas[27]. Stalin era el eje del esfuerzo bélico soviético. Los dos aspectos de ese esfuerzo, el civil y el militar, se mantuvieron separados. Stalin no quería que los comandantes interfirieran en la política y la economía ni que los políticos intervinieran en la Stavka, y cuando mantenía reuniones en el Comité Estatal de Defensa, era él quien reunía ambos componentes.

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