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Eran las ocho y dos minutos de la mañana cuando el Boeing 747 de la compañía Air Canada empezaba a descender lentamente hacia el aeropuerto internacional de Vancouver. El viaje desde Quantico había sido agitado, sobre todo al dejar el lluvioso aeropuerto de Los Ángeles unas horas antes, y el detective Andy Flynn, aquel día, se sentía como si hubiera recorrido mucho más trayecto que la distancia que separa ambas costas norteamericanas. Se sentía como si hubiera circunnavegado el globo terráqueo.

El avión se inclinó hacia la izquierda e hizo un movimiento en arco por el cielo oscuro. El ala que se veía por la ventanilla de Andy se colocó de lado y descubrió la cima de la montaña Grouse iluminada y flotando mágicamente por encima de la ciudad como la ciudad nube de Lando Clarissian en La guerra de las galaxias.

Encantado con aquel paisaje, Andy miró al doctor Harris, que estaba en el asiento del pasillo, y lo encontró dormido, con los ojos cerrados y la cabeza colgando hacia un lado. La corbata de Bob se había aflojado y estaba doblada. Su boca abierta daba la impresión de que estuviera intentando comerse el nudo. Andy reprimió las ganas de darle un golpecito con el codo para devolverlo al mundo real. Sabía que Bob había tenido demasiado trabajo y que aprovechaba siempre que podía para dormir.

Iban a toda velocidad sobre la ciudad dirigiéndose hacia el suroeste, al aeropuerto. El motor rugía en el descenso y al cabo de pocos minutos empezó el aterrizaje con sacudidas a lo largo de la pista. Las tapas del ala que estaba en la parte de la ventanilla de Andy se abrieron y mantenían la presión en la corriente de aire. El avión se estremecía y se quejaba al ralentizar como un taxi llegando a la entrada. Finalmente se quedó quieto.

Andy ejerció una maniobra de desafío al ponerse de pie y estirarse antes de que se apagara la señal del cinturón. El resto de pasajeros hicieron lo propio y el doctor Harris también volvió a la vida, como si una fuerza misteriosa hubiera apretado el botón de encendido. Se levantó y sacó sus cosas del compartimento superior como si se acabara de levantar de un reposado sueño de diez horas en un colchón Sealy en vez de haber estado simplemente dormitando durante media hora apretujado en un rígido asiento de avión. Esa no era la primera ocasión en que Andy había sido testigo de la extraordinaria capacidad del criminalista para recobrarse de algún tipo de contrariedad física y mental. Andy estaba seguro de que Bob podría quedarse dormido en un suelo duro de madera sin sufrir tortícolis en el cuello, a pesar de su edad.

No necesitaban hablar. Se hicieron un gesto con la cabeza y siguieron al resto de pasajeros por el pasillo para salir del avión. El doctor Harris iba cargado con su maletín y con el portátil, que contenía todas las presentaciones importantes de PowerPoint para el día siguiente. Andy solo llevaba una bolsa de viaje y un periódico arrugado. Se alegraba de no haberse cargado con un montón de trabajo para hacer en el avión. Ni tan siquiera lo habría tocado, de todas formas. Su mente no estaba precisamente centrada en el trabajo. Estaba cansado, pero, más que eso, estaba distraído por su proximidad con Mak.

Andy observó cómo se movían sus pies por la alfombra delante de él mientras salían por la rampa y la puerta. Solo cuando oyó pronunciar el nombre del doctor Harris levantó la vista. Para sorpresa de Andy, se encontró con dos hombres bajitos y fornidos vestidos con traje que los esperaban.

- ¿Doctor Harris? -repetía el más menudo de los dos con el mismo acento suave canadiense.

El hombre dio un paso adelante y los ojos le parpadearon de uno a otro, buscando el reconocimiento. Parecía tener unos cuarenta y cinco años y ser bastante fuerte. Tenía un cuello muy ancho y una cicatriz que se veía detrás de su nariz, que le hizo pensar en una pelea adolescente de bar. O tal vez alguna jugada de jóquey que hubiera acabado mal. Su compañero era ligeramente más alto y tenía algunos años menos, pero compartía con él la masa muscular.

- Yo soy el doctor Harris -dijo Bob, alargándole la mano después de pararse a una cierta distancia del hombre. Andy notó su nerviosismo. Parecía que tampoco esperaba aquel comité de bienvenida.

- Soy el sargento Wilson. Él es el agente Rose. -El hombre de la cicatriz extendió la mano y se dio un apretón con Bob-. Somos de la Policía Montada de Canadá. ¿Podemos hablar?

En ese momento ambos volvieron la cabeza para mirar a Andy. Pero no fue una mirada muy amistosa.

- No pasa nada -les aseguró Bob.

- Soy el detective Andrew Flynn, de la policía de Nueva Gales del Sur -interrumpió Andy, avanzando un paso para unirse a ellos-, de Australia.

- Está usted un poco lejos de casa -dijo el agente Rose, el más alto y joven. A Andy no le gustó su tono.

- El detective Flynn ha estado estudiando conmigo en la Unidad de Ciencias del Comportamiento de Quantico -dijo Bob.

Los hombres miraron a Andy de arriba abajo una vez más y luego centraron su atención en el doctor Harris.

- ¿Cómo puedo ayudarlos, caballeros? -preguntó Bob.

Los cuatro hombres caminaron con paso lento a lo largo de la explanada hacia la recogida de equipajes. Pasaron al lado de la escultura de los nativos de Coast Salish tallada en cedro rojo y bajaron la escalera que estaba suspendida sobre una preciosa cascada, donde el relajante sonido del agua al caer sobre las rocas calmó la mente ocupada de los cansados pasajeros.

La Policía Montada de Canadá había pedido como favor dar la bienvenida al doctor Harris, y, mientras paseaban entre las aguas que fluían, las figuras talladas que daban la bienvenida y la lenta cinta de equipajes que no paraba de dar vueltas, intercambiaron unas palabras en voz baja. Los cadáveres de dos estudiantes desaparecidas de la Universidad de British Columbia, Susan Walker y Petra Wallace, habían sido descubiertos. También se habían encontrado los restos del esqueleto de otra víctima aún sin identificar cerca de las tumbas superficiales.

Cuando Wilson hubo hablado con el doctor Harris, le dijo que un asesor de la policía canadiense les había recomendado que se dirigieran al criminalista visitante.

Wilson creía que aquello era obra de un asesino en serie.

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