Stalin

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DESPUÉS DE STALIN

Un maremoto de reformas chocó contra las políticas de Stalin en la primera semana de marzo de 1953. Sus sucesores se oponían a él póstumamente después de décadas de obediencia. Ningún miembro del Presidium del Partido apoyaba la preservación total de su legado; incluso los comunistas más conservadores, como Mólotov y Kaganóvich, estuvieron de acuerdo en hacer ciertas innovaciones. Los cambios que Stalin había impedido ahora se tornaban posibles. Sin embargo, el debate no trascendió a la sociedad. No se permitió. Lo último que deseaban los líderes más destacados del partido era permitir que los ciudadanos soviéticos corrientes e incluso los funcionarios del estado de rango inferior influyeran en lo que se decidía en el Kremlin.

Mólotov y Kaganóvich no pudieron impedir los proyectos de reforma de Malenkov, Beria y Jrushchov. Malenkov deseaba incrementar los pagos a las granjas colectivas a fin de estimular la producción agrícola; también quería dar prioridad a la inversión en la industria ligera. Jrushchov deseaba roturar tierras vírgenes de la URSS y poner fin a décadas de viejas incertidumbres acerca del suministro de pan. Malenkov y Beria se comprometían con una política de acercamiento a los Estados Unidos con el objetivo de una coexistencia pacífica: temían que la Guerra Fría se convirtiera en un desastre para la humanidad. Beria quería un acercamiento a Yugoslavia; también se proponía despojar de sus privilegios a los ciudadanos rusos de la URSS y ampliar los límites impuestos a la expresión cultural. Malenkov, Beria y Jrushchov estaban de acuerdo en que la vida pública debía regirse de un modo menos violento y arbitrario que bajo Stalin. Apoyaban la liberación de los presos políticos de los campos de trabajo. Refrenaron discretamente la tendencia de los medios oficiales a transmitir los acostumbrados elogios desmesurados de Stalin. Si se iban a reemplazar sus políticas ya no tenía sentido seguir tratándolo como a un semidiós.

El Presidium del Partido trató con precaución su legado material. Cuando murió Lenin en 1924, Stalin se convirtió en el custodio de sus escritos y decidió qué debía publicarse y qué debía quedar oculto. Publicó su propia obra Fundamentos del leninismo. Trataba de legitimar todo lo que hacía mediante la referencia a las obras de Lenin. Los sucesores de Stalin lo sabían. El Comité Central del Partido aprobó el 5 de marzo de 1953[1] la requisa de su colección de libros y la mayoría se distribuyó anónimamente entre varias bibliotecas públicas. Sólo quedaron unos cientos de libros en el Instituto del Marxismo-Leninismo. Se quemaron muchas de sus cartas y telegramas y la mayoría de los borradores de sus artículos y libros desaparecieron[2]. La última edición de sus obras completas se suspendió cuando aún no estaba terminada[3].

El escritorio de Stalin de la dacha Blízhniaia escondía secretos perturbadores. Contenía tres hojas de papel que había ocultado bajo un periódico dentro de un cajón. Una era una nota de Tito[4]:

Stalin: deje de enviar gente a matarme. Ya hemos capturado a cinco, uno de ellos con una bomba y otro con un rifle (…) Si no deja de enviar asesinos, voy a enviar uno a Moscú y no voy a tener que enviar a un segundo.

Así le escribía un gángster a otro. Nadie más había desafiado a Stalin de este modo; tal vez por eso conservó la nota. También había guardado lo último que le había escrito Bujarin: «Koba, ¿para qué necesitas mi muerte?». ¿Había querido Stalin estremecerse de satisfacción al releer esto? (resulta inconcebible que le quedara alguna clase de aprecio por Bujarin). El tercer papel era la carta dictada por Lenin el 5 de marzo de 1922, que contenía la exigencia de que Stalin se disculpara con Krúpskaia por haberla insultado. Fue el último mensaje que le envió Lenin y era el más hiriente. No lo habría conservado en el escritorio a menos que su eco resonara en lo más recóndito de su mente.

Los dirigentes del partido mantuvieron los tres escritos en secreto. Pero cambiaron el discurso público después de la muerte de Stalin y Pravda puso freno a su ensalzamiento. Los artículos criticaban el «culto al individuo». Aunque estaban plagados de citas de las obras de Stalin, no había que esforzarse mucho para recordar que el culto a su persona había sido el más grandioso de la historia. Mientras se discutían nuevas políticas en el Presidium del Partido, Beria celebraba su regreso a la dirección del Ministerio del Interior recogiendo cintas grabadas de las conversaciones de Stalin con los cuerpos de seguridad. Las cintas probaban que Stalin hasta el último momento planeaba una oleada de terror. Beria dispuso que los miembros del Comité Central leyeran las transcripciones[5].

Los reformadores se enfrentaban a un dilema: si aconsejaban cualquier abandono del legado de Stalin, se cuestionaría su legítimo derecho a gobernar, pero, si no se apresuraban a cambiar algunas políticas, podrían tener problemas por ignorar el descontento social. Había una dificultad más. Stalin era reverenciado por muchas de las personas —y eran millones— que habían odiado sus políticas represivas. El déspota todavía ejercía su hechizo después de su muerte. Los reformadores tenían que mostrar una conducta firme y competente. Los indicios de pánico podrían suscitar un desafío a todo el orden soviético. La mayoría del Presidium intentaba modificar las políticas de Stalin sin criticarlo abiertamente[6]. En el Comité Central del Partido se aludía simplemente a la imprevisibilidad de Stalin y a sus caprichos de los últimos años. Esto sucedió en el pleno de julio de 1953, después del arresto de Beria bajo la falsa acusación de ser un agente de la inteligencia británica. En realidad, la dirección temía que Beria aspirara a su propia supremacía personal y planificara reformas que parecían excesivamente radicales. Fue Beria, no Stalin, el que cargó con la responsabilidad de los crímenes y abusos del pasado y fue ejecutado en diciembre de 1953[7].

La situación de la familia de Stalin sufrió un cambio brusco. Significativamente su hija Svetlana se cambió de apellido. Cuando era estudiante se la conocía por Svetlana Stalina, pero después de la muerte de su padre se puso el nombre de Svetlana Allilúeva[8]. Al colocarse por debajo de los sucesores de su padre, se libró de problemas. Vasili Stalin era incapaz de adaptarse de este modo. Era famoso por sus fiestas, sus borracheras y su libertinaje. En realidad, su padre lo había repudiado, pero sólo después de la muerte del líder se le pidió que rindiera cuentas y fue arrestado por violencia y malversación de fondos públicos. Se terminaron sus días de privilegio.

El Ministerio del Interior quedó bajo el control del partido después de la caída de Beria. Las limitaciones a la expresión cultural siguieron disminuyendo. Malenkov y Jrushchov siguieron promoviendo reformas mientras competían por la supremacía personal. Se elevaron los precios que se pagaban a las granjas colectivas por la cosecha. El suelo virgen de Kazajstán fue roturado para incrementar el volumen de la producción agrícola. Hubo un acercamiento a la Yugoslavia de Tito. También se llevó a cabo una política de acercamiento a los Estados Unidos para aminorar las tensiones internacionales. La Guerra de Corea finalizó. Las discusiones en el Comité Central estaban menos dominadas por la necesidad de demostrar un apoyo indudable a todas las acciones del Presidium. Aunque la URSS seguía siendo una dictadura de partido único, la atmósfera de temor generalizado se fue aligerando. La rivalidad entre Malenkov y Jrushchov siguió en aumento. Se había temido tanto el radicalismo reformista de Beria como su rudeza personal. A Malenkov le faltaba su brillantez y Jrushchov, beneficiado por la reputación de haber derrotado a Beria, se convirtió en el líder supremo del Presidium en un par de años.

A instancias suyas una comisión examinó el material sobre las purgas del período de Stalin. Jrushchov, mientras buscaba pruebas que perjudicaran a Malenkov, también tenía proyectos más amplios. Varios miembros del Presidium del Partido pusieron objeciones a mayores reformas. A fin de asegurarse su preeminencia, Jrushchov sacó el tema de Stalin en el XX Congreso del Partido en febrero de 1956. Cuando se hicieron comentarios acerca del peligro de desestabilizar el orden soviético, replicó: «Si no decimos la verdad en el Congreso, nos veremos forzados a decirla en algún momento en el futuro. Y entonces no seremos nosotros los autores de los discursos. No, ¡seremos los investigados!»[9]. En una sesión a puerta cerrada denunció a Stalin por haber sido un monstruo que había enviado a miles de personas a la muerte y que había roto con las tradiciones leninistas sobre el liderazgo y la política. Las acusaciones no abarcaban muchos aspectos. Jrushchov centró su informe en la actividad de Stalin desde la muerte de Kírov en 1934 en adelante. Evitó la crítica de las estructuras políticas y económicas básicas establecidas a finales de la década de los veinte y no dijo nada acerca del terror dirigido por Stalin en la Guerra Civil y durante el Primer Plan Quinquenal. Como quería congraciarse con los actuales funcionarios del partido y del gobierno, dio la impresión de que sus predecesores habían sido las principales víctimas del Gran Terror de 1937 y 1938.

La audiencia del Congreso quedó sumida en el silencio. Jrushchov había logrado su propósito: había impedido que sus opositores atacaran su liderazgo y políticas sin que pareciera que defendían una vuelta al terror de Estado. Sin embargo, había un problema. Había sido Stalin quien había establecido los estados comunistas en la mitad oriental de Europa. Al desacreditar a Stalin, Jrushchov reafirmaba una línea de legitimidad en la Unión Soviética que se sustentaba en Lenin y en la Revolución de octubre. No era el caso de Europa oriental, donde fue Stalin quien instaló el comunismo. El informe de Jrushchov era dinamita política para esa zona. Los huelguistas organizaron manifestaciones de protesta en Polonia. Hacia octubre de 1956 estalló una revuelta popular en Hungría.

Quienes se oponían a la reforma devolvieron el golpe en el Presidium, en junio de 1957, reclamando la destitución de Jrushchov como primer secretario del partido. Pero el Comité Central lo protegió y, después de años de lucha, lanzó un ataque todavía más devastador contra Stalin en el XXII Congreso del Partido en octubre de 1961. Se cedió la tribuna a la vieja bolchevique Dora Lazúrkina. Encorvada por los años, contó cómo la sombra de Lenin se le había aparecido en un sueño pidiéndole que lo dejaran descansar solo en el Mausoleo de la Plaza Roja. Este sentimiento suscitó un estruendoso aplauso. Al amparo de la noche el cuerpo embalsamado de Stalin fue sacado del Mausoleo y enterrado fuera de los muros del Kremlin; sobre su tumba se colocaron un sencillo busto y un pilar. Se ordenó a los historiadores que buscaran en los archivos pruebas de que Stalin había reñido con Lenin con frecuencia y de que se había comportado con crueldad. La ciudad de Stalingrado se rebautizó como Volgogrado. El culto a Lenin se sumó a un culto creciente a Jrushchov. En 1959 se publicó un nuevo libro de texto sobre la historia del partido[10]. Los comunistas que admiraban a Stalin tenían que guardar silencio o arriesgarse a ser expulsados de las filas del partido. Sólo unos pocos partidos comunistas del extranjero estuvieron en desacuerdo. El principal de todos fue el Partido Comunista Chino. Mao Tse-tung había tenido divergencias con Stalin en vida, pero pensaba que las políticas de reforma impulsadas por Jrushchov significaban una ruptura demasiado grande con el tipo de comunismo que propugnaban tanto Stalin como Mao. Esta controversia se sumó a las tensiones que condujeron a una distanciamiento entre la URSS y la República Popular China.

Jrushchov fue destituido del poder en 1964. El Politburó del Partido (como se denominó de nuevo al Presidium) abandonó las políticas más características de Jrushchov tanto en el país como en el extranjero; también acalló las opiniones disidentes con más dureza que Jrushchov. Pero esto supuso una modificación del programa de Jrushchov más que una vuelta al estalinismo en su totalidad. El nuevo secretario general del partido, Leonid Brézhnev, nunca pensó en el terror ni en el despotismo individual. «La estabilidad de los cuadros» se convirtió en una consigna. Sin embargo, de puertas para adentro el Politburó contempló verdaderamente la posibilidad de rehabilitar la imagen histórica de Stalin en 1969 con motivo de su cumpleaños. Se preparó un editorial laudatorio para Pravda. Sólo una intervención de último momento a cargo de los líderes de los partidos comunistas francés e italiano evitó la publicación (sin embargo, era demasiado tarde para detener la publicación por parte del Partido Comunista de Mongolia, ya que Ulan Bator se encuentra en un huso horario anterior).

Pero el deseo de rehabilitar a Stalin persistió. En julio de 1984 —menos de un año antes de que Mijaíl Gorbachov llegara al poder— el Politburó seguía dándole vueltas al tema. Los miembros más viejos seguían sintiendo afecto por él y eran hostiles a Jrushchov[11]:

Ustínov: Al evaluar la actividad de Jrushchov voy a arriesgarme, como dicen, a dar mi opinión. Nos hizo mucho daño. Basta pensar en lo que hizo con nuestra historia, con Stalin.

Gromyko: Dio un golpe irreversible a la imagen positiva de la Unión Soviética a los ojos del resto del mundo (…).

Tíjonov: ¿Y qué hizo [Jrushchov] con nuestra economía? ¡Yo mismo me vi forzado a trabajar en un consejo [regional] de la economía nacional!

Gorbachov: ¿Y [qué hizo] con el Partido? ¡Lo dividió en organizaciones industriales y rurales!

Ustínov: Siempre estuvimos contra el consejo de la economía nacional. Y, como podéis recordar, muchos miembros del Politburó del Comité Central se pronunciaron contra su posición [de Jrushchov], En relación con el cuadragésimo aniversario de la victoria sobre el fascismo me gustaría proponer la discusión de una cuestión más: ¿no tendríamos que volver a ponerle el nombre de Stalingrado a Volgogrado? Millones de personas lo recibirían muy bien.

A la muerte de Stalin, Ustínov había sido ministro de Armamento, Gromyko había sido embajador en el Reino Unido y Tíjonov, ministro de Metalurgia del Hierro.

La idea de la rehabilitación no llegó a nada debido a que Gorbachov, que había evitado hablar sobre Stalin en el Politburó, se convirtió en secretario general del partido en marzo de 1985. El cambio precipitó el regreso de Stalin al banquillo de los acusados. La magnitud de sus crímenes, que sólo había sido revelada de forma parcial bajo el gobierno de Jrushchov, se describió en toda su extensión. Se denunció el «sistema de mando administrativo» establecido por Stalin. Aparecieron películas, novelas y poemas en la misma línea, así como investigaciones históricas. Gorbachov animó a la intelliguentsia para que convenciera a la sociedad de que era fundamental repudiar el legado de Stalin a fin de que la sociedad soviética pudiera regenerarse. El proceso se le fue de las manos cuando varios críticos de Stalin sostuvieron que Lenin también era culpable de abusos de poder. Rastrearon el sistema de mando administrativo hasta los orígenes de la URSS. Sin embargo, esta misma apertura de la discusión también permitió que algunos intelectuales elogiaran a Stalin. Su papel en la consolidación de la industrialización en la década de los treinta y su posterior victoria en la Segunda Guerra Mundial se defendieron repetidas veces.

Pero no había vuelta atrás. Gorbachov siguió condenando a Stalin como uno de los criminales más grandes de la historia. Cuando cayó la URSS a finales de 1991 y la Federación Rusa se convirtió en un estado independiente, Borís Yeltsin siguió con la condena de Stalin —y, a diferencia de Gorbachov, rechazó en igual medida a Lenin y a Stalin—. Así siguieron las cosas hasta que en 2000 Vladímir Putin se convirtió en presidente. El abuelo de Putin había trabajado como cocinero para Lenin y Stalin. El presidente Putin era reacio a oír hablar de los abusos de poder en las décadas de los treinta y los cuarenta; en cambio, deseaba elogiar los logros del estado soviético en esos años[12]. La «denigración» del pasado volvió a estar mal vista. Putin, en un gesto simbólico, repuso el viejo himno nacional de la URSS, si bien con una letra distinta. Habló con cariño de los inicios de su carrera en la KGB, el órgano sucesor del cuerpo de policía de seguridad de Stalin[13]. Putin no tenía la intención de rehabilitar a Stalin, sino más bien de afirmar la continuidad que liga el Imperio con la Unión Soviética y la Federación Rusa. Sin embargo, este proceso liberó a la sombra de Stalin del tormento por primera vez desde finales de la década de los ochenta. Putin lo relegó al lugar de una figura histórica y dejó que los estudiosos se pelearan por el veredicto. Era el colmo de la indignidad para el dictador muerto mucho tiempo atrás. Mientras habían durado las denuncias póstumas, había seguido siendo una fuerza viva en la política de Moscú. Después sufrió la ignominia de la indiferencia oficial.

Sin embargo, la sociedad no lo había olvidado. Pese a las revelaciones acerca de su despotismo, seguía presente un remanente de nostalgia de Stalin y de su período de gobierno. Los sondeos de la opinión pública efectuados en 2000 lo confirman. Cuando se preguntó a la gente qué período de la historia del siglo XX veían con mayor admiración, la mayoría de los encuestados eligió los años de Brézhnev. El gobierno de Jrushchov tenía un apoyo del 30%, la Revolución contaba con un 28% y el reinado de Nicolás II, con un 18%. Sin embargo, el despotismo de Stalin, con el 26%, no aparecía mal colocado. Los que afirmaban estar en contra del despotismo eran aún más, un 48%, pero el hecho de que más de una cuarta parte de los encuestados rechazaran la condena del gobierno estalinista resultaba deprimente para los funcionarios públicos rusos que aspiraban a una transformación de las conductas sociales[14]. Sin embargo, no todos reverenciaban su memoria. Había familias cuyos miembros brindaban solemnemente a la salud del «doctor norteamericano» Cheynes-Stokes al cumplirse cada aniversario de la muerte de Stalin. Recordaban el fatal problema respiratorio diagnosticado en la Blízhniaia en marzo de 1953 (en realidad, se trataba de dos médicos, Cheynes y Stokes, y no eran norteamericanos, sino irlandeses)[15]. En realidad millones de ciudadanos soviéticos maldicen habitualmente su memoria, en tanto que los políticos se mueven entre la semidenuncia pública y, al menos en muchos casos, la admiración en privado.

En el extranjero la caída de su reputación fue precipitada y casi universal. El régimen comunista de Europa oriental se desmoronó en 1989 y en ningún país se podía hablar o escribir en defensa de Stalin sin recibir como respuesta un amplio rechazo del público. En Occidente la mayoría de los partidos comunistas hacía largo tiempo que habían repudiado el estalinismo. El «eurocomunismo» de Italia y España había adoptado una actitud crítica respecto de Stalin y Lenin desde la década de los setenta. En cualquier caso, los partidos comunistas occidentales se vinieron abajo con el desmoronamiento de la URSS y ya no tenía mucho interés lo que pensaran acerca de la época de Stalin. Incluso en la República Popular China, donde se mantenía formalmente el respeto hacia Stalin, voces autorizadas acentuaron las dificultades que había causado a los intereses particulares de China. Sólo hay un pequeño país donde es posible encontrar muchos admiradores de Stalin. Se trata de su Georgia natal, que reconquistó su independencia en el Año Nuevo de 1992. Con frecuencia los georgianos olvidan el maltrato que Stalin infligió a sus antepasados. Se le alaba como un georgiano de fama mundial que logró conquistar a los rusos y darles una lección del arte de gobernar —y esto era suficiente como para salvarlo de ser execrado—. Tanto sus estatuas como el santuario de su casa de la infancia se mantienen intactos y se veneran en Gori. Los parientes que todavía viven, especialmente sus nietos, que no lo conocieron personalmente, mantienen su culto. Los comunistas veteranos de Georgia honran su memoria.

No es un destino extraordinario para un líder homicida. Genghis Khan es reverenciado en Mongolia. Hitler tiene admiradores en Alemania y otros países (incluida Rusia). La gente recuerda lo que quiere cuando evoca el pasado; siempre selecciona y a menudo inventa los recuerdos. En el caso de Stalin, los que hablan de él con afecto —al menos muchos de ellos— reaccionan contra el desprecio mostrado hacia sus propios logros o los de sus padres antes de 1953. Al igual que Putin, quieren limpiar el nombre de sus familias. También reaccionan contra la situación poco satisfactoria de la Rusia postcomunista. Tienen la sensación de que Stalin les dio orgullo, orden y seguridad; soslayan el hecho de que ese gobierno se caracterizó por la represión sistemática. La época de Stalin se ha convertido en una ficción tranquilizadora para las personas y grupos sociales que buscan apoyarse en algún mito para vivir el presente. Incluso muchas personas cuyos antepasados fueron fusilados o encarcelados por orden de Stalin se consuelan con historias amenas acerca de un gobernante que cometió algunos errores pero que por lo general dirigió correctamente la política estatal.

Esto es evidente para cualquiera que visite Moscú. Más abajo de la Plaza Roja, al lado del Manége, hay un edificio que albergaba el Museo Lenin. A principios de la década de los noventa se convirtió en el lugar de reunión preferido para varios tipos de estalinistas. Los transeúntes pueden oír a ancianos rusos que denuncian todo lo que ha sucedido en el país desde 1953. Venden periódicos que rechazan todo el proceso histórico acaecido desde Jrushchov hasta Yeltsin (con los estalinistas se mezclan individuos aún más raros que ofrecen curas de hierbas para el sida). Sus ideas son una mezcolanza. Los estalinistas odian a los judíos, a los francmasones y a los norteamericanos. Son partidarios del nacionalismo ruso al mismo tiempo que abogan por la restauración de un estado multinacional. Elogian el sacrificio social. Son un puñado de gente patética, anclada en la nostalgia y la policía se abstiene de detenerlos aunque sus estridentes consignas contravienen la Constitución rusa de 1993.

Las autoridades han actuado como si dieran por sentado que la veneración por Stalin se esfumará cuando se extinga la generación más vieja. Sin embargo, lo que contará para la opinión pública es el grado de éxito que alcance el gobierno ruso en la mejora de las condiciones de vida de muchos ciudadanos. Esa mejora parece muy lejana hoy. Los sueldos son bajos y el consumo ostentoso de una minoría rica conocida como los «nuevos rusos» suscita un profundo malestar. Moscú florece mientras la mayoría de las ciudades y casi todos los pueblos languidecen. Aproximadamente un tercio de la sociedad subsiste por debajo del índice de pobreza establecido por las Naciones Unidas. Las élites política y económica carecen de una estrategia para llevar a cabo una rápida transformación, mientras que los partidos de extrema derecha y extrema izquierda sostienen que la solución en realidad es sencilla. Tanto el Partido Demócrata Liberal de Vladímir Zhirinovski como el Partido Comunista de la Federación Rusa dirigido por Guennadi Ziugánov han invocado el nombre de Stalin, considerado una figura que en su tiempo dio dignidad a Rusia. Sostienen que, de no haber sido por Stalin, la URSS no se habría convertido en una potencia industrial y militar capaz de enfrentarse a la Alemania de Hitler. Ninguno de los dos partidos ha obtenido una mayoría en las elecciones a la Presidencia o a la Duma estatal y, aunque persiste la nostalgia por Stalin, la mayoría de los rusos abominan de la perspectiva de un retorno de la política violenta. Sin embargo, hasta que la sociedad rusa no consiga mejoras materiales, la imagen amenazadora de Iósef Stalin seguirá presente en las pancartas de los políticos extremistas.

Sigue suscitando controversias en Rusia. Stalin legó a sus sucesores un sistema consolidado de gobierno.

Personalmente había seguido siendo devoto de Lenin y su gobierno había conservado y reforzado el régimen leninista. El estado de partido único establecido por los bolcheviques en los meses de la Revolución de octubre se mantuvo firme. Se acentuó la exclusión de otras ideologías en la sociedad. Se engrasaron y afilaron los mecanismos de la dictadura, el terror y la politización de la judicatura, y la sociedad y la economía siguieron siendo tratadas como un recurso destinado a ser movilizado según las órdenes del Kremlin. El control económico del estado, considerable desde la Guerra Civil, se endureció dramáticamente. Se consideraba que el partido sabía mejor que nadie acerca del pasado, el presente y el futuro. Se decía que la historia debía marchar al ritmo del tambor que tocaban Lenin y Stalin.

La continuidad entre el despotismo de Stalin y el período soviético inicial ha sido un rasgo fundamental de la historia del país —y los historiadores que han escrito sobre el contraste esencial entre Lenin, el idealista humanitario, y Stalin, el ogro, pasan por alto los datos históricos—. Stalin fue el discípulo más aplicado de Lenin. Pero también había contrastes entre ambos. Stalin hizo sus propias elecciones y algunas casi seguro fueron diferentes de las que Lenin habría hecho de haber seguido vivo. Hay que añadir una nota de precaución a este juicio. Lenin era impredecible en sus políticas, aunque sus presupuestos básicos cambiaban muy poco. Sin embargo, es muy poco probable que ni siquiera Lenin hubiera optado por la violencia caótica del Primer Plan Quinquenal y la colectivización agrícola. No es que Lenin se hubiese mantenido eternamente paciente con los campesinos, sacerdotes, hombres de la NEP y nacionalistas: tenía sus propios momentos de impulsividad. Pero también era capaz de refrenarse, cosa que Stalin no compartía con él. Lenin no se excedió en la persecución de disidentes en el interior del partido. Tal era su supremacía en el partido que no necesitaba usar métodos de exterminio para quitarse de en medio a los elementos perturbadores. Las campañas de terror de Stalin en los años treinta fueron excesivas incluso para los parámetros del bolchevismo y seguramente Lenin no las habría fomentado ni autorizado.

Sin embargo, ni Lenin ni Stalin gozaron de una libertad plena. Estaban constreñidos por el tipo de régimen que habían creado y las acciones de Stalin desde finales de la década de los veinte se vieron condicionadas por los serios problemas suscitados por la NEP. Lenin y Stalin dirigieron un partido hostil a la economía de mercado, al pluralismo político y cultural y a la tolerancia religiosa y social. Habían creado un estado de partido único y de una sola ideología acechado por las potencias capitalistas; las políticas que podían aceptar eran limitadas[16]. Sin la dictadura, el régimen comunista de la URSS se habría desplomado. Con la libertad de expresión o la iniciativa privada habría sido derrotado por la oposición y, de no haber alcanzado su poderío industrial y militar, la URSS habría corrido el riesgo de ser conquistada por algún depredador extranjero. Las instituciones y las prácticas disponibles para hacer frente a tales dificultades no eran infinitamente maleables. El mando jerárquico tenía que ser el principio rector del estado. La vigilancia administrativa y las sanciones punitivas eran necesarias para conseguir que se cumplieran los objetivos y el recurso frecuente a las campañas de movilización, argumentos morales y purgas —pacíficos o no— era inevitable[17].

Stalin no pudo actuar solo. Mientras dirigía la destrucción de la NEP, gozó de un gran apoyo por parte del Comité Central y de los comités regionales del Partido Comunista. El entusiasmo por reforzar el control del estado era compartido por diversos órganos del partido, por la policía política, por las fuerzas armadas y por el Komsomol a finales de la década de los veinte. Pero un conjunto de objetivos no es lo mismo que un plan. Stalin no tenía un plan global, como tampoco sus partidarios. Aun así, actuaba partiendo de presupuestos que otros tenían en común con él. De cualquier modo, no se dedicó simplemente a bailar al son de la música de su tiempo. Stalin no era precisamente un burócrata. Era un hombre motivado por la ambición y las ideas. Convertía sus hipótesis generales en políticas según su naturaleza impetuosa y sus inclinaciones despóticas.

Cuando se incrementó su autoridad, disminuyó la necesidad de contar con el apoyo de sus partidarios más cercanos. Siempre estaba dispuesto a reemplazarlos si le molestaban. Impuso políticas económicas, culturales y sociales con creciente imperturbabilidad. Impulsó y supervisó el Gran Terror. La decisión de firmar un pacto con la Alemania nazi fue suya. También lo fueron los métodos elegidos para dirigir la maquinaria de guerra soviética. Suyas fueron las elecciones en materia de política exterior e interior después de la guerra. En realidad, toda la arquitectura del estado soviético, una vez que se afianzó a finales de la década de los veinte, fue una obra de Stalin basada en el diseño de Lenin. Sin embargo, incluso Stalin tenía que refrenarse a veces. Tenía que actuar en el marco del orden comunista. Puso objeciones a las redes de patronazgo en la política y en la administración general. Sabía que no podía confiar en la información que le llegaba desde abajo. Criticó la falta de concienciación de los obreros y campesinos. Le disgustaban los deficientes resultados alcanzados por la propaganda marxista-leninista del régimen. Pero tenía que obrar con el material humano y los recursos institucionales de que disponía. El Gran Terror reforzó y aseguró su despotismo, pero también le reveló los peligros de mantener un control personal absoluto. Aunque sus métodos siguieron siendo intimidatorios, violentos y crueles, sus propósitos fueron más realistas después de 1938.

El hecho de que tuviera éxito durante tanto tiempo fue consecuencia de su habilidad para formar un equipo central de subordinados voluntariosos aunque atemorizados. También supo promover a millones de hombres y mujeres jóvenes a todos los niveles de la actividad pública que lo apoyaron a cambio del poder y los beneficios que recibieron de él. Además, gobernó durante tantos años que los jóvenes que habían pasado por la escuela en esos tiempos recibieron la influencia de la propaganda y la victoria en la Segunda Guerra Mundial no hizo sino reforzar esta tendencia. Probablemente sólo una minoría de la sociedad lo admiraba verdaderamente. Sin embargo, muchos críticos discretos lo respetaban por sus políticas de bienestar y patriotismo: Stalin hizo cosas monstruosas y, sin embargo, la actitud popular hacia él no fue del todo negativa.

¿Pero cuál es su posición en la historia de su país y del mundo? Sin Stalin y su gobierno, la URSS habría sido un estado frágil y su control sobre la sociedad se habría desvanecido. Stalin modificó el leninismo y sus prácticas y actitudes justamente del mismo modo en que Lenin había adaptado el marxismo. Todo este proceso —desde Marx y Engels hasta Lenin y a través de Stalin— implicaba una combinación de reafirmación y mutilación. Lenin había inventado un callejón sin salida para el comunismo y Stalin lo condujo allí. Bajo Stalin, ningún aspecto de la vida pública y privada quedaba al margen de la intervención del estado, ni en la teoría ni en la práctica. Los comunistas perseguían de manera extrema una modernización general —y Stalin, como todos los comunistas, sostenía que la concepción de la modernidad que tenía su partido superaba a todas las demás—. Consiguió mucho: urbanización, poderío militar, educación y orgullo soviético. Su URSS podía reivindicar logros impresionantes. Se convirtió en el modelo de los movimientos políticos radicales —no sólo comunistas— de todas partes del mundo. Y en la época anterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando el gobierno demócrata-liberal no consiguió oponerse efectivamente al fascismo, Stalin parecía ofrecer una alternativa viable (al menos hasta el tratado de no agresión de septiembre de 1939). De no haber sido así, nunca habría tenido el apoyo necesario para sobrevivir y medrar.

Su valoración por parte de la opinión pública es un tema complejo. Incontable cantidad de gente considera posible dar su aprobación a varios objetivos básicos y declarados del régimen y dejar otros a un lado. Además, la victoria en la guerra convirtió a Stalin en la encarnación del patriotismo, el poderío mundial y un futuro radiante para el país. Tal era su autoridad despótica que innumerable cantidad de gente vivió dando por supuesto que tenía que aceptar las estructuras políticas y la ideología oficial. Por supuesto, muchos millones lo odiaron en la década de los treinta y siguieron detestándolo hasta el fin de sus días. Pero también existieron numerosos partidarios suyos de diverso tipo en toda la URSS.

Sin embargo, Stalin no sólo llevó al régimen soviético a un callejón sin salida, sino también a su fin. Su sistema de mando logró un sometimiento inmediato a expensas de un consenso general. Las campañas de terror traumatizaron a generaciones enteras. La mayoría de la gente ignoraba las políticas oficiales e intensificaba las prácticas de clientelismo, localismo, fraude y obstrucción. Como Stalin mismo reconoció, su poder tenía límites. De cualquier modo, el leninismo era visiblemente «antimoderno» en muchos sentidos y Stalin magnificó este rasgo suyo. La URSS de las décadas de los treinta y los cuarenta era gobernada como si siempre hubiera un único conjunto de políticas correctas. Stalin consideraba la discusión de base como un peligro para la unanimidad deseada y arrestó y asesinó para asegurar su dominio. Así perecieron sus enemigos, tanto declarados como potenciales. El resultado fue un torbellino de asesinatos que dejó un saldo de temor, desconfianza y autocensura. La primacía de los intereses del estado condujo a la inmovilidad política, mientras el salto de Stalin a la transformación industrial y cultural llegó a un punto muerto. Los parámetros de pensamiento y acción de su régimen finalmente impidieron el desarrollo dinámico y con perspectivas abiertas característico de los países capitalistas con democracias liberales. Había salvado y consolidado el orden soviético a expensas de que pudiera mantener una competencia duradera con sus principales rivales.

La Unión Soviética fue un estado totalitario, pero esto no significa que se caracterizara por un control central perfecto. Lejos de ser así, cuanto más concentraba Stalin en sus manos el poder sobre áreas específicas de la política, mayor era la falta de obediencia que detectaba en los demás. Su U RSS era una mezcla de orden y desorden extremos. Mientras los principales objetivos oficiales eran cimentar la potencia militar y la industria pesada, la realidad de la situación se le ocultaba tanto a él como a sus partidarios e incluso a sus enemigos. Stalin apenas tenía conciencia de los problemas que había creado.

Sin embargo, era una persona mucho más compleja de lo que en general se ha supuesto. Como político sabía cómo presentarse según el grupo con que tratara. La mayoría de la gente sabía que era decidido, despiadado y feroz y que perseguía el objetivo de convertir la URSS en una potencia militar e industrial a escala mundial. No era un secreto que poseía dotes de conspirador y de burócrata. Paradójicamente, el efecto de su culto oficial a menudo era contraproducente. Si los propagandistas soviéticos decían que era una persona excepcional, los críticos llegaban a la conclusión opuesta y sostenían que debió de haber sido un don nadie. Pero sin duda fue un individuo excepcional. Fue un auténtico líder. También estaba impulsado por la ambición de poder así como por las ideas. A su modo era un intelectual y su nivel de producción literaria y editorial es impresionante. Sobre sus rasgos psicológicos siempre habrá controversias. Sus políticas eran una mezcla de racionalidad calculada y de falta de lógica salvaje, y reaccionaba hacia los individuos y hacia todos los estamentos sociales con una suspicacia tan excesiva que sobrepasaba cualquier parámetro. Tenía una vena paranoica. Pero la mayor parte del tiempo, para quienes estaban cerca de él, no parecía estar loco. La ideología, las practicas y las instituciones que heredó fueron las que le permitieron dar rienda suelta a sus crueldades.

Stalin no era un psicótico clínico y nunca se comportó de un modo que le impidiera llevar a cabo sus obligaciones públicas. Como hombre de familia, invitado o amigo, era rudo. Pero su conducta fue rara vez tan excéntrica antes de finales de los treinta como para que otros dejaran de considerarlo una compañía aceptable. Escribió poemas en su juventud y siguió cantando durante las cenas hasta la vejez. Envió dinero a sus amigos de la infancia en Georgia. Hay quienes desean que los «monstruos» de la historia sean representados como especies únicas. Esto es un error. Por suerte los individuos como Stalin no son muchos y la mayoría pertenece a los anales de la historia —y sin la Revolución de octubre habría habido uno menos: la emergencia de Stalin a partir del exilio y la oscuridad hasta elevarse a la cúspide del poder, la fama y la influencia habría sido imposible si su partido no hubiera hecho la Revolución de octubre y construido un andamiaje institucional, de procedimientos y doctrinal que él iba a aprovechar—. Tales individuos, cuando han aparecido, por lo general han exhibido rasgos «corrientes» y agradables incluso mientras llevaban a cabo actos de indecible crueldad. Rara vez la historia nos da lecciones claras, pero ésta es una de ellas.

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