Stalin

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Tercera parte » 17

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Por lo visto, el proceso de Yagoda y Bujarin no le dio a Trotski ninguna «idea». Pero las ideas son algo curioso. Se te pueden ocurrir en un instante o tardar un año, y llegan cuando menos las esperas, mientras te apeas del coche o estás orinando. Como es lógico, si Trotski hubiera llegado a alguna conclusión indeseable, lo primero que haría sería comenzar a reunir pruebas, papeles, documentos. Sin embargo, sus comunicaciones más recientes con Etienne en París han sido simples solicitudes de material adicional relacionado con el pasado remoto, mi primer arresto, el interrogatorio, el exilio.

Tras negarme a cooperar con mi investigador, el comandante Antónov, fui trasladado a la prisión de Kutáis como preámbulo al exilio en Siberia. Fue un período de intensos estudios. Aprendí algo de esperanto, el «lenguaje de la esperanza». E invertí horas en tratar de dominar el alemán, ya que se consideraba necesario leer Das Kapital en su idioma original si uno quería que lo considerasen algo más que un «práctico». Pero para cuando encontraba el maldito verbo, ya se me había olvidado de qué iba la frase.

La prisión de Kutáis fue también una gran «universidad», en el sentido que Gorki le da a la palabra, y en ella aprendí nuevas lecciones sobre el ser humano y sobre la vida.

Una noche circuló el rumor de que al día siguiente habría una ejecución al amanecer, iban a ahorcar a un condenado. Todos los reclusos estaban despiertos antes del alba y, salvo por los pequeños estrépitos inevitables en las prisiones, las celdas se encontraban en silencio. Un silencio muy distinto al de la prisión por la noche. Aquel era un silencio cargado con la tensión del sufrimiento inminente.

Por primera vez en mi vida, escuché cómo un hombre era llevado al cadalso. Cuando el silencio se le hizo insoportable, el reo comenzó a gritar. No fue el horror perceptible en su voz lo que me impresionó, sino la soledad.

Yo había recibido una sentencia administrativa —es decir, que me la había impuesto la policía y no un tribunal— de tres años de exilio en el poblado siberiano de Novaya Uda. Pero las autoridades rusas se tomaban las cosas con calma. Desde el momento de mi arresto en abril de 1902 hasta que al fin me subieron al tren de Siberia a finales de 1903 transcurrieron veintiún meses.

Tres años era una sentencia bastante habitual. Mi única suerte fue el lugar, situado en una de las mejores zonas de Siberia, no en el Círculo Ártico. Tal vez el comandante Antónov me había hecho un pequeño favor, algo por lo que yo lo pudiera recordar.

El exilio a Siberia se hacía «en etapas», como por entonces se decía. Eso significaba que un tren de prisioneros viajaba hasta una ciudad y allí esperaba un día, una semana, un mes, hasta que llegara otro tren y pudiera formarse un contingente completo. Luego, una vez se llegaba a la terminal de Siberia, uno viajaba en trineo tirado por caballos hasta la aldea, donde se le asignaba una cabaña que debía compartir con otros exiliados. Había que presentarse a la policía una vez al mes; por lo demás, en gran medida, uno podía hacer lo que quería. Le estaba permitido ir de caza, hasta con escopeta, así como pescar y poner trampas para añadir un complemento a las escasas raciones de comida.

Escapar de la prisión era poco menos que imposible. Escapar del tren resultaba factible, pero corrías el riesgo de que te pegaran un tiro en la espalda si los centinelas situados en los techos del tren veían tu silueta sobre la nieve. Sin embargo, escapar de Siberia era bastante fácil. Como el propio Trotski dice: «Para comienzos de 1904, el sistema de exilios se había convertido en un colador. En la mayoría de los casos no resultaba difícil escapar; cada provincia disponía de sus propios centros “secretos” que facilitaban pasaportes falsificados, dinero, direcciones».

Los únicos lugares a los que yo había viajado hasta entonces eran las montañas de Georgia y las ciudades portuarias del mar Negro. Jamás había visto el Gran Norte Ruso. No me resultó fácil acostumbrarme a él. Pero me gustó Siberia, su inmensidad, su severidad.

Decidí no desperdiciar un solo minuto. Al cabo de casi dos años en prisión, apenas podía contener mis deseos de entrar en acción. Pero no hice nada hasta que me hube presentado a la policía, por lo que disponía de treinta días de seguridad. Sin embargo, los gruesos y adormilados hombres de uniforme azul no eran la auténtica autoridad. Siberia era su propio guardián.

Cuando solo había recorrido la mitad de los diecisiete kilómetros que había hasta el centro secreto donde podría conseguir documentos y transporte, una ventisca surgida de la nada borró la carretera que, de todas maneras, no era más que unas marcas de rodadas en la nieve.

Millones de copos en el aire que picaban como sal. El viento aullaba y los lobos se unieron a él. Mis botas no dejaban de quebrar la nieve, como si supieran a qué destino me conducían. Yo sabía más o menos adónde tenía que dirigirme, aunque eso no resultaba demasiado útil durante una ventisca. Alguna fuerza debió de guiarme. Quizá fue el espíritu de la historia. Precisamente en aquellos días de comienzos de 1904, el estúpido zar Nico decidió emprenderla con Japón, con la esperanza de darles una lección a los «monos amarillos» y de conseguir algo de gloria y prestigio para sí mismo mediante una «breve y victoriosa guerra», como por entonces se dijo. Pero fueron los monos amarillos, que en medio siglo habían pasado de las espadas de samurái a los acorazados, los que le dieron a Nico una lección. Y la lección fue que, por poderosa que pareciese, Rusia era un titán vacío. Tal lección no pasó inadvertida a los obreros y revolucionarios, que redoblaron las huelgas y los asesinatos.

O quizá me guiase el espíritu del amor ya que, apenas regresé de Siberia, encontré «mi destino», como dicen los rusos.

Tuve un matrimonio perfecto, cosa que pocos hombres pueden decir.

Ella se llamaba Ekaterina Svanidze. La conocí por medio de su hermano Alexander, que fue compañero mío en el seminario y también se había convertido en revolucionario. Pero en Ekaterina no había ni un gramo de rebeldía. Por naturaleza e instinto, tendía a someterse y a adorar. Me di cuenta de ello en cuanto la conocí.

Lo advertí en el perfil de su cuerpo cuando se apartó del fogón con una tetera en la mano. La cocina estaba escasamente iluminada, pero la forma de su cuerpo se recortaba contra la luz invernal de la ventana. Lo advertí en la línea de sus hombros, en su forma de moverse, como si siempre estuviera a punto de disculparse.

Y luego lo advertí en sus ojos cuando entré en la cocina a por té y su hermano dijo que se reuniría con nosotros dentro de un momento. Los oscuros y profundos ojos de Ekaterina no aguantaron la mirada de los míos ni durante un segundo.

Sin decir palabra, solo por la forma como permanecí inmóvil y a la espera, le hice saber que deseaba que alzara la vista y me mirase, y solo transcurrieron un par de segundos hasta que ella me miró con ojos relucientes, carentes de doblez y llenos de pavor.

Sus labios eran suaves, generosos, plenos. Su rostro era ovalado y su expresión, sincera y temerosa.

Sin embargo, no soportó mi mirada por más de unos segundos y se volvió de nuevo hacia la pila, pero no sin antes persignarse rápidamente.

Le miré la espalda y me gustó que ella supiera que la estaba observando. Aunque llevaba holgadas y recatadas ropas de ir por casa, me di cuenta de que desnuda en la cama resultaría sumamente atractiva, arrebolada por el pudor, faltándole manos para cubrirse el cuerpo.

Y en aquel momento entró su hermano que, entre sorprendido e indignado, dijo:

—¿No le sirves un té a nuestro huésped?

Trotski me llama por mi apodo de la clandestinidad y dice:

No sin asombro nos enteramos… de que Koba, que había renegado de la religión a los trece años, se casó con una mujer ingenua y profundamente religiosa. Esto podría resultar normal en una sociedad burguesa estable en la que el marido se considera agnóstico o se entretiene con ritos masónicos… Pero entre los revolucionarios rusos tales cuestiones eran muchísimo más importantes. En la médula de su filosofía revolucionaria no había un agnosticismo anémico, sino un ateísmo militante. ¿Cómo iban a mostrarse tolerantes con la religión, que estaba inextricablemente unida a todo lo que ellos combatían constantemente y con riesgo de sus vidas?

Lo que Trotski quiere decir es que mi tendencia a «traicionar» a la Revolución se manifestó desde temprano, incluso en mi elección de esposa.

Tiene razón, no me casé por motivos ideológicos. Me casé con Ekaterina Svanidze porque la amaba. Y la amaba porque estaba hecha a mi medida.

Como Bujarin, Trotski detesta la idea de que yo pueda ser feliz. Eso les parece el colmo de la injusticia. Trotski cita las palabras de un amigo que me conoció en aquella época de mi vida: «Su matrimonio fue feliz porque su esposa… lo tenía por una especie de dios y porque, siendo georgiana, la habían educado en la sacrosanta tradición que obliga a las mujeres a obedecer…». Y añade que cuando yo me encontraba trabajando para el Partido o en prisión, ella pasó «incontables noches sumida en ardientes plegarias».

Pero eso no era solo cuando yo estaba fuera.

—Reza —le ordenaba, y ella me miraba con aquellos ojazos—. ¡Reza!

Con la cabeza baja y los ojos cerrados, comenzaba a musitar plegarias en las que solicitaba la ayuda de Dios.

—¡Reza de corazón! ¡Pide lo que deseas en estos momentos!

—Oh, Jesús, haz que mi marido camine por la senda recta y no lo dejes caer en la tentación…

Luego, con mucha suavidad, le ponía la rodilla bajo la barbilla y la obligaba a levantar la cabeza hacia mí, y ella sabía que debía abrir los ojos y mirar los míos. La voz se le quebraba y apenas lograba balbucear. Mis ojos se clavaban en los suyos. Sus labios, suaves y carnosos, seguían moviéndose, pero su oración ya no era más que un simple murmullo.

—Reza en voz alta.

—Oh, Dios, haz que mi marido se esté soltando el cinturón porque desea castigarme por mis faltas y no por otro motivo…

A veces Dios le concedía la mitad de lo que pedía en su plegaría, la primera mitad.

Nada me resultaba tan placentero como agarrarla por la parte posterior de su espléndida cabellera y, aún mirándola a los ojos, introducirme en su boca hasta que el nombre de Dios no era más que un ahogado sollozo en la garganta de mi esposa.

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