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Makedde Vanderwall corría siempre sola, y a menudo después de que se hiciera de noche. Nada podría asustarla lo suficiente como para cambiar ese hábito. Encontraba belleza en la oscuridad, en las tormentas eléctricas y en esas noches en las que hacía footing sola.

Pero a su padre lo traía de cabeza.

Cada vez que iba de visita a la isla de Vancouver, se iba a correr por los lagos cercanos. Su mejor marca en los once kilómetros del lago Elk y Beaver había sido cuarenta y cinco minutos; no estaba nada mal para alguien que no era precisamente una mujer menuda, como solían ser las corredoras de media y larga distancia.

Durante el día acostumbraba a correr con su discman, pero por la noche prefería la calma y la protección de un pequeño bote de spray para osos como única defensa. Los bosques estaban oscuros a aquella hora, pero Mak se sentía protegida más que asustada, como si la noche por sí sola fuera un gran manto muy cómodo. El cielo estaba claro, la luna y las estrellas iluminaban el trayecto y Makedde conocía el camino como la palma de su mano. Había poca gente que corriera por la noche y ella lo prefería así. No iba al lago a socializar o a ponerse al día con sus compañeros; ella iba a correr y a pensar.

«¿Por qué me ha llamado Andy?»

«¿Por qué no nos llevamos bien mi hermana y yo? ¿Es culpa mía? ¿Es de verdad tan complicado?»

«¿Se va a convertir Ann Morgan en la novia de papá?»

Ann parecía bastante agradable. Y hacía casi dos años que su madre había muerto. Su padre estaba solo. Estaría mucho más feliz con una novia.

Mientras corría, Mak observaba el brillo de las aguas calmadas bajo la luz de la luna. Puede que fuera por la época del año, pero la visión de la luna anaranjada tan resplandeciente colgando orgullosa del cielo encima del lago le hizo evocar Halloween: aquel día tan mágico que recordaba tan bien.

«Mamá cuando se inclinaba para despertarme en la oscuridad…»

El 31 de octubre, su madre, Jane, siempre daba de cenar a Makedde pronto para que se pudiera acostar después de llegar de la escuela. Mak se dormía profundamente en un segundo sabiendo que cuando se levantara, creyendo que era un nuevo día, llegaría Halloween, el día en que no había sol y salían los fantasmas y las brujas, sonriendo y preparados para asustar. Era un día especial en el que todas las bolitas de malta con chocolate y los caramelos de gelatina que pudiera desear acababan, gratuitamente, en su bolsa, hecha con la funda de un almohadón. Era un día especial en el que ella misma fingía ser un fantasma y deambulaba de puerta en puerta con sus padres y con su hermana Theresa a remolque. Un día en el que incluso los extraños le daban la bienvenida; vampiros, hombres lobo y alienígenas le sonreían, le daban caramelos o le hacían trucos. Era un día mágico, un día nocturno.

Fuera de la isla, bajo la misma luna resplandeciente, el sargento Grant Wilson se encontraba en un tipo de bosque diferente, contemplando el terrible asesinato de Susan Walker, una muchacha poco mayor que su propia hija, una chica que temía a la oscuridad y que, al final, nunca tuvo ninguna oportunidad.

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